Reflejo de la compasión del Salvador

 

      La compasión de Doña Lucilia por aquellos a quienes veía sufrir era llena de afecto y respeto, sin nunca esperar retribución de parte de sus beneficiados, verdadero reflejo de la misericordia del Sagrado Corazón.

Con respecto a mi madre he dicho varias veces que ella no era más que un ama de casa con una cultura afrancesada, y ligeramente inglesa, de las señoras de buena familia de su tiempo. Ella poseía esa cultura suficientemente, aunque no se destacaba por su inteligencia.

Finura de percepción

Me llamaba mucho la atención que en cierto sentido ella se mostraba excepcionalmente inteligente, y era una forma de inteligencia ligada a la compasión y a la ayuda. Es decir, ella tenía una noción muy clara de todo lo que pudiese contundir o hacer sufrir a cualquier persona. Ella se daba cuenta inmediatamente.

Era una primera pregunta o una primera mirada – una mirada delicada – que ella ponía sobre la persona. El punto de partida era lo que la persona sufría. Dado que toda criatura humana sufre, ella procuraba ver cuál era el punto dolorido, el lado por donde la persona sufría, etc., y tomaba un cuidado extraordinario para no tener – ni de lejos – una distracción, una referencia en la conversación o cualquier cosa que pudiese hacer sufrir a esa persona de alguna forma, siendo en eso de una penetración y de una delicadeza verdaderamente notable.

Cristo con las manos atadas Iglesia de San Juan de los Reyes, Toledo, España

Pero ella también entendía muy bien – esto es una obra prima de psicología – dada la persona y las circunstancias, lo que debería hacer para ayudar y cuál era la forma de compasión que debería manifestar para atender esa forma de sufrimiento. En eso ella era muy fina de percepción y muy delicada al brindar su compasión. Porque la compasión se expresaba mucho más por la mirada y por las maneras que por lo que ella decía.

Discreción llena de afecto

Era casi imposible que ella procurase desvendar el santuario del sufrimiento de cada uno con palabras indiscretas, que la introdujesen en una intimidad que la persona, a veces legítimamente, no quería dar, a veces por amor propio o por mil razones. Pero en el modo de tratar y de agradar, de tal forma ella realzaba tan discretamente lo que veía de bueno, de honroso en la persona, que ésta se sentía envuelta por su afecto, pero no se sentía para nada solicitada o penetrada, ni invadida por una conmiseración inoportuna. Ella revelaba en eso mucho tacto. Era un modo aristocrático de tener pena.

Sin embargo, dejaba entender a la persona y a todo el mundo con quien trataba, que si quisiesen usar su bondad ella era una puerta que se abriría, pero nunca se abriría y llamaría a alguien hacia adentro. Eso no.

A veces eso aparecía en términos explícitos cuando se trataba de tomar la defensa de alguien que a ella le parecía ser objeto de un ataque demasiado cargado, o que no se tomaba en cuenta algún atenuante que la persona tenía.

Por ejemplo, ella tenía un hijo muy categórico, y ese hijo no hacía ceremonia cuando salía lanza en ristre. Ella a veces oía y decía:

– ¡Pobrecito!

Un “pobrecito” que me hacía sentir en qué aquel hombre era un sufridor. “¡Pobrecito!… Tampoco es para tanto…”. Casi como quien pedía compasión para ella personalmente.

– Filhão (En portugués, aumentativo afectuoso de hijo), ¿no notaste que él tiene tal cualidad?

– Pero, mi bien, mãezinha (En portugués, diminutivo afectuoso de mamá)– de acuerdo al momento –, ¿Ud. no nota que, si uno va a ver, eso da en liberalismo?

Ella decía:

– No, piensa lo que quieras, lo que sea la verdad, pero pon la verdad entera, pon también las cualidades.

Naturalmente, eso me impresionaba de un modo muy favorable, no necesito ni decir. Es absolutamente obvio.

Y si sucedía que en una situación crítica u otra cualquiera, ella tuviese que aproximarse y hablar con la persona, ella hablaba como quien entra en la punta de los pies en el santuario de la desventura de la persona. Ella trataba en un crescendo gradual

y sondeando el terreno, de tal forma que la persona, si quisiese, del modo más fácil del mundo, le haría entender que prefería que no entrase. Ella también cerraba el caso y estaba acabado.

Trato bondadoso y sin ilusiones

No piensen con eso que ella apenas veía el lado positivo de las personas. No. Ella no sólo veía muy bien las amarguras y las cosas duras que tiene la vida, sino que

nos prevenía para estar prontos para eso. Naturalmente, todo era visto según la experiencia de la vida de una señora que vive en el hogar.

Ella nunca fue lo que en mi tiempo de joven llamaban mujer paraíba: una mujer feminista que sale de la casa, toma ciertas actitudes, conoce la vida de los hombres, hace negocios y cosas de ese género. Ella era de un modo que era preciso haber conocido.

Yo doy un ejemplo que ella contó más de una vez.

Mi abuelo tenía una oficina de abogacía, y, entre otros clientes, tenía a una viuda rica y sin hijos. Ella tenía una casa muy buena, grande, con jardines, criadas, etc., pero era una persona muy aburrida.

Mi abuelo tenía pena de esa señora, porque ella tenía buena salud, tenía todo para hacer una vida feliz, pero vivía en una especie de aislamiento por causa de su mal genio. Era una señora de buenas costumbres, pero, por otra parte, era de un trato muy censurable.

Aconteció que un día ella se enfermó de repente y le escribió una carta a mi abuelo, contándole eso y pidiendo si podía conseguirle una criada, algo así, un favor de esa clase. Mi abuelo procuró a mi madre y le dijo:

– Tu madre no está en condiciones de dirigir nuestra casa con tanto movimiento y menos aún para cuidar a esa señora. Es una obligación de caridad nuestra recibirla y tratarla. Aquí hay tal cuarto – un cuarto de huéspedes –; voy a traerla aquí y tú la vas a tratar. Quiero que esa señora salga de nuestra casa encantada con tu caridad.

Mi madre, con pena de esa señora y para agradar a su padre, aceptó. Mi abuelo quedó tranquilo. Poco después llegó esa señora, mi madre la recibió con mil caricias, la acompañó hasta el cuarto, la trató como mejor no se la podría tratar.

Una hermana de mi madre, seis años más joven, pero ya francamente con edad para ayudar, trataba a esa señora con la “punta de los dedos”. Entraba en el cuarto una o dos veces al día, cuando ya estaba lista para salir a la calle:

– ¡Ah!, no quise salir a la calle sin saber cómo está Ud. ¿Ya está mejor, no? Conserve el optimismo, que todo saldrá bien.

Lo que equivale a decir al enfermo “no moleste” o “no se queje”. Eso una vez o dos por día y se acabó.

Y mi madre le decía a su hermana:

– Tú no puedes hacer eso. ¿No ves que papá no quiere eso? Además, pobrecita…

Mi tía decía:

– Vas a ver, estás haciendo por ella absurdos de dedicación sin ningún propósito, y cuando ella salga de aquí, si no sale en un féretro, sino viva, me va a agradecer a mí.

Mi madre ponía en duda que la cosa llegase a ese punto, porque la diferencia de trato era fabulosa. Pero, ¡dicho y hecho!

La señora se sanó y se preparó para volver a su casa. Había varias personas reunidas para despedirse de ella y entre otras estaba esa tía mía. La señora dijo al verla:

– ¡Ven acá! ¡Ah!, tú que fuiste mi ángel durante todo este período…

¡Esa es la maldad humana! De nada vale discutir, ni indagar. ¡Es hasta repugnante, eh!

Y le dio un regalo…

A mi madre apenas le dijo “gracias”. Mi madre no lo decía, pero mientras ella nunca fue bonita, su hermana era muy bonita, en la línea en que mi abuela era bonita y fascinaba. Por lo tanto, cualquier pequeño agrado de mi tía brillaba, y las dedicaciones sin nombre de mi madre, esa señora las tomaba así. En ese punto también está la maldad humana.

Mi madre me contaba eso y una vez me lo contó en presencia de esa tía mía, que acompañó con atención, riéndose en algunos pasajes, y al final dijo que había sido exactamente lo que ella contaba.

   Afecto que no esperaba retribución

Longinos clava la lanza en Jesús – Museo de la Semana Santa, Zamora, España

La moraleja del caso es que, si yo no hubiese sido formado así, por las faltas de retribución que recibo me volvería un hombre malo, y ella no quería eso. Ella quería que yo fuese bueno como ella lo era, y como consideraba que lo era su padre.

De hecho, mi abuelo tenía gestos como esos, de magnanimidad, de desconcertar. Ella contó varios. En ese punto la formación del padre sobre ella fue muy, muy eficaz. De ahí viene ese afecto que, a propósito, es necesario decir que las tres hijas tenían por el padre, un afecto que no las vi tener por nadie, y no vi que ninguna hija tuviese con su padre. No vi. Era una cosa sin igual. Querían mucho a su madre, la respetaban, pero la veneración era para con su padre.

Mi madre fue quien me formó en ese sentido. No estoy analizando si correspondí o no a la gracia de esa formación. Pero de ese modo casero ella me dio una filosofía. Ella no hablaba del pecado original ni nada de eso, pero contaba ese caso y quedaba entendido.

Una persona que saca esa conclusión de un pequeño hecho como ese, ve mucho más que lo que el común de las señoras ve a ese respecto y manifiesta allí una lucidez de vista, una penetración, un discernimiento – no me atrevo hablar de discernimiento de los espíritus –, de las psicologías y de las mentalidades muy grande. Lo cual es realmente muy bonito.

Si fuese necesario ella haría todo de nuevo, aun sabiendo que el resultado sería ese, pero aprovechando la experiencia de la última vez para preparar formas de servir mejor. ¡No se arrepentiría! Porque ella no lo hacía para recibir una retribución, sino para ser buena. En el fondo está Nuestro Señor Jesucristo, el Sagrado Corazón de Jesús.

Aquella frase del Corazón de Jesús a Santa Margarita María corresponde muy bien a eso: “He aquí el Corazón que tanto amó a los hombres y por ellos fue tan poco amado”. Toda actitud de Nuestro Señor durante la Pasión fue eso. A propósito, es uno de los trazos por los cuales se doblan las rodillas ante Él, ¿no? Porque llevó esa perfección moral hasta un grado inimaginable. Por ejemplo, Longinos, que perforó con la lanza su costado y salió un agua que curó a ese soldado de una especie de semi ceguera. Es decir, eso es Nuestro Señor Jesucristo por entero.

Así habría otros casos de ella para contar, ¡muchas cosas de ese género! Pero muchas, que ella sabía arreglar, mover, calmar; ¡muchas, muchas, muchas! 

(Extraído de conferencia de 9/8/1986)

 

     

El mensaje de Doña Lucilia

Doña Lucilia, aunque vagamente, veía un gran futuro –providencial– para Brasil, envuelto en cierto misterio, pero que se podía medir por la homogeneidad de la Fe, por la inmensidad del territorio, por lo misterioso de los bosques y de los ríos, así como por una forma de bondad que ella sentía en este país, más que en cualquier otro, y que para ella era la gran cualidad religiosa

 

Dios le dio a Nuestra Señora el imperio del Cielo, de la Tierra y de todo el universo; y por una razón análoga quiso que bajo su poder hubiesen sub-imperios y sub-reinos.

El Ángel de la Guarda no sólo defiende contra los peligros, sino también educa, forma, orienta

cap14_039Los Ángeles de la Guarda tienen sobre los países que dirigen, una función semejante a la que ejercen sobre las personas; esto se puede leer en aquella discusión de los Ángeles a los pies de Dios (cf. Dan 10, 13). Ejercen un papel en favor de cada una de esas naciones. Me parece que sería considerar de modo restringido el papel del Ángel de la Guarda, pensando que es solamente un escudo que nos defiende contra los peligros.

Además de proteger contra los peligros, es también un modelo ideal, un arquetipo de una nación; el Ángel de la Guarda la modela de acuerdo con él y tiene, – según imagino – cierta connaturalidad con esa nación, la cual no posee con otra, aunque en tesis pueda amarla.

Por ejemplo, Dios ama más a una nación “X”, digamos la hebrea. Pero el Ángel tiene cierta connaturalidad, por ejemplo, con Luxemburgo y ama a ese país de un determinado modo. Como resultado, conduce las cuestiones de Luxemburgo, no como un Ángel dirigiría las cosas en tesis, sino tomando en consideración su connaturalidad con esa nación que Dios estableció cuando la creó; y que más adelante, con el transcurso de la Historia, se constituyó en Luxemburgo.

Eso forma una especie de parentesco espiritual, de condición de “padrino” de este Ángel en relación a Luxemburgo, que da la idea entera del Ángel de la Guarda como siendo el Ángel que educa, forma, orienta.

Y así deben ser también ciertos Santos con determinadas almas, considerando que son llamados a llenar en el Cielo los lugares que los bandidos demonios dejaron vacíos. Los Santos seguramente llenan el lugar de los ángeles caídos y se encargan de cuidar a las almas y a los pueblos que quedarían abandonados y privados de protección por no tener a estos ángeles, según una destinación y una distribución eventualmente reformada por los designios de Dios. Al ver el pecado de los ángeles, el pecado original, etc., puede ser que el Altísimo haya retocado sucesivamente sus planes, pero en línea general esa es la realidad, y yo imagino que los Ángeles tienen esa realeza sobre los pueblos. Supongo que esa sea la Doctrina Católica.

El Fundador y el Ángel de la Guarda de una Orden religiosa

Lo poco que vi sobre los Ángeles y Santos protectores me parece caminar en esa dirección. Creo que la palabra “padrino” y el patrocinio de los Santos sobre alguien, son muy parecidos con el papel del Ángel, y puede haber Ángeles que dirijan, tengan cierto dominio sobre determinados pueblos, e incluso Santos que los poseen acumulativamente, pero sin que las funciones se borren.

angel de la guarda

Ángel de la Guarda Almenno San Salvatore, Bérgamo, Italia

Por ejemplo, San Miguel Arcángel es conocido como el patrono oficial de la Iglesia Católica, pero San José también lo es; ambos son patronos a títulos diferentes. Y esa misión que toca los pies de Nuestra Señora – tan excelsa es Ella – engloba ampliaciones y disminuciones armónicas, que aumentan la belleza del plan de Dios. No es fácil trazar con nuestro propio puño la línea divisoria, pero se comprenden los criterios con los que eventualmente ésta pudiese ser trazada.

Eso ocurre muy especialmente con las familias de almas de las Órdenes religiosas. El fundador de una Orden religiosa, si practicó la virtud en grado heroico, tiene sobre todos los miembros de esa Orden un patrocinio de esa naturaleza. ¿Quién habría de negar que San Benito es patrono y protector de los benedictinos? Así, sobre los franciscanos, dominicos, jesuitas y demás, se ejercen todos estos patrocinios.

De esta forma, se comprenden incluso los misterios de la vida de ciertas Órdenes religiosas, pensando en la batalla del fundador para mantenerlas fieles contra elementos malos que entraban. Por lo tanto, el fundador, junto al Ángel o los Ángeles de la Guarda de una Orden religiosa, se agrupan según ciertos designios de Dios.

María de Ágreda (Religiosa concepcionista, escritora mística, abadesa del convento de Ágreda en España (*1602- †1665) dice que Nuestra Señora era acompañada por una escolta de mil Ángeles. Es evidente que entre esos mil Ángeles cada uno tenía una función propia, aunque yo no sabría explicar esa distribución.

Así pues, podemos comprender que una persona haya sido llamada en las condiciones de Doña Lucilia, para el patrocinio de una determinada familia de almas.

Ella tan solo poseía una inteligencia e instrucción comunes a una señora culta, como lo eran en general las señoras de sociedad de su tiempo, nada más. Sin embargo, ella era inteligentísima en el sentido minor (Palabra latina: menor) de la palabra, lo cual envuelve una riqueza de alma muy grande, que es el conocimiento, y, como consecuencia, el amor a las cosas por connaturalidad, por la cual su inteligencia y afecto abarcaban un campo muy vasto.

Admiración por Francia

Yo analicé, sobre todo, el alma de Doña Lucilia y las reacciones de su espíritu, en lo tocante a Francia, y noté que ella sentía que ese país poseía y representaba por excelencia en su horizonte – que ella consideraba un poco como horizonte del mundo, y de hecho lo era – una cosa que, por connaturalidad, para ella tenía el mayor valor: la delicadeza de sentimientos.

Dña. Gabriela y Dr. Antonio, padres de Doña Lucilia

Pero, en esos sentimientos, ¿qué es la delicadeza y cómo los veía en Francia? Para una persona en la que el conocimiento se hacía, sobre todo, por connaturalidad, había una cosa – no sé cómo mamá notaba eso en Francia– que era lo siguiente: discernir en las almas de los otros pueblos y naciones aquello que puede ser visto como sutil, requintado, y por ende despertando una forma de afectividad más penetrante, más delicada y que fácilmente se transforma en cariño, en deseo de sacrificarse, ayudar y favorecer. En resumen, un afecto que lleva a ver lo mejor de la persona en los lados por donde estaría más naturalmente expuesta a sufrir los golpes de la brutalidad, de la maldad, de la dureza y de la crueldad humana en todos sus aspectos.

De allí proviene la idea de que la persona, teniendo más desarrollados estos lados de alma más tiernos – que son los más preciosos, más sobresalientes y más plenamente existentes dentro de ella y que, por eso mismo, Doña Lucilia cultivó en sí misma –, sufre más con los golpes que lleva y es más sujeta a brutalidades inesperadas, pues, debido a su bondad, ella está normalmente desprevenida, por lo cual necesita un auxilio.

En consecuencia, ella sentía mucho que la cultura francesa ponía en evidencia esos lados del alma humana, y mostraba notablemente la dulzura. De esa forma, Francia creaba un tipo de ser humano que alcanzaba, bajo cierto punto de vista, su perfección, y una convivencia humana que también era perfecta, además del criterio de la medida que tanto se elogia en los franceses, y el sentido de la cordialidad, de la suavidad, del charme (Del francés: encanto, atracción, atractivo). Mamá era muy sensible al charme, y un discípulo mío que haya sabido analizarla bien, debe haber notado que, en lo que puede caber respecto a una señora de 92 años, Doña Lucilia poseía mucho charme. El charme tenía para ella un papel enorme en la vida, y para mí, por ejemplo, ella poseía mares de charme, pero mares de charme que yo veía; sin embargo, muchos otros no los percibían.

Tengo certeza de que, si mamá viese los álbumes de Fabergé (Peter Carl Fabergé, conocido también como Karl Gustavovich Fabergé (1846 – San Petersburgo, Rusia -1920, Lausana, Suiza), fue un joyero ruso. Es considerado uno de los orfebres más destacados del mundo, que realizó 69 huevos de Pascua entre los años 1885 a 1917, 61 de ellos se conservan. A ellos se refieren los álbumes de que habla el Dr. Plinio.) – que no era francés, eso es lo más gracioso, pero era remotamente descendiente de inmigrantes que fueron a Francia, y estuvieron anteriormente, si no me equivoco, en Dinamarca, sin embargo quedó en él algo de la sangre francesa, pues Fabergé es Francia en su tinta – ella notaría en ellos una expresión de algo que debería estar en todas las almas, en todos los pueblos, pero que finalmente vino a luz enteramente en Francia, para bien del género humano. Y el género humano debería hacer en relación a Francia, lo que ella hacía en larga medida: mirar, admirar, dejarse llenar y modelar por eso.

Dificultades con relación a Alemania; aprecio por España y Portugal

En este sentido, Doña Lucilia no supo ver bien Alemania: interpretaba la ofensiva alemana contra Francia como el ataque de la brutalidad militarista contra el charme francés. No conseguí que lo viese de otra manera, intenté explicarle, pero eso permaneció radicado en su espíritu. Mamá conoció Alemania poco antes de la I Guerra Mundial, y ya estaba prevenida de la ofensiva de los cascos de acero contra la dulce Francia, lo cual no podía ser, y corría el riesgo de destruir Francia; ¡era un crimen de matar a la humanidad!

Además, algunos alemanes – médicos, enfermeros, etc. – habían sido violentos con ella de un modo inimaginable.

Su cirujano, que era el médico del Kaiser, hizo la brutalidad de contarle, cuando estaba recién operada, que había visto al Kaiser trabajando. Que estaba organizando una ofensiva alemana contra Santa Catarina, Brasil, y que ya estaba todo preparado…

Es algo incomprensible: un cirujano de fama mundial decirle eso a una enferma tres o cuatro días después de una operación con gran riesgo de vida… No debería haberle contado eso nunca, no había necesidad. Entra una punta de fanfarronada, que mamá notó, así como los otros circunstantes. Yo nunca conseguí quitarle eso de la cabeza.

Así, ella acompañó la Guerra Mundial en este prisma; un prisma casi de cruzada a favor de la delicadeza humana contra la brutalidad.

¿Era una manía? No, era una connaturalidad de altas cualidades de Doña Lucilia y de un elevado modo de ver las cosas. Y creo que fue la Providencia quien la modeló para ser así; se nota que en esto entró mucha influencia de su padre, al menos como ella lo contemplaba, y también de su madre, como ella la veía.

Pero, por ejemplo, delante de la fuerza de España, del salero español, de la gracia española, etc., en los que mamá podría ver algo de contundente, ella no tenía nada de eso, sabía contemplar lo heroico, lo batallador, lo garboso, etc. Aunque no fuese su luz primordial, a ella todo eso le gustaba mucho, lo comentaba varias veces, lo consideraba interesante; ella apreciaba mucho las costumbres regionales españolas, sin insistencia, sin obsesión, francamente receptiva.

Ella tenía, además, una gran propensión hacia Portugal, pero una propensión afrancesada, es decir, destilando de Portugal el hombre lúgubre, pesado, tosco, etc., – para con el cual ella sonreía, como lo haría viendo en un gran oso el fondo bueno – y apreciaba enormemente la cultura portuguesa, la Torre de Belén, las saudades portuguesas, los aspectos dulces del alma portuguesa, donde veía tanta afinidad con el alma francesa. Aunque según su apreciación, el portugués era inferior al francés, como lo era el mundo entero, ella veía que en el portugués había una riqueza de afectividad que, de esa manera, yo nunca la vi elogiar en Francia. No sé si ella se percataba, pero eso brotaba especialmente de su modo de ser brasileño.

Amor a la Iglesia Católica

La moda francesa es muy exigente, hasta en los últimos pormenores, y en materia de trajes, mamá era muy detallista, muy exigente, en nada semejante a mi relajamiento en ese sentido. Pero se trataba de una exigencia sin “jansenismo” y sin maldad, una exigencia llena de bondad, porque ella veía en aquel amor al primor y a la perfección un deseo de volverse agradable. Es como una ama de casa que exige que la cocinera haga cierta receta con todo cuidado, para que ella pueda recibir de la mejor forma a los huéspedes; entra una douceur de vivre (Del francés: dulzura de vivir.) en eso.

plinio_pequeñoPor ejemplo, cuando mi hermana y yo éramos pequeños, en su desvelo hacia nosotros, mamá de vez en cuando nos hacía juguetes; ella a veces trabajaba hasta dos o tres horas de la mañana pintando figuritas de papel y cosas así, con esmeros y cuidados únicos. Mandó a hacer en una carpintería una casa de muñecas para Rosée, con mueblecitos comprados en una tienda de juguetes, con estilos enteramente afines, con cortinitas, etc., todo imaginado por ella.

Pero de esa exigencia emanaba afecto y era hecha por dulzura y para producir dulzura; en eso ella sabía ser muy exigente.

Antes de tratar de Brasil, consideremos cómo Doña Lucilia veía la relación Francia-Iglesia. Yo tengo la impresión de que ese problema nunca se le presentó claramente.

Debido a su devoción al Sagrado Corazón de Jesús y a lo que había en ella de entrañablemente católico, mamá sentía en Él, por connaturalidad, el océano superlativo y trascendente de todo lo que ella amaba en Francia; ella lo sentía en el Sagrado Corazón de Jesús y en la Iglesia Católica. De allí provenía un afecto enorme a la Iglesia Católica, pero era un afecto semejante al de una persona al cielo material. Un individuo educado en aquellas minas subterráneas de carbón tiene, con relación al cielo, una admiración que en cierto modo proviene de la privación; una persona que nació naturalmente, como nosotros, mirando hacia el cielo, posee una admiración muy grande, pero que no es el resultado de la privación, por lo cual tiene un matiz diferente.

Doña Lucilia no imaginaba cómo podía ser una vida o un alma fuera de la Iglesia Católica; era algo inconcebible. Así como poseía cuerpo y alma, ella tenía Fe; era un elemento incorporado a ella, no cabe duda.

Indagar si ella tenía alguna tendencia al materialismo es una pregunta que no se plantea, no vale la pena perder tiempo en hacerla.

En Brasil, Doña Lucilia sentía la bondad más que en otros países

Esas almas que tienen un conocimiento sobre todo por connaturalidad, no son muy expresivas, ellas comunican mucho por connaturalidad, pero no por explicitación.

Por ejemplo, el modo de hablar de Doña Lucilia, las inflexiones de su voz, contenían definiciones – parece una exageración, pero no lo es – que ella no sabría explicitar, pero estaban en su naturaleza, iluminada por la gracia, y mamá transmitía todo muy ordenadamente. Y ella mostraba que era brasileña de la siguiente manera: Para mamá, el modelo del brasileño – ella tenía cierta razón en lo que decía – era su padre. Pero también era el modelo del hombre justo, conforme a Nuestro Señor Jesucristo, virtuoso y bueno, con quien ella poseía una confianza, una admiración y un encanto completos.

En ese hombre, aunque mencionase sus aspectos más varoniles, únicamente como marco, ella resaltaba la bondad de alma, contando hechos realmente insignes. Se notaba que ella creía que toda la nación brasileña era así; su padre era, por tanto, un caso más característico, más notorio de gente que había a montones en Brasil; y esa gente era desinteresada, de visión amplia, amena, generosa, y tenía un mecanismo de interrelaciones psicológicas colosal, abierto a todos los países del mundo, más aún que Francia.

En ese punto, mamá tenía cierta restricción con Francia, considerando su actitud en relación a los otros países un poco mezquina, ácida, lo cual después se acentuó mucho en ese país.

Doña Lucilia veía vagamente un futuro enorme para Brasil, envuelto en cierto misterio, providencial, pero que se podía medir por la homogeneidad de la Fe, por la inmensidad del territorio, por lo misterioso de las florestas, selvas y ríos, así como por una forma de bondad que ella sentía en este país más que en cualquier otro, y que para ella era la gran cualidad humana e incluso la gran cualidad religiosa.

Eso sería la explicación de la psicología de Doña Lucilia. También tengo la impresión de que esa explicación es enteramente conforme a la Moral y a la Doctrina Católica, vistas ampliamente.

Ella notaba mucho que en el cariño que yo tenía hacia ella había una inmensidad de consonancia en ese sentido,  y desde pequeño fui muy afín con ella. Yo nací muy débil, muy frágil, y ella naturalmente hizo esfuerzos no sé de qué tamaño para volverme saludable. ¡Lo que ella realizó fue simplemente colosal! Pero ella sentía la plenitud con la que yo le respondía, y consentía completamente en ese punto.

Yo pensaba que completaba su alma haciéndola admirar eso y me inclinaba hacia una tesis mía que nunca le desarrollé: que las dos partes del alma humana eran Alemania y Francia. Pero no llegué a decírselo porque las brutalidades que mamá sufrió fueron tales que no entendería.

Efecto de Doña Lucilia sobre las almas

De Luis XVI y María Antonieta, por ejemplo, ella tenía mucha pena y solidaridad, pero veía mucho en las monarquías y en las aristocracias el aspecto raffiné (Del francés: delicado, distinguido, elegante), amable, bondadoso y cortés. Y en lo personal de la época del Terror (durante la Revolución francesa de 1789) ella observaba el lado brutal, sanguinario, inhumano; una vez más era la ferocidad humana mostrándose en otro aspecto, más execrable todavía: el lado igualitario y ordinario. Para ella, provenía de allí un horror hacia los que quebraron aquel antiguo régimen en el cual ella no veía un régimen de opresión, sino, por el contrario, de douceur de vivre, de refinamiento. Y tenía toda la razón, estaba muy bien formulado, se comprende bien.

Un ejemplo de eso está en su alegría al ver que yo había apreciado Versailles y en cuánto le gustaba contar nuestra visita allá. Pero no era por mundanismo,  para decir que ella tenía un hijo de buen gusto, no; era porque apreciaba Versailles. No hay duda de que esas características se encuentran en nuestra familia de almas. Si no se encuentran más es por culpa nuestra, y esta familia de almas sería mucho más si fuese notoriamente así.

Acentúo esta forma de bondad, como mamá la veía, porque si prestamos atención, toda la acción que ella ejerce sobre las almas se basa en tratarlas con esa bondad, con la intención de que se vuelvan así, buenas entre sí. Por lo tanto, analizando el efecto de ella sobre las almas, las gracias que obtiene y el efecto de su presencia espiritual sobre nosotros, notamos que va continuamente en esta dirección; no hay un minuto en el que ella no transmita esto, que es, por así decir, el mensaje de mamá.

 

(Extraído de conferencia de 18/1/1986)

 

Ejerciendo una influencia católica

Doña Lucilia influyó vigorosamente en la formación del espíritu del Dr. Plinio y, a través de él, en los espíritus de aquellos que fueron destinados por la Providencia a seguirlo.

La Iglesia atribuye a los fundadores la condición de patriarcas. Sin embargo, no se refiere a las personas que de algún modo acompañaron a los fundadores en sus orígenes. Por ejemplo, llamar matriarca de los salesianos a la madre de San Juan Bosco, por mayor que sea nuestra devoción a ella, sería forzar un poco la realidad histórica, porque de hecho la fundación fue de él, aunque ella haya influido mucho en la formación de su alma.

Rezar el día entero en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús

Yo, por ejemplo, tomé esta decisión: cuando vaya a Italia, si puedo, voy a visitar la tumba de Mamma Margarita, pues tengo hacia ella una simpatía y una reverencia muy especiales. Estoy seguro de que nosotros constituimos una familia espiritual cuya fundación corresponde a una relación patriarcal; de eso no cabe duda. Sin embargo, que esta relación patriarcal tenga con Doña Lucilia una vinculación diferente con la que hubo entre San Juan Bosco y Mamma Margarita, y después, entre Mamma Margarita y los salesianos, es un paso que yo tendría mucho cuidado en transponer.

No obstante, podemos considerar la influencia que Doña Lucilia ejerció en la formación de mi espíritu y, a través de mi espíritu, en la formación de aquellos que son llamados a seguir a esta familia. Cabe considerar en segundo lugar, post mortem, los ejemplos de ella, las gracias que ella obtiene, etc., y cómo actúan en ese sentido. Son cosas de diversa índole, pero que desde cierto aspecto se pueden ver en la misma perspectiva.

Doña Lucilia tuvo en la formación de mi mentalidad una impresión viva, humana y, de algún modo, muy presente. Por otro lado, de manera más reducida, tuvo un efecto análogo al que sufrí en la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Todo lo que he comentado a respecto de esa iglesia y su impresión en mí y, más que eso, mi devoción al Sagrado Corazón de Jesús, tiene una cierta relación con Doña Lucilia, porque ella era devotísima del Sagrado Corazón de Jesús y se deleitaba yendo a la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús.

Me acuerdo que mi padre, en cierta ocasión, le hizo una broma. Intentamos buscar una casa cercana a esa iglesia. Él dijo: “Eso no resultará, porque Lucilia, con esa iglesia cerca, dejará todo y pasará allá todo el día; no hará otra cosa, se quedará rezando allá todo el tiempo.”

Ella no dejaría de cumplir sus deberes, pero ¡qué fracciones enormes de tiempo ella dedicaría a la iglesia! Si su marido reclamase, ella atendería, pero sería necesario que él lo hiciese, porque de lo contrario ella iría… indiscutiblemente…

Afecto de Nuestro Señor, estados de espíritu y confianza

“Si confío en ella de ojos cerrados y sin límites, en Nuestra Señora, que está inmensamente por encima de ella, ¡confío mucho más todavía!”

Pero había tanta influencia de esa devoción sobre ella, y tanta correlación entre ella y la atmósfera de la iglesia, que cuando yo era pequeño miraba de reojo a Doña Lucilia rezando y decía: “¿Qué relación hay entre ella y esto? Parecen una misma cosa…”

Y en el fondo, por lo que Doña Lucilia ayudó a enseñarme – no fue la única; la que principalmente me enseñó fue la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana –, puedo decir que yo desde la infancia fui católico por causa de su influencia. Ella me condujo a las fuentes del Bautismo, me enseñó el Catecismo, lo que hace toda madre. Pero yo, por la gracia, en la medida en que iba conociendo a la Iglesia Católica, me adhería a ella sin ninguna discusión. No con arrebatamientos de entusiasmo, sino con una adhesión tranquila, profunda: “¡Es esto! ¡Esta es la Iglesia de Dios! ¡No se discute!”

Recuerdo de la primera vez que yo supe – era muy niño – que había gente que discutía si Jesucristo había existido o no, si Él fue Dios… Pregunté: “¿Pero son unos locos?” ¡Bastaría mirar hacia una imagen de Él para comprender que un hombre, basándose en una mentira, no puede inventar lo que está aquí! O Él es una realidad o una mentira. Sin embargo, yo lo veo y percibo que es una realidad, no una mentira.

Ella contribuyó de un modo enorme para dos cosas: primero, ayudarme a poner mi atención y mi afecto en esa línea. Y en segundo lugar porque había mucha semejanza de temperamento entre ella y yo y por esa razón notaba que se vertía sobre mí, partiendo de ella, una serie de estados de espíritu que me influenciaron mucho, y tal vez no hubiese sido así si ella hubiese muerto prematuramente, o hubiese sucedido algo análogo.

Y una influencia muy grande en una cosa: la confianza en la Providencia. ¿Por qué se daba eso? Porque teniendo confianza en ella, yo comprendía mejor cómo debe ser la confianza en Nuestra Señora, incomparablemente más santa y superior a ella. Y yo me decía a mí mismo: “Si confío en ella de ojos cerrados y sin límites, en Nuestra Señora, que está inmensamente por encima de ella, ¡confío mucho más todavía!”

De estas reflexiones me venía mucha tranquilidad, estabilidad, y varias otras cosas que considero preciosas para la vida y que aprendí con mi madre.

Habría muchas otras cosas qué decir, pero esas son las principales.

(Extraído de conferencia de 6/2/1986)

Un alma irisada

Entre los aspectos de la personalidad de Doña Lucilia se destacaban las armoniosas alternaciones de estados de espíritu, haciendo su alma semejante a las piedras irisadas, en las que los colores nacen unos de otros.

Cuando comencé, por así decir, a conocer a mamá, ella estaba en la edad de 35 años, más o menos. Ella murió con 92 años. Por lo tanto, la conocí, prácticamente durante 60 años. ¡Eso es conocer bien una persona!

El mayor bien que la vida puede dar

Doña Lucilia con Plinio en los brazos

Además, ella me hablaba mucho de su pasado – que, por cierto, no era largo – como también del pasado de la familia, y con eso la conocía aún mejor. He notado muy bien y pude seguir, por la larga evolución que presencié en su alma, cómo fue su holocausto. Doña Lucilia era educada en la concepción de la vida vigente en las señoras del  medio social en que se formó, en la San Pablo del tiempo de ella. Dentro de esa concepción, ella poseía mucho la idea, que el afecto y el cariño, derivados de la mutua comprensión de las almas, y del bien, eran las mayores riquezas de la vida en lo que se refiere a la relación humana en esta Tierra. Eran riquezas menores que la fe; pero, por lo que se refiere a las relaciones terrenas, constituían el mayor bien que la vida puede dar. Según esta visión de la existencia, el papel de la madre de familia, de la esposa, era irradiar eso en torno de sí, de manera que la familia fuera una especie de santuario de esa comprensión mutua, de que se quiere bien; un lugar donde las personas se encontrarán en una determinada convivencia, y allí encontrarán la fuerza necesaria para enfrentar las dificultades de la vida. Por lo tanto, la gran contribución de la mujer era precisamente perfumar la familia con todo eso. Esta concepción, católicamente  entendida, no tiene nada de sentimental, ni de romántico. Por lo tanto, estoy de acuerdo con ella, y es perfectamente verdadera. Inserida en esa concepción venía la idea – con la que estoy de acuerdo- de que cuando una persona irradia de esa manera la bondad, ella vence todos los obstáculos, porque la bondad conmueve todas las almas, arrastra todos los corazones y resuelve, de un modo inefablemente eficaz, las dificultades que otros modos de proceder no solucionan.

Es decir, para los tiempos y en los ambientes en que Doña Lucilia vivió, habría mucho de eso sin ser enteramente eso. Ella misma contaba los hechos de su familia y de su propia vida, en que la bondad no había resuelto nada. Pero ella narraba como episodios excepcionales, memorables por el horror, y medio espantada de que eso hubiera sido posible. Yo comprendía que en una determinada orden de cosas buenas eso podría ser así, y concordaba completamente con ella.

Ánfora de donde el buen perfume del amor cristiano se irradiaba

En su juventud, mamá era muy acogida y festejada, una muchacha notablemente relacionada.

Doña Lucilia hizo consistir, en su programa de vida, ser la madre católica que esparcía ese amor cristiano en torno a sí, llevando a todos a Dios en las vías de la virtud. En su juventud, mamá era muy acogida y festejada, una muchacha notablemente relacionada. No fue solo ella que me contó eso, pero también su madre y sus hermanas. Cuando ella iba a alguna reunión o fiesta en la sociedad, era una dificultad para sacarla del ambiente, porque todo el mundo tenía más una palabra para decirle, todos buscaban agarrarse a ella, en fin, era buscada. Y, en la familia, era muy considerada como un ánfora donde ese buen perfume se irradiaba. Sin embargo, se fue enfrentando con la invasión de la brutalidad moderna, con cuya entrada, después de la Primera Guerra Mundial, comenzó a surgir otro mundo. Con ello, las personas que ella esperaba mover por la bondad ya no se movían así, y la dejaban incomprendida, aislada y puesta de lado, como alguien que ofreciera, por ejemplo, una bebida fuera de moda que nadie más quiere beber. Eso iba significando  para ella una tristeza proveniente del rechazo sufrido. Pero, junto con la tristeza de la repulsa, venía la incomprensión de lo incomprensible: ¿¡Cómo es que esto llegó a ser así!?

Además, se ponía para ella otra cuestión: «Si las cosas se ponen así, estoy sobrando en la vida, sin misión y sin sentido, lista solo para recibir los rechazos, los desprecios, la indiferencia a lo largo de mi existencia. ¿Qué haré? Seguiré siendo la misma, sin quitar ni poner, hasta el fin. El Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María recibirán de mí lo que los otros rechazan. Ella sabía, sin duda, que el hijo de ella también recibía, ampliamente y grandes tragos lo que los otros rechazaban, Pues la trataba y agradaba completamente en ese nivel, piensen los otros lo que quisieran. Evidentemente, esto no quiere decir, que eran brutos, y no delicados con ella. Era aquella incomprensión educada, con un rechazo puesto como un vidrio entre ella y la realidad.

Perdonando sin límites

Doña Lucilia en la década de 1940

Mamá comprendía que su modo de ser tenía un determinado sentido y correspondía al modo de ser de la Iglesia, de Nuestro Señor Jesucristo, dilatado por ella en la medida en que podía. Enfrentando esos rechazos, Doña Lucilia sabía recibir negaciones análogas a las padecidas por nuestro Señor Jesucristo. Así, con una dulzura y una bondad semejante a la de él, a cada golpe de la incomprensión educada, a cada indiferencia, a cada irreflexión de la brutalidad florida, ella respondía como si fuese la primera vez, olvidándolo  enseguida. Esta era su conducta constante: perdonando, perdonando,  y ¡perdonando sin límites!

En este caso, a este respecto, el menor problema axiológico, comprendiendo perfectamente estar realizando una determinada vía, y que las cosas corrían como era razonable que corrieran: muy duras, muy difíciles, pero ella se entregaba totalmente. Esta determinación ella quiso llevar hasta el final. Cuando llegó el momento de su muerte, la gran «Señal de la Cruz» que ella hizo – mamá era muy comedida y no solía hacer grandes señales de la Cruz, ni era costumbre de las señoras de su época- creo que esto significa: «¡Está hecho!» Tal vez ella piensó en el «Consummatumes » (del latín: “Está consumado” (Jn 19, 30)). De esta manera Doña Lucilia caminó. ¿Habrá comprendido mi vocación a punto de ofrecer ese sacrificio para que yo seguir siendo como era y, gracias a Dios, soy? Es muy probable, todo lleva a creer que sí. Sin embargo, no puedo afirmar porque mamá nunca me dijo, y nunca le pregunté. Tengo la impresión de que nada la mortificaría más si yo me saliese del camino en el que ella me veía. En este sentido, es significativa la actitud de ella cuando volví del viaje que hice a Europa en 1950. Mamá me abrazó, besó, agradó, tomó un poco de distancia y me miró bien. Yo no podía sospechar lo que estaba pasando por la mente de ella, y me dejé mirar. Ella me abrazó de nuevo y dijo: «¡Hijo mío, tú eres el mismo de siempre!» Por ahí se ve lo que representaría para ella si yo no fuera el mismo…

Bondad y ternura son hermanas inseparables de la combatividad

¿Qué valor tuvo su presencia junto a mí? Doña Lucilia quería afirmar la prevalencia de esta virtud cristiana en el ambiente de ella, pero no lo logró. sin embargo ella alcanzó otra cosa: que yo, objeto de ese amor, inundado y extasiado por ese amor, conservara de él una remembranza la vida entera, teniendo por él una admiración llena de veneración y de afecto, y toda clase de placer, en todas las formas y grados; y, llevando a mi combatividad a límites que mi vocación exige, yo conservaría mi encanto por lo que mamá representaba, y comprendía así que esa bondad y esa ternura son las hermanas inseparables de la combatividad verdadera. De manera que me convertía en un luchador, pero no un brutamonte. Si yo fuera a tratar a la brutamonte las almas afligidas, probadas, débiles, habría constituido un desierto en torno de mí, y habría perdido muchas almas que Nuestra Señora deseaba salvar. Más aún: debiendo predicar, hasta el último límite permitido por la Doctrina Católica, la devoción a María Santísima, con un alma de brutamonte yo no lo haría, porque esa devoción comporta todas estas dulzuras de un modo indecible, o no existe. Por lo tanto, lo que constituye la estrella de nuestra misión – propagar la devoción a Nuestra Señora – eso sería deshecho. Además, yo no habría entendido tantos aspectos de la Iglesia Católica tachándoles erróneamente de blandos, de capitulación. ¿Yo habría entendido bien a nuestro Señor Jesucristo? No sé… Y, diciendo eso, digo todo.

Modelo de la dulzura de vivir

El ejemplo de mamá me ayudó a adquirir una disposición de espíritu tranquilo, por donde, gracias a la Virgen, no tengo odio personal a nadie, y quiero bien a cualquier persona que no sea nociva a la Causa católica.

Cuánto esa forma de ser me ayudó, a lo largo de la vida, a ejercer un arte que nuestra vocación exige: el arte de esperar sin quedar amargo, agrio, sin revelarme, ni indignarme, sino esperar con la suavidad con que ella esperó.

Quien considera el «cuadrinho» ve algo y piensa que vio todo, porque no tuvo ocasión de encontrar otros ejemplos así en su vida. Pero, de hecho, ve muy poco…

He aquí el enorme valor del ejemplo dado por Doña Lucilia, no solo porque la vi cumpliendo siempre esa actitud, sino porque vi “gotear la sangre del alma ella”. Es decir, la “sangre” por ella derramada ha tenido para mí ¡una inmensa utilidad!

Creo que la verdadero douceur de vivre (dulzura de vivir) renacerá en el Reino de María, en medidas inimaginables. Y Doña Lucilia esperaba este douceur de vivre florecer largamente, ser una categoría del espíritu humano.  Para mí, ella fue un modelo de la dulzura de vivir, como tal vez no entienda quien no la conoció de cerca.

Cuando voy, los domingos por la tarde, visitar la sepultura de ella y veo aquella gran cantidad de personas rezando allí, pienso: «Si ella estuviera viva, qué dulzuras tendría para cada uno, cómo los acogería, individualmente, con un modo tan atrayente, simpático, y, al mismo tiempo, digno!”

¡Uno no puede tener idea de cuánto cabía de señorío y de suave feminidad materna en todo ese modo de ser de ella! Quien considera el «cuadrinho» (Cuadro a óleo, que mucho  agradó al  Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos, con base de las últimas fotografías de Doña Lucilia),  ve algo y piensa que vio todo, porque no tuvo ocasión de encontrar otros ejemplos así en su vida. Pero, de hecho, ve muy poco…

Cuantas veces me pasó por la mente grabar su timbre de voz, pero no sé por qué no lo grabé.

Así quien no la conoció podría haber tenido una idea de lo que era, por ejemplo, el modo de ella dirigir la palabra a una persona. Cómo las frases iban subiendo y decreciendo, la entonación, la inflexión de voz, por donde el deseo gentil y afectuoso de introducir al interlocutor en el asunto se expandía y se manifestaba.

Grandeza y dulzura

Doña Lucilia en traje de gala

Otro aspecto de la personalidad de ella que me encantaba eran las alteraciones armoniosas, o sea, cómo ella, con dulzura y armonía pasaba de un estado de espíritu para otro. En esto había una particular condición de la bondad de ella.

Jamás gusté de personas que saltan su un extremo de estado de espíritu para otro. Me agrada ver cuando un alma va armoniosamente hasta el otro extremo de un determinado estado de espíritu, y notar cómo, dentro de este, está el otro presente. Esto forma el verdadero equilibrio, el cual no consiste en quedarse en el medio término.

Por ejemplo, un guerrero que, en la fuerza de su furor, ataca al adversario y, de repente, es capaz de parar para socorrer a un niño. Sin embargo, si pasa, de repente, alguna cosa que él debe repeler; entonces del medio de su cariño levanta una llamarada de indignación. Eso no es saltar de un extremo a otro, sino es pasar equilibrada y temperantemente de un estado de espíritu a otro. ¡La templanza es eso! Doña Lucilia tenía mucho de eso. Era un alma irisada. En las piedras irisadas, los colores nacen unos de las otros. Las señoras, en mi tiempo de pequeño, se presentaban en sociedad con solemnidad, con gala. Y esta suponía cierto señorío, cierta altanería, por tanto, hasta cierto dominio.

Se nota algo de esto cuando se considera la fotografía de Doña Lucilia en traje de gala, en París. Recuerdo con qué encanto varias veces yo la vi prepararse para ir a fiestas. Mientras se arreglaba, ella iba conversando con mi hermana y conmigo. Éramos pequeñitos y hacíamos preguntas bobas que los niños a veces hacen. Y ella iba hablando con nosotros, con esa afabilidad incomparable.

Cuando ella estaba lista, asumía la postura de la señora que parte en su gala. Me parecía todo aquello muy bonito, pues siempre me gustó las cosas imponentes, y me quedaba encantado.

Plinio y Rosée

Plinio y Rosée

Pero, niños como éramos, tanto mi hermana como yo hacíamos las incursiones en medio de eso. Ella cambiaba inmediatamente, volvía a aquella  misma dulzura, jugaba, hablaba con nosotros, y luego retomaba su aire grandioso.

En aquel tiempo las señoras usaban cabellos largos, y era una tarea difícil arreglarlos de manera que queden decorosos y bonitos.

Recuerdo que, en cierta ocasión, ella acababa de peinarse cuando – llevado medio por afecto, medio por admiración – me deshice en agrados sobre ella. Sin tener noción del desastre que estaba haciendo… Y para agradarla aún más, comencé a revolver sus cabellos recién peinados. Las personas que estaban cerca, exclamaron: «¡Plinio, pare, está estropeando el cabello de su madre!» Ella intervino: «Déjenlo que haga todo cuanto quiera. No quiero que mi hijo diga que, a causa de un peinado, lo alejé de mí».

Solo más tarde entendí todo el alcance de ese gesto.

(Extraído de una conferencia del Dr. Plinio en 17/7/1982)