A veces, mi madre narraba ciertos episodios de su vida, porque, sin nunca contradecirse, siempre tenía algún pormenor que añadir o un comentario que hacer, incluso por su inflexión de voz. Así, ella nos contó varias veces su encuentro con la Princesa Isabel, en París.
Encuentro agradable en una iglesia de París
 Princesa Isabel
Después del golpe republicano del 15 de noviembre de 1889, Don Pedro II y la familia imperial se fueron exiliados a Francia, hacia donde partieron en un navío llamado “Alagoas”, que el gobierno republicano puso a su disposición.
La Princesa Isabel, hija de Don Pedro II, vivía en París y asistía a Misa los domingos en una iglesia cercana a su residencia, la Iglesia Saint-Germain-L’Auxerrois, en honor a San Germán, un antiguo santo francés, obispo de la ciudad de Auxerre.
Por coincidencia, mi madre y mi abuela fueron a esa iglesia también un domingo. No acostumbraban a asistir a misa allí, porque el hotel donde estaban hospedadas quedaba en otra zona, pero ese domingo ellas se dirigieron hacia allá. Cuando entraron, notaron en el altar mayor un lugar de honra reservado para personas ilustres que podían llegar. Poco tiempo después, vieron entrar a la Princesa Isabel – a quien conocían por fotografías – y a
una dama que la acompañaba, la Baronesa de Muritiba, una señora del nordeste de Brasil, extremamente fina y distinguida.
Terminada la misa, mi madre y mi abuela permanecieron rezando durante algún tiempo y tuvieron la sorpresa de ver que la Princesa Isabel y la Baronesa de Muritiba susurraban algo, después de lo cual la Baronesa salió. Minutos después, habiendo dado una vuelta por la sacristía y tomado una escalinata para bajar hasta la nave central de la iglesia, la Baronesa se les acercó y preguntó en portugués:
– ¿Ustedes son brasileñas?
Ellas respondieron:
– Sí, somos brasileñas.
– La Princesa Isabel las vio y se dio cuenta, por su apariencia física, que debían ser brasileñas y quiere conocerlas. ¿Aceptarían subir hasta la sacristía para saludar a la princesa?
Las dos no querían otra cosa y en pocos minutos estaban allá, siendo presentadas a la Princesa Isabel.
En la conversación, la Princesa hizo preguntas con respecto a la familia de ellas y, al recibir las explicaciones, dijo que conocía a varios miembros correspondientes a la generación de su padre, Don Pedro II, por lo tanto, a la generación anterior a la de mi madre o de mi abuela. Hablaron bastante sobre eso y se hicieron muy amigas.
Reminiscencias de familia
 Emperatriz Doña Teresa Cristina
Una de las reminiscencias familiares narradas a la Princesa fue el hecho de que el padre de mi abuela, el Dr. Gabriel José Rodríguez dos Santos, fue quien le enseñó a bailar a la Emperatriz Doña Teresa Cristina. La Emperatriz era coja y en aquel tiempo los bailes eran muy complicados, no era ese brinca-brinca infecto de hoy, sino parecidos al minueto, a la contradanza, con reverencias, etc., y una persona coja no podía bailar.
Ahora bien, para Doña Teresa Cristina era una especie de vergüenza, pues una emperatriz que no se desplazase bien no desempeñaba adecuadamente su papel. Cierta noche, durante una recepción en el Palacio de San Cristóbal, donde vivía, ella estaba sola en una sala, cuando pasó mi abuelo cerca. Él era diputado y estaba invitado al baile, y fue a saludar a la Emperatriz. Ella le dijo:
– Como Ud. ve, estoy aquí en esta tristeza… En la sala al lado todo el mundo está bailando y yo estoy aquí sola; no tengo ni siquiera quién converse conmigo. Eso equivalía a una invitación para que él se sentase y conversase un poco con ella. Él se sentó y comenzaron a conversar justamente con respecto al defecto que ella tenía en el pie, que le impedía bailar. Mi bisabuelo era muy observador y le dijo algo arrojado:
– He observado la dificultad de Su Majestad, pero creo que existe un medio muy fácil de apoyarse sobre su pie, que le permitirá bailar. Si Su Majestad da el paso como yo le indico, Su Majestad podrá bailar.
La Emperatriz quedó un tanto escéptica, pero él insistió:
– Si Su Majestad me permite, levántese y yo le indico bien, exactamente, cómo tiene que colocar el pie en el piso. Ella aceptó, se levantó y él le indicó de forma precisa cómo tenía que hacer, y añadió:
– ¿Su Majestad quiere probar un paso del baile conmigo? Doña Teresa Cristina concordó, probó algunas veces y notó que estaba consiguiendo bailar. Entonces resolvieron darle una sorpresa al Emperador, que se encontraba en el salón del lado, participando del baile.
Los dos entraron bailando al salón. Eso fue una sorpresa para todos, que, al terminar el baile, prorrumpieron en aplausos.
La Princesa Isabel se acordaba de ese hecho. Entonces vinculó a ese hombre con varios otros episodios de personas antiguas de la familia de mi madre, relacionadas con la familia imperial.
Tomar las once en la casa de la Princesa en Boulogne-sur-Seine
Como resultado, la Princesa Isabel las convidó a tomar las once en su residencia, una casa palaciega en un barrio muy bueno de París, Boulogne-sur-Seine.
También estaba en París un hermano de mi madre, casado y con muchos hijos. Según la costumbre de aquel tiempo, la Princesa Isabel mandó a convidar a la cuñada de mi madre y a todos sus hijos, por amabilidad.
Hubo, entonces, un episodio desagradable. Uno de los ocho hijos de esa tía mía, que no había estado en la iglesia, había nacido sordo y por eso había quedado mentalmente muy atrasado. Con esfuerzo, terminó hablando un poco, pero muy mal y con una voz muy mala.
Cuando entró la Princesa en la sala, ese primo mío preguntó en tono bien alto:
– Tía Lucilia, ¿esta es la Princesa?
¡Ese era el momento de no decir nada! La Princesa entró.
– Quédense quietos hasta que ella haya hablado con todos.
Mi madre respondió, ya con miedo de que algo pasase:
– Sí, hijo mío.
Él dijo:
– ¡Qué horror! Yo pensé que la Princesa fuese como se ve en las barajas, con una corona en la frente, una flor en la mano y un gesto bonito. Ella está vestida como usted, como mi abuela, como mi mamá. ¡Qué horror!
La Princesa se acercó y le preguntó:
– ¿Qué dices, hijo mío?
 Tito, sobrino sordomudo de Doña Lucilia
Él repitió, ella se rio y fue muy amable.
A la madre del jovencito solo le faltó enterrarse en el piso, de vergüenza, pero no hubo remedio… Pero todo eso era tomado como algo gracioso y formaba cierta relación de afecto. Entonces, con motivo del Año Nuevo ellas le escribían a la Princesa Isabel y a la Baronesa de Muritiba, y estas respondían. Cuando el correo traía una carta de la Princesa Isabel, la conversación paraba, mi abuela abría el sobre y leía la carta para que todos oyesen, y eso creaba un ambiente al cual yo estaba habituado.
Extraído de conferencias de 13/1/1989 y 4/3/1995
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