1962: nueva separación…

cap14_044El año de 1962 le reservaba a doña Lucilia una nueva ausencia de su hijo tan querido. La causa fue uno de los acontecimientos más importantes del siglo XX: el Concilio Vaticano II, que definiría los rumbos de la Iglesia Católica en las siguientes décadas.
Consciente de la importancia de aquel momento histórico, el Dr. Plinio partió hacia Roma en octubre de 1962 a fin de seguir de cerca los trabajos del Concilio Ecuménico. Conocía bien las múltiples limitaciones de sus medios individuales de acción, pero confiaba en la Providencia. Según la costumbre adoptada en ocasiones anteriores, no reveló en seguida a doña Lucilia ni el objetivo, ni la duración del viaje. Solamente cuando ya se encontraba en la Ciudad Eterna, doña Rosée le contó a su madre el verdadero destino del Dr. Plinio y le entregó la carta que éste le había dejado antes de partir.
Por sus palabras, inflamadas de amor a Dios, esa carta es otro elocuente testimonio de cómo la educación dada por doña Lucilia había producido en el alma del Dr. Plinio abundantes frutos:

¡Manguinha querida de mi corazón!
Bueno, cuando usted lea esta carta, ¡su hijo estará en Roma! Este viaje es fruto de largas reflexiones. No lo hago para divertirme. Por el contrario, en el estado de cansancio en que estoy preferiría sinceramente quedarme aquí, y no sobrecargarme con todas las ocupaciones y preocupaciones que tendré en Roma. Pero si yo no fuese a Roma ahora tendría mi conciencia más sucia que si fuese un soldado desertor. Y, colocando el deber por encima de todo —máxime, el deber hacia la Santa Iglesia—, decidí partir.
Usted comprenderá, mi Amor, cuánto me pesa dejarla, aunque sea solamente por unos quince o veinte días. Esté segura que yo jamás haría este viaje por placer. Pero, una vez más, la Religión está por encima de todo. Ahora bien, ocurre que, por un lado, nunca el cerco de los enemigos externos de la Iglesia había sido tan fuerte, y tampoco nunca tan general, tan articulada, tan audaz la acción de sus enemigos internos. Por otro lado, sé bien que puedo prestar servicios muy útiles para ayudar a sostener el edificio de la Cristiandad. Usted comprenderá bien, queridita, que yo no podría jamás, bajo ningún cap14_043pretexto, renunciar a prestar a la Iglesia, a la cual he dedicado mi vida, este servicio en un momento histórico casi tan triste como el de la Muerte de Nuestro Señor. Por eso, mi bien, por más dolorosa que sea esta separación de algunas semanas usted debe alegrarse. En efecto, debe llenarla de júbilo que Nuestra Señora se sirva de su hijo para algo. Y, si para esto soy apto, es en gran medida por la influencia que usted ejerció sobre mí, la educación que usted me dio, y el espíritu religioso que me inculcó desde tan temprana edad. Ofrezca, pues, a Nuestra Señora el sacrificio de esta separación para que el esfuerzo tenga éxito.
Algunas semanas pasan de prisa, Luzinha. Piense, así, en la alegría del regreso y cuide bien de su salud, para que yo pueda encontrar a mi Lú fuertecita, contentita, pimpona, esperándome. Usted sabe muy bien, pues la quiero inmensamente, cuánto valor le doy a su salud y toda la alegría que me dará encontrarla fuerte y bonita.
Rece mucho por mí y acepte mil y mil besos del hijo que con todo afecto y respeto le pide su bendición,
Plinio
PS: Escríbame cuánto antes diciéndome cómo esta, etc. etc, con aquella letra tan bonita que me gusta tanto leer. Quiero saber todo sobre la Luzinha de mi corazón.

Terminada la lectura, podemos imaginar a doña Lucilia tomando un pequeño pañuelo, secarse tranquila y dulcemente las copiosas lágrimas que caen de sus ojos, doblar con cuidado tan cariñosa carta y, en un primer momento, depositarla a los pies de la imagen del Divino Redentor, iniciando por el viaje de su hijo piadosas y empeñadas oraciones.
Ofrece una vez más con generosidad al Sagrado Corazón de Jesús el sacrificio de una larga separación, más difícil de soportar ahora por la ausencia de su esposo y por su ya tan avanzada edad. La vista un tanto disminuida y el reumatismo de sus manos le exigían un esfuerzo no pequeño y bastante tiempo para, con “aquella letra tan bonita” que tanto agradaba a su hijo, redactar una respuesta. Sin embargo, esa incomodidad era compensada por el gusto de mantener, por medio de esas líneas, su relación con él.
En la anterior correspondencia de doña Lucilia traslucía sobre todo su inmensa bondad y un inigualable afecto materno. Sin que esos aspectos perdiesen en nada su intensidad, en las cartas que le escribió durante el Concilio llama especialmente la atención su profundo amor a la Santa Iglesia. Por sus palabras notamos cómo seguía con sumo interés las noticias publicadas en la prensa sobre los trabajos de la magna asamblea reunida en Roma.
Después de recibir la primera carta de su hijo, le escribe estas bonitas líneas:

São Paulo, 18-10-62
¡Filhão querido de mi corazón!
Cuando tengas otra vez necesidad de ausentarte por tantos días y tan lejos, avísame con anticipación para habituarme un poco a esa idea, antes de verte partir, “¡por más que lo sienta!” Si en esta ocasión podías prestar algún auxilio a los obispos y arzobispos etc. del clero bueno, y no lo hicieses, ¡faltarías a tu deber!
Estoy guardando el periódico “Estado de S. Paulo”, que puede que te guste leer. Si es verdad todo lo que dice sobre los primeros días, ¿qué será de nosotros? ¡Que Jesús nos proteja! ¿Qué decir de esos antipáticos y feos obispos rusos? ¿Estarán queriendo ponerse en el lugar de nuestro Papa, para hacer un Papa “a la moda rusa”? ¡Que San Pedro nos proteja! En fin… ¡¡vosotros sabéis más que yo, que tengo miedo de todo!!

Los “antipáticos y feos obispos rusos” a los que doña Lucilia se refiere en la carta, eran observadores de la iglesia cismática que habían sido invitados a asistir al Concilio. Luego continúa ella con su encantadora manera de aconsejar a su filhão querido:

cap14_042¿Has sido invitado a la cena ofrecida a los arzobispos y obispos brasileños por la embajada brasileña junto a la Santa Sede? ¡Debe ser hoy! Pensaba escribirte anteayer, pero vino tanta gente a visitarme para distraerme de tu ausencia ¡que no me fue posible hacerlo! Estuvieron aquí, el sábado Rosée, Maria Alice, Dora. El domingo Maria Alice, Rosée, Dora “nuestro niño” (El bisnieto de doña Lucilia, Francisco Eduardo), Zilí y Néstor cenaron, Sinhá almorzó y se quedó hasta las seis. El lunes, Rosée, Das Dores (María das Dores Procopio de Araújo Carvalho, hermana de Gabriela Procopio Ribeiro. Esta última era esposa de don Gabriel, hermano de doña Lucilia), Yelita, Dora (que se fue ayer a Río) y doña Viví ( Dª Olivia Torres Castilho de Andrade, madre de D. José Carlos Castilho de Andrade, amigo del Dr. Plinio), que fue muy amable y me trajo un ramo de rosas. Ayer estuvieron Rosée, Maria Alice y Eduardo.
Quiero pedirte un favor… ten cuidado con lo que comes por ahí, pues cuando el menú es bueno te pones muy goloso y, si abusas, ¡te puede hacer mal! Cuidado, ¿eh?
He rezado mucho por ti. Con mil abrazos y besos y muchas bendiciones de mamá, que tanto te quiere,
Lucilia

La virtud de la vigilancia

doña LuciliaCuando Dios quiere realizar una obra hace que nunca falten los medios, tanto sobrenaturales como naturales, para ello. Por ejemplo, cuando suscita una nueva orden religiosa, para que florezca y se desarrolle Dios favorece a su fundador con todos los dones y carismas necesarios que le permitan cumplir completamente la vocación para la cual fue llamado. Lo mismo se da con la condición materna, magnífico símbolo de la Providencia Divina. No es raro que las madres sean asistidas por el Espíritu Santo con un cierto discernimiento de los espíritus, no solamente para educar a sus hijos, sino también para guiarlos por el camino del bien a lo largo de la vida. Ese don —que en doña Lucilia se manifestó repetidas veces bajo la forma de llamadas de atención a su hijo sobre los peligros que corría en ciertas situaciones — se hizo patente de nuevo en un pequeño episodio.
Una vez, durante una conversación en su casa con algunos parientes y conocidos, se hizo referencia al reciente nombramiento de cierto personaje para un cargo de importancia. Se comentó su carácter y, como doña Lucilia no lo conocía, le mostraron una fotografía publicada hacía pocos días en la prensa. El personaje tenía relación con las actividades del Dr. Plinio y, por eso, ella se interesó especialmente por el asunto. Tomó el periódico en sus manos, observó en silencio aquella fisonomía, y comentó con tristeza:
— No es una buena persona…
Esas palabras, en aquellos labios llenos de benevolencia, sorprendieron a los presentes, pero, al igual que en ocasiones anteriores, los hechos demostrarían en breve que tenía razón.
No deja de ser interesante otro episodio de esa naturaleza ocurrido en la misma época.

Un sueño premonitorio

D. Antonio

D. Antonio Ribeiro dos Santos, papá de Doña Lucilia

Cierto día, doña Lucilia le contó al Dr. Plinio un sueño que la había dejado un tanto intrigada. Se trataba, tal vez, de otra manifestación de su discernimiento fuera de lo común sobre personas y situaciones relacionadas con su hijo. En ese sueño, ella se veía en su casa. En determinado momento, alguien tocó el timbre y, como no había quien abriese la puerta, ella misma fue a hacerlo. Para su sorpresa, era su fallecido padre, don Antonio, que venía a visitarla. Exultante de alegría, le hizo visitar las diversas salas de la casa, explicándole el origen de los muebles, quién había hecho la decoración, y un sin número de otros detalles. Don Antonio, con el mismo afecto que siempre había tenido por su hija, lo comentaba todo y daba su aprobación. Por fin, llegaron al fondo del corredor, donde estaba el cuarto de ella. Abrieron la puerta y, atónitos, encontraron a uno de los amigos del Dr. Plinio, acostado sobre la cama atravesado, en una actitud vulgar y sonriendo con malicia. Ante esa desagradable escena, don Antonio censuró paternalmente a su hija, diciéndole:
— En tu casa todo está muy bien. Pero no puedo aprobar que recibas a tipejos como ése.
En ese momento, ella se despertó. Ahora bien, dicha persona le daría grandes disgustos al Dr. Plinio muchos años después de la muerte de doña Lucilia. En la época en la que sucedió este sueño nadie podría siquiera sospecharlo.

Las despedidas en el ascensor

Las despedidas en el ascensor

doña LuciliaPara amenizar de alguna manera la paciente soledad de doña Lucilia en el atardecer de su existencia, su hijo, todos los días, la entretenía con unos cuarenta minutos de conversación después de la cena. No le era difícil a la mirada perspicaz y diligente del Dr. Plinio discernir los sufrimientos que afligían el alma de su madre, cuyo involuntario aislamiento era, seguramente, muy penoso. Para darle ánimo, tenía la costumbre de decirle en un tono impregnado de cariño:
— ¡Mãezinha! ¡Fuerza, energía, énfasis, resolución!
Al oír esas palabras, doña Lucilia respondía con una ligera sonrisa de contento, sin decir nada. En cierto momento, los impostergables deberes de apostolado del Dr. Plinio ponían fin a su bendito coloquio. Con dolor por tener que dejar a su madre se levantaba y, después de despedirse de ella con mucho afecto, se dirigía al ascensor. Con frecuencia, doña Lucilia lo acompañaba hasta allí, queriendo disfrutar hasta el último instante de la compañía de su hijo. A veces tenía lugar una escena conmovedora en el momento en que el Dr. Plinio habría la puerta del ascensor. Con su voz suave y afable, y con la esperanza de retenerlo un poco, doña Lucilia le decía sonriente:
— Hijo querido, ¿no te da pena dejar a tu madre tan sola?
Sin embargo, todas las noches esperaban al Dr. Plinio para asistir a sus reuniones aquellos que la Providencia le había dado como seguidores suyos en la lucha por la Iglesia y por la Civilización Cristiana. Estos últimos tal vez ignoraban que las gracias allí recibidas le costaban a doña Lucilia el sacrificio de su penosa soledad, aún más profunda después de la muerte de don João Paulo. ¿Cómo explicar todo eso a doña Lucilia? Finalmente, apremiado por el deber, el Dr. Plinio besaba la frente de su madre y le respondía: — Mi bien, lo siento mucho, pero ahora mi obligación es encontrarme con mis compañeros de apostolado. Besándola una vez más, entraba en el ascensor y partía.
En otras ocasiones, esas despedidas daban lugar a una encantadora manifestación de solicitud materna. Doña Lucilia prevenía a su hijo —hombre ya de más de cincuenta años— como lo hacía en los remotos tiempos de su juventud… Antiguamente, los ascensores subían y bajaban lentamente, por lo que tardaban en llegar cuando se les llamaba. Esta lentitud contrariaba el modo de ser resuelto del Dr. Plinio —siempre dispuesto a actuar tranquila, pero prontamente—, en especial en los momentos en que era urgente atender sus compromisos. A veces el Dr. Plinio estaba con prisa, y decidido a no perder tiempo, le decía:
— Mãezinha, ¡bajo por la escalera, pues tengo mucha prisa!
Y, mientras bajaba, le llegaba a los oídos el suave pero firme timbre de voz materno:
— Hijo mío, ¡cuidado!, ¡no corras que puedes caerte!
Era como si una vigilante y cariñosa mano intentase disminuir la cadencia de sus pasos.
Las perspectivas de un aislamiento completo Uno de los mayores sufrimientos de doña Lucilia en esa avanzada etapa de su vida fue el súbito agravamiento de sus condiciones auditivas, junto con un empeoramiento de sus cataratas que le disminuían un tanto la vista.
Si estas deficiencias progresasen, doña Lucilia perdería casi completamente la posibilidad de comunicarse con el mundo exterior. Y, en consecuencia, de tener con su hijo aquellas conversaciones elevadas que le daban tanto aliento. Habituada a interesarse siempre por sus semejantes, el no poder prodigarles más su caritativo auxilio representaría también para ella un sufrimiento no pequeño.
Ante esa dolorosa perspectiva, aunque sin perder nunca su serenidad y su resignación, cap14_009traslucía en su fisonomía una tristeza más acentuada, muy notoria en una fotografía sacada por ocasión de uno de sus últimos aniversarios, donde la vemos al lado de su hermana, doña Yayá. Si el Sagrado Corazón de Jesús, en sus designios insondables, permitía que ese sufrimiento se abatiese sobre quien tan fielmente lo adoraba, por otro lado, en compensación, le concedía su misericordioso amparo. Así, poco tiempo después de agravarse la dificultad de audición de doña Lucilia, el Dr. Plinio, leyendo un periódico, vio la propaganda de un aparato que podía suplir esa deficiencia. Entonces, como buen hijo, no dudó un instante en adquirirlo, a pesar de ser su precio elevado. Fijó con el vendedor una visita de éste a su casa, después del almuerzo, para darle una sorpresa a doña Lucilia. En efecto, el vendedor apareció a la hora convenida. Hecha la prueba, el Dr. Plinio notó inmediatamente, por la expresión del rostro materno, su auténtica eficacia. Hasta el final de su vida fue motivo de consuelo para el Dr. Plinio recordar la alegría de su madre cuando se dio cuenta de que podría conversar normalmente. Y, sobre todo, volver a oír con nitidez el timbre de voz de su querido “Pimbinchen”…

“¡Qué bella mirada!”

cropped-sdl-7.jpgCon la misma tranquilidad de alma, doña Lucilia enfrentó su creciente deficiencia de la vista. Cuando la molestia aumentó, su hijo la llevó a un buen oculista. Después de examinarla, el médico le dijo en voz baja al Dr. Plinio:
— Ella está con una catarata muy avanzada en cada ojo —y le dio a entender que podría operarla. Tras reflexionar rápida y sensatamente, el Dr. Plinio prefirió no someter a su madre a una operación que podría impresionarla mucho y hacerle sufrir innecesariamente, estando ella tan anciana. Poco tiempo después, el progreso de la enfermedad cesó, permitiéndole a doña Lucilia conservar, hasta el fin de sus días, suficiente vista para llevar una vida normal, dentro de las condiciones de su venerable edad.
Esos consoladores auxilios de la Providencia contribuyeron mucho para atenuar aquella sombra de tristeza, como se puede notar en fotografías posteriores.
Fue curiosa la reacción de otro oculista, en otra consulta, al poner sus aparatos sobre los ojos de doña Lucilia para examinarla. El médico, que además de ser un excelente profesional tenía alma de artista, en el momento de proceder al examen no pudo contener esta exclamación:
— ¡Qué bella mirada!
En efecto, en esos ojos de un castaño oscuro se notaba serenidad, afecto, veracidad, en síntesis, una garantía de protección, capaz de impresionar profundamente a las almas que sabían admirarlos.

Un perfecto dominio sobre las propias emociones

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Dr. embarcándose para Uruguay

Los primeros años de la década de los 60 le reservaban otros sufrimientos a doña Lucilia.
En mayo de 1962, el Dr. Plinio fue invitado a pronunciar unas conferencias en Uruguay. Aunque el motivo de su viaje fuese apenas ése y en la despedida se manifestase tranquilo y seguro, doña Lucilia se quedó preocupada. ¿No estaría su hijo abandonando el país debido a la inestable situación en que éste se encontraba en aquel momento? Sumergida en esos pensamientos, pero sin exteriorizar sus temores, le vio partir. Según su certero juicio, todo lo que él hacía estaba bien hecho. Confiante en el auxilio divino, prosiguió su vida cotidiana como si todo se desarrollase dentro de la más perfecta normalidad. Felizmente, aunque sus sospechas no fuesen infundadas, no llegaron a confirmarse. Días más tarde, para alegría suya, su filhão apareció de repente en casa. Cuando entró, doña Lucilia estaba en el Salón Azul recibiendo a algunos conocidos que habían ido a visitarla. La serenidad de su semblante no denotaba ninguna perturbación de espíritu. Es fácil imaginar cuánta alegría le causó el regreso del Dr. Plinio. Sin embargo, como estaban presentes otras personas, ella, como eximia y distinguida anfitriona, continuó dispensándoles lo mejor de su atención.

“Hijo mío, no quería molestar a nadie…”

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Cuarto de Doña Lucilia

Actos de abnegación, pequeños sufrimientos plácidamente aceptados, innumerables gestos de bondad y de paciencia, fueron algunos destellos de luz que continuaron marcando la existencia cotidiana de doña Lucilia en su apartamento de la calle Alagoas.
Una noche, al estar sus movimientos ya bastante dificultados, se cayó de la cama al cambiar de posición. Apoyándose en la misma trató en vano de ponerse de pie, y el ruido provocado por este esfuerzo despertó a la empleada que dormía en el cuarto contiguo. Ésta acudió inmediatamente en su ayuda, pero no teniendo fuerzas suficientes para alzar a doña Lucilia fue a solicitar el auxilio del Dr. Plinio. Al entrar en el cuarto de su madre, él la encontró tratando todavía con pertinacia de levantarse sola, sin demostrar ninguna aflicción o nerviosismo por no conseguirlo. Con todo cuidado, él la alzó, acomodándola en el lecho. Después, con un tono impregnado de afecto, le preguntó:
— Pero, mi bien, ¿por qué no me llamó inmediatamente? Con toda mansedumbre y naturalidad, ella respondió:
— Hijo mío, no quería molestar a nadie…

Equilibrio entre la justicia y la misericordia

Ese admirable desprendimiento que doña Lucilia tenía de sí misma le proporcionaba
un perfecto equilibrio entre dos virtudes armónicamente opuestas, la justicia y la misericordia, como ya fue narrado en capítulos anteriores. La edad no hizo sino acrisolar esas virtudes. Por ejemplo, siempre que en su presencia, por cualquier motivo, se señalaban los defectos de alguien, inmediatamente ella salía en defensa de la víctima. No para proteger sus lados censurables, sino para impedir que fuese emitido un juicio imparcial sobre la persona en cuestión, pues era necesario también tomar en consideración los lados buenos que ésta realmente tuviese.
Así, una vez, hablando acerca de un conocido que era blanco de las invectivas de espíritus poco conciliadores, dijo:
— Es verdad… Pero, dése cuenta que, por ejemplo, él es siempre franco. Muchos que no tienen su defecto, sin embargo, son hipócritas. Esta franqueza tiene su valor. Al hablar de sus defectos, hay que recordar que tiene esa cualidad.

Un alma según el Corazón de Jesús

En pleno siglo XX, una dama del siglo XIX

cap14_039La década de los 60 abría un nuevo y más profundo abismo de ignominias —en materia de subversión del orden moral, de modas y de costumbres, de decadencia y de vulgarización— que llegaría a su auge con la revolución anarquista de mayo de 1968 en la Sorbonne, Francia. Doña Lucilia, en los últimos años de su vida, haría brillar todavía más su afabilidad y su modo de ser respetuoso, en contraste con la vulgaridad creciente del mundo moderno.
El siglo XIX había sido un período de transición entre los esplendores del Ancien Régime —interrumpidos bruscamente por las catástrofes de la Revolución Francesa— y las aberraciones de nuestros días. En él se mantuvieron vivas muchas cualidades del período anterior a 1789: dignidad, distinción, suavidad y dulzura de vivir. Atributos que brillaban en la manera de ser de doña Lucilia. Aunque su existencia haya transcurrido sobre todo en el siglo XX, ella era una señora característica del siglo XIX, y, por así decir, lo prolongó a su alrededor hasta el fin de su vida. Tan seria y grave como afable, mantenía invariablemente una delicadeza totalmente diferente de la amabilidad comercial de nuestros días. Al contrario, tenía una perfecta noción de su propia posición y trataba a cada cual con la forma de gentileza que a éste correspondía. Era, además, digna de veneración por una una cierta grandeza estable, segura e invulnerable a los cambios de los tiempos, que traslucía de modo especial en las circunstancias más difíciles de su vida, realzando el carácter augusto de su alma. Por tener doña Lucilia este modo de ser profundamente católico no le pasaba desapercibido el avance de una crisis en ciertos sectores de la Santa Iglesia, paralela a la que, desde hacía mucho, minaba ya a la sociedad. Ante el terrible panorama que, a inicios de los años 60, había surgido ante sus ojos consternados, doña Lucilia elevaba sus oraciones al Divino Redentor, sabiendo que, del curso de los acontecimientos, dependía profundamente la mayor o menor gloria de Dios.

La resignación de Doña Lucilia ante la muerte

cap14_004Hacia mediados de 1961, doña Lucilia vio que los deberes de apostolado de su hijo lo llevaban un poco más lejos… El incansable líder católico no era solicitado solamente por los discípulos de las diversas ciudades de Brasil, sino también de otros países.
Por ejemplo, fue invitado a asistir a un congreso de la revista “Verbo” en Buenos Aires. En esa ocasión estrechó vínculos con un pujante y ardoroso núcleo de jóvenes católicos porteños, de los cuales se podía esperar mucho, en materia de apostolado.
Para concluir esa prometedora estadía en la capital argentina, el Dr. Plinio fue a cenar con sus amigos más íntimos —argentinos y brasileños— a un restaurante francés, donde conmemoraron los resultados obtenidos. No podía sospechar que, mientras tanto, en São Paulo, doña Lucilia acababa de sufrir un súbito ataque cardíaco y estaba al borde de la muerte.
Al volver al hotel después de la cena, el recepcionista le entregó un telegrama. Lo abrió inmediatamente. El horizonte, que hasta hacía algunos momentos se le presentaba lleno de alegres promesas, se oscureció repentinamente, pues el mensaje, enviado por doña Rosée, contenía una terrible noticia:

MAMÁ AL BORDE DE LA MUERTE. ¡ATAQUE DE CORAZÓN VIOLENTÍSIMO! TELÉFONOS INTERRUMPIDOS. VEN INMEDIATAMENTE PARA ALCANZARLA AÚN CON VIDA.

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Dr. Plinio en Buenos Aires

Es fácil imaginarse la aflicción que estas cortas líneas causaron a tan dedicado hijo. En aquel instante, su deseo fue poder vencer de un sólo paso la gran distancia que lo separaba de su madre queridísima, que tal vez ya estuviese transponiendo los umbrales de la eternidad. Los intentos de comunicarse telefónicamente con su familia se revelaron infructuosos, lo que aumentó el sufrimiento del Dr. Plinio.
Permaneció toda aquella noche, sin dormir, en el salón del Hotel City, donde estaba hospedado. Aguardaría los primeros rayos de la aurora rezando y —¿por qué no decirlo?— llorando copiosamente, hasta que el despuntar del día le anunciase la hora de ir al aeropuerto. Allí le informaron que sólo habría vuelo para São Paulo mucho más tarde. No queriendo esperar más, decidió alquilar un pequeño avión particular que partió a las cinco de la mañana rumbo a Porto Alegre, donde pudo embarcar para São Paulo en un vuelo regular.
Mientras atravesaba los aires, el Dr. Plinio sentía una tremenda angustia e iba preparando su espíritu para el momento en que se encontrase con sus amigos y, por la actitud de éstos, se diese cuenta, con un golpe de vista, del estado de su madre. Así, al bajar del avión, intentando descubrir algún rostro conocido en medio del público, distinguió a uno de sus más antiguos compañeros de lucha, ¡que le hacía un gran gesto tranquilizador! Tras el saludo de bienvenida, la primera pregunta del Dr. Plinio fue evidentemente sobre el estado de salud de doña Lucilia, a lo que su amigo respondió:
— Gracias a Dios está fuera de peligro. Sufrió un fortísimo ataque de corazón, pero ya se ha recuperado y está sentada en la cama conversando normalmente. Los médicos que le atendieron están sorprendidísimos con su reacción. Sin embargo, es necesario que usted sepa que, por una extraña coincidencia, nos encontraremos al llegar a su casa con el entierro de un vecino suyo. De manera que no se asuste. Estábamos muy preocupados pues usted podría pensar que se trataba del entierro de doña Lucilia…
Al llegar a su casa, el Dr. Plinio encontró a su amadísima madre recostada en la cama, conversando tranquilamente con doña Rosée y doña Maria Alice. Aquella venerable fisonomía de anciana, enmarcada por plateados cabellos, expresaba tanta paz de alma que de manera alguna se diría que ella había estado, pocas horas antes, al borde de la muerte.
Después de los primeros saludos, ella le preguntó cómo estaba de salud.
— ¡Mi salud está excelente! ¡Pero lo que quiero saber es cómo está la suya!
A pesar de haber sufrido con la falta de su “filhão querido”, cuya presencia en aquel angustioso trance le hubiese sido tan consoladora, soportó esta nueva prueba con extrema serenidad. La llegada del Dr. Plinio fue para ella un nuevo aliento. Aunque éste no pudo darle el beso de costumbre en la frente, pues estaba con un fuerte resfriado, sus manifestaciones de cariño la reconfortaron y dieron ánimo a aquel corazón que tanto palpitaba por su hijo.
La mejoría de doña Lucilia fue rápida. Al día siguiente, su médico, el Dr. Brickman la autorizó a levantarse y andar por la casa. Aproximadamente diez días más tarde volvió para un control de rutina. Después de examinarla con el estetoscopio, exclamó sorprendido, dirigiéndose al Dr. Plinio:
— Pero, ¡no es posible!
Y como si no creyese en sus propios oídos, la auscultó de nuevo cuidadosamente, y dijo:
— Mire, su corazón está funcionando tan bien que yo diría que es el de otra persona…
Durante su larga peregrinación por esta tierra de exilio, doña Lucilia se fue preparando con calma, resolución y entera confianza en el Sagrado Corazón de Jesús y en el Inmaculado Corazón de María, para atravesar los umbrales de la eternidad. Viéndose en la inminencia de comparecer ante el Tribunal Divino, conservó aquella paz que nunca la abandonó. Será tal vez esa cualidad de su alma una de las causas de su longevidad. Viviría todavía, tranquilamente y sin mayores problemas de salud, siete años más.

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