Vuelo de la inocencia

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Lo que, en el fondo, está muy presente en la mirada de Doña Lucilia es la connaturalidad con las alturas. Es un cordero que se dejó llevar por las garras del águila y que apacienta en las alturas con la mansedumbre de una oveja en las praderas. He aquí el fruto de una entrega completa, es el vuelo de la inocencia.

La inocencia, con facilidad, lleva al cordero a ser transportado por el águila. Lo que en nosotros no se deja transportar por el águila son las partes pesadas – por así decir, abdominales – que perdieron el gusto de la inocencia. Lo que en nuestras almas se ha convertido en “abdomen”, es decir, en el deseo intemperante de los placeres de la vida, no quiere ser llevado por el águila a lo alto de los montes.

(Extraído de conferencia de 30/04/1983)

Elevación de alma y bondad

La Revolución insinúa que existe un conflicto entre elevación y grandeza, de un lado, y bondad y amenidad, de otro lado. Doña Lucilia desmentía ese error con su presencia. De lo alto de su espíritu bajaban, como caídas de agua limpísimas y discretas, olas de dulzura, bondad y ternura sobre las personas que se aproximaban a ella. Pero, ¡con cuánta elevación y dignidad!

En el alma de todo revolucionario existe un horror – que yo no dudaría en calificar de ateo– a una dimensión de las cosas, a cierta profundidad, cierta elevación de vistas que ve todo con una grandeza fenomenal, relacionada con una porción invisible y más grande, tan grande que llega hasta los pies de Dios.

La Revolución detesta contemplar las cosas por su lado más elevado

La Revolución acusa a ese estado de espíritu de engendrar la guerra santa, el fanatismo, no la bondad. De engendrar entusiasmo, no el bienestar. Las grandes elevaciones de espíritu conducen a alturas que el espíritu no fue hecho para habitar. Y, por lo tanto, a lo máximo se debe revolotear por allá un poco y después volver a las planicies de lo cotidiano. En otros términos, es necesario vivir la vida a pie o montado en un burro, como Sancho Panza, en vez de vivir montado a caballo, como Don Quijote.
La Revolución insinúa que hay un conflicto entre esos dos estados de es
píritu, entre dos perfecciones: la elevación y la grandeza, que se expresan en una seriedad extraordinaria, de un la do, y de otro la bondad y la amenidad. Habiendo leído una que otra descripción de esos vuelos en que un astronauta sale de la órbita de la Tierra y entra en una especie de noche que existe entre varios astros, y ve todo modificarse, noto que hacen una descripción de carácter estrictamente científico, sin darse cuenta de la seriedad que aquello tiene, que
envuelve al hombre. Cuando un astronauta sale de la atracción de la gravedad de la Tierra
y comienza a dejarse atraer por otros planetas, eso tiene una seriedad inmensa. Él es llamado a vías que no son las comunes del hombre y a órbitas que no son las suyas. Él constituye una excepción en el orden del universo y es puesto como un espectáculo para los ángeles y para los hombres. El hombre moderno detesta contemplar las cosas bajo ese prisma. Él quiere ver en el viaje astronáutico el mero recorrido de una mercadería.
Mandan un cohete a la Luna, adentro está un hombre que aprieta unos botoncitos y complementa a la máquina. ¿Ese hombre llega o no llega? ¿Trae o no trae muestras a la Tierra? Y se acabó. Lo grandioso de ese viaje interastral formidable, que nunca nadie hizo hasta entonces, la grandeza del hombre que se extrapola de la regla y queda en un zenit a lo largo de los siglos, como siendo el único que se posó en la Luna – ¡una cosa fenomenal! –, eso las personas no lo quieren percibir. Son ajenos de grandezas.

Grandeza sin intersticios de mediocridad

Los revolucionarios quieren afirmar que ese tipo de alma no tiene bondad, dulzura, amenidad, ni misericordia y, por lo tanto, cerca de una persona así uno se encanta sin distenderse. Y como no se puede vivir tenso, es necesario tomar vacaciones de la grandeza.
Si analizamos los más diversos ambientes contemporáneos, encontraremos, tal vez con raras excepciones, el choque entre la grandeza de alma a la cual nos convidan los panoramas de la Fe y lo modesto de un pequeño arreglo doméstico, de una pequeña situación por resolver: la criada que entró, el empleo que el padre tiene o no tiene, todas esas cosas que van a entrar en la primera línea de la preocupación. Y el hombre es llevado, por los hábitos mentales recibidos desde muy temprano, a esperar precisamente que le sea dado un intervalo entre grandeza y grandeza, en el marco de la mediocridad. Esos son los momentos de intersticio dentro de la vida de entusiasmo y de grandeza. Esa especie de tentación de los hiatos de grandeza encontraba en el alma de mi madre el desmentido más
completo. Porque si había una cosa que la caracterizaba, era justamente esa grandeza que ella ponía en las cosas más pequeñas. Doña Lucilia era una persona a quien, si le fuese dada una rosa, podía quedarse horas contemplando esa flor y haciendo comentarios. Y comentarios que tenían esto de característico: descendían a lo más menudo de la vida y tomaban los pormenores más minúsculos para analizarlos. No obstante, cuando se veía con qué espíritu estaba siendo analizado aquello, se percibía que tocaba en lo alto. Todo le interesaba a ella en la medida en que ciertos pensamientos altos, que nunca abandonaba, estaban presentes en ella. Debo decir que, aunque un hombre no se deba comparar en nada a una flor – puede compararse a un fruto o a un árbol, más que a una flor –, sin embargo, era así como yo me sentía tratado por ella en mi infancia. La vinculación profunda de alma entre ella y yo tenía su razón de ser más profunda en este punto de encanto mío por ella, desde pequeño.

Luciliotropismo

Yo notaba que mi madre me trataba, siendo muy pequeñito, bajo cierto punto de vista, como un juguetico. Ella encontraba gracia en mi fragilidad, en mi insipiencia, en fin, en mi estado de principiante en todo.
Pero yo notaba que en eso entraba una especie de cariño contemplativo que iba hasta las más altas regiones y – vean la paradoja del lenguaje – las más altas profundidades de su alma. Y aquel cariño, lleno de un pensamiento enteramente superior, me envolvía todo: “Este es mi hijo. De él tengo razón para esperar que sea de tal manera, de tal otra… Voy a jugar con él envolviéndolo con mi afecto, protegiéndolo y procurando en él los síntomas precursores de mi esperanza. De mi esperanza, ¿qué se podrá realizar?” Yo me sentía estimulado por esa indagación esperanzadora, como quien decía con afecto: “Hijo mío, ¿tú serás aquello que yo tengo en el fondo de mi alma?”
Así como existe el heliotropismo, por el cual la planta procura el sol, así también, por una especie de “Luciliotropismo”, yo era tendiente a volverme hacia ella. Cuando mi madre me hacía las cosas más pequeñas, como, por ejemplo, ayudarme a pasar de mi cama de niño de dos o tres años a la de ella, sonriendo, jugando, ¡yo percibía que algo mucho más alto me envolvía y que un día comprendería la dulzura de las altas cumbres, la distensión y la suavidad de los altos ideales, y cómo aquello, que era majestuoso, era dulce y atrayente! Eso lo aprendí de ella de tal manera, que lo contemplé en ella hasta el fin de su vida y tuve con ella el trato lleno de veneración que correspondía a un alma como la suya. Mi madre merecía mi respeto y yo apreciaba esa circunstancia. Pero no era solo eso. Ella era de esa manera y tenía en su alma esa grandeza; por esa razón, yo sentía que todas esas cualidades suyas caían sobre mí, me circundaban y penetraban en mí por una ósmosis a la cual yo le abría todos mis poros.

En lo alto de las serranías se encuentra la paz

Más de una vez bajé con ella a Santos, en tren, en un período en que casi no se hacía ese viaje en automóvil. Es un lindo camino, que pasa por sierras con solanáceas floridas y donde se ve el agua correr abundante desde lo alto de los peñascos, y escurrir hasta los valles que circundan todo aquello, en medio del verde de una selva donde los pies humanos nunca se posaron, y están como los veía el Padre José de Anchieta (Sacerdote jesuita español misionero en Brasil, fue uno de los fundadores de la ciudad de São Paulo (*1534 – †1597)).
¡Cuántas veces acompañé la mirada de Doña Lucilia que contemplaba ese panorama! Ella bajaba el vidrio de la ventana, reclinaba la frente sobre el brazo y se quedaba viendo toda aquella naturaleza…
Confieso que yo la veía mucho más a ella, que al panorama. Discretamente, para que no notase, porque a ella no le gustaría… Pero son los contrabandos que un hijo puede hacer.
Yo veía todo eso y pensaba: “Esto tiene una analogía cualquiera con ella, que algún día explicitaré…” Ahora estoy explicitando. De lo alto de su espíritu bajaban olas de dulzura, de bondad y de ternura, como caídas de agua limpísimas, discretas – no es la Cascada Paulo Afonso con aquel ruido –, y venían suave y dulcemente, como todo lo que bajaba de ella sobre nosotros. Pero, ¡cuánta elevación, cuánta altura, cuánta dignidad!
Si queremos encontrar la paz, la dulzura, el afecto del cual, por algunos lados, a justo título, nuestra alma está sedienta, seamos los hombres que comprenden que eso solo se encuentra en lo alto de las serranías. Y cada vez que, arrastrados por la influencia subconsciente del espíritu moderno, procuramos lo cotidiano sin sus grandezas y sin su belleza, de hecho, estamos alejando con la mano esa cosa colosal, pues todas las suavidades e invitaciones para la dulzura del «Quadrinho» (Cuadro al óleo que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos con base en las últimas fotografías de Doña Lucilia) no van de la mano con quien tiene el alma puesta en esas cosas revolucionarias.

Subir las vías escarpadas de la grandeza

Por el contrario, haciéndome mi madre sentir, de esas altas cumbres, la bondad, la dulzura, el bienestar de la convivencia con ella, tuve una idea experimental, viva, de lo que son esas cualidades, como no conozco que haya habido igual. Es decir, quien busca lo muy alto, muy majestuoso, muy grandioso, aquel que camina con paso resuelto hasta dentro de lo trágico, y que es sediento de lo trágico porque sabe que esa es la escalinata que lleva hasta las cumbres – el Viacrucis es el único que conduce hasta lo alto del Calvario –, ese encuentra las cosas que busca. El otro es desviado por el espíritu moderno.
En la hora en que todo convida a la falta de seriedad, al relajamiento, a lo meramente florido, ornamental y ‘gustosito’, nosotros debemos estar de pie, con toda nuestra estatura, contra la tentación de la trivialidad y apartarla con el pie, diciendo: “Futuro, con los pies puestos sobre los escombros de esta banalidad blasfema, yo te llamo. ¡Ven, oh futuro!”
Id resueltamente escalando las vías escarpadas de la grandeza. A lo largo de esas vías encontraréis no solo la protección de quien con una real grandeza tuvo tanta bondad, sino de Aquella que, incomparablemente superior a todas las criaturas, es al mismo tiempo la Reina majestuosa del universo, que pisa la serpiente para siempre jamás.
Ella es la Inmaculada Concepción, de quien decimos: “¡Vida, dulzura y esperanza nuestra, salve, oh Reina!” ¡Subid, no os dejéis atraer por el señuelo de lo cotidiano, evitad lo banal y amad la grandeza, y me habréis dado aquello que más deseo de vosotros!

(Extraído de conferencia de 12/12/1982) 

El papel de Doña Lucilia en la formación del Dr. Plinio

El alma de Doña Lucilia estaba hecha de una gran elevación, una enorme admiración por la obra de Dios y por Nuestra Señora, una firmeza que nadie quebraba y un cariño al cual era difícil resistir. Esos rasgos del alma de su madre llevaron al Dr. Plinio a comprender y amar a la Santa Iglesia Católica.

¿Cuál fue el papel de mi madre en la formación de mi alma? Lo que no dejo de agradecerle,
desde el fondo de mi alma, es su carácter de alma profundamente católica, no sólo en el sentido de una persona que reza mucho, aunque ella rezaba mucho; tengo en mi salón la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, delante de la cual ella oraba a veces hasta dos o tres horas de la mañana. Sin embargo, no era sólo eso, sino que su mentalidad era enteramente católica, que se reflejaba en una elevación de alma por donde todas sus reflexiones, incluso las más pequeñas, se aferraban a valores espirituales muy altos, lo que se notaba en su modo de ser, en su mirada, en su inflexión de voz, en su trato y en esa mezcla realmente incomparable de dignidad, firmeza, mansedumbre y afecto que la caracterizaba más que a nadie. Nunca conocí a nadie que, ni de lejos, se pareciera a ella en ese sentido.

Cariño y firmeza

En una ocasión tuve un ejemplo de eso cuando una joven, pariente mía, acompañada de su novio, me visitaron en mi apartamento, donde mi madre conservó una serie de cuadros pintados al óleo de sus antepasados, así como muebles antiguos de la familia.
Naturalmente, todo eso lo guardé. Cuando entré en el salón de visitas, me encontré con algunos familiares, entre ellos al padre de la novia mostrando y comentando para su futuro yerno los cuadros de los antepasados de la joven. En cierto momento, ella entró en mi estudio, cogió una fotografía de mamá y se lo llevó al novio para que la viera. El novio no la conoció pues ella ya había muerto. Miró la fotografía y dijo: “¡Pero cuánto cariño, cuánto cariño!” Percibí que había quedado impresionado. Pero si hubiese dicho: “Cuánta decisión, cuánta firmeza”, habría dicho también la verdad. Porque su alma estaba hecha de una gran elevación, de una enorme admiración por la obra de Dios y por Nuestra Señora, una firmeza que nadie quebraba y un cariño al que era difícil resistir. Estos eran los rasgos de su alma que me encantaron y transparecían en su piedad. Esto me llevó a comprender y amar a la Iglesia católica como yo la amo. 

Triple maternidad

No fue sólo eso. Después de que ella preparara mi alma para entender la Iglesia, yo estudié con empeño, en la medida en que pude, la Iglesia, sus doctrinas, sus instituciones, sus leyes, su obra. De manera que no es sólo el recuerdo de un modelo materno lo que me mantiene en esa adhesión. Sin embargo, nunca habría visto completamente a la Iglesia si no hubiera contemplado este modelo maternal. Por eso, doy gracias a la Virgen por haberme dado esta madre. Para mí, el gran mérito de ella fue haber encaminado mi alma a otra madre que es la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana.
El alma de esta otra madre, que es la Santa Iglesia, tiene a su vez un trono para una tercera madre que es María santísima. A través de una madre caminé hacia las otras. Es de
esta triple maternidad – una física-espiritual, las otras dos, espirituales y sobrenaturales – que se alienta mi ánimo y mi piedad.

(Extraído de conferencia de 30/7/1978)

Encuentro con la princesa Isable

Doña Lucilia formó a su hijo dándole sobre todo el excelente ejemplo de su propia vida. Y frecuentemente le narraba reminiscencias atrayentes de su familia, tales como el encuentro que ella y su madre tuvieron con la Princesa Isabel, en París.

A veces, mi madre narraba ciertos episodios de su vida, porque, sin nunca contradecirse, siempre tenía algún pormenor que añadir o un comentario que hacer, incluso por su inflexión de voz. Así, ella nos contó varias veces su encuentro con la Princesa Isabel, en París.

Encuentro agradable en una iglesia de París

Princesa Isabel

Princesa Isabel

Después del golpe republicano del 15 de noviembre de 1889, Don Pedro II y la familia imperial se fueron exiliados a Francia, hacia donde partieron en un navío llamado “Alagoas”, que el gobierno republicano puso a su disposición.
La Princesa Isabel, hija de Don Pedro II, vivía en París y asistía a Misa los domingos en una iglesia cercana a su residencia, la Iglesia Saint-Germain-L’Auxerrois, en honor a San Germán, un antiguo santo francés, obispo de la ciudad de Auxerre.
Por coincidencia, mi madre y mi abuela fueron a esa iglesia también un domingo. No acostumbraban a asistir a misa allí, porque el hotel donde estaban hospedadas quedaba en otra zona, pero ese domingo ellas se dirigieron hacia allá. Cuando entraron, notaron en el altar mayor un lugar de honra reservado para personas ilustres que podían llegar. Poco tiempo después, vieron entrar a la Princesa Isabel – a quien conocían por fotografías – y a
una dama que la acompañaba, la Baronesa de Muritiba, una señora del nordeste de Brasil, extremamente fina y distinguida.
Terminada la misa, mi madre y mi abuela permanecieron rezando durante algún tiempo y tuvieron la sorpresa de ver que la Princesa Isabel y la Baronesa de Muritiba susurraban algo, después de lo cual la Baronesa salió. Minutos después, habiendo dado una vuelta por la sacristía y tomado una escalinata para bajar hasta la nave central de la iglesia, la Baronesa se les acercó y preguntó en portugués:
– ¿Ustedes son brasileñas?
Ellas respondieron:
– Sí, somos brasileñas.
– La Princesa Isabel las vio y se dio cuenta, por su apariencia física, que debían ser brasileñas y quiere conocerlas. ¿Aceptarían subir hasta la sacristía para saludar a la princesa?
Las dos no querían otra cosa y en pocos minutos estaban allá, siendo presentadas a la Princesa Isabel.
En la conversación, la Princesa hizo preguntas con respecto a la familia de ellas y, al recibir las explicaciones, dijo que conocía a varios miembros correspondientes a la generación de su padre, Don Pedro II, por lo tanto, a la generación anterior a la de mi madre o de mi abuela. Hablaron bastante sobre eso y se hicieron muy amigas.

Reminiscencias de familia

Emperatriz Doña Teresa Cristina

Una de las reminiscencias familiares narradas a la Princesa fue el hecho de que el padre de mi abuela, el Dr. Gabriel José Rodríguez dos Santos, fue quien le enseñó a bailar a la Emperatriz Doña Teresa Cristina. La Emperatriz era coja y en aquel tiempo los bailes eran muy complicados, no era ese brinca-brinca infecto de hoy, sino parecidos al minueto, a la contradanza, con reverencias, etc., y una persona coja no podía bailar.
Ahora bien, para Doña Teresa Cristina era una especie de vergüenza, pues una emperatriz que no se desplazase bien no desempeñaba adecuadamente su papel. Cierta noche, durante una recepción en el Palacio de San Cristóbal, donde vivía, ella estaba sola en una sala, cuando pasó mi abuelo cerca. Él era diputado y estaba invitado al baile, y fue a saludar a la Emperatriz. Ella le dijo:
– Como Ud. ve, estoy aquí en esta tristeza… En la sala al lado todo el mundo está bailando y yo estoy aquí sola; no tengo ni siquiera quién converse conmigo. Eso equivalía a una invitación para que él se sentase y conversase un poco con ella. Él se sentó y comenzaron a conversar justamente con respecto al defecto que ella tenía en el pie, que le impedía bailar. Mi bisabuelo era muy observador y le dijo algo arrojado:
– He observado la dificultad de Su Majestad, pero creo que existe un medio muy fácil de apoyarse sobre su pie, que le permitirá bailar. Si Su Majestad da el paso como yo le indico, Su Majestad podrá bailar.
La Emperatriz quedó un tanto escéptica, pero él insistió:
– Si Su Majestad me permite, levántese y yo le indico bien, exactamente, cómo tiene que colocar el pie en el piso. Ella aceptó, se levantó y él le indicó de forma precisa cómo tenía que hacer, y añadió:
– ¿Su Majestad quiere probar un paso del baile conmigo? Doña Teresa Cristina concordó, probó algunas veces y notó que estaba consiguiendo bailar. Entonces resolvieron darle una sorpresa al Emperador, que se encontraba en el salón del lado, participando del baile.
Los dos entraron bailando al salón. Eso fue una sorpresa para todos, que, al terminar el baile, prorrumpieron en aplausos.
La Princesa Isabel se acordaba de ese hecho. Entonces vinculó a ese hombre con varios otros episodios de personas antiguas de la familia de mi madre, relacionadas con la familia imperial.

Tomar las once en la casa de la Princesa en Boulogne-sur-Seine

Como resultado, la Princesa Isabel las convidó a tomar las once en su residencia, una casa palaciega en un barrio muy bueno de París, Boulogne-sur-Seine.
También estaba en París un hermano de mi madre, casado y con muchos hijos. Según la costumbre de aquel tiempo, la Princesa Isabel mandó a convidar a la cuñada de mi madre y a todos sus hijos, por amabilidad.
Hubo, entonces, un episodio desagradable. Uno de los ocho hijos de esa tía mía, que no había estado en la iglesia, había nacido sordo y por eso había quedado mentalmente muy atrasado. Con esfuerzo, terminó hablando un poco, pero muy mal y con una voz muy mala.
Cuando entró la Princesa en la sala, ese primo mío preguntó en tono bien alto:
– Tía Lucilia, ¿esta es la Princesa?
¡Ese era el momento de no decir nada! La Princesa entró.
– Quédense quietos hasta que ella haya hablado con todos.
Mi madre respondió, ya con miedo de que algo pasase:
– Sí, hijo mío.
Él dijo:
– ¡Qué horror! Yo pensé que la Princesa fuese como se ve en las barajas, con una corona en la frente, una flor en la mano y un gesto bonito. Ella está vestida como usted, como mi abuela, como mi mamá. ¡Qué horror!
La Princesa se acercó y le preguntó:
– ¿Qué dices, hijo mío?

Tito, sobrino sordomudo de Doña Lucilia

Él repitió, ella se rio y fue muy amable.
A la madre del jovencito solo le faltó enterrarse en el piso, de vergüenza, pero no hubo remedio… Pero todo eso era tomado como algo gracioso y formaba cierta relación de afecto. Entonces, con motivo del Año Nuevo ellas le escribían a la Princesa Isabel y a la Baronesa de Muritiba, y estas respondían. Cuando el correo traía una carta de la Princesa Isabel, la conversación paraba, mi abuela abría el sobre y leía la carta para que todos oyesen, y eso creaba un ambiente al cual yo estaba habituado.

Extraído de conferencias de 13/1/1989 y 4/3/1995