Un curso de Contra-Revolución

A Doña Lucilia le gustaba contar a los niños la historia de los tres mosqueteros, con todos los pormenores históricos de las costumbres y los ambientes. Plinio quedaba extasiado y hacía el contraste entre aquello y el modo moderno de vivir. Esas narraciones fueron un verdadero curso de Contra-Revolución.

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Las reflexiones de Doña Lucilia eran estrictamente las de una señora ama de casa de su tiempo. A ella le gustaba leer cosas históricas, narraciones literarias en francés, un poquito también en inglés, y después nos contaba, adaptándolas al modo de ser de los niños. Por ejemplo, una obra interesantísima narrada por ella: “Los tres mosqueteros”, de Dumas (1). Este no es uno de los primeros literatos de Francia, pero podría ser considerado grande en cualquier país del mundo.

Un pretexto para describir ambientes y costumbres

Ella contaba la historia de los tres mosqueteros, y de esa forma me inició mucho en la delectación de la douceur de vivre del Ancien Régime (2). Dumas describía mucho los personajes, los trajes, las actitudes, los diálogos, de un modo bastante atrayente, fascinante. A decir verdad, él hacía del hecho novelesco únicamente un pretexto para describir ambientes, costumbres, etc.
Doña Lucilia contaba entonces todos los pormenores históricos, pues en las obras de Dumas la narración de las costumbres es muy fiel. Ella nos deslumbraba con las narraciones. Yo quedaba extasiado y hacía el contraste entre aquello y el modo de vivir moderno. En ese sentido, era un curso de Contra-Revolución.
Imaginen a un niño de once, doce o trece años, yendo a asistir a una película de cine de
cowboys. Tom Mix saltando encima del caballo, disparando, aquello que detesté toda la vida. Yo ni siquiera era capaz de acompañar aquel corre que corre y pensaba: “¡Ese imbécil no para, no se sienta, no piensa un poco! Eso no va conmigo.”

Entonces, comparaba eso con un episodio descrito por Dumas como, por ejemplo, el Rey Luis XIII de Francia viviendo en el esplendor de su corte en el Louvre y en las Tullerías, palacios magníficos de los cuales yo conocía pinturas y fotografías. El Palacio de las Tullerías fue destruido, ¡pero el Louvre es estupendo!

Richelieu era una serpiente humana

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Ana de Austria

Me ponía a imaginar a ese hombre viviendo en aquel palacio. Él era un rey casado con una de las princesas más bellas de Europa, Ana de Austria. Esa Reina tenía antipatía al Cardenal de Richelieu, del cual Philippe de Champaigne (3) dejó cuadros. Richelieu era un hombre de mucha finura, alto y delgado, maleable: una serpiente humana.
Hay serpientes hechas para arrastrarse por el suelo, pero existen otras que desafían al hombre, son ultra-prestigiosas. Él era una serpiente así, revestido de púrpura y solideo. En cierta ocasión, Ana de Austria recibió la visita de otro hombre fabuloso, legendario, el Duque
de Buckingham (
4), favorito del Rey de Inglaterra. Y él – ese episodio es censurable –, al ver a la Reina, se entusiasmó por su belleza.
Luis XIII le había dado a Ana de Austria una joya llamada
aiguillettes: una pequeña barra de oro de la cual pendían zarcillos de brillantes. Y el Duque de Buckingham se las arregló para llevarse una de esas aiguillettes como recuerdo.
Ahora bien, Richelieu, que tenía espías junto a todo el mundo, supo lo sucedido. Entonces buscó al rey y le dijo:

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Cardenal Richelieu


— Majestad, nadie sabe lo que hubo entre la Reina y el Duque de Buckingham. Ella le entregó a él una de las
aiguillettes que Vuestra Majestad le dio. Yo os cuento eso porque posiblemente ella le podrá haber revelado al Duque secretos de Estado. Es bueno que Vuestra Majestad lo sepa.
El Duque de Buckingham era lo contrario de Luis XIII. Este era un hombre apagado, tímido y no brillaba. El Duque era un hombre brillantísimo, extraordinario. El monarca, por todas esas razones, quedó indignadísimo. Richelieu le dijo además algunas palabras para provocar, instigar más al Rey, y resolvió desquitarse de la Reina, creando una ocasión para que él la humillase ante toda Europa.

Luis XIII ofreció un gran baile en la corte

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Luis Xlll

El monarca ofreció un gran baile en la corte y le mandó un recado a la Reina, para que compareciese con todas las aiguillettes que él le había dado. La Reina sabía que le faltaba una. Pero el Duque de Buckingham estaba en Inglaterra… Ella quedó asustada, porque percibió inmediatamente la bellaquería del Cardenal Richelieu; llamó al héroe de la novela de Dumas, D’Artagnan (5), y le narró la situación. Ella tenía la certeza de que el Rey, cuando entrase en el salón, se dirigiría a ella – es natural, pues era la Reina – como primer personaje del baile a quien él saludaría. En ese momento los cortesanos de todo el cuerpo diplomático convidados al baile harían un círculo para ver al Rey y a la Reina saludarse, y el monarca contaría con la mirada el número de las aiguillettes portados por ella y diría:
Madame, le falta una aiguillette, ¿dónde está?
Ella diría: – Señor, no sé.
Y él respondería:
– Lo tengo aquí conmigo…
Lo que equivaldría a decir: “Yo sé todo”. Entiendan la historia.

Destello de otros tiempos

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D’Artagnan con la Reina

Ella, entonces, le pidió a D’Artagnan que fuera a Inglaterra y le rogara al Duque de Buckingham que le devolviese la aiguillette; si el viaje salía fabulosamente, él podría llegar a tiempo para el baile.
D’Artagnan inmediatamente dejó a la Reina, tomó el caballo y comenzó la correría. No preciso decir que yo no le prestaba atención a la correría. “Le tomó tantas horas para ir de tal lugar a tal otro…”, poco me interesa. Lo interesante es la llegada a Inglaterra. Un poco de atraso en ser atendido por el Duque de Buckingham ya le podía hacer perder la ocasión. Pero él consiguió por medio de artificios, ya no me acuerdo cuales, llegar a Londres en el momento exacto. El Duque de Buckingham le entregó la aiguillette, él la guardó con cuidado, se retiró y volvió a Francia a toda prisa.
Poco antes de comenzar el baile – tenía que ser… – él llegó, hizo una gran reverencia, la Reina lo saluda majestuosa y le pregunta afligida en extremo:
Monsieur D’Artagnan, ¿trajo lo que le pedí?
Nuevamente una gran reverencia, y él responde:
Madame, aquí está la aiguillette.
Ella se puso todas las aiguillettes y, como ya era el momento, partió tranquila para el encuentro con el Rey. Cuando llegó, percibió que el monarca tenía en la mano un pequeño objeto. Él la saludó y dijo:
Madame, ¡qué bonitas están las aiguillettes en vuestro cuello!
– Es verdad.
– Yo tengo una más para daros.
Ella se colocó aquello con elegancia y naturalidad, el Rey la invitó a bailar, y Richelieu se quedó sin nada qué decir…
¿No es verdad que una narración así nos da un destello de otros tiempos?

(Extraído de conferencia del 4/9/1986)

1) Alejandro Dumas (*1802 – †1870), escritor francés.
2) Del francés: “dulzura de vivir” y “Antiguo Régimen” (sistema social y político aristocrático en vigor en Francia entre los siglos XVI y XVIII).
3) Pintor francés de origen flamenco (*1602 – †1674).
4) George Villiers, primer Conde de Buckingham y posteriormente Duque de Buckingham. Importante estadista inglés (*1592 – †1628).
5) Charles de Batz-Castelmore, Conde de Artagnan (†1673).

Amó apasionadamente al Sagrado Corazón de Jesús

Doña Lucilia era una especie de reflejo, de una belleza incomparable, de Nuestro Señor, a quien amaba apasionadamente. Viéndola y percibiendo cómo adoraba al Sagrado Corazón de Jesús, se comprendía cómo Él era digno de todo amor, y se pasaba a participar de la adoración que ella tenía al Redentor.

Está en el espíritu del hombre que él, aun cuando sea muy indolente, muy perezoso, muy sin pasión, sea apasionado.

Actitud del hombre al sentir que algo de lo que le gusta está amenazado

Museu de arte sacra, São Paulo

 Sagrado Corazón de Jesús
Convento de la Luz, São Paulo

Por ejemplo, un individuo muy perezoso que se levanta en la mañana sin ánimo, va a trabajar aún con más horror, vuelve a almorzar y querría pasar el día en casa durmiendo. Es un hombre flojo y, por lo tanto, en apariencia, sin pasión; se diría que no es capaz de tener un amor apasionado. Pero cuando se examina a fondo esa situación, se nota que él tiene un amor apasionado a la inercia, a la pereza, y si alguien lo busca para hacerlo trabajar y salir de la pereza, puede volverse una fiera. De donde se ve que hasta el hombre en apariencia no apasionado tiene su mente hecha de tal manera por el Creador que, de hecho, tiene pasiones. En este caso una pasión pésima: la pereza.
Yo me acuerdo, en mi tiempo de infancia, de un compañero muy perezoso. Pero cuando se tocaba algún punto en el cual era melindroso, él se apasionaba. Y apasionándose, revelaba en aquella materia una capacidad de reacción, aunque se pensara que él o era capaz absolutamente de nada.
La pasión es algo unitario existente en lo más profundo de la psicología humana, que el hombre ama más que todo el resto, porque todas sus apetencias se dirigen hacia eso. Y lo ama apasionadamente cuando tiene la noción clara de que lo que le gusta y, sobre todo, cuando siente que eso está amenazado. Ahí la pasión puede encenderse y hacer a un hombre, que es muelle como una guacamaya, capaz de volar como un águila.

Cómo amar a Dios apasionadamente

cropped-sec3b1ora_doc3b1a_lucilia_009.jpg¿Cómo hacer que nuestras almas se vuelvan hacia Dios de tal modo que lo amen apasionadamente? De la siguiente manera: El hombre, por el principio de semejanza, tiene el deseo de conocer y entrar en contacto con personas que tengan un alma semejante a la suya. Y cuanto más el alma es semejante, tanto más gusta de esa persona. Y si esa semejanza es notable, puede dar en un verdadero entusiasmo, en una amistad modelo, de modo que uno encuentra en el otro una especie de identidad con el ideal que él mismo tiene. Entonces, ambos se estiman. La persona que tiene la noción de las enseñanzas de la Iglesia Católica sobre el Sagrado Corazón de Jesús, conoce buenas imágenes que le proporcionan una idea de cómo es Él, percibe que el Corazón de Jesús está hecho para que todos se apasionen por Él. Porque, como Nuestro Señor posee todas las perfecciones, todos los hombres pueden encontrar en Él a su modelo divino y la perfección que les gustaría tener, y mantener con Él una relación cotidiana. Entonces, la persona que tiene la felicidad de conocer a Nuestro Señor Jesucristo, el cual en el trato con ella le hace notar cómo Él es su arquetipo, su plenitud, y cómo el individuo que no lo conoce no es nada, es polvo; esa persona naturalmente se vuelve hacia el Corazón de Jesús con un amor apasionado.

El Corazón que tanto amó a los hombres y por ellos fue tan poco amado

Eso fue lo que yo conocí en Doña Lucilia.
En el techo de la Iglesia del Corazón de Jesús, en São Paulo, está pintada una escena de Nuestro Señor dentro de una capillita, apareciendo en medio de unas nubes sobre el altar, y dirigiéndose a una monja arrodillada a sus pies: Santa Margarita Alacoque, una campesina francesa que se hizo religiosa y, en consecuencia, tenía una cultura y una inteligencia mayores que las de una campesina común. El Divino Salvador le muestra, en su pecho abierto, su Corazón, con un gesto muy bonito de un Rey ostentando su condecoración, y le dice: “Hija mía, ¡he aquí el Corazón que tanto amó a los hombres y por ellos fue tan poco amado!”techo
Es la censura que Nuestro Señor hace, porque Él ama a los hombres con un amor infinito, y los hombres lo aman tan poco. Al fijar su mirada en la monja, Él ve al género humano: Jesús tiene lástima de ella, así como tiene lástima de todos los hombres. Y cada persona que viera a Nuestro Señor y contemplara su alma, tendría una comprensión perfecta de que el Redentor la ama de tal manera que agota todo el deseo de ser amado que puede existir en un hombre.
Naturalmente, eso no es así en la amistad terrena, en la cual hay so lo una magra analogía con eso. Pero en la amistad entre Dios y los hombres esto es así. El Creador mira a los hombres con ese desbordamiento de afecto, que ellos querrían recibir de parte de todas las personas que los conocen y vivir inundados de ese afecto. Así es como yo veía que Doña Lucilia amaba al Sagrado Corazón de Jesús. Muchas veces yo iba con ella a Misa a la Iglesia del Corazón de Jesús: me arrodillaba a su lado, naturalmente. Yo percibía que mi madre le rezaba sin estar mirando hacia arriba, pues sería una cosa que no tendría mucho propósito, sino teniendo en mente aquel cuadro y la realidad representada por él. Es decir, la serenidad, la elevación, la tranquilidad, la santidad superior a cualquier elogio, pero también la compasión, la paciencia, el deseo de favorecer, de acariciar a cada persona, que había en Nuestro Señor, haciendo que Él, por así decir, absorbiese a cada criatura humana.

Comparación conmovedora empleada por Nuestro Señor

Jesús comiendo en casa de Simón el fariseo (Detalle) - Paolo V

Vemos en el Evangelio una expresión de eso, que considero lindísima. Nuestro Señor, acompañado por los Apóstoles, camina hacia el Huerto de los Olivos, donde Él iba a iniciar su Pasión que lo conduciría hasta la Muerte. En cierto punto, donde se veía muy bien la ciudad y el Templo de Jerusalén, pararon y los discípulos comenzaron a comentar entre sí cómo era bonito el Templo. Jesús se puso a llorar y ellos preguntaron por qué. Y ahí viene la expresión conmovedora. Él dijo: “¡Jerusalén, Jerusalén! ¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina hace con sus polluelos, pero tú no quisiste! ¡Ahora va a caer sobre ti la desgracia y el castigo!” (cf. Lc 13, 34).
Esa comparación empleada por Nuestro Señor, mostrando que Él nos ama así como una gallina aprecia a sus polluelos y los quiere recibir bajo sus alas, es conmovedora. No hay amistad humana que se exprese en esos términos; no creeríamos en ella. Es demasiado grande para el corazón del hombre, pero no para el Corazón de Jesús. Entonces, el más vil, el más pecador, el más inferior de los hombres, sabiendo que él es amado así por Nuestro Señor, queda agradecidísimo, con ganas de estar junto a Él el tiempo entero para regenerarse, para hacerse como Jesús y amarlo como un reflejo del amor con que el Redentor lo ama. Ahí se da la junción de almas propiamente ideal, que hace que los hombres puedan sentir tranquilidad y esperanza.

 El alma de Doña Lucilia era una especie de reflejo de Nuestro Señor

Yo veía que Doña Lucilia tenía eso en un alto grado. Por la Revelación, mi madre conocía con perfección cómo era el amor de Nuestro Señor a ella, y lo retribuía con un amor parecido con el amor de Él. De tal manera que ella tenía una confianza sin límites en su misericordia, le pedía perdón por sí misma, porque toda criatura humana tiene defectos, y también por aquellos a quien ella amaba, y hasta por aquellos que no la amaban, pero a quienes ella quería hacer el bien. Todo esto hacía de su alma una especie de reflejo de Nuestro Señor, de una belleza incomparable, haciendo propicio amar a Jesús apasionadamente, es decir, por encima de todo, sin comparación con nada, pero de modo a absorber por entero nuestra capacidad de adorar.
Esto se daba en Doña Lucilia de tal manera que, mirándola y percibiendo cómo adoraba a Nuestro Señor, se comprendía cómo Él era digno de toda adoración, y se pasaba a participar de la adoración de ella hacia Él. De ahí resultaba también el hecho de que ella lo amaba más que a todo en el mundo y lo colocaba por encima de cualquier cosa que ella pudiese querer.

Si fuese para una Cruzada, Plinio sería el primero en partir

3p197Mi madre tenía un hermano que, en cierto momento de su carrera política, ocupó el cargo de Secretario de Estado en São Paulo. Era el primer cargo después del Gobernador del Estado. Cuando él era Secretario de Estado, estalló una Revolución en Brasil y el Gobierno comenzó a convocar a los jóvenes para inscribirse, a fin de luchar contra los revolucionarios. En ese período él fue a casa de su madre, donde nosotros vivíamos, para el efecto común de ver a su madre y a su hermana. Terminada la visita, él salió y mi madre y yo fuimos a acompañarlo hasta la puerta de la casa. Cuando llegamos a la puerta, él, un hombre de buena altura, mientras que ella era baja, se sirvió de eso, y notando que ella no se estaba dando cuenta, me guiñó el ojo como quien dice: “Me voy a divertir jugando un poco con ella, y vamos a ver ella qué va a hacer.”
Le dijo:
— Lucilia, ahora debes prepararte para un gran sacrificio, porque el Gobierno está convocando a todos los jóvenes para ir a la lucha, teniendo en vista la manutención del Gobierno contra los revolucionarios: por lo tanto, Plinio tendrá que ir también. Vas a sufrir mucho con eso, pero no hay remedio.

En lo que él dijo, había una especie de provocación jocosa, de jugarreta, porque ella tenía solo un hijo y él tenía unos cinco o seis. Él no hablaba de mandar a sus hijos, sino de mandar al hijo de ella.
Era para fastidiarla. Además, él era miembro del Gobierno y sus hijos tenían más obligación que un simple sobrino.
Él añadió:
— Plinio va a tener que partir, prepárate para sacrificar a tu hijo.
Ella no se dio cuenta de que él estaba bromeando. Entonces, levantó
la cabeza y dijo:
— Gabriel, eso nunca. Sacrificar a mi hijo por esas revoluciones de políticos en que no hay ningún interés para nadie, solo para Uds. los políticos, no lo hago.
Yo estaba callado, porque sabía que él estaba jugando con ella y después iba a deshacer la jugarreta.
Mi madre se quedó toda rígida, casi hasta más alta, y afirmó:
— Ten la certeza de que no lo haré.
— Mira, estoy jugando, diciendo eso solo por molestarte. Pero ahora respóndeme lo siguiente: ¿si el Papa convocara a Plinio para ir a una Cruzada, tú lo mandarías?
— Ahí todo es diferente, el primero en partir tenía que ser él.
Medio entre dientes, para que ella no lo oyese, él –que no era católico practicante– me dijo:
— ¡Ve la fuerza de la Religión! Lo que la política no consigue de una madre de ningún modo, cuando la Religión quiere, lo obtiene.
Ahí él la agradó un poquito, todos nos reímos y él se fue.
Pero el espíritu de ella se mostró bien claro. Si era para el Sagrado Corazón de Jesús, para Nuestra Señora, para la Santa Iglesia Católica, Esposa Mística de Nuestro Señor Jesucristo, todo. Inclusive un hijo a quien ella quería mucho: ¡vete a la lucha! Esto es amar apasionadamente.

(Extraído de conferencia del 5/3/1994) 

 

Persistencia, delicadeza y desafío

Decidida a vivir de acuerdo con lo que la fe le indicaba, Doña Lucilia levantaba una oposición suave pero infranqueable a los que deseaban lo contrario, incluso si era necesario pagando el precio del aislamiento. Sin embargo, en los últimos meses de su existencia terrena la Providencia quiso confirmar su fidelidad, envolviéndola en el cántico de admiración de algunas almas justas.

Para comprender la manera en que Doña Lucilia actuaba cuando yo era niño, al protegerme de quien quisiese perderme, es necesario haber conocido aquellos tiempos y visto los modos, las costumbres y las reglas de delicadeza entonces vigentes.

Ella era una persona muy bondadosa, pero al mismo tiempo muy seria. Cuando no quería una cosa determinada, levantaba una barrera infranqueable: ¡eso no era así, no podía ser y no sería! Todos comprendían que habría una oposición sin nada de furibundo ni de problemático, pero tan segura, que no servía de nada insistir.

Negativa que desanimaba cualquier ataque

sdlEsa actitud comenzaba por verificarse en lo que se refería a la forma como yo practicaba la religión. A algunos de mis parientes les hubiese gustado que yo fuera un niño más o menos sin religión, como los otros de mi familia formados por ellos. Sin embargo, no osaban proponerle a Doña Lucilia nada a ese respecto; o, si le propusieron, ella acabó la cuestión, de tal modo que ninguno de ellos osó decirme una palabra en el sentido de estimularme a no ser religioso, a no ser puro, etc.

Ellos sabían que, si algo así llegase hasta mi madre, la respuesta vendría con una negativa: “Mi hijo es mío y no tuyo, quien dispone de él soy yo, no tú; y por mi intermedio, quien dispone de él es Dios. De manera que voy a educarlo según Dios quiere, y no te metas. Cuida a tus hijos, si quieres; ¡al mío, no! ¡A él lo cuido yo!”

Conmigo ni trataba del asunto, en una actitud de quien no consideraba posible que alguien se entrometiese en el caso. Lo que ella hizo fue rezar mucho y decir un “no” preventivo. Fin del asunto.

«Vas a sufrir mucho con el aislamiento»

Cuando explotó en 1932 la Revolución Constitucionalista en São Paulo, mi abuela Doña Gabriela decidió comprar una radio para acompañar las noticias. Algún tiempo después, ella le dijo a mi madre, quien me contó el hecho sin hacer comentarios:

—“Cuando yo muera, Lucilia, quiero que ese radio sea para ti”– era todavía un objeto de cierto valor en aquella época–, “porque tú vas a sufrir mucho con la soledad, y al menos la radio sirve para que tengas compañía.”

Se comprende todo lo que eso quería decir…

Además, la salud de mi madre no era buena. Mejoró mucho después de que mi abuela falleció y pasó a vivir sola conmigo. Doña Gabriela era muy generosa, y bajo ese aspecto no había ningún problema, pero mantener las riendas de la casa, cuidar de la servidumbre, atender a los que entraban y salían, constituía un peso difícil de sustentar.

Doña Lucilia tenía paciencias enormes, por ejemplo, con un sobrino sordomudo que presentaba crisis nerviosas horribles. Los padres de este sobrino no aguantaban esas crisis mientras que ella sí. Se encerraba con el niño en una sala, y al cabo de una o dos horas de conversación, él salía más sosegado, tranquilo. Era una manifestación de su generosidad, pero eso la desgastaba.

Por esa causa, durante el período en que vivió en casa de mi abuela, su salud estaba muy decaída. Padecía dolencias del hígado. Sentía indisposiciones horribles, pasaba la noche en vela y por mañana quedaba exhausta, con la fisionomía deshecha.

En el tiempo en que mi hermana y yo éramos muy pequeños, mi madre tenía miedo de morir a cualquier momento, y a veces nos decía eso para prepararnos. ¡Nosotros quedábamos asustadísimos!

Todas esas circunstancias hicieron de Doña Lucilia una persona que medía bien cuál era el padrón de la felicidad, y sentía y cargaba el peso de los sufrimientos hasta el fin.

Cargando la cruz rumbo al ápice

3p200En ese sentido, de las fotografías tomadas a mi madre, ninguna me agrada tanto cuanto una en que ella está bien anciana, con setenta y cinco o setenta y seis años, moviéndose sin necesidad de apoyo, apenas con una deficiencia auditiva que esos aparatos modernos suplían.

Yo la conocía tan bien que, al ver esa fotografía, percibo una cosa curiosa: ella está muy ansiosa. Se nota allí cómo era su adaptabilidad: ella trata de hacer una fisionomía que, dentro de sus principios, sabía que a los presentes les gustaría. ¡Pobrecita! Yo sé muy bien que estaba cargando su cruz rumbo al ápice.

En su fisionomía trasparece tal conjunto de virtudes, viviendo a la manera de un enjambre en su alma –un enjambre santo, no caótico–, que es difícil decir todo lo que veo ahí. Es un equilibrio extraordinario de virtudes, todo un inmenso teclado puesto en orden.

La nota que aparece mucho en esa fotografía es el orden que mi madre se impuso a sí misma, porque estaba de acuerdo con lo que el intelecto y la fe le indicaban de cómo se debería ser. Hay una resolución de vivir dentro y para ese orden que, con toda su actividad, revela un trazo heroico: se debe ser de determinada forma y está acabado. Se percibe una persistencia, con delicadeza, y cierta mirada de desafío, como quien dice: “Yo sé que ustedes no están de acuerdo, pero así es.” ¡Con ella no se jugaba!

La confirmación de la fidelidad

La vida de Doña Lucilia fue una enorme espera, que tuvo un desenlace enteramente inesperado: en los últimos meses de su existencia en esta Tierra, por causa de mi enfermedad (1), hubo un flujo torrencial de gente en mi casa y, sobre todo por la insistencia de João (2) en hacer que ella se notase, Doña Lucilia murió envuelta en un cántico de admiración de los que me visitaban.

De hecho, mi madre esperaba que toda su bondad y todo el ambiente por ella creado reconstituyesen en torno de sí un tiempo pasado, que iba siendo devorado por el americanismo.

Entonces mi madre recibió una confirmación de que no se había engañado y de que todo cuanto ella era, era notorio para quien quisiese ver. Fue una especie de confirmación de su fidelidad.

Extraído de conferencias del 14/9/1985 y 6/11/1993

Notas

1) Se trataba de la grave crisis de diabetes que acometió al Dr. Plinio en diciembre de 1967, obligándolo a permanecer en reposo en su apartamento por algunos meses.

2) El Dr. Plinio se refiere a Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, su fiel discípulo y secretario personal durante más de cuatro décadas, que en la época de los hechos aquí mencionados todavía era laico y contaba con veintiocho años.

Equilibrio por excelencia

Comentando una de las últimas fotografías de Doña Lucilia, a pedido de sus jóvenes discípulos, el Dr. Plinio analiza un trazo significativo y fundamental de la personalidad de su madre: el equilibrio.

 

La mezcla de seriedad, gravedad, bondad y hasta suavidad que se expresan en su fisionomía son cualidades que existen en ella de un modo tan excelente, y se combinan para formar un todo tan agradable de ver en su conjunto, que uno queda con el deseo de mirar indefinidamente.

Diferencia profunda entre Doña Lucilia…

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Ahí se combinan algunas cualidades difíciles de enlazar, porque hay algo de antitético. No de contradictorio, aunque podría parecer a primera vista. Algo que, por otro lado, el espíritu moderno rechaza profundamente, y por esa misma razón también agrada a nuestros espíritus profundamente. Vemos en ella una especie de correctivo para el espíritu moderno; hay algo de equilibrado, de tal manera que no se sabría decir qué podría ser más grande en ella.

Esa fisionomía es la del equilibrio por excelencia. No hay – por la gracia de Dios, porque esas no son cualidades meramente humanas – ningún riesgo de que salga una palabra desequilibrada delante de un hecho que la choque mucho.

Digamos, por ejemplo, algo que a cualquier madre le chocaría hasta el extremo: imaginen que, estando ella en una sala de su casa, entrase una persona y le dijese:

– Doña Lucilia, el Dr. Plinio acaba de ser asesinado aquí en la sala del lado.

Sería un choque inmenso, ella sería capaz de morir. Y que el individuo agregase:

– Yo fui quien lo mató.

Ella podría tener cualquier reacción, menos la de insultar al asesino. ¿Cuál sería su reacción? Podría quedar algún tiempo desmayada, llorar con un llanto muy prolongado y dolorido, e incluso gemir alto.

– ¡Ay, mi hijo!

Podría decirle al hombre:

– Pero, ¿Ud. por qué hizo eso con mi hijo?

Y como las madres tienen la tendencia a engañarse con sus hijos, ella además podría decirle:

– Él era tan bueno. ¿Por qué lo mató?

…y muchas madres contagiadas de la mentalidad moderna

No obstante, decirle a él: “¡Bellaco! ¡Bandido! ¡Salga de aquí!”, eso no le saldría. No habría posibilidad de que cogiese un objeto y se lo tirase; la reacción sería equilibrada.

Pero digamos que el asesino quisiese, tomando una actitud desequilibrada de facineroso, acercarse a ella para agradarla y consolarla. Ella lo evitaría, profundamente desagradada y afirmaría:

– ¡No me toque!

Infelizmente hay muchas madres, contagiadas de la mentalidad moderna, que actuarían con desequilibrio en esa ocasión. Una primera actitud desequilibrada podría ser la de sentir poco la muerte del hijo.

– ¿Lo mataron? ¿Y dónde está su cuerpo? Hay que avisarle a la policía. Arreglemos esto, entonces vistamos el cadáver…

Por ahí iría la cuestión. Podría suceder – si fuese una señora con una forma de ser más tradicional, pero dentro del desequilibrio moderno – que cogiera un objeto y se lo lanzara a ese sujeto. Infelizmente, no estaría excluida la hipótesis de que dijese una mala palabra.

Doña Lucilia podría decirle al individuo:

– ¡Salga ya de mi casa! No la contamine con su presencia. Yo me las arreglo con el peor dolor de mi vida. ¡Salga! No obstante, si el asesino dijese contrito:

– Señora, yo no soy digno de estar en su casa, pero tenga en cuenta que tuve una madre que me quiso mucho como Ud. amó a su hijo, y tenga compasión de mí. Ella era capaz de no llamar a la policía. Si alguien quisiese hacerlo no se opondría, pero podría no llamarla.

Al cabo de un año, digamos, después de ese episodio, mi madre todavía estaría “sangrando” por lo que había sucedido ese día. Y al contar el hecho y referirse al asesino, podría decir “infeliz” o “miserable”. Pero ella no lo llamaría de bellaco, monstruo, etc. Había un equilibrio, un límite para cada cosa.

Pérdida del patrimonio debido a la omisión de un pariente

Por otro lado, en ella se nota un fondo de tristeza. Pero no es una tristeza que arranque expresiones de rebeldía ni de inconformidad con los causantes de esa tristeza. Ella está viendo hacia el pasado, midiendo una vez más lo que fue hecho, y está llorando en el interior de su alma. Pero en el fondo, tiene la calma de una persona que almorzó y está descansando un poco después de comer. ¡Es el equilibrio! El equilibrio en el bien, en la verdad, en el deber, pero siempre el equilibrio. Este era el trazado continuo de la vida de Doña Lucilia: en todo y por todo, en todos los aspectos de su vida, pasara lo que pasara, su actitud era de equilibrio.

A mi madre le sucedió el siguiente hecho: durante un viaje que mi padre tuvo que hacer a Pernambuco, él le aconsejó, y ella aceptó dar un poder a un pariente suyo para que se encargase de sus bienes. Ese pariente, entre otras “maravillas”, hizo lo siguiente: tenía que renovar el seguro del edificio contra incendios, pero dejó que se agotase el plazo y, resultado, al día siguiente del vencimiento del seguro el edificio se incendió y ella perdió su patrimonio.

¿No es verdad que Uds. conocen señoras que tendrían una actitud de desequilibrio en ese caso?

Comenzando por darle un consejo al pariente: “¡No aparezca por aquí!” Y podía ser en términos mucho más fuertes que esos…

Doña Lucilia, en la misma noche del día en que eso sucedió, mientras digería la pésima noticia, él aparece y la saluda. Ella le dijo buenas noches, con calma, con normalidad, lo hizo entrar y le pidió:

– Fulano, explíqueme un poco cómo fue eso, porque no entendí bien.

Él dio la explicación y ella después me contó: – Pobre de ese pariente nuestro, pasó por un gran disgusto.
Otra persona diría: – ¿Qué me importa su disgusto? Fue un relajado. Si hay algo que un hombre que tiene un poder no puede hacer, es dejar pasar el plazo de vigencia de un seguro contra incendio. Él es gravemente responsable por eso, y ahora debe poner de su dinero para resarcir el mal que me
causó.
Pero la respuesta de mi madre sería: – ¡Oh!, pobrecito, él tiene muchos hijos. Nosotros podemos vivir bien sin eso. No destruyamos su vida.

Sufrir en la Tierra para llegar al Cielo

Es un equilibrio con bondad, donde entra mucho el corazón, no un equilibrio metálico, que no lleva la bondad a dominar la justicia. Si ese apoderado hubiese perjudicado a terceros en beneficio de ella, ella le habría exigido a ese hombre que le restituyese a la persona perjudicada centavo por centavo, inclusive con los intereses debidos. Sin duda alguna.

Así yo podría contar cien episodios, si hubiese tiempo y si no se tratase de personas a las cuales alguien que tome conocimiento de esos hechos pueda llegar a identificar, pues no quiero estar difamando a nadie.

Tengo la certeza de que, en el Cielo, donde se encuentra mi madre, está aprobando mi conducta. En esta fotografía se ve que es una señora que llegó a una edad extrema. Tenía noventa y dos años, una edad en la cual fallecen los que mueren tarde. Fue una persona que no ejerció ninguna profesión. No obstante, se percibe que carga consigo un gran cansancio. ¿Cansancio de qué? En parte de lo que podríamos llamar el cansancio del equilibrio.

Cansa estar procurando el equilibrio en todo, y cumpliendo la justicia en todo. Llevar una vida enteramente dentro de los Mandamientos es prepararse para el Cielo, pero todavía no es el Cielo. Por el contrario, es sufrir en la Tierra para llegar hasta allá.

Ahí vemos el cansancio extremo de innumerables dolores, de incontables deberes cumplidos, de situaciones difíciles enfrentadas y vencidas sin la más mínima pretensión. Nadie, viéndola, diría lo siguiente: “Esa señora se considera un coloso”. Para nada, eso ni siquiera pasa por su mente. ¿Por qué? Equilibrio.

(Extraído de conferencia del 12/1/1994).

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