Nada más nacer, Ana Lucilia sufrió un paro cardíaco, lo que le llevó al médico a realizarle la reanimación cardiopulmonar sin demora. Como ya predijeron, sus pulmones estaban muy debilitados e hizo falta intubarla inmediatamente.
Elizabete Fátima Talarico Astorino
Ana Lucilia en el auge de las complicaciones médicas
La solicitud de esta entrañable señora se manifestó recientemente en la familia de Nathalie Rojas Maceo, residente en Santo Domingo (República Dominicana). Tras sufrir varias complicaciones durante el nacimiento de su segundo hijo, Nathalie tuvo que enfrentarse una vez más a diversas dificultades en la gestación de Ana Lucilia, la tercera hija del matrimonio.
Nos cuenta que en los primeros cinco meses de embarazo «el líquido amniótico no aumentaba, sino que se reducía». En consecuencia, los médicos le recomendaron reposo absoluto y le recetaron numerosos medicamentos de uso diario. Además, tendría que ir a la consulta semanalmente. Si el tratamiento no surtiera el efecto deseado, habría que practicar el parto por cesárea y la probabilidad de que el bebé sobreviviera era casi nula.
Ana Lucilia poco antes de recibir el alta hospitalaria
Como la familia ya había experimentado la valiosa intercesión de Dña. Lucilia en el caso de su segundo hijo, Nathalie no dudó en recurrir nuevamente a esta buena madre, con la plena confianza de que acudiría en su auxilio en una situación tan deprimente. Y eso es lo que ocurrió: diez días después el embarazo se estabilizó.
No obstante, en el octavo mes de gestación, empezó a tener contracciones con una frecuencia peligrosamente anormal, lo que la obligó a dirigirse al centro de Urgencias. Después de analizar su caso, la médica que la atendió le comunicó que era preciso hacerle la cesárea. Le explicó que la niña nacería prematuramente, con los pulmones no desarrollados completamente, y por eso mismo necesitaría quedarse unos días en la unidad de cuidados intensivos.
Señor, que se haga tu santa voluntad
Nada más nacer, Ana Lucilia sufrió un paro cardíaco, lo que le llevó al médico a realizarle la reanimación cardiopulmonar sin demora. Como ya predijeron, sus pulmones estaban muy debilitados e hizo falta intubarla inmediatamente. La madre contaba que aquel día, incluso sin entender por qué Dios permitía tanto sufrimiento para la familia, tanto ella como su esposo se sentían fortalecidos y confiados en el poder de la oración.
Al día siguiente, el pediatra les comunica a los padres que la niña había desarrollado hipertensión pulmonar y era preciso aumentar la dosis de oxígeno. Mientras les explicaba la delicada situación de la niña, se fijó que la madre llevaba un rosario en las manos; entonces sacó de su bolsillo un rosario y les dijo: «Estamos en lo mismo, rezando por ella». En ese momento, Nathalie sintió que el Señor le mandaba a las personas más indicadas para cuidar de la pequeña Ana. Se acordó una vez más de la enorme eficacia de la oración, sin olvidarse de pedir la intercesión de Dña. Lucilia.
En el tercer día, se produjo un empeoramiento del cuadro de hipertensión y le descubrieron una peligrosa bacteria en su organismo. Fue necesario aumentarle la cantidad de oxígeno, lo que provocó la perforación de uno de sus pulmones. Además, le informaron que tendría que recibir una transfusión de sangre.
Ante esta situación, los padres decidieron tomar la más importante y urgente providencia: pedirle a un sacerdote que bautizara a la niña. Así, incluso en medio de tantas angustias, Ana Lucilia tuvo la gracia de convertirse en hija de Dios.
Sin embargo, el matrimonio tenía la impresión de que estaban ante un drama interminable, porque al cuarto día de hospitalización su hijita tuvo otra crisis que exigió nuevo proceso de reanimación, en esta ocasión mediante una bomba manual, pues los pulmones no soportaban los ventiladores. Encima, se le perforó el otro pulmón. Y como no podía alimentarse de leche materna, empezó a recibir nutrición especial intravenosa.
Nathalie Rojas Maceo en casa, con su hija
Aun manifestando admiración por la notable resistencia de la niña, el médico se sintió en la obligación de decirle a los padres que clínicamente ya no había nada más qué hacer; solamente cabía rezar y esperar un milagro. Les autorizó que la visitaran varias veces al día, dándoles a entender que la criaturita podría morir en cualquier momento. En esta trágica situación, adoptaron la postura de verdaderos cristianos: «Señor, que se haga tu santa voluntad». Comenzaron entonces a rezar con más insistencia rogando la intervención divina.
Y no tardaron en ser atendidos, como nos lo relata Nathalie: «Al quinto día, el pediatra nos llama por la mañana temprano para informarnos de que la coloración de la bebé había mejorado y tenía menor necesidad de oxígeno. ¡Qué alegría tan grande para nosotros! Era la primera buena noticia desde su nacimiento».
A partir de ahí, cada jornada registraba una nueva mejoría en su cuadro clínico, hasta que, en el décimo día, la niña ya respiraba normalmente. La ginecóloga, asombrada al constatar el feliz desenlace del caso, pues pensaba que no iba a sobrevivir, le dijo: «Ha sido todo un milagro». Idéntico comentario hizo otro médico más tarde cuando la vio amamantando a su hija: «Ha sido todo un milagro». Y también era la opinión de las enfermeras, quienes, tras recibir el alta Ana Lucilia, en la despedida decían: «Se nos va un milagrito».
«Esto definitivamente fue un milagro, un milagro de Dña. Lucilia», concluye jubilosa Nathalie, finalizando su relato.
(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, junio 2022)
no es necesario «llamar a la puerta» de Dña. Lucilia con demasiada insistencia, alegando dones o presentando méritos. Basta únicamente que confiemos, pues en el momento determinado por la Providencia abrirá las puertas del Corazón de Jesús, que atenderá con abundancia nuestras peticiones.
Elizabete Fátima Talarico Astorino
Liviana Nobile, una devota de Dña. Lucilia residente en Argentina, nos cuenta el favor alcanzado por una empleada de su hija, María Margarita Verón.
«A finales de abril de 2023 —relata Liviana— María Margarita comenzó a sentir fuertes dolores de cintura, en la parte de la espalda; pero luego se agudizó el cuadro involucrándosele las rodillas, con fuertes dolores también». Como era muy esforzada en el trabajo, no hizo de las molestias un motivo para darse de baja, ni siquiera aceptó el consejo que le dieron de que tomara algún analgésico que le aliviara el dolor… Prefirió aguantarlo.
»Así estuvo por un mes más o menos, aliviándosele algo el dolor en la espalda y cintura, pero el de las rodillas empeoró, casi no podía subir ni bajar del bus».
Al verla en ese estado, Liviana trató de ayudarla: «Habiéndome hecho amiga de ella por hablarle de la religión —tema que le gustaba e interesaba mucho— y de los Heraldos, en muy poco tiempo comencé a enviarle a diario vídeos del santo rosario y de la misa, de los evangelios del día, de los “Buenas noches con María”, podcasts y todas las novenas que hay a lo largo del año».
Habiendo oído hablar de Dña. Lucilia y de su auxilio a quienes se hallan en toda clase de necesidades, María Margarita decidió recurrir a ella también. Entre llantos, debido a los dolores, el 26 de mayo le pidió: «Doña Lucilia, vos que ayudas a tanta gente, te ruego, te suplico por lo que más quieras, intercede por mí ante la Virgen María y Jesús para que me alivie aunque sea; no doy más. Te lo ruego, Dña. Lucilia, por favor». Cuando se levantó al día siguiente, ¡ya no le dolía nada!
El terrible padecimiento había desaparecido y pudo ir a trabajar con total normalidad, sin poder creerse lo que le había pasado y sorprendida por la eficacia de una madre tan bondadosa.
Liviana concluye su testimonio con un entusiasmo verdaderamente filial: «Gracias, Dña. Lucilia, en nombre de María Margarita Verón y del mío propio. Mi felicidad no tiene límites… Dña. Lucilia debe estar entre ángeles y arcángeles».
(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, agosto 2024)
La discusión entre ambas madres llegó al auge: «En una llamada telefónica con la madre del niño, me increpó sobre cómo había criado a mi hijo...»
Elizabete Fátima Talarico Astorino
El honor de los hijos es un tesoro para la madre. Doña Lucilia lo sabía muy bien y en vida conservó con solicitud verdaderamente eficaz el buen nombre que tenían sus hijos, ante Dios y ante los hombres. Así pues, al verse en la contingencia de solucionar una desagradable situación que había manchado el honor de su hijo, Kcaran Schreiber, cooperadora de los Heraldos del Evangelio de Perú, confió sus aflicciones a Dña. Lucilia:
Kcaran y su hijo con una foto de Dña. Lucilia
«Unas semanas antes de Navidad se me presentó un problema con mi hijo menor; lo difamaron diciendo que había robado un celular. Lamentablemente las circunstancias lo acusaban, pero sobre todo se trataba de un caso de bullying escolar».
La tormenta se intensificó cuando la madre del alumno afectado, víctima del presunto robo, hizo público el incidente en el grupo WhatsApp de los padres: «Lo hizo con seguridad y con descaro, sin pensar en la gravedad de la publicación. En el grupo le avisé de que antes de exponerlo públicamente tuviera todas las pruebas de que mi hijo era el culpable; que no lo difamara a la ligera, como hizo, y que primero tendría que haber hablado conmigo. Sólo respondió que existe un Dios que todo lo ve y que iba a juzgar a mi hijo».
La discusión entre ambas madres llegó al auge: «En una llamada telefónica con la madre del niño, me increpó sobre cómo había criado a mi hijo. Me dijo que me quitara la venda de los ojos y que reconociera lo mal que lo había educado. Me llené de indignación e incluso tuvimos un altercado de palabras».
Materna intervención de Dña. Lucilia
Prosigue Kcaran: «Tengo un retrato de Dña. Lucilia en mi casa y enseguida sentí vergüenza, porque no es así como se debe reaccionar. Primero clamé perdón, ya que estuve furiosa y dije palabras que no debía haber dicho; pero, ante todo, pedí su intercesión para que esto se aclarara y se encontrara el celular y al verdadero culpable».
Kcaran reconoce que era la más afectada por la situación. Su hijo, por el contrario, gozando de la paz que una conciencia tranquila proporciona, esperaba pacientemente el total esclarecimiento de los hechos.
«Le pregunté por qué lo veía tan tranquilo, si no le afectaba lo que estaba pasando, y respondió con calma: “Mamá, no puedo dejar que esto me afecte porque tengo la conciencia tranquila. Duermo bien, a pesar de que mis compañeros me acusan, y los entiendo, por las circunstancias en las que sucedieron los hechos.
»En ese momento, mi hijo me pidió nuevamente que le creyera, lo abracé y le di mi apoyo. Seguimos confiando en Dña. Lucilia y no pasaron ni dos días para que ella manifestara su maternal poder de intercesión a favor de sus hijos».
La discusión telefónica entre Kcaran y la madre del otro niño tuvo lugar el 5 de diciembre y, finalmente, el teléfono móvil apareció el día 7.
«Doña Lucilia no se demoró nada en responder a mis oraciones como madre y ayudar a mi hijo a salir de esa situación. Le devolvieron el celular al muchacho en presencia de su mamá, esa señora que difamó a mi hijo; se acercó a él y frente al tutor del aula le pidió perdón. Hizo de igual manera conmigo: me llamó y me pidió disculpas. Se las di y escribió al grupo de WhatsApp también pidiendo disculpas».
Doña Lucilia auxilió a Kcaran a recuperar el honor de su hijo, manchado tan a la ligera, y aclaró por completo la situación con esa nota de bondad y armonía que tanto caracterizó sus días en la tierra.
Así termina su relato: «Sólo me resta dar gracias a Dña. Lucilia, por su poderosa intercesión. La tengo presente en mis rosarios diarios, que rezo con mi familia y con mi grupo de oración, diciendo: “Doña Lucilia, madre nuestra, ¡ayúdanos! Amen”. Gracias, Dña. Lucilia, por tu poderosa intercesión se aclaró todo».
(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, agosto 2024)
Durante décadas, en la sobriedad y el silencio de su alma, el Dr. Plinio conservó toda la veneración que sentía por Doña Lucilia. Hasta que el afecto entusiasta de un hijo, engendrado según la ley del espíritu, pudo discernir el lumen de su alma y convertirse en el abanderado de su figura.
En la Historia, hay almas especialmente amadas por Dios, a quien Él pide grandes sacrificios, uno de los cuales es morir sin haber visto el resultado de aquello que hicieron. A estas almas, sometidas a tan largas esperas y grandes perplejidades, la Santísima Virgen, a veces les obtiene favores de Dios que las reconfortan, en forma de presentimientos proféticos.
En una expectativa serena…
Se veía que Doña Lucilia esperaba algo de la vida, no en el orden del placer o de la realización personal, sino una cierta reciprocidad de mentalidades, de afinidad de pensamientos, de temperamentos, de modos de ser. Su temperamento estaba ávido de abarcar un amplio afecto, una amplia consonancia con un enorme número de personas. Sin embargo, la Providencia no le dio eso.
Mi madre tenía el deseo de hacer el bien a innumerables jóvenes a los que, por diversas razones, no conocía. Este amor estaba muy centrado en mí, en mi hermana, la nieta y el biznieto, pero con algo que iba mucho más allá.
Llegó con esta expectativa al final de una larga vejez, tranquila, un tanto triste, pero de una tristeza luminosa, noble, sin agitación, sin histerias ni angustias. Caminaba hacia las sombras de la muerte con total serenidad y en el fondo con la certeza de que eso un día llegaría.
…sustentada por una confianza
Debido a las circunstancias inherentes a una familia poco numerosa, cuyos miembros estaban absorbidos por las preocupaciones contemporáneas, mi madre pasó largos periodos de soledad hacia el final de su vida, especialmente tras la muerte de mi padre.
Cuando sufrí la crisis vertiginosa de la diabetes1y la consiguiente intervención quirúrgica en el pie con el inicio de gangrena, se produjo un derrumbe de mis resistencias, minadas por la enfermedad, pero también por disgustos y problemas trascendentales aplastantes. Todo ello me dejaba en un estado de marcada fatiga, por lo que me resultaba muy difícil mantener conversaciones largas, y hablar con ella requería un gran esfuerzo porque tenía la audición y la vista muy mermadas.
Es comprensible que no pudiera hacerle compañía. Por eso, durante mi convalecencia, sólo la dejaba entrar en mi habitación una vez al día, por la noche, justo antes de acostarse. En esas ocasiones, así que llegaba, la colmaba de agrados y gentilezas.
Estaba confiada a una enfermera, que cumplió con competencia un mero servicio profesional, pero sin el afecto propio de un hijo.
Durante el día mi madre pasaba horas en el comedor, sola, tomando el sol. Incapaz de leer un libro ni escuchar música, puede imaginarse sus soliloquios. Debía de ser un final de vida muy triste para alguien que realmente sufría la soledad, caminando contra el viento durante 92 años.
Incluso en esta hora extrema, fue sustentada por una confianza heroica, de modo que nunca perdió la certeza de obtener lo que anhelaba. Por eso, en el fondo, en medio de ese sufrimiento, mamá tenía esta idea: “Al final, algo se hará realidad”. Tengo la impresión de que ella presentía que sus hijos vendrían en gran cantidad. De hecho, vinieron después de su muerte, pero ella los esperaba en vida y eso la animaba.
Una mirada que dejaba transparecer la constancia de toda una vida
Todo eso podía notarlo en sus ojos. Soy muy sensible a las miradas, porque dicen más que las palabras. Así, en ellos, varias veces la contemplaba ora acogedora, ora risueña; seria, pensativa en tal circunstancia; afable, acariciante en otra. Su mirada sufriente era una síntesis de todas las demás y la que más me conmovía. Cuántas veces la comparé con la llama de una lamparilla, cuya discreta llama se muestra en proporciones variadas, a la manera de expresiones fisonómicas. A veces es triunfante, alcanzando la plenitud de sí misma; a veces se encoge y se vuelve casi tan pequeña que dan ganas de advertirle: “¡Cuidado, te vas a apagar!”. Pero después renace y se muestra tranquila, estable, normal durante toda la noche. De vez en cuando, un estallido. Es un “dolor”, un “sufrimiento” que engendra una chispa con una vida efímera, que se eleva en el aire desapareciendo. La llama permanece impávida en su prisión y en su trono, en su gloria y en su dolor, en su recinto rojo de cristal dentro del cual brilla junto al aceite, que es el afecto del que se alimenta.
De hecho, como la lamparilla ardiendo junto al Corazón Eucarístico de Jesús presente en el sagrario, así fue mamá a los pies de las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús y de Nuestra Señora de las Gracias. Y en el torbellino de mi vida, ella era, en la oscuridad, la llama que no se apagaba, una luz continua que brillaba, siempre ella misma.
Yo pensaba: “Yo conocí todo esto, pero no sé si seré capaz de describírselo a alguien, porque quien no lo ha visto no sabe realmente lo que es, y no hay descripción que pueda dar una idea exacta de ello”.
“¡Sus amigos son muy atentos y considerados conmigo!”
No se me ocurría pensar que sería llamada a desempeñar una misión post mortem2 con los miembros de nuestro Movimiento. Aunque varios de ellos le habían mostrado atenciones y amabilidades, dejando entrever que habían notado en ella algo de lo que yo veía, la actitud de otros me hacía suponer que moriría sin ver cumplidos sus anhelos maternales.
En los últimos meses de su vida, mi casa empezó a ser frecuentada por los miembros más jóvenes del Grupo que venían a visitarme durante mi convalecencia. Así que empezó a entablar contacto con ellos, recibiéndoles en la sala de visitas, el “Salón Azul”, donde conversaban.
No acompañé esas visitas muy de cerca porque estaba en cama y mi habitación estaba lejos de la sala de visitas. Era consciente de la presencia de algunos de estos jóvenes allí que, cuando venían a visitarme, la saludaban. Pero pensé que sólo eran esos antiguos saludos formales: “Se ñora, buenas tardes, ¿cómo está?”. Así que no le di importancia.
Cuarto del Dr. Plinio
Sin embargo, me llamó la atención cómo, mientras recorría el pasillo en su silla de ruedas para hablar conmigo y luego continuaba hacia su aposento, su cuerpo estaba más erguido y ella mucho más animada que antes. Pensé: “Quizá sea porque sabe que estoy fuera de peligro y eso le da alivio, un cierto ánimo”.
Más tarde, me enteré de la inmensidad de agrados que le hacían, de las flores que le llevaban, de las conversaciones que mantenían, de cómo les invitaba a tomar el té y de todo lo que les contaba sobre mi pasado. Cuando vemos las fotografías que se hicieron de ella en aquella época, por ejemplo, la que dio origen al “Quadrinho”3, aunque se nota una cierta tristeza, está más animada y alegre.
Más de una vez, mamá me dijo muy complacida: “Tus amigos tienen conmigo una atención y consideración como nadie”. Veía que esos encuentros le producían una gran satisfacción porque, aunque no tenía la fuerza de expresión necesaria para hacerlo explícito, podía ver en ellos un factor en la línea de lo que siempre había esperado en la vida, que no encontraba en otras personas.
No podía imaginar que la fuente de la que brotaría el apostolado suyo se encontraba en este punto en el que todo parecía tender a su fin.
Mientras mi actitud era de total sobriedad, guardándolo todo dentro de mi alma, con mucha veneración, pero en silencio, sin comentar nada, allí estaba burbujeando algo del futuro.
El afecto entusiasmado de un hijo
De hecho, en esas ocasiones mi madre conoció a alguien que fue el primero en enarbolar —con la libertad que no tiene un hijo— el estandarte de su figura: miquerido João4. Absolutamente no me hacía idea, de hasta qué punto él había sido el elemento motor del movimiento de cariño y respeto que la rodeó en sus últimos meses de vida, durante mi enfermedad. Era el afecto entusiasmado de un hijo que, según la ley de la carne, ella no tuvo, pero que, según la ley del espíritu, engendró en su extrema vejez.
João me contaba que había conocido a mamá y que se encantó mucho por ella, recibiendo beneficios espirituales en su trato con ella, de los que intentaba hacer partícipes a otros miembros de nuestro Movimiento. Un día tuvo la curiosidad de ver cuál era su actitud en su aislamiento, si tenía alguna expresión que indicase un desfallecimiento o algo parecido.
Junto al comedor está el “Salón Azul” y separando los dos ambientes hay una puerta con cristal transparente cubierta por una de esas cortinitas llamadas brise-bise. João se acercó sigilosamente hasta la puerta y abrió un poco el brise-bise, sin que mi madre se diera cuenta. Con compostura y, en un momento dado, usó el pañuelo, doblándolo de forma tan ordenada, y colocándolo en su regazo con tanta distinción, que este gesto, tan simple en sí mismo, le emocionó. En la soledad y en la prueba, todo lo hacía con la dignidad con la que una persona deja sentir su perfume espiritual, indicando, dentro de la aridez, la verticalidad de un alma recta.
João discernió esto en ella y supo verla con los ojos con los que yo la veía, dándose cuenta del lumen de su alma que otros no notaban. Por eso, él fue, aún en vida de Doña Lucilia, el impulsor del movimiento en torno a ella. Y esto se debe a un pasado de fidelidades que otros no tenían.
Algún tiempo después, esos perfumes que se acumularon en el alma de mi querido João comenzaron a extenderse como incienso y a aromatizar el ambiente.
De hecho, él fue el gran fotógrafo de los últimos meses de mi madre y el responsable de la multiplicación y difusión de sus fotografías.
Aurora que confirmaba las esperanzas
Haciendo la relación con todo lo que ocurrió después, tengo la impresión de que antes de cerrar los ojos ella presintió más o menos lo que estaba por venir, y de ahí ese contentamiento que precedió poco antes de su muerte.
Salón Azul
En los últimos días de su vida, mamá pudo vislumbrar un poco la aurora de algo que se prolongaría más tarde. Y así recibió la confirmación de que no se había equivocado.
Cuando cerró los ojos a esta vida y los abrió a la eternidad, Doña Lucilia entendió que aquellos —hablo en plural para ser discreto— por ella conocidos al final de su vida le traerían el objeto de su espera.
Tuve una muestra de esto en un episodio inolvidable para mí. Habíapedido a la Santísima Virgen, en consideración a la fiel dedicación por mi madre, la gracia de recibir alguna señal de que ella había salido del purgatorio. Y, en la misa del séptimo día, se me concedió de la forma más encantadora posible: un rayo de luz incidió sobre una orquídea, iluminándola por completo, y luego se alejó. Me daba la impresión de mamá recorriendo el pasillo de mi departamento, acercándose a mí y luego continuando para no interrumpirme.
Creo haber sido ese hecho una forma de darme a entender, tras su muerte, que había visto el triunfo y agradecía por ello.
Y así, sin que nadie lo pudiese imaginar, su misión comenzaría en la sepultura, junto a la que se inició su convivencia personal con cada uno de los que acudían a visitarla para pedirle gracias. Y, una vez más, fue João el gran “culpable” de que tantas personas acudieran allí, para suplicar su intercesión. Por tanto, él tiene unpapel especial en el momento de ese agradecimiento, porque todo lo que ella esperaba se instituyó magníficamente.
Socorro en circunstancias inimaginables
Desde entonces, su acción se ha vuelto intensa, lo que significa mucho con relación al futuro, porque una cosa no nace de tan poco para expandirse hasta donde lo ha hecho, sin tender a mucho más.
João Clá en 1967
En mi opinión, doña Lucilia es para mis discípulos lo que ella es para mí, es decir, una especie de reducción al mínimo —porque todo comparado con Nuestra Señora es mínimo— de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Un socorro en todo, de todas las maneras, actuando inesperadamente, de las formas más inimaginables, discreto y con un estilo propio de ella, que era su manera de convivir en vida. A medida que aumenten las pruebas, también aumentarán nuestras oportunidades de pedir su intercesión, tendiendo hacia lo más insigne. Así es como yo lo veo.
Podemos decir que hubo tres fases en la vida de mamá: una prehistoria, en la que su acción fue percibida y sentida en toda su amplitud sólo por mí; después, su acción sentida en los últimos años de su vida por João Clá y algunos otros; por último, la expansión que tuvo lugar en amplitud en el Cementerio de la Consolación donde, en las horas más diversas, siempre se ve a alguien de pie junto a su tumba. ¿Está rezando? No se sabe. Lo cierto es que se está calmando, porque mamá, evidentemente por orden de la Santísima Virgen, por quien pasan todas las gracias de Nuestro Señor Jesucristo, fuente de la gracia, ejerce una acción temperamental sobre aquellos que recurren a ella.
Allí se hacen sentir la misma acción dulcificante, alentadora de los temperamentos, orientadora de las formas de ser, dando confianza y estímulo, y que, en vida, ¡me hicieron muchísimo bien! Yo veía una conexión entre el Sagrado Corazón de Jesús, del que era muy devota, y esta disposición, esta característica forma de ser de su alma.
Traspasando los umbrales de la muerte
El Dr. Plinio en una visita al túmulo de su madre, en agosto de 1987
En un momento dado, sentí algo que no puedo definir, pero era como si, por encima de los umbrales de la muerte y de todo lo que se había puesto para cubrir esa lamparilla, a punto de entrar a la tumba hasta el día del Juicio Final, ella siguiera brillando para mí, y me di cuenta de que ella me acompañaba. Entonces, ¡qué alegría al ver, en el fondo de una gran mirada andaluza5, vivaz —y de tantas miradas nacidas de ésa—, ¡que ella también estaba viva! Noto en ella el mismo crepitar, el mismo movimiento de una lamparilla, y me di cuenta de cómo se prende un incendio, no de llamas destructivas, sino de lamparillas durante la noche, hasta que llegue el momento de encender fuego en el mundo.
Que la Santísima Virgen establezca el momento en que las lamparillas —y aquí no considero sólo a los jóvenes ojos que se abrieron hace algunos años a tanta luz, sino a todos aquellos que me acompañan en este camino— enciendan ese fuego para que podamos decir: “Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terræ!”6
Madre mía, enviad a vuestro Esposo, el Divino Espíritu Santo, en aquello que tiene de sublimemente coruscante, el espíritu que ha puesto en Vos, como Vuestro Esposo, y todas las cosas serán recreadas. Entonces, oh Madre, Vos reinaréis y se renovará la faz de la tierra
(Recopilación de conferencias de 1979 a 1993)
A finales de 1967, permaneciendo convaleciente hasta marzo de 1968.↩︎