Para Doña Lucilia y sus hermanas, su padre, el Dr. Antonio, era considerado como un verdadero patriarca. Hechos de su vida fueron narrados por ellas diversas veces, mostrando siempre que su dignidad venía de la confianza que depositaba en Dios.
El Dr. Antonio, mi abuelo, tenía tres hijas¹ muy parecidas, pero muy diferentes entre sí, como es común que suceda entre hermanos.
Cada una, a su modo, tenía una veneración única por su fallecido padre, un amor y unas saudades sin límites.
Padre y patriarca

Última fotografía de D. Antonio
Cuando eran jóvenes, su padre era el confidente con el cual ellas se abrían en todas las ocasiones; él comprendía bien sus almas y encontraba una salida para todas las dificultades que les apareciesen. Cuando el caso no tenía solución, él las consolaba, indicándoles la postura de alma serena, la compostura que se debería tener frente a las ocasiones difíciles de la vida.
Las tres contaban hechos sobre la vida de su padre y lo tenían como un patriarca. Cualquiera de los casos contados aisladamente no agotaba lo que ellas querían decir.
La más expansiva de las tres hermanas, en cierto sentido, era Doña Yayá. Una que otra vez yo la visité cuando ya se encontraba en edad avanzada –ella murió más anciana que Doña Lucilia–, estaba enteramente lúcida, pero con cierta distancia de la realidad.
Sabiendo que yo escribía –que tenía libros publicados, artículos–, en una conversación me hacía dos o tres insinuaciones de que yo debería escribir sobre la vida de su padre, porque era una vida admirable, y que, si yo quisiese, ella podía contarme todo, yo tomaba nota y después escribía ese libro.
Veo, de hecho, que es una cosa que, si la hubiese hecho, ¡habría dejado a Doña Lucilia con una alegría indecible! Necesité de razones muy serias para no hacerlo. De lo contrario, solo para dar a Doña Lucilia ese contento y atender al respeto filial de las hijas de él, etc., yo habría hecho alguna cosa.
No daba para hacer una gran biografía, pero habría hecho algo.
El fin del día en la pequeña Pirassununga
Voy a escoger un hecho que ellas no presenciaron, porque no habían nacido, pero les gustaba mucho contar. La madre de ellas, Doña Gabriela, esposa del Dr. Antonio, contaba que ellos vivían en Pirassununga cuando él era abogado recién graduado. Era costumbre en las ciudades del interior del antiguo Brasil que las casas fuesen abalconadas, o sea, tenían una especie de sótano habitable abajo, y el piso de arriba, que era mejor, constituía un balcón en relación con la calle.
Las familias cenaban muy temprano, aún a la luz del día, y después iban a las ventanas de la casa a ver pasar a la gente y saludarse. Era la gran novedad del lugar.
No piensen en una calle muy movida. Pirassununga era minúscula en aquel tiempo y uno que otro pasaba de vez en cuando. Mi madre decía que se avistaba a la persona que llegaba a lo lejos, a lo lejos, a lo lejos…
Y después de su partida, se podía aún acompañar con la mirada. Cuando el transeúnte se aproximaba, si era conocido, él se quitaba el sombrero y se saludaban. A veces paraban, intercambiaban unas palabras… Después seguían adelante.
Admiración de los familiares por la confianza en la Providencia

Dña. Gabriela y Dr. Antonio, padres de Doña Lucilia
Cierto día, el Dr. Antonio estaba conversando con mi abuela, solos, junto a la ventana. Sus hijos todavía eran poco numerosos. Él le dijo a mi abuela a cierta altura de la conversación:
– Sinhara², ¿nuestra despensa está bien llena?
Ella dijo:
– ¡Sí, está!
– ¿Tiene bastantes alimentos?
– ¡Sí, los tiene! La vida era baratísima. Entonces
él dijo:
– Por lo menos eso. Porque, mira, yo solo tengo esta moneda… los clientes están muy raros, no he recibido dinero. Y necesitamos tener bien la despensa, porque si falta dinero y comida, yo no tengo. Ve haciendo multiplicar la comida como puedas.
En ese momento se ve venir arrastrándose un mendigo hacia ellos,
que dice:
– ¡Soy tuberculoso!
Y realmente tenía un aspecto muy enfermo y pobre. Con el sombrero en la mano, dijo:
– ¡Soy tuberculoso! Necesito comprar un remedio muy caro. No tengo dinero. ¡Si Uds. me quieren dar algo para comprar ese remedio, yo, de buen grado, les agradecería mucho! Mi abuelo sacó la moneda y la lanzó en el sombrero del mendigo. Mi abuela quedó pasmada, pero al mismo tiempo tomada de admiración por la confianza en Dios que él revelaba.
Cuando el mendigo partió, mi abuela dijo:
– Pero, Totó – así era su sobrenombre –, ¿qué hiciste?
Él dijo:
– Confié en Dios. Vas a ver que el dinero no tarda en llegar.
De hecho, cuando anocheció, aquel mismo día, un hombre tocó el timbre. Era un cliente, que quería confiarle una causa que sería muy rentable para mi abuelo. El Dr. Antonio, entonces, pidió una parte de los honorarios por adelantado y, por gozar de muy buena fama como abogado, el cliente le concedió el pedido. Cuando el hombre se retiró, él entró en la sala de estar de la casa, mostró el
valor a mi abuela y dijo:
– Sinhara, ¡mira, para quien cree en Dios!
Y él elaboró, no en esa ocasión, sino más tarde, un versículo así… cuatro estrofas de las cuales no me acuerdo bien, tal vez en un momento me venga completo a la memoria… Era algo así:
“Quien tiene a Dios vuelto su corazón, nada debe temer. Porque Dios no abandona a la criatura que sabe en Él creer.”
Era la idea de la confianza en Dios, en quien se debería creer. Esto, que es un hecho interesante, ¡a ellas les parecía fenomenal!
(Extraído de conferencia del 11/1/1986)
1) Lucilia, Eponina (Yayá) y Brasilina (Zili).
2) En el Brasil antiguo, trato dado por los esclavos a su señora. El Dr. Antonio lo utilizaba para, de un modo afectuoso, dirigirse a su esposa, Doña Gabriela.

Como mi madre tenía ese afrancesamiento del modo de ser, junto a una afectividad toda brasileña, su afecto era delicadísimo, educadísimo, noble y de salón, ¡incluso en la mayor intimidad! Y yo me sentía envuelto por ese afecto vivo, en el cual yo reconocía la connaturalidad con el ambiente del libro de Bécassine.
Mi abuela, por ejemplo, era quien presidía la mesa. Es natural, era la dueña de la casa. En aquellas familias antiguas de mucha gente, era frecuente haber entre diez a quince personas en la mesa para almorzar y cenar. Ella presidía, y mantenía la conversación de la vida de familia, cuando no discutían temas como religión y ateísmo. En cierto momento –¡era invariable!– mi abuela se levantaba de la comida e iba a una silla mecedora. Algún tiempo después se iba a sus aposentos a hacer la siesta o algo así, la vida de una señora.




