Un hijo engendrado en la extrema ancianidad

Durante décadas, en la sobriedad y el silencio de su alma, el Dr. Plinio conservó toda la veneración que sentía por Doña Lucilia. Hasta que el afecto entusiasta de un hijo, engendrado según la ley del espíritu, pudo discernir el lumen de su alma y convertirse en el abanderado de su figura.

En la Historia, hay almas especialmente amadas por Dios, a quien Él pide grandes sacrificios, uno de los cuales es morir sin haber visto el resultado de aquello que hicieron. A estas almas, sometidas a tan largas esperas y grandes perplejidades, la Santísima Virgen, a veces les obtiene favores de Dios que las reconfortan, en forma de presentimientos proféticos.

En una expectativa serena…

Se veía que Doña Lucilia esperaba algo de la vida, no en el orden del placer o de la realización personal, sino una cierta reciprocidad de mentalidades, de afinidad de pensamientos, de temperamentos, de modos de ser. Su temperamento estaba ávido de abarcar un amplio afecto, una amplia consonancia con un enorme número de personas. Sin embargo, la Providencia no le dio eso.

Mi madre tenía el deseo de hacer el bien a innumerables jóvenes a los que, por diversas razones, no conocía. Este amor estaba muy centrado en mí, en mi hermana, la nieta y el biznieto, pero con algo que iba mucho más allá.

Llegó con esta expectativa al final de una larga vejez, tranquila, un tanto triste, pero de una tristeza luminosa, noble, sin agitación, sin histerias ni angustias. Caminaba hacia las sombras de la muerte con total serenidad y en el fondo con la certeza de que eso un día llegaría.

…sustentada por una confianza

Debido a las circunstancias inherentes a una familia poco numerosa, cuyos miembros estaban absorbidos por las preocupaciones contemporáneas, mi madre pasó largos periodos de soledad hacia el final de su vida, especialmente tras la muerte de mi padre.

Cuando sufrí la crisis vertiginosa de la diabetes1 y la consiguiente intervención quirúrgica en el pie con el inicio de gangrena, se produjo un derrumbe de mis resistencias, minadas por la enfermedad, pero también por disgustos y problemas trascendentales aplastantes. Todo ello me dejaba en un estado de marcada fatiga, por lo que me resultaba muy difícil mantener conversaciones largas, y hablar con ella requería un gran esfuerzo porque tenía la audición y la vista muy mermadas.

Es comprensible que no pudiera hacerle compañía. Por eso, durante mi convalecencia, sólo la dejaba entrar en mi habitación una vez al día, por la noche, justo antes de acostarse. En esas ocasiones, así que llegaba, la colmaba de agrados y gentilezas.

Estaba confiada a una enfermera, que cumplió con competencia un mero servicio profesional, pero sin el afecto propio de un hijo.

Durante el día mi madre pasaba horas en el comedor, sola, tomando el sol. Incapaz de leer un libro ni escuchar música, puede imaginarse sus soliloquios. Debía de ser un final de vida muy triste para alguien que realmente sufría la soledad, caminando contra el viento durante 92 años.

Incluso en esta hora extrema, fue sustentada por una confianza heroica, de modo que nunca perdió la certeza de obtener lo que anhelaba. Por eso, en el fondo, en medio de ese sufrimiento, mamá tenía esta idea: “Al final, algo se hará realidad”. Tengo la impresión de que ella presentía que sus hijos vendrían en gran cantidad. De hecho, vinieron después de su muerte, pero ella los esperaba en vida y eso la animaba. 

Una mirada que dejaba transparecer la constancia de toda una vida

Todo eso podía notarlo en sus ojos. Soy muy sensible a las miradas, porque dicen más que las palabras. Así, en ellos, varias veces la contemplaba ora acogedora, ora risueña; seria, pensativa en tal circunstancia; afable, acariciante en otra. Su mirada sufriente era una síntesis de todas las demás y la que más me conmovía. Cuántas veces la comparé con la llama de una lamparilla, cuya discreta llama se muestra en proporciones variadas, a la manera de expresiones fisonómicas. A veces es triunfante, alcanzando la plenitud de sí misma; a veces se encoge y se vuelve casi tan pequeña que dan ganas de advertirle: “¡Cuidado, te vas a apagar!”. Pero después renace y se muestra tranquila, estable, normal durante toda la noche. De vez en cuando, un estallido. Es un “dolor”, un “sufrimiento” que engendra una chispa con una vida efímera, que se eleva en el aire desapareciendo. La llama permanece impávida en su prisión y en su trono, en su gloria y en su dolor, en su recinto rojo de cristal dentro del cual brilla junto al aceite, que es el afecto del que se alimenta.

De hecho, como la lamparilla ardiendo junto al Corazón Eucarístico de Jesús presente en el sagrario, así fue mamá a los pies de las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús y de Nuestra Señora de las Gracias. Y en el torbellino de mi vida, ella era, en la oscuridad, la llama que no se apagaba, una luz continua que brillaba, siempre ella misma.

Yo pensaba: “Yo conocí todo esto, pero no sé si seré capaz de describírselo a alguien, porque quien no lo ha visto no sabe realmente lo que es, y no hay descripción que pueda dar una idea exacta de ello”.

¡Sus amigos son muy atentos y considerados conmigo!

No se me ocurría pensar que sería llamada a desempeñar una misión post mortem2 con los miembros de nuestro Movimiento. Aunque varios de ellos le habían mostrado atenciones y amabilidades, dejando entrever que habían notado en ella algo de lo que yo veía, la actitud de otros me hacía suponer que moriría sin ver cumplidos sus anhelos maternales.

En los últimos meses de su vida, mi casa empezó a ser frecuentada por los miembros más jóvenes del Grupo que venían a visitarme durante mi convalecencia. Así que empezó a entablar contacto con ellos, recibiéndoles en la sala de visitas, el “Salón Azul”, donde conversaban.

No acompañé esas visitas muy de cerca porque estaba en cama y mi habitación estaba lejos de la sala de visitas. Era consciente de la presencia de algunos de estos jóvenes allí que, cuando venían a visitarme, la saludaban. Pero pensé que sólo eran esos antiguos saludos formales: “Se  ñora, buenas tardes, ¿cómo está?”. Así que no le di importancia.

Cuarto del Dr. Plinio

Sin embargo, me llamó la atención cómo, mientras recorría el pasillo en su silla de ruedas para hablar conmigo y luego continuaba hacia su aposento, su cuerpo estaba más erguido y ella mucho más animada que antes. Pensé: “Quizá sea porque sabe que estoy fuera de peligro y eso le da alivio, un cierto ánimo”.

Más tarde, me enteré de la inmensidad de agrados que le hacían, de las flores que le llevaban, de las conversaciones que mantenían, de cómo les invitaba a tomar el té y de todo lo que les contaba sobre mi pasado. Cuando vemos las fotografías que se hicieron de ella en aquella época, por ejemplo, la que dio origen al “Quadrinho3, aunque se nota una cierta tristeza, está más animada y alegre.

Más de una vez, mamá me dijo muy complacida: “Tus amigos tienen conmigo una atención y consideración como nadie”. Veía que esos encuentros le producían una gran satisfacción porque, aunque no tenía la fuerza de expresión necesaria para hacerlo explícito, podía ver en ellos un factor en la línea de lo que siempre había esperado en la vida, que no encontraba en otras personas.

No podía imaginar que la fuente de la que brotaría el apostolado suyo se encontraba en este punto en el que todo parecía tender a su fin.

Mientras mi actitud era de total sobriedad, guardándolo todo dentro de mi alma, con mucha veneración, pero en silencio, sin comentar nada, allí estaba burbujeando algo del futuro.

El afecto entusiasmado de un hijo

De hecho, en esas ocasiones mi madre conoció a alguien que fue el primero en enarbolar —con la libertad que no tiene un hijo— el estandarte de su figura: mi querido João4. Absolutamente no me hacía idea, de hasta qué punto él había sido el elemento motor del movimiento de cariño y respeto que la rodeó en sus últimos meses de vida, durante mi enfermedad. Era el afecto entusiasmado de un hijo que, según la ley de la carne, ella no tuvo, pero que, según la ley del espíritu, engendró en su extrema vejez.

João me contaba que había conocido a mamá y que se encantó mucho por ella, recibiendo beneficios espirituales en su trato con ella, de los que intentaba hacer partícipes a otros miembros de nuestro Movimiento. Un día tuvo la curiosidad de ver cuál era su actitud en su aislamiento, si tenía alguna expresión que indicase un desfallecimiento o algo parecido.

Junto al comedor está el “Salón Azul” y separando los dos ambientes hay una puerta con cristal transparente cubierta por una de esas cortinitas llamadas brise-bise. João se acercó sigilosamente hasta la puerta y abrió un poco el brise-bise, sin que mi madre se diera cuenta. Con compostura y, en un momento dado, usó el pañuelo, doblándolo de forma tan ordenada, y colocándolo en su regazo con tanta distinción, que este gesto, tan simple en sí mismo, le emocionó. En la soledad y en la prueba, todo lo hacía con la dignidad con la que una persona deja sentir su perfume espiritual, indicando, dentro de la aridez, la verticalidad de un alma recta.

João discernió esto en ella y supo verla con los ojos con los que yo la veía, dándose cuenta del lumen de su alma que otros no notaban. Por eso, él fue, aún en vida de Doña Lucilia, el impulsor del movimiento en torno a ella. Y esto se debe a un pasado de fidelidades que otros no tenían.

Algún tiempo después, esos perfumes que se acumularon en el alma de mi querido João comenzaron a extenderse como incienso y a aromatizar el ambiente.

De hecho, él fue el gran fotógrafo de los últimos meses de mi madre y el responsable de la multiplicación y difusión de sus fotografías.

Aurora que confirmaba las esperanzas

Haciendo la relación con todo lo que ocurrió después, tengo la impresión de que antes de cerrar los ojos ella presintió más o menos lo que estaba por venir, y de ahí ese contentamiento que precedió poco antes de su muerte.

Salón Azul

En los últimos días de su vida, mamá pudo vislumbrar un poco la aurora de algo que se prolongaría más tarde. Y así recibió la confirmación de que no se había equivocado.

Cuando cerró los ojos a esta vida y los abrió a la eternidad, Doña Lucilia entendió que aquellos —hablo en plural para ser discreto— por ella conocidos al final de su vida le traerían el objeto de su espera.

Tuve una muestra de esto en un episodio inolvidable para mí. Había pedido a la Santísima Virgen, en consideración a la fiel dedicación por mi madre, la gracia de recibir alguna señal de que ella había salido del purgatorio. Y, en la misa del séptimo día, se me concedió de la forma más encantadora posible: un rayo de luz incidió sobre una orquídea, iluminándola por completo, y luego se alejó. Me daba la impresión de mamá recorriendo el pasillo de mi departamento, acercándose a mí y luego continuando para no interrumpirme.

Creo haber sido ese hecho una forma de darme a entender, tras su muerte, que había visto el triunfo y agradecía por ello.

Y así, sin que nadie lo pudiese imaginar, su misión comenzaría en la sepultura, junto a la que se inició su convivencia personal con cada uno de los que acudían a visitarla para pedirle gracias. Y, una vez más, fue João el gran “culpable” de que tantas personas acudieran allí, para suplicar su intercesión. Por tanto, él tiene un papel especial en el momento de ese agradecimiento, porque todo lo que ella esperaba se instituyó magníficamente.

Socorro en circunstancias inimaginables

Desde entonces, su acción se ha vuelto intensa, lo que significa mucho con relación al futuro, porque una cosa no nace de tan poco para expandirse hasta donde lo ha hecho, sin tender a mucho más.

João Clá en 1967

En mi opinión, doña Lucilia es para mis discípulos lo que ella es para mí, es decir, una especie de reducción al mínimo —porque todo comparado con Nuestra Señora es mínimo— de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Un socorro en todo, de todas las maneras, actuando inesperadamente, de las formas más inimaginables, discreto y con un estilo propio de ella, que era su manera de convivir en vida. A medida que aumenten las pruebas, también aumentarán nuestras oportunidades de pedir su intercesión, tendiendo hacia lo más insigne. Así es como yo lo veo.

Podemos decir que hubo tres fases en la vida de mamá: una prehistoria, en la que su acción fue percibida y sentida en toda su amplitud sólo por mí; después, su acción sentida en los últimos años de su vida por João Clá y algunos otros; por último, la expansión que tuvo lugar en amplitud en el Cementerio de la Consolación donde, en las horas más diversas, siempre se ve a alguien de pie junto a su tumba. ¿Está rezando? No se sabe. Lo cierto es que se está calmando, porque mamá, evidentemente por orden de la Santísima Virgen, por quien pasan todas las gracias de Nuestro Señor Jesucristo, fuente de la gracia, ejerce una acción temperamental sobre aquellos que recurren a ella.

Allí se hacen sentir la misma acción dulcificante, alentadora de los temperamentos, orientadora de las formas de ser, dando confianza y estímulo, y que, en vida, ¡me hicieron muchísimo bien! Yo veía una conexión entre el Sagrado Corazón de Jesús, del que era muy devota, y esta disposición, esta característica forma de ser de su alma.

Traspasando los umbrales de la muerte

El Dr. Plinio en una visita al túmulo de su madre, en agosto de 1987

En un momento dado, sentí algo que no puedo definir, pero era como si, por encima de los umbrales de la muerte y de todo lo que se había puesto para cubrir esa lamparilla, a punto de entrar a la tumba hasta el día del Juicio Final, ella siguiera brillando para mí, y me di cuenta de que ella me acompañaba. Entonces, ¡qué alegría al ver, en el fondo de una gran mirada andaluza5 , vivaz —y de tantas miradas nacidas de ésa—, ¡que ella también estaba viva! Noto en ella el mismo crepitar, el mismo movimiento de una lamparilla, y me di cuenta de cómo se prende un incendio, no de llamas destructivas, sino de lamparillas durante la noche, hasta que llegue el momento de encender fuego en el mundo.

Que la Santísima Virgen establezca el momento en que las lamparillas —y aquí no considero sólo a los jóvenes ojos que se abrieron hace algunos años a tanta luz, sino a todos aquellos que me acompañan en este camino— enciendan ese fuego para que podamos decir: “Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terræ!”6

Madre mía, enviad a vuestro Esposo, el Divino Espíritu Santo, en aquello que tiene de sublimemente coruscante, el espíritu que ha puesto en Vos, como Vuestro Esposo, y todas las cosas serán recreadas. Entonces, oh Madre, Vos reinaréis y se renovará la faz de la tierra

(Recopilación de conferencias de 1979 a 1993)

  1. A finales de 1967, permaneciendo convaleciente hasta marzo de 1968. ↩︎
  2. Del latín: Después de la muerte. ↩︎
  3. Pequeño cuadro al óleo que agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos, basado en las últimas fotografías de Doña Lucilia. ↩︎
  4. Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, fiel discípulo y secretario personal del Dr. Plinio durante más de cuatro décadas; en aquella época, laico. ↩︎
  5. Ídem. ↩︎
  6. Del latín: “Envía tu Espíritu creador y renovarás la faz de la Tierra” (Sl. 103,30)  ↩︎

¡Mi hermana le ama a usted! ¿Por qué yo no?

“Quiero tenerle más devoción a usted, más confianza, y difundir los favores obtenidos a través de usted”

 Elizabete Fátima Talarico Astorino

 

Cual suave bálsamo que cura y reconforta los corazones, la devoción a Dña. Lucilia va poco a poco abriéndose paso en las almas. Unas veces, esta devoción nace en un momento de aflicción; otras, después de comprobarse la eficacia de una ayuda; en otras, tras pedir explícitamente la gracia de honrarla de una manera más eficaz.

María Geralda de Freitas Viana Faria forma parte de esta última categoría de almas. Conoció la devoción a Dña. Lucilia a través de su hermana, Ana Lucía de Freitas Viana Robson, gran devota suya desde hacía años. Ahora bien, Magê —como se la conoce cariñosamente— no sentía la misma afinidad, ni, quizá, la misma necesidad de una intercesión especial. En el momento en que atravesaba un drama familiar, por la grave enfermedad de su hermana Ana Lucía, fue cuando encontró en Dña. Lucilia una puerta siempre abierta para obtener auxilio. Ella misma nos cuenta este cambio:

Magê y su hermana, Ana Lucía, junto a un portarretrato de Dña. Lucilia

«Mi hermana tuvo un tumor cerebral de tres centímetros que le extirparon, pero el posoperatorio fue muy confuso, muy complicadoYa no reconocía a nadie, no entendíamos nada de lo que decía y esto hacía sufrir mucho a la familia».

Providencialmente, Magê asistió a algunos programas que la hicieron reflexionar. Narra ella:

«Aquella semana vi un vídeo muy importante acerca de los “milagros” de Dña. Lucilia. Me quedé impresionada, ¡impactada! Una amiga entonces me envió un audio de una mujer que contaba que no conocía a Dña. Lucilia, pero había escuchado que hacía muchos “milagros”. Después de ver ese vídeo y oír ese audio, no dejaba de pensar: “Doña Lucilia, me gustaría tener más fe en usted. Y mi hermana, tan devota de usted… Haga ese ‘milagro’ que estamos esperando, que le den el alta del hospital. Tiene que salir del hospital hablando, entendiendo, interactuando con su familia, con la gente…”.

»También le dije a Dña. Lucilia: “Quiero tenerle más devoción a usted, más confianza, y difundir los favores obtenidos a través de usted”. Era como si necesitara aquella gracia para creer más. “Hay tanta gente que recibe gracias pidiéndoselas a usted. ¿Por qué yo no? ¡Mi hermana le ama! ¿Por qué yo no?”».

Una grata sorpresa

Sin que se hubiera dado cuenta, la devoción a Dña. Lucilia ya había nacido en su corazón. Hizo esa sencilla oración, y en el rezo del rosario del día siguiente completó su petición: «En las jaculatorias pedía: “¡Doña Lucilia, ayudadnos!”. Y, para gran sorpresa nuestra, por la mañana mi sobrina, hija de Ana Lucía, que estaba en el hospital, me llamó y me dijo: “Tía, espera un momentito que hay una persona que quiere hablar contigo…”».

Magê cuenta, asombrada, que su propia hermana era la que se puso al teléfono: «Hablaba con normalidad, sin enredar las palabras, reconociendo a su hija, reconociéndome a mí. ¡Me quedé muy emocionada! Y le dije: “¿Sabes quién te hizo ese milagro? ¿Quién lo consiguió muy cerquita de la Santísima Virgen? ¡Doña Lucilia, de quien tú, hermana mía, eres tan devota!”».

E interpretó muy bien el mensaje de Dña. Lucilia contenido en aquella sonrisa: «Me dio esa gracia como si dijera: “Magê, mucha fe, mucha fe en mí, porque estoy aquí muy cerquita de Nuestra Señora y consigo de Ella muchas gracias para vosotros, mis queridos hijos”».

Sin duda, la obtención de este favor inició una nueva etapa de gracias para Magê y su familia, en la que la protección y el maternal auxilio de Dña. Lucilia estarán cada vez más presentes.

Finaliza su relato llena de gratitud: «Es imposible no emocionarse al dar este testimonio de una gracia más alcanzada por intermedio de Dña. Lucilia. Lo agradezco por la vida de los Heraldos, por la vida de Mons. João Clá Dias, de todos los Heraldos que conocemos, de los sacerdotes, de todos los que rezaron por mi hermana. ¡Muchas gracias!». 

(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, agosto2024)

Una enfermedad grave, a edad temprana

Sin embargo, los largos años de sufrimiento fueron una ocasión de gracia para Thalita, quien, «como el hijo pródigo, regresaba a la casa del Padre». Luisa ya tenía 4 años cuando los médicos le diagnosticaron epilepsia por crisis de ausencia.

 Elizabete Fátima Talarico Astorino

 

Con el corazón lleno de alegría y gratitud, Thalita Marotta Imoto Sato, residente en São Paulo, narra un favor alcanzado por intermedio de Dña. Lucilia: «Mi hija Luisa nació sana el 19 de octubre de 2015. Hasta su primer año de vida, ni siquiera había tenido fiebre. Sin embargo, con un año y diez meses, después de empezar un cuadro febril, tuvo su primera convulsión».

Llevada sin demora a un hospital, la pequeña fue sometida a varias pruebas y se constató que tenía meningitis viral. No obstante, ése sólo fue el comienzo de una larga búsqueda de un diagnóstico definitivo, que tardó cuatro años en llegar, conforme lo narra su madre:

«Al principio, cada cinco semanas Luisa tenía fiebre sin motivo aparente. El intervalo iba acortándose y los síntomas empeoraban. Además de esa fiebre inmotivada, presentaba un cuadro alérgico a medicamentos, colorantes, algunos alimentos y a todos los conservantes y estabilizantes. No podía comer fuera de casa ni siquiera usar utensilios domésticos que no fueran los nuestros.

»El estado de mi hija fue empeorando. Las convulsiones eran constantes y el miedo de no saber si despertaría al día siguiente nos acechaba. Luisa estaba constantemente ingresada en la UCI, pues los médicos no sabían qué tenía. Su corazoncito reflejaba que algo no iba bien. Tenía taquicardia durante la fiebre y, mientras convulsionaba, los latidos de su corazón oscilaban mucho: por ejemplo, de doscientos veinte latidos por minuto a cincuenta».

Luisa y sus padres sufrieron mucho con el progreso de una enfermedad de la que no obtenían un diagnóstico seguro. Poco antes de cumplir los 3 años, la niña estuvo al borde de la muerte debido a una grave reacción alérgica a un medicamento que le administraron.

Ése es mi camino de santidad

Sin embargo, los largos años de sufrimiento fueron una ocasión de gracia para Thalita, quien, «como el hijo pródigo, regresaba a la casa del Padre». Luisa ya tenía 4 años cuando los médicos le diagnosticaron epilepsia por crisis de ausencia.

Luisa sosteniendo en sus manos una réplica del «Quadrinho» de Dña. Lucilia

«Ese día —dice la madre— me vio triste y me preguntó por qué. Le respondí que el resultado de las pruebas no era tan bueno y por eso estaba un poquito triste. Su respuesta fue: “Mami, ¿tú no rezas todos los días hágase tu voluntad? Ésa es la voluntad del Papá del Cielo y es mi camino de santidad”. Yo no sabía qué era camino de santidadno sabía cómo se lo habían enseñado, porque siempre estábamos juntas, siempre, no la dejaba sola, pues podía tener una convulsión en cualquier momento. Afortunadamente, Luisa, aun siendo tan pequeña, nos mostraba cómo su fe y su amor a Dios eran indestructibles».

Con ocasión de otro ingreso en la UCI, el médico le diagnosticó síndrome autoinflamatorio y remitió a la paciente a un especialista. Éste empezó el tratamiento con corticoides. «Cada tres semanas tomaba unos 60 mg del medicamento, lo que la dejaba inmunodeprimida. Su pronóstico no era bueno, el médico que la acompañaba me dijo que no sabíamos cuánto tiempo respondería al tratamiento con corticoides».

Si creyera usted en los milagros…

En esta sombría perspectiva, finalmente brilló un rayo de esperanza: «En noviembre de 2021 conocimos a los Heraldos del Evangelio. Un sacerdote de esa asociación rápidamente se puso a disposición del cuidado espiritual de mi familia, prometió rezar por la curación de Luisa y me habló acerca de la devoción a Dña. Lucilia. Entonces comenzamos a rezarle, pidiéndole que se hiciera cargo de toda la vida de Luisa y obtuviera su curación. Todas las noches, cuando Luisa se dormía, yo iba a su habitación, rezaba un rosario de jaculatorias a Dña. Lucilia y le entregaba mi pequeña a su cuidado. Le pedía que si no era posible lograr su curación fuera ayudada a afrontar todos los pronósticos del síndrome y que su fe y su confianza nunca se debilitaran».

En una de las numerosas consultas, Thalita le preguntó al médico si su hijita al menos podría mejorar con el tiempo, y recibió esta respuesta nada alentadora: «Si creyera usted en los milagros, ella podría mejorar».

Que muchas familias puedan conocer a Dña. Lucilia

Entonces decidió, junto con el sacerdote, establecer «metas» para los intervalos febriles de la pequeña Luisa; es decir, pedían que, por intercesión de Dña. Lucilia, Luisa no presentara ningún síntoma de la enfermedad en un plazo determinado.

Narra Thalita: «El primer plazo era que se mantuviera bien, sin ningún síntomadurante once semanas. Increíblemente, Luisa no tuvo nada en ese período. Luego pasamos a la segunda meta, la de veintidós semanas; pero, después de sólo nueve semanas, Luisa tuvo síntomas del síndrome, el 31 de julio. El sacerdote no me dejó que perdiera la fe ni la confianza. Intensificamos las oraciones y Luisa nunca volvió a presentar ningún síntoma de la temida enfermedad».

Agradecida y profundamente ligada a su bienhechora, Thalita finaliza su relato con este expresivo testimonio: «Doña Lucilia cuidó y sigue cuidando de mi familia con todo el amor materno que tanto necesitamos. La vida de mi Luisa me enseñó no sólo el verdadero amor a los designios de Dios, sino a confiar siempre, nunca desanimar. Y si hoy mi niña está sana es gracias a la intercesión de Dña. Lucilia y a la confianza incansable del sacerdote heraldo que nos orientó. ¡Que la Santísima Virgen permita que muchas familias puedan conocer los cuidados de Dña. Lucilia!».

(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, agosto2024)

Aflicción de una madre en busca de su hijo

Finalmente, sobre las diez de la noche, uno de los amigos que habían salido con él atendió la llamada. «¿Dónde está Igor?», preguntó ella. Y recibió la preocupante respuesta de que su hijo no se sentía bien y que por eso se había quedado en el sitio del espectáculo.

 Elizabete Fátima Talarico Astorino

 

María de Lourdes Cunha reside en Mairiporã (Brasil), frecuenta asiduamente una de las capillas que están a cargo de los Heraldos del Evangelio en la región y es una gran devota de Dña. Lucilia. Al oír numerosas narraciones de gracias obtenidas por su intermedio, se sintió animada a enviarnos el relato de un favor alcanzado por intercesión de esta tan solícita madre, aunque el episodio ocurriera unos años atrás.

Cuenta que su hijo Igor, por entonces con 16 años, le pidió permiso para ir con unos amigos a un espectáculo que tendría lugar en el centro de São Paulo. Prometió regresar antes del anochecer. Como su hijo era muy cumplidor de la palabra dada, Lourdes se extrañó profundamente cuando oscureció y no había aparecido. Intentó numerosas veces localizarlo en el móvil, todas en vano.

Finalmente, sobre las diez de la noche, uno de los amigos que habían salido con él atendió la llamada. «¿Dónde está Igor?», preguntó ella. Y recibió la preocupante respuesta de que su hijo no se sentía bien y que por eso se había quedado en el sitio del espectáculo. Llena de angustia, Lourdes quiso saber qué había pasado, pero el supuesto amigo de su hijo, como única respuesta, apagó el móvil. «Llamaba de nuevo y ya no atendía nadie. Me desesperé».

Lourdes con una fotografía de Dña. Lucilia

Entonces decidió pedirle ayuda a una de sus hermanas. Ella se ofreció a ir con su marido en busca del joven a la ciudad de São Paulo. Sin embargo, ya era media noche cuando consiguieron llegar al local del espectáculo y sólo pudieron constatar que había terminado todo, el recinto ya estaba cerradoLo buscaron en el centro de emergencias más cercano; no estaba allí. Con gran pesar, le comunicaron a Lourdes que no habían encontrado a su hijo y que al día siguiente tendría que denunciar su desaparición a la Policía.

En los momentos de angustia, recurso a la oración

¡Imaginémonos la angustia de una madre en tales circunstancias! ¿Qué hizo Lourdes? Nos lo cuenta ella: «Cogí mi rosario, fui a la habitación de Igor, me arrodillé ante su cama y empecé a pedirle ayuda a Dña. Lucilia. Rezaba el rosario y le rogaba que no le pasara nada, que ella lo guardara donde él estuviera. A medida que iba pidiendo, me fui calmando. Cuando mi hermana llegó a su casa, alrededor de las dos y media de la madrugada, me llamó y me dijo: “¡Igor está aquí en mi casa!”».

¡Cómo debió condolerse el corazón de Dña. Lucilia al ver el tormento de Lourdes! Su auxilio, como buenísima madre, no podía hacerse esperar. Pero ¿qué había ocurrido realmente?

«No tengas miedo, estoy aquí contigo»

Al día siguiente, Lourdes interrogó a su hijo sobre los pormenores del incidente. Él tampoco sabía lo que había pasado. Probablemente sus compañeros le dieron alguna bebida que le hizo daño y se sentó en algún rincón para recuperarse del malestar que tenía, y sus «amigos» lo abandonaron allí.

Antes de perder el conocimiento, Igor vio que se le acercaba una mujer con la intención de ayudarlo y que le dijo con dulzura: «Igor, no tienes por qué asustarte, estoy aquí contigo». Y cogiéndole de las manos afirmó: «¡No tengas miedo, te pondrás bien!».

¿Quién era esa benemérita mujer? Igor no lo sabía. Pero Lourdes no tuvo la menor duda: como ella misma no podía ir en socorro de su hijo, Dña. Lucilia se encargó de ampararlo en aquella difícil situación.

Lourdes cuenta que a partir de ese momento «su hijo no vio nada más»; al parecer, alguien pasó por allí y lo llevó a urgencias, donde le dieron la medicación adecuada y se recuperó.

Agradecida, recuerda el episodio con emoción, porque Dña. Lucilia, que en la eternidad sigue siendo una eximia madre, atendió con presteza sus oraciones, tomando para sí el cuidado de su hijo.

(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, agosto2024)