Un alma según el Corazón de Jesús

En pleno siglo XX, una dama del siglo XIX

cap14_039La década de los 60 abría un nuevo y más profundo abismo de ignominias —en materia de subversión del orden moral, de modas y de costumbres, de decadencia y de vulgarización— que llegaría a su auge con la revolución anarquista de mayo de 1968 en la Sorbonne, Francia. Doña Lucilia, en los últimos años de su vida, haría brillar todavía más su afabilidad y su modo de ser respetuoso, en contraste con la vulgaridad creciente del mundo moderno.
El siglo XIX había sido un período de transición entre los esplendores del Ancien Régime —interrumpidos bruscamente por las catástrofes de la Revolución Francesa— y las aberraciones de nuestros días. En él se mantuvieron vivas muchas cualidades del período anterior a 1789: dignidad, distinción, suavidad y dulzura de vivir. Atributos que brillaban en la manera de ser de doña Lucilia. Aunque su existencia haya transcurrido sobre todo en el siglo XX, ella era una señora característica del siglo XIX, y, por así decir, lo prolongó a su alrededor hasta el fin de su vida. Tan seria y grave como afable, mantenía invariablemente una delicadeza totalmente diferente de la amabilidad comercial de nuestros días. Al contrario, tenía una perfecta noción de su propia posición y trataba a cada cual con la forma de gentileza que a éste correspondía. Era, además, digna de veneración por una una cierta grandeza estable, segura e invulnerable a los cambios de los tiempos, que traslucía de modo especial en las circunstancias más difíciles de su vida, realzando el carácter augusto de su alma. Por tener doña Lucilia este modo de ser profundamente católico no le pasaba desapercibido el avance de una crisis en ciertos sectores de la Santa Iglesia, paralela a la que, desde hacía mucho, minaba ya a la sociedad. Ante el terrible panorama que, a inicios de los años 60, había surgido ante sus ojos consternados, doña Lucilia elevaba sus oraciones al Divino Redentor, sabiendo que, del curso de los acontecimientos, dependía profundamente la mayor o menor gloria de Dios.

La resignación de Doña Lucilia ante la muerte

cap14_004Hacia mediados de 1961, doña Lucilia vio que los deberes de apostolado de su hijo lo llevaban un poco más lejos… El incansable líder católico no era solicitado solamente por los discípulos de las diversas ciudades de Brasil, sino también de otros países.
Por ejemplo, fue invitado a asistir a un congreso de la revista “Verbo” en Buenos Aires. En esa ocasión estrechó vínculos con un pujante y ardoroso núcleo de jóvenes católicos porteños, de los cuales se podía esperar mucho, en materia de apostolado.
Para concluir esa prometedora estadía en la capital argentina, el Dr. Plinio fue a cenar con sus amigos más íntimos —argentinos y brasileños— a un restaurante francés, donde conmemoraron los resultados obtenidos. No podía sospechar que, mientras tanto, en São Paulo, doña Lucilia acababa de sufrir un súbito ataque cardíaco y estaba al borde de la muerte.
Al volver al hotel después de la cena, el recepcionista le entregó un telegrama. Lo abrió inmediatamente. El horizonte, que hasta hacía algunos momentos se le presentaba lleno de alegres promesas, se oscureció repentinamente, pues el mensaje, enviado por doña Rosée, contenía una terrible noticia:

MAMÁ AL BORDE DE LA MUERTE. ¡ATAQUE DE CORAZÓN VIOLENTÍSIMO! TELÉFONOS INTERRUMPIDOS. VEN INMEDIATAMENTE PARA ALCANZARLA AÚN CON VIDA.

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Dr. Plinio en Buenos Aires

Es fácil imaginarse la aflicción que estas cortas líneas causaron a tan dedicado hijo. En aquel instante, su deseo fue poder vencer de un sólo paso la gran distancia que lo separaba de su madre queridísima, que tal vez ya estuviese transponiendo los umbrales de la eternidad. Los intentos de comunicarse telefónicamente con su familia se revelaron infructuosos, lo que aumentó el sufrimiento del Dr. Plinio.
Permaneció toda aquella noche, sin dormir, en el salón del Hotel City, donde estaba hospedado. Aguardaría los primeros rayos de la aurora rezando y —¿por qué no decirlo?— llorando copiosamente, hasta que el despuntar del día le anunciase la hora de ir al aeropuerto. Allí le informaron que sólo habría vuelo para São Paulo mucho más tarde. No queriendo esperar más, decidió alquilar un pequeño avión particular que partió a las cinco de la mañana rumbo a Porto Alegre, donde pudo embarcar para São Paulo en un vuelo regular.
Mientras atravesaba los aires, el Dr. Plinio sentía una tremenda angustia e iba preparando su espíritu para el momento en que se encontrase con sus amigos y, por la actitud de éstos, se diese cuenta, con un golpe de vista, del estado de su madre. Así, al bajar del avión, intentando descubrir algún rostro conocido en medio del público, distinguió a uno de sus más antiguos compañeros de lucha, ¡que le hacía un gran gesto tranquilizador! Tras el saludo de bienvenida, la primera pregunta del Dr. Plinio fue evidentemente sobre el estado de salud de doña Lucilia, a lo que su amigo respondió:
— Gracias a Dios está fuera de peligro. Sufrió un fortísimo ataque de corazón, pero ya se ha recuperado y está sentada en la cama conversando normalmente. Los médicos que le atendieron están sorprendidísimos con su reacción. Sin embargo, es necesario que usted sepa que, por una extraña coincidencia, nos encontraremos al llegar a su casa con el entierro de un vecino suyo. De manera que no se asuste. Estábamos muy preocupados pues usted podría pensar que se trataba del entierro de doña Lucilia…
Al llegar a su casa, el Dr. Plinio encontró a su amadísima madre recostada en la cama, conversando tranquilamente con doña Rosée y doña Maria Alice. Aquella venerable fisonomía de anciana, enmarcada por plateados cabellos, expresaba tanta paz de alma que de manera alguna se diría que ella había estado, pocas horas antes, al borde de la muerte.
Después de los primeros saludos, ella le preguntó cómo estaba de salud.
— ¡Mi salud está excelente! ¡Pero lo que quiero saber es cómo está la suya!
A pesar de haber sufrido con la falta de su “filhão querido”, cuya presencia en aquel angustioso trance le hubiese sido tan consoladora, soportó esta nueva prueba con extrema serenidad. La llegada del Dr. Plinio fue para ella un nuevo aliento. Aunque éste no pudo darle el beso de costumbre en la frente, pues estaba con un fuerte resfriado, sus manifestaciones de cariño la reconfortaron y dieron ánimo a aquel corazón que tanto palpitaba por su hijo.
La mejoría de doña Lucilia fue rápida. Al día siguiente, su médico, el Dr. Brickman la autorizó a levantarse y andar por la casa. Aproximadamente diez días más tarde volvió para un control de rutina. Después de examinarla con el estetoscopio, exclamó sorprendido, dirigiéndose al Dr. Plinio:
— Pero, ¡no es posible!
Y como si no creyese en sus propios oídos, la auscultó de nuevo cuidadosamente, y dijo:
— Mire, su corazón está funcionando tan bien que yo diría que es el de otra persona…
Durante su larga peregrinación por esta tierra de exilio, doña Lucilia se fue preparando con calma, resolución y entera confianza en el Sagrado Corazón de Jesús y en el Inmaculado Corazón de María, para atravesar los umbrales de la eternidad. Viéndose en la inminencia de comparecer ante el Tribunal Divino, conservó aquella paz que nunca la abandonó. Será tal vez esa cualidad de su alma una de las causas de su longevidad. Viviría todavía, tranquilamente y sin mayores problemas de salud, siete años más.

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