“Ah, Plinio… qué mezcla explosiva”

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Ah, Plinio… qué mezcla explosiva, ¿no?

Transcurría aún el año 1956. En el vestíbulo del edificio de la calle Vieira de Carvalho, un joven de 17 años esperaba la llegada del ascensor cuando, al mirar hacia el portal, vio entrar a una distinguida señora. Era doña Lucilia, que volvía de algún paseo con el Dr. Plinio, y ambos se dirigían al sexto piso, donde don João Paulo les esperaba para regresar a casa. Doña Lucilia intentaba apoyarse en el brazo izquierdo del Dr. Plinio para subir tres o cuatro escalones. Inmediatamente aquel joven bajó y le ofreció el brazo derecho, lo que ella aceptó con toda naturalidad, apoyándose levemente, no queriendo pesar sobre quien la ayudaba.
Llegando al ascensor, el joven abrió la puerta para que pasasen ella y el Dr. Plinio, el cual —¡agradable sorpresa!— lo convidó a entrar también. El Dr. Plinio se lo presentó a doña Lucilia de una forma un poco más íntima y graciosa:
— Mamá, este es João Cla, hijo de una italiana y de un español.
Con aire bondadoso, ella miró al joven y frunció un poco el ceño, dando a entender que lo analizaba con especial atención. En seguida, se volvió hacia su hijo, esbozó una ligera sonrisa y, un poco en broma, dijo de modo amable:
— Ah, Plinio… qué mezcla explosiva, ¿no?
Aquel joven nunca más se olvidaría de tan dulce y feliz encuentro.

El encanto de un hidalgo español

Bastaba tener el alma abierta a lo sobrenatural para sentirse inmediatamente atraído por la gran benevolencia de doña Lucilia, incluso sin conocerla a fondo. Los lados buenos del alma se regocijaban y se sentían fortalecidos, reanimados en el trato con ella. Fue lo que le ocurrió a un hidalgo español de paso por São Paulo.
Un día, muy temprano, cuando toda la familia dormía aún, sonó el timbre del apartamento. Al abrir la puerta, la empleada se encontró a un extraño, hablando una lengua que ella no entendía. Avisó entonces al Dr. Plinio, quien fue a ver de quién se trataba. Era un hidalgo español, alto y de buena presencia, con quien había trabado amistad en uno de sus viajes a España. Tal vez por el cansancio del viaje y porque la empleada no entendía sus palabras, el recién llegado parecía un poco impaciente. El Dr. Plinio lo recibió con amabilidad y lo invitó a cenar en casa esa noche.
A la hora convenida, naturalmente también estaban en la mesa los padres del Dr. Plinio. La desbordante bondad de doña Lucilia cautivó vivamente al visitante desde que le fue presentada. Éste, durante toda la cena, la miraba repetidas veces con evidente encanto, hasta que en cierto momento se volvió hacia el Dr. Plinio y exclamó con un énfasis típico de su pueblo: “¡Cómo me gusta ella!” Y para mejor manifestar su simpatía, le acariciaba la mano, repitiendo varias veces la misma exclamación.
La escena marcó profundamente al Dr. Plinio, no sólo por la forma inusual —si bien que hidalga y franca— con que el visitante expresó sus sentimientos, sino sobre todo porque alguien de temperamento tan diferente al brasileño, se mostraba de tal manera sensible a las cualidades de alma de doña Lucilia.

Ojos contemplativos en los que hay un firmamento

cap13_010Después de un caliente día del verano de 1959, cuando el frescor de la noche parecía dar descanso al exuberante arbolado de algunas calles de la ciudad, se pudo asistir a una escena especialmente bonita: auxiliada por su hijo, doña Lucilia se aproximaba con paso lento y solemne a la puerta de entrada del auditorio donde se realizaría una de las últimas conferencias públicas de su hijo a la que ella comparecería.

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Una fotografía sacada en aquella ocasión, en la cual doña Lucilia aparece sentada en la primera fila entre su sobrino, D. Adolpho Lindenberg, y la esposa de este, doña Teresa, nos llama especialmente la atención. Quizá sea de las fotografías que mejor expresan su perfil psicológico y moral. En su mirada contemplativa, a la búsqueda de un firmamento, nos es permitido entrever cierto fondo de tristeza y melancolía, al que se mezcla algo de dulzura, presente como siempre en todas sus actitudes. El modo de sujetar el bolso y de apoyar levemente su mano sobre él, o la manera de arreglarse el chal, señalan gestos inadvertidos pero muy distinguidos. Por otro lado, se ve que no está ajena a la realidad externa y sigue la conferencia sin distraerse. Sin embargo, la expresión de su fisonomía es de quien tiene lo mejor de su atención dirigida hacia pensamientos elevados.
Esa magnífica conjugación de sentido común y elevación de alma, características del espíritu católico medieval, llenaban la noble alma de doña Lucilia en pleno siglo XX.

Una lamparita a los pies del Sagrado Corazón de Jesús

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…su manual de piedad predilecto, el Goffiné…

Con el transcurso de los años, doña Lucilia fue siendo obligada a reducir, poco a poco, sus tareas domésticas, pues, como era natural, le iban faltando las fuerzas. Sin embargo, no se quedaba inactiva y llenaba los ratos libres con su ocupación preferida: la oración, la silenciosa intimidad con el Sagrado Corazón de Jesús.
Bajo la misericordiosa mirada de la bella imagen permanecía las mañanas en su cuarto pasando infatigablemente las cuentas de su rosario, alternando el rezo de éste con letanías y novenas, además de otras oraciones, en general sacadas de su manual de piedad predilecto, el Goffiné (Manual del Cristiano, del P. Leonardo Goffiné (1648-1719)), que poseía desde su juventud.
Una de sus oraciones preferidas era la “Novena irresistible al Sagrado Corazón de Jesús”, que debe haber rezado con mayor insistencia en los períodos de prueba.
Otra oración con la cual doña Lucilia imploraba también la protección divina era el Salmo 90, que copió con su bonita letra. A lo largo del día, según las circunstancias e intenciones por las que rezaba, doña Lucilia hacía sus oraciones en diferentes lugares de la casa: andando lentamente por el corredor; sentada en el comedor mientras miraba la puesta de sol sobre los árboles de la Plaza Buenos Aires; en el cuarto de su hijo, delante de las imágenes que estaban sobre la mesa de noche; o, con más frecuencia, en el escritorio, sentada en la mecedora, que hacía oscilar casi imperceptiblemente.

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…el Salmo 90, que copió con su bonita letra

Quien la viese entonces no sabría decir si había interrumpido sus oraciones vocales para meditar o viceversa… pues contemplación y oración constituían un todo en su espíritu.
Con la llegada de la ancianidad, doña Lucilia se habituó a rezar hasta altas horas de la madrugada, delante de la imagen de alabastro del Sagrado Corazón de Jesús reinante en el salón principal de la casa. Cuando el Dr. Plinio volvía tras una noche de intensa actividad, aún la encontraba en ese lugar, muchas veces de pie, con el porte erecto a pesar de la edad, los labios muy próximos del Sagrado Corazón de Nuestro Señor, no raramente con los ojos cerrados y el rosario en la mano. Daba la impresión de que acababa de hablar con Jesús en aquel instante.
Según el empeño que tenía al formular sus intenciones, colocaba reverentemente la punta de sus finos dedos sobre los divinos pies o las adorables manos del Salvador. Quien la viese rezar así —con tanta humildad, plenamente convencida de ser amada por Nuestro Señor, y recelosa de faltar a la delicadeza y a la reverencia a Él debidas— no podría dejar de conmoverse profundamente. Doña Lucilia rezó tanto delante de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que a ésta quedó vinculado algo de su persona. En los pies, en la rodilla izquierda y en las manos de esa imagen, ligeramente marcados por sus besos, dejó doña Lucilia el testimonio de la insistencia de sus pedidos y de la intensidad de sus actos de adoración.

Un cumpleaños marcado por una gran ausencia

cap12_069Se aproximaba una gran fecha, muy querida por el Dr. Plinio: el 22 de abril.
Un año más de su querida madre quedaría hacia atrás. En la estabilidad de las buenas disposiciones y equilibrio de doña Lucilia, el Dr. Plinio sentía un apoyo para aquella determinación de ser fiel al bien que había tomado desde su adolescencia, cuando estudiaba en el Colegio San Luis.
A lo largo de los años, doña Lucilia iba adquiriendo cada vez más la fisonomía bondadosa, dulce, afable y sufridora, pero firme, definida y categórica, que claramente se nota en sus últimas fotografías.
En la mañana de aquél 22 de abril llega un telegrama al apartamento:

BARCELONA – 22.04.50
MILLONES BESOS AFECTUOSÍSIMOS
PLINIO

Don João Paulo le entregó en el mismo instante la segunda carta dejada por el Dr. Plinio, junto con un bellísimo ramo de flores. De esta forma, ya desde la primera hora de la mañana recibía manifestaciones de amor y veneración de su hijo, como si él no estuviera ausente. Ante el cariñoso gesto, su corazón se conmovió. Y de pura alegría no consiguió contener las lágrimas mientras leía estas expresivas líneas:

cap14_02813 de Abril 22-IV ( El Dr. Plinio puso las dos fechas en la carta. La primera era del día en que la escribió)
Mi querido amorcito.
Quise que, nada más despertarse, mis felicitaciones fuesen las primeras, junto con las de Papá. Mil besos, mil abrazos, cariño sin fin, un océano de saudades.
Pocas veces he hecho un sacrificio tan grande como el de marcar un viaje las vísperas de su cumpleaños, que me gustaría inmensamente pasar con usted. Pero, mi bien, fue indispensable organizar las cosas así.
La ida fue anticipada: lo será implícitamente la vuelta.
Hoy comulgaré en su intención y pensaré en usted todo el día… ¡lo que por supuesto haré también los demás días!
Las flores de casa son todas compradas por mí.
Mil felicitaciones, querida. Que Nuestra señora le dé todo a usted.
Pide su bendición con un afecto y un respeto sin cuenta su corpulentísimo y vigorosísimo ex-Pimbinche.
Plinio

Algunos días después, doña Lucilia recibió otra carta del Dr. Plinio aún sobre su cumpleaños, escrita esta vez desde España y fechada el 21 de abril. En ella manifestaba cuánto le dolía no poder estar en São Paulo al día siguiente:

Mãezinha de mi corazón,
Dentro de algunas horas le mandaré un telegrama por el día 22.
Hace días vengo pensando en esta fecha. ¡Cuánto daría yo para que me fuese posible, como por arte de magia, estar ahí en esa fecha, para besarla y abrazarla de corazón (…) y charlar un ratito! Yo le contaría entonces las maravillas que he visto aquí y ¡conversaríamos hasta el amanecer! Pero eso queda para la vuelta, cuando espero contarle cosas y más cosas sobre esta maravillosa Europa (En la parte final de la carta, el Dr. Plinio da noticias de su llegada a España, razón por la cual transcribimos el resto más adelante).

Recurramos una vez más a las cartas enviadas por don João Paulo a su hijo para saber cómo transcurrió ese día para doña Lucilia.

Aquí llegó el día 22 temprano tu telegrama desde Barcelona.
Y, en seguida, el de Adolpho.
Lucilia se conmovió mucho, no solamente con el telegrama, sino con la carta que aquí se quedó para serle entregada en aquel día: derramó el frasco ( Don João Paulo quiere decir de esta manera que lloró mucho) tras exclamaciones de ternura y saudades y después se sumergió profundamente en oraciones.
Todo corrió bien en su cumpleaños: tuvimos una buena cena, con la mesa adornada con unos magníficos claveles rojos; la sala de visitas tuvo unas lindas flores compradas con los cien [reis] que para eso dejaste…

Aquel día estuvo lleno de visitas —que doña Lucilia recibió con los ya conocidos requintes de benevolencia— por lo cual sólo pudo responder a su hijo a lamañana siguiente. Lo hizo con palabras repletas de ardiente amor a Dios:

São Paulo, 23-04-50

Imagen del Sagrado Corazón perteneciente a Doña Lucilia

Imagen del Sagrado Corazón perteneciente a Doña Lucilia

¡Hijo querido de mi corazón!
De todo corazón, con toda mi alma, te agradezco la carta tan afectuosa que me dejaste y que tanto me reconfortó. Y además, los bonitos, “bellísimos de verdad”, gladiolos blancos, rojos, amarillos y lilas que Zilí me envió por la mañana. Lloré, es verdad, pero “gracias a
Dios” fue de felicidad por haber recibido yo, tan indigna, “liberal”, la inmensa dádiva de los Sagrados Corazones de Jesús y de María Santísima de tener un hijo tan santo, tan bueno y cariñoso, que bendigo con todas las fuerzas de mi alma, por quien pido toda la protección Divina y la luz del Divino Espíritu Santo. De estos gladiolos, he llevado dos para la capilla del “sexto piso”, uno para la imagen del Inmaculado Corazón de María que está en tu cuarto, donde, como de costumbre, recé por ti; y otros dos para la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, en el salón (y el resto —muchos— en el jarrón del emperador).
Estuvieron aquí durante el día, Dadole, Yelita, Yelmo y Marcos, y cenaron: Antonio, Zilí, Cecilia Carmen, María Estela, Dora y Telémaco. — ¿Es necesario decirte las saudades que he tenido y la falta que me hiciste? Pues bien, con menos intensidad, era lo que todos sentían. También me han hecho inmensa falta Rosée y Maria Alice, que me han llamado por teléfono, y Yayá, pobrecita, que está mejor, pero aún con la presión alta. (…)
He ido hoy a oír Misa y comulgar por ti en “mi” iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde he encargado una Misa en tu intención y por el buen éxito en tus empresas. Es el sacerdote polaco quien va a celebrarla. Me ha dicho que te estima mucho. Está cap12_035horrorizado con el progreso del comunismo; tiene setenta y nueve años, pero no quiere morir sin ver el comunismo deshecho y exterminado por lo que le hizo a Polonia.
Esperaba que ya estuvieses en Portugal y me quedé admirada de ver que me mandabas un telegrama desde Barcelona. Estoy ansiosa por recibir una carta tuya, trayéndome tus impresiones del lugar. Las primeras, generalmente no son favorables; pero después poco a poco, ya ambientado, se aprecia mucho más. Escríbeme siempre, ¿sí? Mira a ver si encomiendas la Misa en Ntra. Sra. de Begoña por las intenciones de Rosée, ¿está bien?
Con muchas saudades, “espiritualmente” (…) rezamos el rosario juntos, te hago una crucecita en la frente y… la cubro de besos y bendiciones. Un largo y saudoso abrazo, Pimbinchen querido, de tu “manguinha” afectuosa,
Lucilia

A las puertas de la ancianidad

cap10_028El 22 de abril de 1946, doña Lucilia completaba 70 años…
En la vida humana, 70 años constituyen un hito. Ahí aparecerán, como que cristalizadas, todas aquellas preferencias y modos de ser que orientaron el desarrollo de una existencia. En aquellos que procuraron seguir el camino de la virtud, reluce entonces como nunca en la fisonomía, en las palabras, en los gestos, en los actos, en la acción de presencia la “suma de las edades” : la inocencia bautismal, los sueños de la infancia, las esperanzas de la adolescencia, el vigor de la juventud, la fuerza y la estabilidad de la edad madura, el perfume de una vejez florida, a la que ahora se añadirían los reflejos de plata de la ancianidad, todo ello modelado por los sufrimientos que a lo largo de la vida tallaron su alma, transformándola en una especie de diamante a los ojos de Dios.
En esta talla, es el caso de recordarlo, no faltó ni siquiera aquel tipo de sufrimiento que su antigua situación nunca le haría prever: las dificultades financieras, después de la muerte de doña Gabriela. Sin embargo, si doña Lucilia hubiera sido una persona con éxito tal vez no habría alcanzado la altura espiritual a la que llegó. Por ejemplo, si la familia hubiera sido muy feliz en los negocios y doña Lucilia se encontrara, por lo tanto, en la plenitud de la fortuna, algo habría faltado en su vida: el valor de la posición que había heredado de sus mayores, sustentada con gran categoría en medio de las dificultades. Es más o menos como ciertos castillos: cuando quedan deshabitados y en ruinas tienen mayor grandeza que muchos otros conservados intactos. Bajo cierto punto de vista, Job, leproso en su muladar, era más magnífico que Salomón en el esplendor de su gloria. De otro lado, en doña Lucilia se había quintaesenciado aquella afectividad brasileña colocada en términos afrancesados —un afecto delicado, educadísimo y noble hasta en la mayor intimidad— y que conservaba cualquiera que fuese la situación, de tal manera que ella era la versión al vivo de Madame de Grand Air (Grave, distinguida y bondadosa marquesa, personaje de las aventuras de Bécassine).
¡Cuán expresivo era aquel modo de dirigirse al Dr. Plinio para pedirle algo!: “¿Filhão, quieres coger para tu madre aquel objeto?” Nunca de forma brusca, sino siempre afable y distinguida.
Un cierto aire de gravedad señorial, propio de una dama paulista de los antiguos tiempos, traslucía en todas sus actitudes, hasta cuando andaba dentro de casa, yendo a una sala, por ejemplo, para buscar una costura. Este aspecto de su personalidad formaba un opuesto armónico con la suavidad, que en su vida ocupaba un lugar preponderante.
Usaba una mecedora traída de los Estados Unidos por un tío suyo. Cuando se levantaba, prefería no ser ayudada. Lo hacía por sí misma y como un monumento.
Caminaba con su paso característico, en general ágil y discreto, a veces pausado y solemne, y desaparecía en sus aposentos…

Una insigne piedad

Oratorio del Sagrado Corazón de Jesús que estaba en el cuarto de Doña Lucilia

Oratorio del Sagrado Corazón de Jesús que estaba en el cuarto de Doña Lucilia

Durante aquellos 70 años nunca desfalleció en doña Lucilia el amor a Nuestra Señora, cuya omnipotente intercesión junto al Sagrado Corazón de Jesús comprendía tan bien. Desde su nacimiento, María Santísima velaba por ella, pues, como ya vimos, doña Gabriela le había escogido como madrina a la Virgen de la Peña.
Había en su cuarto, en el mismo oratorio de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, otra más pequeña de Nuestra Señora de las Gracias. En el lado izquierdo de la cama, suspendido en la pared, otro oratorio de madera abrigaba la imagen de Nuestra Señora de la Concepción. Como era de esperar, tratándose de una persona tan devota de la Santísima Virgen, tenía lugar de destaque en su piedad —desde la más remota juventud— la recitación del Santo Rosario. Su devoción mariana relucía, sobre todo, durante el mes de mayo, ocasión en que adornaba con flores algunas imágenes de Nuestra Señora que había en la casa. Doña Lucilia pertenecía a la Asociación de Madres Cristianas y participó de algunos retiros —bien podemos imaginar con qué recogimiento, seriedad y amor— promovidos por la entidad. Otro testimonio de sus constantes oraciones nos lo proporcionan los muchos devocionarios que, con cuidado, guardaba en una gaveta de su cuarto para tenerlos a mano cuando lo deseara.
El paso del tiempo no había hecho disminuir su deseo de comparecer a las solemnidades religiosas para poder satisfacer los mejores anhelos de su insigne piedad, a pesar del esfuerzo que el peso de sus sufridos 70 años le exigía.
En una carta escrita al Dr. Plinio, el 26 de junio de 1946, terminaba diciendo:

Fui ahora, por la noche, a la novena del Sagrado Corazón de Jesús en la iglesia de Santa Cecilia y deseo volver mañana, y, si Dios me ayuda, como todos los años, iré a la Misa, comulgaré, e iré a la procesión del día 28, pasado mañana por la tarde. Seguí también parte de la de Corpus, que estuvo concurridísima, y en la plaza de la Catedral recibimos la bendición. A la vuelta, extenuada, me metí en la cama hasta el día siguiente.
Bien, queridísimo, cansada y con sueño, me despido mandándote con mis más afectuosas bendiciones, muchos besos, abrazos y saudades.
De tu mamá extremosa
Lucilia

Cuando doña Lucilia le envió esta carta, el Dr. Plinio se encontraba en São Sebastião, en el litoral paulista, para tratar de las disposiciones testamentarias de su amigo José Gustavo, fallecido poco tiempo antes.

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En el lado izquierdo de la cama, suspendido en la pared, otro oratorio de madera abrigaba la imagen de Nuestra Señora de la Concepción.

Intransigencia en la defensa de los principios

Así como sucedió durante la Primera Guerra Mundial, también ahora la opinión pública brasileña estaba dividida, aunque no sólo por motivos de preferencias culturales. Había un factor ideológico del cual, en conciencia, no se podía hacer abstracción: por ser el nazismo una doctrina condenada por la Iglesia, le estaba vedado a un católico darle cualquier tipo de apoyo.cap10_002
Un día, una persona de los círculos familiares de doña Lucilia, al visitarla, se declaró favorable al nazismo, enalteciendo sus sangrientos triunfos, además de manifestar el deseo de su victoria en todo el mundo. Y como si eso no bastase, introdujo un tema de otra índole, al afirmar que el divorcio sería una medida indispensable para solucionar los casos extremos en que los cónyuges no lograsen llevar una vida en común.
Esas afirmaciones contundían de frente a la doctrina católica. Y doña Lucilia, siempre tan afable, decidió defender con energía los buenos principios, dando origen a una viva discusión. Levantó la voz hasta el punto de ser oída en la sala de al lado —donde el Dr. Plinio preparaba una clase que iba a dar en la Facultad Sedes Sapientiae— sin perder, no obstante, ni el aplomo ni la dignidad. Era siempre el mismo amor a Dios que, de un lado, la movía a los mayores extremos de bondad, y, de otro, la llevaba a un no menor rechazo del mal.

Un retraso preocupante

Los acontecimientos de Europa, convulsionada por la guerra, hacían hervir aún más las polémicas en Brasil. El Dr. Plinio hacía de las paginas del Legionário la tribuna desde donde desafiaba a los enemigos de la Iglesia, comunistas y nazis.
Doña Lucilia, que seguía con mirada atenta las actividades de su hijo, medía bien los peligros a que se exponía. En una ocasión en que los ánimos estaban mas exaltados, unos extremistas adeptos del nazismo llegaron a hacerle amenazas de muerte al Dr. Plinio. Por eso, a la noche, doña Lucilia nunca se acostaba antes de que su hijo hubiera regresado a casa. Cuando él tardaba más de lo habitual, despertaba a don João Paulo con cierta aflicción y, para moverlo a tomar alguna medida, le preguntaba:
— ¿No tarda Plinio?
Él, como buen nordestino, inclinado al optimismo y a la despreocupación, intentaba calmarla, diciéndole:
— ¡Señora! Llega en cualquier momento.
Ese optimismo nunca fue desmentido por los hechos, ciertamente gracias a las fervorosas oraciones de doña Lucilia. Sin embargo, la placidez de su esposo no era suficiente para tranquilizarla, y replicaba:
sdl— ¡No! Nadie sabe lo que puede pasar…
Y continuaba rezando, confiante en la protección de la Providencia. A veces, cuando la salud se lo exigía, se recostaba en la cama y dejaba la luz encendida, esperando que el ruido de los pasos firmes de su hijo anunciara el fin de la vigilia. Después que el Dr. Plinio la saludaba y ella constataba con sus propios ojos su integridad física, si el tiempo todavía lo permitía, entablaban una pequeña conversación sobre las novedades del día, cómo había ido el trabajo, el apostolado…
Don João Paulo, a fin de convencer a su hijo de que regresase más temprano, le contaba algunas veces los temores de doña Lucilia con aquellas tardanzas. Sin embargo, las obligaciones para con la Causa de la Iglesia tenían precedencia, y no le permitían en absoluto cambiar sus horarios. Doña Lucilia comprendía que esto no podía ser de otra forma y nunca se quejaba, ofreciendo por su esposo y por sus hijos, al Sagrado Corazón de Jesús, el sacrificio que aquella situación representaba.
No obstante, una noche, las horas fueron pasando, y el Dr. Plinio no aparecía.
Siempre que era previsible algún atraso, él solía avisar a su madre para que no se preocupara; sin embargo, aquella noche ella no había recibido ningún aviso. Fácilmente podemos imaginar cuántas y cuán sombrías conjeturas pasaron por la mente de doña Lucilia. ¿Le habría ocurrido algún accidente a su hijo, o habría sufrido algún atentado? Como hacía siempre en las ocasiones de angustia, recurrió al Sagrado Corazón de Jesús; y a los pies de la imagen del Divino Redentor, ya sentada, ya de pie, fue desgranando con serenidad y confianza las cuentas del rosario.
Cuando las primeras claridades de la aurora comenzaron a ahuyentar las tinieblas, cerca de las cinco de la mañana, el Dr. Plinio finalmente llegó. Aún no había terminado de darle la vuelta completa a la llave en la cerradura, cuando ya doña Lucilia se dirigía a la entrada para recibirle. A las angustias de la larga espera, se sucedieron las alegrías de verle allí sano y salvo. Por eso, antes de hacerle cualquier pregunta, le recibió con cariño y, después de los primeros instantes de evidente alivio, le preguntó:
— Pero, hijo mío, ¿qué has hecho hasta ahora?
El Dr. Plinio le explicó en seguida el motivo de tan largo retraso: dos religiosos, por cuya Orden abogaba, habían ido a su despacho para tratar de algunos asuntos. La Orden a la cual pertenecían era uno de sus mejores clientes. Como los sacerdotes apreciaban una buena conversación, tras terminar la consulta iniciaron una charla que se prolongó hasta las cuatro y media de la mañana. Doña Lucilia, todavía un poco inconforme, replicó sorprendida:
— Pero, ¿¡sacerdotes en la calle hasta esas horas!?
— Sí, señora. Y era mi obligación atenderles. Aunque sólo fuera porque buena parte de mi abogacía depende de ellos.
Tranquilizada por la explicación, doña Lucilia decidió acostarse, no sin antes dar las gracias al Sagrado Corazón de Jesús por no haber sucedido nada grave.