Profunda afinidad católica y contrarrevolucionaria

Entre Doña Lucilia y yo se daba lo siguiente: me era de gran consuelo y aliento acordarme de que la linda alma de ella estaba siempre en mi presencia. O sea, ella hacía parte del conjunto de personas con las cuales yo convivía íntimamente, y a quien yo podía, por lo tanto, apreciar, conocer y admirar de cerca, y eso me daba mucha alegría, mucha satisfacción. A la par de eso, dentro del aislamiento en que yo vivía, me confortaba su bondad y su amor materno, que era mucho más que el amor materno corriente –sentimiento naturalmente muy respetable y digno de consideración–, pero entre nosotros había algo muy particular.

Todo eso, sin embargo, era poco en relación con la convicción de su posición de alma contrarrevolucionaria. Mi madre era muy buena, la convivencia con ella era muy agradable, pero si ella fuese “hollywoodiana”, todo eso se desvanecería completamente, dejaría de existir. Ante la transformación inherente a la Revolución Industrial por la cual São Paulo pasaba, para mí lo importante fue que mi madre, por ejemplo, vivía de tal manera dentro de casa y con poco conocimiento de los acontecimientos generales, que ni siquiera sé si ella se hacía una idea exacta del tamaño de la industrialización, y de hasta qué punto ese lobo iba devorando la ciudad donde ella vivía.
Lo cierto es que todas las transformaciones que el cine y la Revolución Industrial traían consigo, la golpeaban como el sol puede incidir sobre un escudo de metal. O sea, no producían ningún efecto. Lo que ella percibía y no le gustaba, lo rechazaba.
Eso producía una afinidad conmigo, una interpenetración de almas que era lo mejor de esa relación. Había en el tope de todo eso una catolicidad muy entrañada, y un conocimiento mutuo de la catolicidad del otro, sus grados y sus alcances. Eso, del uno y del otro, formaba una relación como la de espejos paralelos, por donde no se sabe cuál fue el primer espejo que se reflejó en el otro, formando un reflejo de imágenes hasta el infinito. Así éramos nosotros. Cada uno reflejando al otro hasta el infinito, en ese amor filial de mi parte, materno de ella, creando un afecto y una afinidad de la cual difícilmente se puede tener una idea.

El ambiente de la casa de mi abuela tenía una nota contrarrevolucionaria. Sin embargo, muchos allí adhirieron a la Revolución completamente, saliendo, así, discusiones amables y corteses que, a pesar de que terminaban siempre con gentilezas, era encendidas.
Versaban respecto de República y Monarquía, de Religión Católica y ateísmo, entre otros temas. Yo oía esas discusiones y percibía que mi alma se volvía hacia el lado de la Religión y de la Monarquía. Percibía que entre ellas había cierta relación: quien era católico seriamente, tendía a ser monárquico y viceversa; y quien era republicano era ateo, y viceversa. Yo no sabía explicar por qué, pero sentía que así se debía ser. Entonces, allí comencé a ver las grandes divisiones ideológicas dentro del mundo. ¿Cuál era la actitud de Doña Lucilia en esos momentos? Sumamente amable, a mi madre le gustaba ser delicada, gentil y cortés con todo el mundo, sin ninguna excepción. Ella era de una calma excepcional, muy ponderada y reflexiva. Todo lo que decía era muy meditado y tenía una razón a dar con respecto a todo lo que hacía. Además, tenía un timbre de voz suave, pero muy expresivo, modelando la voz de manera a traducir con exactitud su pensamiento, su estado de espíritu y su disposición temperamental en el momento. Esa disposición era siempre de una fidelidad completa al estado de espíritu ideal, del buen católico, devoto del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María, traspareciendo a los ojos de los otros aquella serenidad y seriedad, y también aquella bondad y paciencia inquebrantables. Sin embargo, una persona así toda hecha de dulzura, por algunos lados era de acero. Lo que ella pensaba, lo pensaba; sus convicciones eran aquellas y no otras; las declaraba cuando era necesario y discutía de un modo muy suave, pero firme, cuando era preciso también. A veces, Doña Lucilia discutía con parientes hombres que tenían mucha más cultura histórica que ella –en aquel tiempo, las señoras leían libros de literatura y no de Historia–, y esos parientes daban argumentos que ella no sabía responder. Pero mi
madre no se perturbaba absolutamente con eso. Aquel argumento se topaba con las puertas inviolables de su fe. ¡Si aquello era contra la fe, no servía y se acabó! ¿Por qué es contra la fe? Porque la Iglesia enseña otra cosa. ¡No adelanta querer conversar! Y así ella me educó.

Dr. Plinio en abril 1995

En la intimidad, Doña Lucilia era igual. Mi padre era abogado y tenía su propia oficina de abogacía. Él acostumbraba a contarle a mi madre, más o menos, los negocios que hacía, los cálculos, etc., como todo marido, en casa, cuenta algo de sus actividades profesionales a la familia. Mi madre opinaba, ora sobre una cosa, ora sobre otra, pero poco, porque esos asuntos de abogacía son muy técnicos, y él no los explicaba enteros, es evidente, no tendría propósito. Mi madre emitía una opinión, sobre todo con respecto a las personas, porque de vez en cuando algún socio o cliente de la oficina iba a casa a despachar con mi padre. Yo percibía cómo ella les prestaba atención, porque su acogida era siempre cortés, pero, conforme el caso, bien más amable. Me acuerdo de dos señoras que, remotísimamente, estaban emparentadas con ella y fueron allá a hacer alguna consulta. Mi madre fue amable, conversó un poquito y después salió de la sala, pues ellas iban a tratar de negocios. De esa forma, mi madre conoció a otras personas. Y yo percibía que, dentro de la amabilidad, ella era interrogativa, recogía datos y después comentaba las personas con mi padre. Generalmente, por lo menos en el Brasil de aquel tiempo, donde no había aún feminismo, los hombres se caracterizaban por el vigor de la voluntad y las señoras por la delicadeza. Pero la defensa de ellas estaba en la sensibilidad, percibiendo las cosas. De manera que, cuando las esposas estaban solas con los esposos, ellas les daban consejos. No delante de los demás, porque teóricamente el marido es quien manda, la mujer influencia.
Doña Lucilia entonces daba su opinión, nunca con aires de quien quisiese mandar, pero por ahí yo percibía cómo ella cogía las cosas, percibía los matices del fondo de alma, y después le decía a mi padre: “Fulano, cuando estuvo aquí dijo tal cosa, hizo tal cara. Ten cuidado, porque tal cosa a él no le gusta; él está contento contigo más de lo que tú piensas”, o entonces: “Él no está contento contigo”. Estoy seguro de que ella tenía razón.


(“Extraído de conferencias de 29/6/1981, 25/8/1994 y 3/4/1995)



Bondad diáfana en la convivencia, reflejo de la Santa Iglesia

En la convivencia, la preocupación constante de Doña Lucilia era transmitir el calor del afecto y darse continuamente en una disposición de transponer todo para beneficiar a las almas. Era la representación de la conducta de la Santa Iglesia con relación a los pecadores: no se indigna, no recrimina, no se venga; perdona todo, dota de nuevos dones y de nuevos privilegios.

Presente de un viaje que mi hermana hizo a Europa, el chal lila, cuando apareció en casa, me dio la primera impresión de que era un artículo muy bonito, muy bueno. De hecho, lo que Rosée compraba, lo hacía con mucha perfección, adecuación y buen gusto.

Doña Roseé y Dr. Plinio

De un lado, me gustó mucho el chal; de otro, quedé un poco reticente con él, por la impresión de moderno que me causaba, pues era un poco fofo, espumoso en su contextura. Y si bien el color amatista me encantase, yo me preguntaba cómo quedaría mi madre dentro de un tejido fofo. Oyendo comentarios posteriores de estos y de aquellos, percibí que yo estaba mal informado: siempre muy ajeno a los asuntos de indumentaria y de tejidos, no sabía que se trataba de una lana europea muy auténtica, buena y sin nada de moderno. Cuando vi a mi madre vestir el chal, me pregunté por qué se lo había puesto en la espalda; un chal muy bonito debería ser puesto sobre ella, era una escena natural de la vida de familia. Noté que a ella le pareció muy bonito, le gustó mucho el color, y no extrañó el tejido; sin embargo, en ese momento no hice mayores raciocinios sobre si el tejido era o no moderno, por ahí no se fue mi atención, sino por ver cuál era la mirada que ella le hacía al chal. Ella no mudó en nada la posición y la actitud en la cual estaba. Apenas sonrió luminosa y discretamente, con mucha bondad, ante la manifestación de afecto que le hicieron unas tres o cuatro personas que se encontraban en la sala. Yo percibí que ella se adaptó en algo al chal, ¡pero sobre todo él se adaptó a ella! En el reflejo de su mirada, en su modo de hablar, ella le dio cierta interpretación y proyección, cierto modo de ser al chal. Más o menos como una señora que toma una rosa, la pone junto al pecho y hace un poco la “fisionomía” de la rosa, y esta adquiere un poco la forma de ser de la señora: ¡así también mi madre hizo con el chal, y él quedó “luciliano” por excelencia!
Ella lo utilizó muchas veces. Primero apenas para salir, en ocasiones de mayor solemnidad. Después, con el avance de la edad y con los fríos de São Paulo, ella pasó a usarlo también en casa y con cierta frecuencia. Cada vez que yo la veía con el chal, me regalaba, justamente por la relación que había entre aquel castaño profundo de sus ojos y el tono
amatista del tejido.

Ella murió. Cuando fuimos a hacer una repartición sumaria de sus bienes, mi hermana no quiso llevarse absolutamente nada, pues dijo que yo había mantenido a mamá la vida entera y le había hecho compañía y que, por tanto, me dejaba todo lo que había pertenecido a ella y que era de la casa. Ahora bien, en Brasil, o al menos en São Paulo, la antigua tradición era que las joyas de la señora fallecida se quedasen con la hija. Una u otra cosa iba para las nueras, pero lo principal se quedaba con la hija. En mi caso, le di a mi hermana todas las joyas de mi madre, reservando para mí apenas un anillito de brillantes, muy sin valor y modesto, que está en mi relicario.
Pasados algunos días después de haberle dado las joyas, le dije a mi hermana:
– ¿Sabes una cosa? De lo que te di, te voy a quitar una cosa.
Ella me dijo:
– ¿Cuál es?
– Aquel anillito se va a quedar conmigo.
– ¡Claro que sí!
Y me devolvió el anillo. Algunos días después ella apareció en casa y me dijo:
– Yo, de lo que te di, también voy a sacar una cosa: aquel chal se va a quedar conmigo.
Para mí fue una dilaceración… pero no podía decir nada. Ella era la hija y le había dado el chal. Algún tiempo después, supe que ella se lo había dado de regalo a una tía nuestra.

Cuando esa tía murió, pensé: “Ese chal ya debe estar dañado –porque ella vivió muchos años– ya deben haberlo donado a gente pobre, seguramente desapareció.”
¡Cuál no fue mi sorpresa ayer cuando llegó a casa, en la mañana, el hijo de esa tía trayéndome el chal!

En el espíritu humano y en el modo por el cual él abarca la realidad, hay un punto en el cual es especialmente llamado a conocer a Dios, y del cual tiene una comprensión de orden natural, nativa, muy simple, clara y originaria. Y cuando el hombre estudia a partir de esta luz primordial y piensa a partir de ella, tiene posibilidades de dar en un hombre bien inteligente, aunque sea medianamente inteligente.
Ahora bien, cuando alguien hace un estudio cartesiano: “Luz primordial, yo te empujo, aquí está el compendio 1, 2, 5, compendio 92…”, ese, aunque sea inteligente, tiene todas las posibilidades de dar en un burro letrado, muy diferente de una persona inteligente.
En el caso de mi madre, ella poseía apenas la cultura común de una dueña de casa, con una nota afrancesada de formación de espíritu muy pronunciada. La luz primordial que trasparece en todas las fotografías que figuraba en su espíritu es, ante todo, una certeza de
que las cosas tienen un significado, un segundo sentido que está más allá de ellas, en virtud del cual ellas deberían ser vistas. Así, además de ese trans-significado, existe un trans-mundo, una trans-realidad que se nos aparece a través de esas realidades diáfanas, que produce en el alma una trans-comprensión, un trans-sentimiento.
Ella nunca lo enunció así, y creo que no sabría hacer esa consideración, pero constituía la posición fundamental de su espíritu con respecto a todo.

Si consideramos sus fotografías, notaremos que ella está prestando atención en lo que está haciendo: dejándose fotografiar. Sin embargo, la mirada, la actitud, expresan a una “trans señora”, que sería como su sombra hacia el lado de la luz. Una luz mayor que ella, pero suya, que queda por detrás suyo. La mirada, el todo parecen preguntar al fotógrafo, y, a su modo, a quien ve la fotografía: “¿Ustedes no ven esto? ¿No perciben que en ustedes también hay esa luz, y que el universo entero es así?”
En ese sentido el Quadrinho1 es más que decible.
Ella está allí representada, consciente de que de ella emana una luz, que es su significado y que ella coloca a disposición de los otros como quien dice: “Dime cómo eres tú y qué tenemos de afín. ¡Por ahí nos querremos enteramente bien!”

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es lucilia_correade_oliveira_013.jpg

La convivencia humana para ella no era de esas mercantiles: si hizo una gentileza, recibe otra. Por ejemplo, el modo de ella escoger un presente. Yo asistí a muchos cálculos de elección de presentes hechos por otras personas: “De aquí a algunos días es el cumpleaños de fulana. Ella me dio con ocasión de mi cumpleaños un presente, que vi que tenía tal valor. Yo debo darle, por lo tanto, un presente que equivalga a eso en dinero. ¿Qué podemos comprar bien presentado por esa cuantía?”

¡Ella no! La primera pregunta era:
– ¿Qué le gustará ahora a Fulana…?
Segunda pregunta:
– ¿Hasta dónde mis recursos me permiten dar?
Tercero: ella daba el presente, no como una especie de intercambio comercial, que a mi modo de ver, contamina el regalo. Era con un deseo de dar algo que estaba en su propia alma, siempre en esa permuta de luces, que era la esencia de la convivencia con ella.
Vivir en torno a eso, para eso, convidando a todos a eso y llenándome de eso –porque, tanto cuanto pude, yo dije “sí” a ese convite–, eso era la luz primordial de ella.
Detesto las comparaciones, y no comparaba el trato que ella tenía conmigo con la relación de otros hijos con sus madres. Evidentemente, a veces me saltaba a los ojos alguna cosa
que, a menos que fuese ciego, no podría dejar de ver; pero no detenía la atención en eso, pasaba por encima.
Ahora bien, hoy me doy cuenta de esto, el tiempo pasa, las comparaciones en cuanto al pasado, al menos en larga medida, son legítimas. Con el presente
no; menos aún con el futuro…
Hoy en día veo bien que esa conformación de su espíritu tuvo un papel muy importante en la elaboración de mi ensayo Revolución y Contra-Revolución, porque la esencia de este es la noción de la Revolución tendencial. Y lo que había en ella era exactamente una vida tendencial ‘contrarrevolucionaria’ así concebida con una riqueza extraordinaria.

Ella era católica, nacida de una familia católica, apostólica y romana por entero, pero menos católica que muchas otras familias, por ejemplo, de las que frecuentan la iglesia, que son amigas del padre, dirigen las obras de la parroquia, etc. Mi familia –la de ella, por tanto– no tenía nada de eso. Eran amigos del padre, pero lo admiraban con cierta distancia, no por anticlericalismo, sino por falta de hábito. Sin embargo, había, en esa como en tantas otras familias brasileras, el hábito de considerar la veracidad de la Iglesia Católica como una evidencia. Había en ella de modo muy vivo algo de aquella bonita invocación: “Sagrado Corazón de Jesús, Rey y centro de todos los corazones, ten piedad de nosotros”. Tal vez ella no la conociese o, si la conocía, no prestaba mayor atención, pero esa invocación era tal como ella veía la vida afectiva, que era la que llevaba, y consistía en dar ese calor de afecto y de formación, y decía mucho respecto al modo de ella ser católica.
Ella comprendía muy bien que la esencia de la convivencia está en la afinidad de las almas y en la felicidad que hay en darse y en quererse bien, realizando al pie de la letra el principio dado por Nuestro Señor en el Evangelio: es más feliz quien da que quien recibe.
Eso modelaba de algún modo su espíritu, en términos tales, que notaba en ella un deseo de darse, de atraer a sí para esa relación de alma, como no conocí en nadie.
Y dentro de eso, una dignidad y tranquilidad, una serenidad y resignación, por donde si nada saliese bien, ella no se irritaba, no se indignaba, no recriminaba, no se vengaba o se entristecía. Esta es bien la conducta de la Santa Iglesia con relación a los pecadores.

Tomemos, por ejemplo, lo siguiente. Revienta un cisma y surge la Iglesia Ortodoxa, aquellos ritos orientales, muchos se pasan para allá y la mitad del manto de la Iglesia se dilacera… La Iglesia llora. No dejó de excomulgarlos como debería: ¡ellos se equivocaron, ella los excomulga! Pero ella lamenta eso dignamente, mientras conquista América para compensar también a los países nórdicos y eslavos, que en gran parte había perdido. Ella conquista América. Los jesuitas decían que vinieron aquí para reponer lo que la Iglesia había perdido. Pero la Iglesia no desiste, continúa cierta negociación con ramas ortodoxas que pensaban reatar relaciones con ella. ¡Eso lleva siglos! Y de allá para acá, lentamente, de vez en cuando gotea un rito más dentro de ella.
La Iglesia recoge de esos tesoros ese poquito que queda, organiza, perdona, tiene bondad, dota de privilegios, indulgencias, instala bien, cumula de honras la hija que vuelve a la casa paterna. Ella no se olvida a no ser de los ultrajes recibidos. Pidiendo perdón, ella perdona.
Esa bondad, ¡eso era mi madre al cien por ciento, consonante con la Iglesia Católica a más no poder, pero a más no poder! Por ejemplo, las varas de los penitenciarios en Roma. Quien hubiese cometido un pecado venial muy desagradable de contar, no necesitaba declinarlo. Bastaba ir a la Basílica de San Pedro o a las cuatro basílicas menores, arrodillarse delante del padre, que este le golpeaba con una varita y estaba dada la absolución de los pecados, sin confesión. Pecado venial; mortal no. ¡Es una bondad, una flexibilidad única! ¡Eso esa mi madre por entero!

(Extraído de conferencia del 20/6/1980)

  1. En portugués, diminutivo de cuadro. Cuadro al óleo que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos, con base en las últimas fotografías de Doña Lucilia. ↩︎

El «unum» de la Iglesia estampado en las almas santas

Así como en la Iglesia hay un «unum» hacia el cual convergen todas sus perfecciones, también las almas santas tienen sus peculiaridades, pero hay algo en ellas que es la síntesis de todas las virtudes.

Todas mis admiraciones convergen hacia un punto: la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Ella contiene todas las perfecciones y bellezas, es la fuente de todo lo bueno, noble y grandioso. Incluso en las tristezas y en las miserias sin calificación de los días de hoy, la belleza del universo es la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana. ¡He aquí la gran verdad!

El unumen la Iglesia y en las almas santas

000000000

Carlomagno – Iglesia Abacial de Saint-Florent du Mont-Glonne – Saint Florent le Veil – Francia

La perfecta armonía entre las esferas espiritual y temporal es uno de los puntos luminosos de la Iglesia Católica. Ella es la síntesis, y todo cuanto el espíritu pueda imaginar de elogioso, sin ningún miedo, puede ser aplicado a ella. Así como en la Iglesia hay un unum hacia el cual convergen todas sus perfecciones, también las almas santas tienen sus peculiaridades, pero hay algo en ellas que es la síntesis de todas las virtudes.
Imaginemos que nos fuese dado conocer a alguno de aquellos hombres antiguos que llenaron de admiración los tiempos de otrora. Por ejemplo, Carlomagno. Incluso sus adversarios –enemigos de la Iglesia Católica, por lo tanto–, cuando se referían a él, lo hacían con respeto. Él poseía una serie enorme de cualidades, pero había una que condensaba en sí todas las otras: ¡él era Carlomagno! Por así decir, su coraje era un coraje “carolingio”. En él había un núcleo de todas las cualidades que era ser él mismo, y todas sus otras cualidades eran como los pétalos de una flor, porque la flor propiamente era él.
Así es en la Iglesia Católica. Todas las almas deben tener su peculiaridad, y en eso está una de las grandezas de la obra de la Creación. Con todo, se puede decir que ciertas cualidades son comunes a algunos santos. Por ejemplo, santos pertenecientes a una misma Orden Religiosa. A pesar de tener características personales, no deja de ser verdad que ellos tienen, de un modo sobresaliente, algo en común que los diferencia de las demás órdenes. Por ejemplo, unos son jesuitas, otros franciscanos. Ahora bien, un alma como la del Bienaventurado Palau tuvo, de un modo muy especial, un amor a la Iglesia Católica hasta el punto de desposarse de modo místico con ella, como el propio Nuestro Señor Jesucristo. Él le consagraba, por lo tanto, un amor tan singular a la Santa Iglesia, que hacía de él su héroe y su cantor. 

Síntesis de virtudes en el alma de Doña Lucilia

cap13_001

Mi madre, por ejemplo, era la síntesis completa que conocí de la seriedad de espíritu, de la misericordia, de la firmeza y de la bondad. Esas varias cualidades se reunían en ella para formar, digamos, un unum: ser Lucilia Corrêa de Oliveira. No hay una persona que yo haya conocido en cuya alma esas varias cualidades se registraban más, y a veces en cositas insignificantes. Un hecho minúsculo muestra el conjunto de esas cualidades. Se dio con una gata que estaba criando a sus gaticos en uno de los muros de nuestra casa. Era un inmueble pequeño. En el fondo del comedor había un muro que daba hacia un pasaje donde se guardaba un automóvil, y para cubrir ese muro y quedar así con un aspecto más agradable, el propietario de la casa de la cual nosotros éramos apenas inquilinos –una persona de muy buen gusto–, plantó una enredadera para cubrir el muro y quedar así más agradable a la vista. Era un muro muy bajo y yo no le daba mayor atención, ni a la enredadera.

Un día, durante el almuerzo, vi en la parte superior del muro un movimiento raro por debajo del ramaje, y dije:
– Mamá, vea qué raro ese movimiento encima del muro.
Con aquella dulzura que la caracterizaba, ella no dijo ni sí ni no, pasó por encima del tema, prefiriendo no tratarlo, pero yo quería saber qué había allí.
Ella me respondió:
– Sí, ya noté algo…
Yo dije:
– Pero estoy notándolo solo ahora.
Y dije a una criada portuguesa llamada Ana, que nos servía:
– Ana, vaya a ver qué hay en ese…
Miré a mi madre y la noté sin saber qué hacer. La criada se rio y dijo:
– Doctor, ¿Ud. no se dio cuenta de qué es? Doña Lucilia le está escondiendo algo…
– ¿Qué me está escondiendo ella?
– Es una gata que tiene sus crías ahí.
Yo no me indigné con mi madre, pero me indignó la idea de tener un muro lleno de gaticos andando de un lado para otro. De repente uno saltaba dentro del comedor. A mí me
gustan mucho uno o dos gaticos, más que eso, no.
– Coja una escoba, o una manguera para regar el jardín y saque a esa gata con todas sus crías, hasta que el último gatico esté fuera del terreno de la casa.
Mi madre se volvió hacia mí:
– ¡Ah, pobrecita! No hagas eso. ¿No ves que la pobre después puede perder uno de sus hijitos, dispersarse por ahí y nunca más encontrarlo?
– Mamá, ella no tiene raciocinio.
Ella pierde un hijo como uno de nosotros pierde un cabello.
Doña Lucilia, queriendo tocar más mi sentimiento que mi raciocinio, dijo:
– ¡Pobrecita! No hagas eso.
La palabra “pobrecita” estaba cargada de tanta bondad, tanta pena y tanto afecto, que yo le dije a la criada:
– Ana, cuide de esa gata y llévele leche todos los días.
Por lo tanto, era un pedido al cual yo iba a responder naturalmente “no”, pero mi madre me pidió de tal modo, que yo sería capaz de decir mil veces “sí”.
Es mucho más fácil comprender a un gato que tener compasión de él, pues es un ser irracional. Él no sabe que existe, no sabe nada, es un animal. Pero, como sobre él bajó la pena de Doña Lucilia, se pudo hallar una solución. Tener lástima de esa forma era tener tanta dulzura en el corazón que el gato recibía, en vez de un chorro de agua, la leche para todas sus crías.
A propósito, para ser bien positivo con respecto a ese hecho –una niñería–, yo recibí un pequeño premio con eso. Yo era muy joven, tenía unos 24 o 25 años más o menos, y nunca tuve tiempo para prestar atención en gatos. Sin embargo, con aquella gata y sus crías, comencé a observarlos y percibí cómo es un animal interesante, y pude sacar de ahí varios principios.

(Extraído de conferencia del 10/12/1993)

02 

Convivencia amena y formativa

Lleno de saudades, el Dr. Plinio recuerda su convivencia con Doña Lucilia con  ocasión de las temporadas de reposo que pasó en Aguas da Prata, donde su madre,
sin importarle sus propios sufrimientos, distraía y formaba a su hijo con las historias de Bécassine.

Doña Lucilia comentó conmigo innumerables veces las historias de Bécassine. Como la Fräulein me enseñaba francés y yo ya había estado en Francia, sabía hablar un poco de esa lengua. Por eso, yo mismo leía la historieta, no era necesario que mi madre me la contara. Pero ella me explicaba las escenas y actuaba con mucho sentido educativo, porque a veces me incentivaba a hacer comentarios.
Y yo, siempre muy locuaz y expansivo desde mi primera infancia –a propósito, es un hábito que no perdí–, hacía muchas preguntas porque no entendía bien ciertas narraciones, y ella
me dejaba hablar a gusto, sobre todo cuando era más niño. Yo leía otras cosas por mí mismo y comentaba, mientras ella rectificaba o desarrollaba mis comentarios. Sin embargo, la raíz era mi comentario y no su explicación.

Entre más ella sufría, más se entregaba

com-guarda-chuva-all-francaiseLo que más me acuerdo con respecto a Bécassine se refiere a una temporada que pasé en Águas da Prata. En aquel tiempo era un poblado, pero después creció. Allá había aguas consideradas muy benéficas para quien padecía de enfermedades hepáticas. Como mi madre sufría mucho del hígado, íbamos allá con frecuencia para hacer estancias que, según las costumbres del tiempo y la orden médica, deberían ser de veintiún días. Generalmente viajábamos durante mis vacaciones. Iban mi padre y mi madre, mi hermana y yo; a veces también mi abuela y otros parientes. Ellos no necesitaban ir por indicación médica, sino apenas para distraerse, pues el ambiente del hotel era simple y tenía comida de buena calidad. Sobre todo, ¡me acuerdo de los excelentes cabritos, de la mantequilla muy buena, hecha con leche de cabra, y del excelente pan! Para mí, eso ya bastaba.
En esa temporada a la cual me refiero, yo tenía unos doce años, más o menos, y me enfermé. El médico me recomendó acostarme inmediatamente, y ella se quedó cuidándome. Yo no necesitaba nada más, pues tenía una confianza total en ella, y ni siquiera quise saber cuál era la enfermedad. Entonces, con paciencia, bondad y afecto muy grandes, mi madre me hacía compañía. A veces se sentaba a mi lado o en mi cabecera, apoyada sobre las almohadas y colocando delante de mí la historieta de Bécassine para que la hojeáramos juntos. Sin embargo, cuando yo estaba saludable sucedía lo contrario: Doña Lucilia se acostaba durante el día y cerraba la veneciana de su cuarto, por donde entraba una luminosidad muy agradable; nunca fui amigo de luces muy fuertes, siempre preferí la luz tamizada. En esas ocasiones, yo iba hasta su cuarto llevando a Bécassine, me recostaba a su lado y comentábamos la historieta. Yo estaba seguro de que ella tenía por eso una gran atracción, pues siempre mostraba mucho interés y complacimiento. A tal punto nunca me pasó por la mente que a ella no le estuviese gustando aquello. Solo a mis cuarenta años, más o menos, me surgió la duda a ese respecto, pero ya era tarde…

¡Me gusta que él esté aquí!

plinio_marineroCuando yo me daba cuenta de que todos los niños de la familia estaban jugando afuera, en el jardín, ¡yo huía! Pasaba por mi cuarto –contiguo al de ella–, cogía a Bécassine y me iba a sus aposentos. Ahora bien, si ella estaba con los ojos cerrados, no la despertaba, claro, pero eso sucedía de un modo relativamente raro. Generalmente, mi madre estaba rezando o descansando, viendo algo, e incluso en oración, yo entraba sin escrúpulos de interrumpir, pues me parecía que después ella tendría tiempo para rezar, y decía:
Mãezinha (1), el otro día dejamos Bécassine en tal punto, ¿podemos continuar ahora?
– ¡Claro, hijo mío, ven aquí!
A veces, para liberarla, mi padre entraba y decía:
– Plinio, ¿no ves que tu madre está descansando?
Y ella decía con mucha bondad:
– A mí me gusta que él esté aquí.
Yo miraba a mi padre y decía:
– ¿Ya vio?, ella está gustando…
Creo que ella hacía, por detrás de mí, alguna señal para que él no insistiese. Entonces mi padre hacía una cara de desolación, como diciendo: “No hay remedio…”, y salía del cuarto.

(Extraído de conferencia del 9/6/1984)

NOTA
1) En portugués, diminutivo afectuoso de madre.