Bondad diáfana en la convivencia, reflejo de la Santa Iglesia

En la convivencia, la preocupación constante de Doña Lucilia era transmitir el calor del afecto y darse continuamente en una disposición de transponer todo para beneficiar a las almas. Era la representación de la conducta de la Santa Iglesia con relación a los pecadores: no se indigna, no recrimina, no se venga; perdona todo, dota de nuevos dones y de nuevos privilegios.

Presente de un viaje que mi hermana hizo a Europa, el chal lila, cuando apareció en casa, me dio la primera impresión de que era un artículo muy bonito, muy bueno. De hecho, lo que Rosée compraba, lo hacía con mucha perfección, adecuación y buen gusto.

Doña Roseé y Dr. Plinio

De un lado, me gustó mucho el chal; de otro, quedé un poco reticente con él, por la impresión de moderno que me causaba, pues era un poco fofo, espumoso en su contextura. Y si bien el color amatista me encantase, yo me preguntaba cómo quedaría mi madre dentro de un tejido fofo. Oyendo comentarios posteriores de estos y de aquellos, percibí que yo estaba mal informado: siempre muy ajeno a los asuntos de indumentaria y de tejidos, no sabía que se trataba de una lana europea muy auténtica, buena y sin nada de moderno. Cuando vi a mi madre vestir el chal, me pregunté por qué se lo había puesto en la espalda; un chal muy bonito debería ser puesto sobre ella, era una escena natural de la vida de familia. Noté que a ella le pareció muy bonito, le gustó mucho el color, y no extrañó el tejido; sin embargo, en ese momento no hice mayores raciocinios sobre si el tejido era o no moderno, por ahí no se fue mi atención, sino por ver cuál era la mirada que ella le hacía al chal. Ella no mudó en nada la posición y la actitud en la cual estaba. Apenas sonrió luminosa y discretamente, con mucha bondad, ante la manifestación de afecto que le hicieron unas tres o cuatro personas que se encontraban en la sala. Yo percibí que ella se adaptó en algo al chal, ¡pero sobre todo él se adaptó a ella! En el reflejo de su mirada, en su modo de hablar, ella le dio cierta interpretación y proyección, cierto modo de ser al chal. Más o menos como una señora que toma una rosa, la pone junto al pecho y hace un poco la “fisionomía” de la rosa, y esta adquiere un poco la forma de ser de la señora: ¡así también mi madre hizo con el chal, y él quedó “luciliano” por excelencia!
Ella lo utilizó muchas veces. Primero apenas para salir, en ocasiones de mayor solemnidad. Después, con el avance de la edad y con los fríos de São Paulo, ella pasó a usarlo también en casa y con cierta frecuencia. Cada vez que yo la veía con el chal, me regalaba, justamente por la relación que había entre aquel castaño profundo de sus ojos y el tono
amatista del tejido.

Ella murió. Cuando fuimos a hacer una repartición sumaria de sus bienes, mi hermana no quiso llevarse absolutamente nada, pues dijo que yo había mantenido a mamá la vida entera y le había hecho compañía y que, por tanto, me dejaba todo lo que había pertenecido a ella y que era de la casa. Ahora bien, en Brasil, o al menos en São Paulo, la antigua tradición era que las joyas de la señora fallecida se quedasen con la hija. Una u otra cosa iba para las nueras, pero lo principal se quedaba con la hija. En mi caso, le di a mi hermana todas las joyas de mi madre, reservando para mí apenas un anillito de brillantes, muy sin valor y modesto, que está en mi relicario.
Pasados algunos días después de haberle dado las joyas, le dije a mi hermana:
– ¿Sabes una cosa? De lo que te di, te voy a quitar una cosa.
Ella me dijo:
– ¿Cuál es?
– Aquel anillito se va a quedar conmigo.
– ¡Claro que sí!
Y me devolvió el anillo. Algunos días después ella apareció en casa y me dijo:
– Yo, de lo que te di, también voy a sacar una cosa: aquel chal se va a quedar conmigo.
Para mí fue una dilaceración… pero no podía decir nada. Ella era la hija y le había dado el chal. Algún tiempo después, supe que ella se lo había dado de regalo a una tía nuestra.

Cuando esa tía murió, pensé: “Ese chal ya debe estar dañado –porque ella vivió muchos años– ya deben haberlo donado a gente pobre, seguramente desapareció.”
¡Cuál no fue mi sorpresa ayer cuando llegó a casa, en la mañana, el hijo de esa tía trayéndome el chal!

En el espíritu humano y en el modo por el cual él abarca la realidad, hay un punto en el cual es especialmente llamado a conocer a Dios, y del cual tiene una comprensión de orden natural, nativa, muy simple, clara y originaria. Y cuando el hombre estudia a partir de esta luz primordial y piensa a partir de ella, tiene posibilidades de dar en un hombre bien inteligente, aunque sea medianamente inteligente.
Ahora bien, cuando alguien hace un estudio cartesiano: “Luz primordial, yo te empujo, aquí está el compendio 1, 2, 5, compendio 92…”, ese, aunque sea inteligente, tiene todas las posibilidades de dar en un burro letrado, muy diferente de una persona inteligente.
En el caso de mi madre, ella poseía apenas la cultura común de una dueña de casa, con una nota afrancesada de formación de espíritu muy pronunciada. La luz primordial que trasparece en todas las fotografías que figuraba en su espíritu es, ante todo, una certeza de
que las cosas tienen un significado, un segundo sentido que está más allá de ellas, en virtud del cual ellas deberían ser vistas. Así, además de ese trans-significado, existe un trans-mundo, una trans-realidad que se nos aparece a través de esas realidades diáfanas, que produce en el alma una trans-comprensión, un trans-sentimiento.
Ella nunca lo enunció así, y creo que no sabría hacer esa consideración, pero constituía la posición fundamental de su espíritu con respecto a todo.

Si consideramos sus fotografías, notaremos que ella está prestando atención en lo que está haciendo: dejándose fotografiar. Sin embargo, la mirada, la actitud, expresan a una “trans señora”, que sería como su sombra hacia el lado de la luz. Una luz mayor que ella, pero suya, que queda por detrás suyo. La mirada, el todo parecen preguntar al fotógrafo, y, a su modo, a quien ve la fotografía: “¿Ustedes no ven esto? ¿No perciben que en ustedes también hay esa luz, y que el universo entero es así?”
En ese sentido el Quadrinho1 es más que decible.
Ella está allí representada, consciente de que de ella emana una luz, que es su significado y que ella coloca a disposición de los otros como quien dice: “Dime cómo eres tú y qué tenemos de afín. ¡Por ahí nos querremos enteramente bien!”

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La convivencia humana para ella no era de esas mercantiles: si hizo una gentileza, recibe otra. Por ejemplo, el modo de ella escoger un presente. Yo asistí a muchos cálculos de elección de presentes hechos por otras personas: “De aquí a algunos días es el cumpleaños de fulana. Ella me dio con ocasión de mi cumpleaños un presente, que vi que tenía tal valor. Yo debo darle, por lo tanto, un presente que equivalga a eso en dinero. ¿Qué podemos comprar bien presentado por esa cuantía?”

¡Ella no! La primera pregunta era:
– ¿Qué le gustará ahora a Fulana…?
Segunda pregunta:
– ¿Hasta dónde mis recursos me permiten dar?
Tercero: ella daba el presente, no como una especie de intercambio comercial, que a mi modo de ver, contamina el regalo. Era con un deseo de dar algo que estaba en su propia alma, siempre en esa permuta de luces, que era la esencia de la convivencia con ella.
Vivir en torno a eso, para eso, convidando a todos a eso y llenándome de eso –porque, tanto cuanto pude, yo dije “sí” a ese convite–, eso era la luz primordial de ella.
Detesto las comparaciones, y no comparaba el trato que ella tenía conmigo con la relación de otros hijos con sus madres. Evidentemente, a veces me saltaba a los ojos alguna cosa
que, a menos que fuese ciego, no podría dejar de ver; pero no detenía la atención en eso, pasaba por encima.
Ahora bien, hoy me doy cuenta de esto, el tiempo pasa, las comparaciones en cuanto al pasado, al menos en larga medida, son legítimas. Con el presente
no; menos aún con el futuro…
Hoy en día veo bien que esa conformación de su espíritu tuvo un papel muy importante en la elaboración de mi ensayo Revolución y Contra-Revolución, porque la esencia de este es la noción de la Revolución tendencial. Y lo que había en ella era exactamente una vida tendencial ‘contrarrevolucionaria’ así concebida con una riqueza extraordinaria.

Ella era católica, nacida de una familia católica, apostólica y romana por entero, pero menos católica que muchas otras familias, por ejemplo, de las que frecuentan la iglesia, que son amigas del padre, dirigen las obras de la parroquia, etc. Mi familia –la de ella, por tanto– no tenía nada de eso. Eran amigos del padre, pero lo admiraban con cierta distancia, no por anticlericalismo, sino por falta de hábito. Sin embargo, había, en esa como en tantas otras familias brasileras, el hábito de considerar la veracidad de la Iglesia Católica como una evidencia. Había en ella de modo muy vivo algo de aquella bonita invocación: “Sagrado Corazón de Jesús, Rey y centro de todos los corazones, ten piedad de nosotros”. Tal vez ella no la conociese o, si la conocía, no prestaba mayor atención, pero esa invocación era tal como ella veía la vida afectiva, que era la que llevaba, y consistía en dar ese calor de afecto y de formación, y decía mucho respecto al modo de ella ser católica.
Ella comprendía muy bien que la esencia de la convivencia está en la afinidad de las almas y en la felicidad que hay en darse y en quererse bien, realizando al pie de la letra el principio dado por Nuestro Señor en el Evangelio: es más feliz quien da que quien recibe.
Eso modelaba de algún modo su espíritu, en términos tales, que notaba en ella un deseo de darse, de atraer a sí para esa relación de alma, como no conocí en nadie.
Y dentro de eso, una dignidad y tranquilidad, una serenidad y resignación, por donde si nada saliese bien, ella no se irritaba, no se indignaba, no recriminaba, no se vengaba o se entristecía. Esta es bien la conducta de la Santa Iglesia con relación a los pecadores.

Tomemos, por ejemplo, lo siguiente. Revienta un cisma y surge la Iglesia Ortodoxa, aquellos ritos orientales, muchos se pasan para allá y la mitad del manto de la Iglesia se dilacera… La Iglesia llora. No dejó de excomulgarlos como debería: ¡ellos se equivocaron, ella los excomulga! Pero ella lamenta eso dignamente, mientras conquista América para compensar también a los países nórdicos y eslavos, que en gran parte había perdido. Ella conquista América. Los jesuitas decían que vinieron aquí para reponer lo que la Iglesia había perdido. Pero la Iglesia no desiste, continúa cierta negociación con ramas ortodoxas que pensaban reatar relaciones con ella. ¡Eso lleva siglos! Y de allá para acá, lentamente, de vez en cuando gotea un rito más dentro de ella.
La Iglesia recoge de esos tesoros ese poquito que queda, organiza, perdona, tiene bondad, dota de privilegios, indulgencias, instala bien, cumula de honras la hija que vuelve a la casa paterna. Ella no se olvida a no ser de los ultrajes recibidos. Pidiendo perdón, ella perdona.
Esa bondad, ¡eso era mi madre al cien por ciento, consonante con la Iglesia Católica a más no poder, pero a más no poder! Por ejemplo, las varas de los penitenciarios en Roma. Quien hubiese cometido un pecado venial muy desagradable de contar, no necesitaba declinarlo. Bastaba ir a la Basílica de San Pedro o a las cuatro basílicas menores, arrodillarse delante del padre, que este le golpeaba con una varita y estaba dada la absolución de los pecados, sin confesión. Pecado venial; mortal no. ¡Es una bondad, una flexibilidad única! ¡Eso esa mi madre por entero!

(Extraído de conferencia del 20/6/1980)

  1. En portugués, diminutivo de cuadro. Cuadro al óleo que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos, con base en las últimas fotografías de Doña Lucilia. ↩︎

El «unum» de la Iglesia estampado en las almas santas

Así como en la Iglesia hay un «unum» hacia el cual convergen todas sus perfecciones, también las almas santas tienen sus peculiaridades, pero hay algo en ellas que es la síntesis de todas las virtudes.

Todas mis admiraciones convergen hacia un punto: la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Ella contiene todas las perfecciones y bellezas, es la fuente de todo lo bueno, noble y grandioso. Incluso en las tristezas y en las miserias sin calificación de los días de hoy, la belleza del universo es la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. ¡He aquí la gran verdad!

El unumen la Iglesia y en las almas santas

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Carlomagno – Iglesia Abacial de Saint-Florent du Mont-Glonne – Saint Florent le Veil – Francia

La perfecta armonía entre las esferas espiritual y temporal es uno de los puntos luminosos de la Iglesia Católica. Ella es la síntesis, y todo cuanto el espíritu pueda imaginar de elogioso, sin ningún miedo, puede ser aplicado a ella. Así como en la Iglesia hay un unum hacia el cual convergen todas sus perfecciones, también las almas santas tienen sus peculiaridades, pero hay algo en ellas que es la síntesis de todas las virtudes.
Imaginemos que nos fuese dado conocer a alguno de aquellos hombres antiguos que llenaron de admiración los tiempos de otrora. Por ejemplo, Carlomagno. Incluso sus adversarios –enemigos de la Iglesia Católica, por lo tanto–, cuando se referían a él, lo hacían con respeto. Él poseía una serie enorme de cualidades, pero había una que condensaba en sí todas las otras: ¡él era Carlomagno! Por así decir, su coraje era un coraje “carolingio”. En él había un núcleo de todas las cualidades que era ser él mismo, y todas sus otras cualidades eran como los pétalos de una flor, porque la flor propiamente era él.
Así es en la Iglesia Católica. Todas las almas deben tener su peculiaridad, y en eso está una de las grandezas de la obra de la Creación. Con todo, se puede decir que ciertas cualidades son comunes a algunos santos. Por ejemplo, santos pertenecientes a una misma Orden Religiosa. A pesar de tener características personales, no deja de ser verdad que ellos tienen, de un modo sobresaliente, algo en común que los diferencia de las demás órdenes. Por ejemplo, unos son jesuitas, otros franciscanos. Ahora bien, un alma como la del Bienaventurado Palau tuvo, de un modo muy especial, un amor a la Iglesia Católica hasta el punto de desposarse de modo místico con ella, como el propio Nuestro Señor Jesucristo. Él le consagraba, por lo tanto, un amor tan singular a la Santa Iglesia, que hacía de él su héroe y su cantor. 

Síntesis de virtudes en el alma de Doña Lucilia

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Mi madre, por ejemplo, era la síntesis completa que conocí de la seriedad de espíritu, de la misericordia, de la firmeza y de la bondad. Esas varias cualidades se reunían en ella para formar, digamos, un unum: ser Lucilia Corrêa de Oliveira. No hay una persona que yo haya conocido en cuya alma esas varias cualidades se registraban más, y a veces en cositas insignificantes. Un hecho minúsculo muestra el conjunto de esas cualidades. Se dio con una gata que estaba criando a sus gaticos en uno de los muros de nuestra casa. Era un inmueble pequeño. En el fondo del comedor había un muro que daba hacia un pasaje donde se guardaba un automóvil, y para cubrir ese muro y quedar así con un aspecto más agradable, el propietario de la casa de la cual nosotros éramos apenas inquilinos –una persona de muy buen gusto–, plantó una enredadera para cubrir el muro y quedar así más agradable a la vista. Era un muro muy bajo y yo no le daba mayor atención, ni a la enredadera.

Un día, durante el almuerzo, vi en la parte superior del muro un movimiento raro por debajo del ramaje, y dije:
– Mamá, vea qué raro ese movimiento encima del muro.
Con aquella dulzura que la caracterizaba, ella no dijo ni sí ni no, pasó por encima del tema, prefiriendo no tratarlo, pero yo quería saber qué había allí.
Ella me respondió:
– Sí, ya noté algo…
Yo dije:
– Pero estoy notándolo solo ahora.
Y dije a una criada portuguesa llamada Ana, que nos servía:
– Ana, vaya a ver qué hay en ese…
Miré a mi madre y la noté sin saber qué hacer. La criada se rio y dijo:
– Doctor, ¿Ud. no se dio cuenta de qué es? Doña Lucilia le está escondiendo algo…
– ¿Qué me está escondiendo ella?
– Es una gata que tiene sus crías ahí.
Yo no me indigné con mi madre, pero me indignó la idea de tener un muro lleno de gaticos andando de un lado para otro. De repente uno saltaba dentro del comedor. A mí me
gustan mucho uno o dos gaticos, más que eso, no.
– Coja una escoba, o una manguera para regar el jardín y saque a esa gata con todas sus crías, hasta que el último gatico esté fuera del terreno de la casa.
Mi madre se volvió hacia mí:
– ¡Ah, pobrecita! No hagas eso. ¿No ves que la pobre después puede perder uno de sus hijitos, dispersarse por ahí y nunca más encontrarlo?
– Mamá, ella no tiene raciocinio.
Ella pierde un hijo como uno de nosotros pierde un cabello.
Doña Lucilia, queriendo tocar más mi sentimiento que mi raciocinio, dijo:
– ¡Pobrecita! No hagas eso.
La palabra “pobrecita” estaba cargada de tanta bondad, tanta pena y tanto afecto, que yo le dije a la criada:
– Ana, cuide de esa gata y llévele leche todos los días.
Por lo tanto, era un pedido al cual yo iba a responder naturalmente “no”, pero mi madre me pidió de tal modo, que yo sería capaz de decir mil veces “sí”.
Es mucho más fácil comprender a un gato que tener compasión de él, pues es un ser irracional. Él no sabe que existe, no sabe nada, es un animal. Pero, como sobre él bajó la pena de Doña Lucilia, se pudo hallar una solución. Tener lástima de esa forma era tener tanta dulzura en el corazón que el gato recibía, en vez de un chorro de agua, la leche para todas sus crías.
A propósito, para ser bien positivo con respecto a ese hecho –una niñería–, yo recibí un pequeño premio con eso. Yo era muy joven, tenía unos 24 o 25 años más o menos, y nunca tuve tiempo para prestar atención en gatos. Sin embargo, con aquella gata y sus crías, comencé a observarlos y percibí cómo es un animal interesante, y pude sacar de ahí varios principios.

(Extraído de conferencia del 10/12/1993)

02 

Ambientes impregnados de una presencia regia y maternal

Doña Lucilia era una señora proporcionada a la relación con una reina, pero también con el más desafortunado, infeliz y menguado de sus hijos. Su sepultura en el Cementerio de la Consolación y los ambientes de su apartamento parecen estar impregnados de su presencia.

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El»Quadrinho»

Viendo fotografías aisladas de damas de la corte británica en el cortejo o en la tribuna de la nobleza, durante la coronación de la actual Reina, me dio la impresión de que una u otra podría ser la soberana, pues, como es propio de la presencia de la soberana comunicar algo regio a aquellos con quien ella trata, aquellas eran damas conforme a la Reina.
En esa perspectiva yo consiento, de muy buen grado, en atender el pedido de tratar sobre el
“Quadrinho”(1); sobre el ambiente donde mi madre vivió sus últimos años, es decir, el apartamento del primeiro andar (2); y también las gracias que se sienten en el Cementerio de la Consolación, junto a su tumba.

Digna ante la realeza y en la intimidad

No hay sobre la faz de la Tierra alguien más empeñado en elogiar el “Quadrinho” que yo. Allí mi madre no tiene nada de regio, ni debería tenerlo, pero estaría bien en un ambiente donde hubiese una reina. Ella está retratada en trajes domésticos, y se comprende que junto a una noble tuviese un traje de gala. Si estuviese con una reina en la intimidad, ella no necesitaba ser diferente para estar consonante con la majestad real.
¡Cuán atenta y respetuosa, cuán transformada en dedicación, en afecto, en respeto, en embebecimiento, en deseo de colocarse en el debido nexo y en la debida proporción con la
soberana que estuviese allí presente!WhatsApp Image 2024-04-20 at 14.10.41
Tal vez alguien podría preguntarse: ¿Será que una joya o un vestido de seda no le añadiría algo? Yo creo que esa es una pregunta tonta, pues eso iría bien para otra circunstancia, pero no sería necesario para aumentar su dignidad; son cosas diferentes. Caso las circunstancias lo impusieran, la indumentaria sería otra, no hay duda; allí mi madre está en la intimidad de la casa y su dignidad no necesitaba ser aumentada en nada. Sin embargo, si viniesen a avisarle que en su casa estaba una reina, sin duda alguna ella se apresuraría en
adornarse y ponerse su mejor traje de gala. Cuando la noble entrara, mi madre estaría con aquella misma naturalidad. Por lo tanto, en el glorioso cortejo de las damas nobles, habría un lugar para la señora del “Quadrinho”, pues allí ella está en perfecta proporción con la realeza.

Afabilidad de la señora del Quadrinho 

¡Noten, también, la afabilidad maternal! Se diría: “¿Entonces es una matriarca?” No propiamente. En el “Quadrinho”, mi madre no parece tener en vista la excelencia, el resplandor estupendo de aquello que un día ella alcanzaría por medio de sus oraciones. Sin embargo, parece haber visto a cada uno introducido en aquella misma intimidad, tratando con ella, con su distinción propia, en las distancias y hasta en las caricias, en el calor de la intimidad. Si ella, no obstante, era una señora puesta en proporción a la relación con una reina, tampoco quedaría más grande ni más pequeña al tratar con el más desafortunado, infeliz y menguado de sus hijos. Tomemos en consideración una imagen piadosa de la Santísima Virgen, por ejemplo, Nuestra Señora de las Gracias. Imaginemos que, en el momento en el cual Ella se fijase en nosotros –como se fijó en Santa Catalina Labouré–, Dios quisiera hacernos conocerla mirándolo a Él. Pues bien, ante el esplendor y la majestad de Dios, su Divino Hijo, Ella sería la misma. Si Judas Iscariote se le hubiera acercado – arrastrándose por el piso, vertiendo sangre, pus y mal olor– y dijera “Yo no tengo el valor de miraros…”, me da la impresión de que Nuestra Señora diría “Hijo mío”, incluso si él le fuera a hablar inmediatamente después de que Ella hubiera asistido al cierre del sepulcro de Nuestro Señor y de estar todo consumado.
Ahora bien, tomemos en consideración también la tumba del Cementerio de la Consolación. A mí me parece muy bonito el hecho de que, todo cuanto se tiene presente al ver el “Quadrinho” se vuelve, de algún modo, sensible a nosotros estando delante de su sepulcro. Sin embargo, yo no sería favorable a la idea de poner el “Quadrinho” allá, pues, por sus expresiones propias, la atmósfera que impregna el lugar es capaz de decir cosas que el 2331“Quadrinho” no dice. Noten que se trata de una tumba convencional, de un buen granito, con una cruz recostada sobre la piedra que la recubre. No hay nada en la naturaleza de aquel material que sugiera las impresiones que se tienen allí.
Alguien preguntará: “¿Por qué Ud. no mandó a hacer una cosa que sugiriera esas impresiones?” Yo no tenía ningún elemento para creer que debería ser diferente, y que a los ojos de los hombres ella fuera otra cosa más que una señora de familia tradicional, sepultada en el Cementerio de la Consolación.
Mi sistema, en esos asuntos, es andar paso a paso, mientras no haya indicios para suponer que algo va a suceder, y como no había datos, entonces actué de acuerdo con los convencionalismos.
El resultado fue bueno, porque el encanto que se siente allá no tiene explicación, y si el granito fuese rosado o de otro color más festivo, se diría: “De lejos vimos el granito maravilloso”. Y no es así. El granito oscuro es digno y serio, no es sino eso.

Ambientes impregnados de la presencia de Doña Lucilia

Analicemos ahora su residencia. Yo noto en el apartamento la misma atmósfera del “Quadrinhoy de la sepultura. Los salones, el comedor y el hall poseen un ornato que contribuye, a su modo, a expresar mucho de su alma. En esos ambientes figuran objetos antiguos de la familia de mi madre, con los cuales ella se sentía muy auténtica y muy a gusto. Con excepción de la silla mecedora, que está ligada al pasado de la familia, los demás muebles fueron mandados a hacer por mi padre en el Liceo de Artes y Oficios, cuando yo aún era niño, y son de un estilo usado en la Belle Époque (3), antes de la Primera Guerra Mundial. Aquel estilo artístico se encuentra caracterizado en la altura de loscap12_017
estantes.
Doña Lucilia tenía un reloj inglés fabricado en madera –modesto, digno, bueno– y también un pequeño escritorio acoplado a él. El sofá, yo lo mandé a hacer posteriormente, pero no es moderno. Las cortinas datan del tiempo de mi madre y también son cortinas convencionales. Cuando se entra en alguno de esos ambientes, se tiene la impresión de que ella está presente. Me parecen aún más expresivos los dos salones contiguos, en uno de los cuales está la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, delante de la cual ella rezaba tanto.
La mesita redonda junto al sofá de la sala de trabajo no existía en el tiempo de mi madre, porque era donde yo me quedaba conversando con ella. Sin embargo, cuando ella ya no estaba, yo mandé colocar allí ese mueble junto con un abatjour para llenar –¡pobre llenar!– su ausencia, mientras yo leía un poco, recostado durante las siestas. En fin, da la impresión de que todo está impregnado de su presencia.

(Extraído de conferencia del 28/9/1981)

Notas
1) En portugués, diminutivo de cuadro. Cuadro al óleo que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos, con base en las últimas fotografías de Doña Lucilia.
2) En portugués, segundo piso del edificio donde vivían el Dr. Plinio y sus padres.
3) Del francés: Bella Época. Período entre 1871 y 1914, durante el cual Europa experimentó profundas transformaciones culturales, dentro de un clima de alegría y brillo social.

Aceptación digna, fuerte y dulce del sufrimiento

Doña Lucilia comprendió muy bien la sublimidad del sufrimiento, aceptándolo siempre tranquila, digna y serena, realizando así un constante acto de unión y
semejanza con el Varón de Dolores y su Madre Dolorosa.

Mi madre era una persona muy expresiva, se comunicaba más por su forma de ser y por sus ejemplos que por sus consejos. Ella los daba, y evidentemente eran muy buenos, pero era una simple ama de casa, madre de familia como tantas otras, no una filósofa o teóloga, nada de eso. Pero su forma de ser, su ejemplo y su manera de conducir la vida tenían una riqueza de ideas muy grande para mí.

Sufriendo, daba un ejemplo de carácter esencialmente religioso

000000Una de las cosas más preciosas que aprendí con ella, que estaba en su espíritu asociada a la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, de quien mi madre era muy devota, era la aceptación y la admiración del sufrimiento como un elemento que compone la vida, y sin el cual la existencia no tiene valor. Ya en aquella época, los hombres tenían horror al sufrimiento y les parecía que lo normal de la vida era no sufrir, sino que sucedieran solo cosas agradables, sabrosas. Cuando les sucedía algo desagradable, eso les parecía un desastre, una monstruosidad que no debía ser. Mi madre tuvo muchos sufrimientos durante su vida. Tenía la salud muy débil, y, siendo relativamente joven, fue sometida a una operación muy arriesgada en Alemania, pues de lo contrario podría morir, y esa cirugía no se hacía en Brasil en aquel tiempo. Yo la vi muchísimas veces enferma. En las ocasiones de más dolor, permanecía acostada en la cama durante una, dos o tres horas al día, conforme fuera el caso, hasta que su hígado mejorara un poco y pudiera caminar.
La persona con problemas hepáticos con frecuencia es muy temperamental, pues el hígado recibe la descarga nerviosa de los sufrimientos morales. Sin embargo, muchas veces penetré en el cuarto de ella cuando se encontraba en ese estado, y mi madre estaba siempre tranquilísima, con una fisionomía tanto más elevada cuanto mayor era el dolor. Como quien comprende que, ofreciendo ese sufrimiento a Dios, al Sagrado Corazón de Jesús, adquiere cierta semejanza con Él, que fue el gran sufridor, y con su Madre Santísima, la gran sufridora. Yo percibía que Doña Lucilia practicaba enteramente un acto de unión, con lo cual ella no se sentía aplastada ni pisoteada, sino dignificada. Y todo eso le daba cierto bienestar interior, procedente del equilibrio del alma, haciendo con que el sufrimiento no fuera para ella un drama inexplicable y estúpido, sino una cruz para cargar llena de significado.
Ella comprendió muy bien la sublimidad y la magnificencia del sufrimiento y de su aceptación, cuando se hace de una forma digna, fuerte y dulce. Yo notaba con facilidad cuando el sufrimiento de mi madre era más acentuado, pues ella quedaba más dulce y delicada de alma. Ella era muy cariñosa conmigo en todas las circunstancias, sin ninguna excepción. A propósito, procedía así con todos, pero yo era su hijo, y las madres son especialmente inclinadas a demostrar ese cariño a los hijos. Yo llegaba a la siguiente conclusión: una persona adquiere la verdadera bondad cuando sabe sufrir. Quien no sabe o no le gusta sufrir, puede hasta adquirir una amabilidad diplomática o comercial, pero esa no es la bondad auténtica. Esta, mi madre la tenía en un alto grado. Cuando comencé a sufrir –lo cual se dio muy temprano– miraba a Doña Lucilia y procuraba sufrir como ella. Tengo la certeza de que mi madre, con eso, me daba un ejemplo de carácter esencialmente religioso, muy auténtico.

Sufrimiento humano mezclado con el Divino

doña_luciliaNuestro Señor Jesucristo murió en la cruz por causa de nuestros pecados. Su sufrimiento fue necesario, in dispensable para la salvación del género humano. Su sangre tenía tal valor a los ojos del Padre Eterno, que tan solo una gota bastaría para conquistar ese rescate. Sin embargo, Dios Padre quiso que su Hijo sufriese todo cuanto sufrió, y Jesús así lo quiso también. Cuando Nuestro Señor, en el Huerto de los Olivos, pidió: “Padre mío, si es posible, aparta de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mt 26, 39), vino un ángel a darle fuerzas. O sea, para ese sufrimiento inmenso, un ángel vino a consolarlo. Pero habría sido suficiente una sola gota, y no la inmensidad de aquel sufrimiento. Es decir, Él quiso enseñarnos a amar el sufrimiento y la cruz. Sin embargo, Dios quiso asociar a los hombres a su sufrimiento. En la misa hay un símbolo lindísimo que demuestra eso. En el momento del ofertorio, por tanto antes de la Consagración, el sacerdote coloca un poquito de agua en el cáliz: aún no es el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, es solo vino. Esa gotita de agua se mezcla con el vino, pero este no pierde su sustancia, porque la cantidad de agua es muy pequeña. Finalmente, el padre consagra aquel líquido, de manera que la materia de la gotita de agua también se transustancia en el Cuerpo y Sangre de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Qué simboliza eso? La gotita de agua es el sufrimiento humano,
y el vino es el sufrimiento del Hombre-Dios. Cuando nosotros ofrecemos nuestros sacrificios en unión con la Sangre de Cristo y las lágrimas de María, entonces nuestro sufrimiento se mezcla con el de Cristo. Y tendremos la honra de contribuir, de esa forma, para que el sacrificio tenga, para los hombres, la eficacia entera deseada por la Providencia. Por eso debemos amar el sufrimiento.

(Extraído de conferencia del 27/7/1983)