Mirada linda y venerable

Existen innumerables tipos de miradas: como la del lince, aterciopeladas; como de la madreperla, chispeantes. La mirada de Doña Lucilia estaba llena de respeto y dulzura. Cuando miraba al Dr. Plinio, en la
convivencia diaria, él tenía la impresión de que la mirada de ella lo consideraba desde lo alto, desde lejos; era inexpresable, pero admirable

¿Qué es la luz de una mirada? Que hay miradas con luz, es una noción corriente, todos lo sabemos. Yo conocí muchas miradas con luz; además de la venerable y linda mirada de Doña Lucilia, percibí también innumerables personas en el momento en que la gracia visita el alma. Entonces, veía y pensaba: “Claro. ¡Nuestra Señora en este momento le está ayudando!”. Se ve una cierta luz. Por ejemplo, la luz de la vocación se nota en las miradas.
Hay un universo de miradas ¿Qué es propiamente eso? Es de sentido común que el mejor modo de ver lo que pasa en el alma de alguien es mirar sus ojos. El estado de alma tiene su efecto en el cerebro, en el sistema nervioso, en la musculatura ocular y, aunque involuntariamente, los ojos van mostrando lo que el alma va sintiendo. Así, los estados de mucha complacencia o de mucho entusiasmo del alma producen en la mirada, por no sé qué canales, una luz que es el efecto de la luz percibida por el espíritu. Y por esa causa hay diferencias de belleza en las miradas.
Hay miradas que son como de lince, ven a lo lejos. Al verlas se tiene la impresión de que, en los últimos confines del horizonte visual o mental, aquellas miradas están sobrevolando. Es una forma de pulcritud.
Hay otras miradas, por el contrario, que parecen precaverse contra las largas distancias, e iluminan de un modo ameno las proximidades, convidando a la intimidad y a las grandes elevaciones interiores.
Así, ¡cuántas y cuántas miradas, de cuántas y cuántas formas! Se puede decir que hay un universo. Hay miradas que representan una forma peculiar de alma, por la que ellas son como aterciopeladas. Otras manifiestan un tipo de alma diferente, y se podría decir que son de madreperla. Existen miradas que expresan otros estados de espíritu, por los que se podría afirmar que son chispeantes. Y así en delante, casi hasta el infinito. La mirada de mi madre era para mí llena de respeto, de dulzura, de intimidad y, sobre todo, lo que me agradaba más en esa mirada era cuando me miraba – en aquella intimidad, tantas veces nos mirábamos – y yo tenía la impresión de que me consideraba desde lo alto, desde lejos, ¡algo que no sabría cómo expresar, pero era algo admirable!

Una trans-palabra que conoceremos en el Cielo

La vida entera yo quise tener una mirada. Cuando leí que Nuestro Señor miró a San Pedro y este se convirtió, me vino un deseo enorme de, un día, poner mis ojos en los de Él, verlo y ser visto por Él. Y tener ese intercambio de miradas por donde se percibe que cada alma penetra en la otra, con la idea de que aquello traería un florecimiento, una elevación, y que Él me daría misericordias, condescendencias, bondades… ¡Algo de lo cual yo tenía un deseo enorme! Después me vino, naturalmente, la idea de ser mirado por Nuestra Señora. Sobre todo, cuando leí en la “Divina Comedia” – a propósito, no leí la “Divina Comedia”, sino trechos de ella – que Dante al llegar al Cielo – él se representa estando vivo, razón por la cual no pudo ver la esencia divina – mira a Nuestra Señora, y en la mirada de Ella percibe un reflejo de la mirada de Dios: ¡ahí está el ápice del Paraíso! ¡Ah! Si Ella pudiese mirarme, aunque fuese un momento, y dijese solo esto: “Hijo mío…”, tengo la impresión de que me desharía; ¡yo no querría otra cosa sino eso! En realidad, sucede que a veces tenemos un poco de esa impresión cuando entramos en un lugar donde está el Santísimo Sacramento. Para mí, sobre todo cuando el lugar está vacío: una capilla, una iglesia. Hay algo en el ambiente enteramente diferente de lo que está afuera.
Tenemos la impresión de que penetramos en una mirada que nos envuelve, nos asume y nos dice, casi por todos los sentidos, algo que no sabemos qué es; es una trans-palabra que conoceremos en el Cielo.

(Extraído de conferencia de 21/11/1979)

 

Formación del espíritu de la Contra-Revolución

Desde niño, el Dr. Plinio pensaba continuamente en temas elevados. Pero sus compañeros, no queriendo oírlo hablar de esos asuntos, lo aislaban. Ese aislamiento profundo solo encontraba su lenitivo en Doña Lucilia, quien fue el apoyo para su inocencia y para formar en él el espíritu de la Contra-Revolución.

Al considerar las primeras gracias que recuerdo haber recibido – un niño yo de dos o tres años –, la impresión inicial es de una profunda sensibilidad hacia mi madre. Una sensibilidad que se extendía de ella a todo lo que fuese más o menos de su estilo. Era muy sensible a la compasión que yo notaba que ella tenía por mí, por ser yo, en mi primera infancia, pequeñito, débil y muy enfermizo. Yo sentía de ella para conmigo una pena amorosa, llena de respeto, una sonrisa bondadosa y una especie de torrente de afecto que se representaba, casi que físicamente, como un caudal de luz dulce que penetraba en mí, y que venía de ella.

Ver las cosas por sus aspectos más altos

El pequeño Plinio con su hermana Roseé

Eso me hacía muy sensible a toda forma de compasión hacia otros que sufriesen. Era un reflejo: lo que ella tenía por mí, yo tenía con respecto al sufrimiento de otros. Eso me sensibilizaba profundamente.
Sin embargo, esas disposiciones no eran una compasión común. Yo tenía mucha facilidad de ver metafísicamente cómo era eso y, entonces, de aplicarlo al caso concreto. Y de ese paso hacia lo metafísico resultaba la compasión y la misericordia en sí mismas, aunque ya vistas en su aspecto más alto, y vibraba con eso profundamente. De ahí resultaba también mucha afectividad. Yo era muy propenso a tratar a todo el mundo con afecto, cortesía y respeto, y a pensar que también me tratarían con esa mansedumbre; eso me daba una alegría plateada – para expresarme así – que constituía en una luz de mi infancia.
Me acuerdo, por ejemplo, que mi madre, mi abuela, mi padre y otras personas de la familia fueron a una especie de réveillon (del francés: festejo con ocasión del Año Nuevo), en París, con ocasión del Año Nuevo, en nuestro viaje de 1912. Y mi madre trajo unos adornos que habían sido distribuidos a las señoras para que los sostuvieran mientras bailaban. Doña Lucilia no bailó, pero trajo los adornos. Al llegar al hotel, ella amarró uno de esos adornos al pie de mi cama. Me levanté en la madrugada y pensé: “Una más de mamá”, y me volví a quedar dormido. Este “una más de mamá” contenía el reconocimiento de una efusión más de su afecto. Cuando desperté, en la mañana, vi de nuevo el adorno y cómo estaba amarrado, y pensé: “Ya veo: ella fue indispuesta a la fiesta y volvió aún más indispuesta, y allá estaba pensando en mí y en mi hermana. Llegó tarde, cansada, y, a pesar de todo, estuvo aquí de pie, amarrando ese adorno, y
puedo imaginarla sonriéndome mientras yo dormía, y regalándose con mi sorpresa al despertar.”
El cuarto de ella quedaba al lado del mío. Me levanté y fui directamente a su habitación llevando el adorno, y jugué con ella. En eso había algo a la manera de un globo lleno de gas que tiende a subir, una tendencia a elevarse y ver las cosas por sus aspectos más altos, continuamente y a propósito de todo.

Meditaciones a propósito de un regalo de Navidad

En cierta ocasión recibí de un tío, en Navidad, una caja con un regalo muy bonito traído de Francia, cuyo título era La Ferme – La Hacienda –. Cuando se abría la tapa de la caja, aparecía la escena de una hacienda. Después, en otra sección, venía la escena de una pequeña aldea francesa, encantadora, con enredaderas pequeñas pintadas, con frutillas rojas.
En seguida, había una iglesita y todo lo que existe en una especie de pequeña aldea dentro de una hacienda: los campesinos, los montes de heno muy característicos, el perrito, un riachuelo pintado en el piso con un puentecito… Hasta hoy siento la repercusión del encanto que me causaban esas cosas.
En medio de eso, un hombre muy erecto y distinguido, con un sobretodo negro muy bien cortado y sombrero de copa gris, que era el auge de la elegancia, con unos guantes en la mano saludando a alguien, en un saludo perpetuo, invariable e inmóvil, aunque saludando con tanta distinción y afabilidad, que yo me encantaba con aquello, y pensaba cómo sería bueno si conociera a ese hombre y lo saludara de la misma forma, y conversáramos. Estableceríamos una conversación sobre temas tan agradables, tan elevados, tan dulces…
Sin embargo, si yo quisiese conversar sobre eso con mis compañeros, ellos lanzarían una carcajada. Nadie toleraría que un niño hiciese sociología, menos aún psicosociología. ¡No podía ser! Pero como yo era así, era el aislamiento y la tristeza…
Un aislamiento profundo que solo encontraba lenitivo en mi madre, con quien yo no hablaba esas cosas porque no tenía certeza de que ella las comprendería, pero sabía que ella las sentía.
Doña Lucilia fue, entonces, el apoyo para mi inocencia y para formar en mí el espíritu de la Contra-Revolución.
(Extraído de una conferencia de 20/6/1987)

 

Manifestación de acogida, gentileza y bondad

Doña Lucilia tenía una noción muy profunda de la maldad del género humano, que se reflejaba en las personas con quien ella trataba y le causaban decepciones. Pero ella las acogía sin ninguna acrimonia, acidez, ni recriminación; era llena de perdón y de bondad. No obstante, en ella no había ni una gota de ilusión a ese respecto.

e vez en cuando me vuelve al espíritu la actitud de Doña Lucilia con relación al proceso revolucionario, con la curiosidad de recoger pequeñas reminiscencias que me permitan ver y describir mejor cómo era ese asunto.

Noción profunda de la maldad del género humano

Hay ciertas nociones preliminares que, aunque estén al margen del asunto, deben ser consideradas. Una persona del siglo XIX era mucho más atenta a los propios dramas interiores, que una persona posterior a la Primera Guerra Mundial.
Si hay una cosa poco desarrollada en las atmósferas marcadas por el “hollywoodismo” es la sensación, la idea del drama interior, de un elemento que le falta a un alma para que se complete, aquello que la hace sufrir. Esas cosas que el romanticismo del siglo XIX consideró con un lente de aumento, el siglo posterior las comprimió al máximo posi
D ble. Una persona dramatizaba mucho más ciertas situaciones infelices en el siglo XIX, porque las tomaba mucho más en serio, llevándolas con cierta tendencia a la exageración.

En mi madre no noté una tendencia a la exageración, pero ella era muy seria. La fotografía de ella muy joven indica mucho eso. Ella llevaba la seriedad hasta el último límite. Y por esa causa, Doña Lucilia consideraba ciertas situaciones interiores sobre todo bajo el siguiente aspecto: ella notaba que en un mundo feliz – los hermanos, la familia en general, bien instalados – ella era infeliz, porque había sufrido enormemente con la operación realizada en Alemania, en 1912. Además, con sinsabores que también la habían hecho sufrir mucho cuando joven. Le quedaba, entonces, una idea de que ella estaba muy marcada por el sufrimiento y que la Providencia la había escogido para eso.
Por otro lado, la idea de que la transformación que ella observaba en su entorno, que repercutía dentro de ella, resultaba de una profunda maldad del género humano. Ella tenía una noción muy profunda de esa maldad, sin acidez, sin recriminación, llena de perdón y de bondad, pero en la cual no había ni una gota de ilusión. Eso con respecto al conjunto de la humanidad y que, por lo tanto, reflejaba en las personas con quien ella trataba y con quien tenía decepciones, aunque sin ninguna acrimonia.

Una gracia que no existe fuera de la Iglesia Católica

Uno de los aspectos de su alma que más me encantó fue verla, a lo largo de su vida, sufrir muchas cosas midiendo hasta el fondo cada sufrimiento, sin hacerse ninguna ilusión. Y después tratar todo con bondad, con un perdón que me hacía recordar a la Iglesia del Corazón de Jesús, en São Paulo, y aquella atmósfera de innegable perdón que allá existe.
Ella parecía muy modelada por eso. Por esa razón ella me llevó a considerar muy desconfiadamente el género humano. La cuestión se ponía así:
hasta las mejores personas, a quien razonablemente más se quiere, en el fondo, desilusionan. Y si no desilusionaban a todos, por lo menos, la desilusionaban a ella. Y al desilusionarla indicaban que tenían aspectos malos. Ese era, entonces, un aspecto triste y hasta desolador de la existencia humana, considerado, no obstante, con mucha suavidad, pero dejando trasparecer en la mirada una perplejidad: “Veo claramente cómo es eso, pero, ¡qué cosa asombrosamente pésima!”
Por la fotografía se nota que no hay acrimonia, ninguna acusación, ninguna recriminación. Apenas existe una especie de perdón como quien dice: “Deje que eso sea así, yo voy a seguir siendo buena. Eso se explica en Jesucristo Nuestro Señor y no de otra forma, pero se explica realmente”.
Si hay algo que no es natural, es eso. Es decir, es una gracia sobrenatural recibida en el Bautismo, que no existe fuera de la Iglesia Católica y dentro de ella no es frecuente. Fuera de la Iglesia Católica es inútil buscar, porque no existe. Es una gracia que forma la persona en Nuestro Señor Jesucristo.
Hay una jaculatoria dirigida a Nuestro Señor: “¡Jesús, manso y humilde de Corazón, haced nuestro corazón semejante al vuestro!”. Es una gran gracia. A propósito, fue lo que Nuestro Señor nos enseñó durante toda su vida. La actitud de Él con nosotros durante la Pasión, por ejemplo, fue esa todo el tiempo.

Un torbellino de afecto, de comprensión y de cariño

Nuestro Señor vio el mal, claro. Pero a Él no se le muestra así. Se presenta su tristeza, pero no se llega a decir tajantemente que esa tristeza se debe a que Jesús veía el mal en los otros.

Imagen del Sagrado Corazón ofrecida a Doña Lucilia por su padre


Hay un trecho del Evangelio en el cual el evangelista hace este comentario: “Habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el extremo”
(Jn 13, 1). Doña Lucilia daba prueba de ese amor hasta el fin. Yo creo que esa es propiamente la expresión, la irradiación de Nuestro Señor, y también de Nuestra Señora: Salve Regina, Mater misericordiæ y todo el resto, muestran la posición hacia el pecador.
De ahí resulta su devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Y eso modelaba su alma de tal manera que, al final de su vida, habiendo sufrido todo lo que sufrió, cuando comenzaron a aproximarse a ella algunos de mis jóvenes seguidores, noté que ella se dejó tocar por ese afecto, creyendo en él enteramente. Por tanto, ella ni siquiera había perdido ese frescor de alma por el cual la persona está dispuesta a creer y a esperar una vez más, aunque haya tenido mil decepciones.
De repente apareció en su vida, a punto de terminar, un torbellino de afecto, de comprensión y de cariño al cual ella se entregó con toda bondad.
Ahora bien, la reacción “normal” sería: “Yo estoy por morir, no voy a embarcarme en la milésima decepción de mi vida. Le cierro la puerta.”
Eso corresponde a una forma conmovedora de perdón. No de un perdón bobo, sino con un profundo discernimiento.
Para utilizar una imagen, era más o menos como cierta hierba cuando es pisada; el pie del hombre dobla la hierba, pero poco a poco ella vuelve a su estado natural. Así era Doña Lucilia. Minutos después de recibir la ofensa, ella estaba con la misma bondad,  nclusive con la misma persona que la había hecho sufrir. Hay almas que, a fuerza de sufrir, quedan como alguien que, debido a un reumatismo, tienen rígidas todas las articulaciones del cuerpo, y por eso les cruje y les duele cualquier movimiento. Es horrible, es triste. Si hay alguien que no era así, fue mi madre. Arquetípicamente no era
así. Ella manifestaba, a cualquier momento, una acogida, una gentileza, una bondad, asombrosa. Era la actitud de un alma consciente de toda la maldad del hombre, pero sabía que podían existir, axiológicamente, criaturas humanas que correspondiesen. Y ella llevó esa certeza tranquilamente hasta el fin.

(Extraído de conferencia de 31/8/1985)

Una voz comunicativa

La voz de Doña Lucilia era muy flexible y ondulada, con una capacidad extraordinaria de hacer trasparecer el significado moral y psicológico que ella le quisiese comunicar. Eso hacía su conversación muy agradable.

 

Mandolina perteneciente a Doña Lucilia

Doña Lucilia nunca fue cantora. Cuando joven tocaba un instrumento panzudo y todo adornado con madreperlas, llamado mandolina.
Como el clima en São Paulo siempre fue muy irregular, cierta vez ella tuvo un resfriado bastante agudo, perdiendo buena parte de su audición por esa causa. Así, quedó incapaz de tocar música, porque para eso es necesario tener un oído muy afinado. Sin embargo, ella conservó la mandolina hasta el final de su vida, guardando cierta nostalgia de ella, aunque ya no la tocara.

Voz comunicativa, principalmente en los asuntos elevados

Aun así, mi madre tenía la voz muy flexible, ondulada. No era nada cantante, sino una voz con una capacidad extraordinaria de transmitir el significado moral y psicológico que ella le quisiese comunicar.
Así, cualquier cosa dicha por Doña Lucilia, según el caso, podía tomar una inflexión muy comunicativa y persuasiva, lo cual volvía su conversación muy agradable. Sobre todo cuando se trataba de un asunto serio – no solo en el sentido de reprensión, sino también de aprobación, de un cariño serio, de un tema elevado –, su voz se hacía muy comunicativa.
Eso hacía que ella, cuando quería comunicar confianza, tuviese inflexiones de voz que transmitían una especie de persuasión que, a primera vista, podría parecer gratuita, pero analizando bien, se veía que no era así.
A mí mismo, como hijo suyo, en circunstancias de mi vida de niño –porque el hombre necesita tener
confianza desde pequeño –, así como después en situaciones de mi vida de joven y de adulto, varias veces ella me recomendó esa virtud, comunicándola de modo a persuadirme de que realmente era necesario confiar y mantenerme tranquilo.

El niño Plinio se enferma de paperas

Me acuerdo, por ejemplo, de una cosa que es una bagatela: el modo de ella tratarme las paperas.
Esa enfermedad, si es bien cuidada – evitando que el niño salga corriendo por el jardín, etc. – no tiene ninguna gravedad, pero es un poco prolongada, y para un niño constituye una eternidad quedarse en cama. No hay ningún niño que no tenga horror a permanecer en cama.
Ahora bien, yo no sabía que las paperas podían pasarse de un lado a otro del cuello. Tuve a un lado y después fue disminuyendo. Mi madre – que conocía esa característica de la enfermedad, pero no me lo decía para que yo no quedase temeroso –me tranquilizaba: “¡Mira, ya están mejorando tus paperas!” Yo iba palpando, sintiendo que disminuían, y haciendo planes de salir corriendo al jardín, y de mil otras cosas de un niño que no aguanta más la cama.
Un buen día le dije a ella:
– Mamá, qué gracioso, tengo algo aquí.
– Hijo mío, las paperas pasaron al otro lado.
Comencé a llorar, porque para un niño de seis años eso puede significar una catástrofe cósmica, universal…
– No, ten paciencia, que eso pasa como ya pasó del otro lado – me consolaba ella –.
Si otra persona me dijese eso, yo bramaría: “Eso no pasa, eso no se está acabando, ¿no ves? ¡Cambiemos ese médico!” Yo no entendía bien lo que ocurría. ¿Cómo era posible que la misma enfermedad apareciese al otro lado? ¡Ese médico es un incompetente, no sirve para nada!
Pero al decirme “eso pasa”, ella me daba la persuasión de que realmente eso iba a pasar, el tiempo no sería tan largo, era soportable y, al fin de cuentas, durante la enfermedad yo tendría los cariños excepcionales de ella, que compensarían la prueba de quedarme en cama.

“¡Ten confianza!”

Pueden imaginar el desenlace del caso: cuando las paperas estaban casi curadas, amanecí con una indisposición de estómago violentísima.
Mi cuarto quedaba al lado del de ella. La llamé:
– Mamá, ven, por favor.
Ella vino y yo le dije:
– Amanecí con esto.
Filhão¹, las paperas pasaron al estómago…
– ¡¿Eso se transmite al estómago?! ¡¿Dónde más pasa, a los ojos, a la lengua… ?!
– Quédate calmado, porque solo da en los dos lados del cuello y en el estómago; en ningún otro lugar.
Ahora, de hecho, es la última vez. Quédate consolado. Mira, te voy a traer un juguete. ¡Ten confianza! Ese “ten confianza” era dicho de tal modo que yo comenzaba a confiar y me sosegaba. Era el efecto comunicativo del timbre de su voz, propio de una madre, pero al mismo tiempo con algo que yo sería llevado a juzgar como sobrenatural, y que actuaba profundamente sobre mí.
Aunque yo haya sido en toda mi vida muy categórico, me sosegaba, me acostaba, recostaba mi cabeza en mi almohada y comenzaba mi triste mañana de enfermo. Pero con ella al lado no había problema, estaba todo resuelto: “Mamá está ahí, yo confío en ella, porque ella lleva consigo algo de Dios que hace que todo dé buen resultado.”

Intercambio de mociones que aumentará en las circunstancias más difíciles

La gran cantidad de flores depositadas en la sepultura de Doña Lucilia muestra la forma en que son tratados como hijos los que a ella recurren. Todo eso corresponde a gracias recibidas, a esperanzas de nuevos favores, al afecto y a la gratitud por los beneficios obtenidos. Es una cosa muy justa, muy razonable. Además de las flores, ese grupo de personas se queda allí indefinidamente, sin querer irse. Tanto pueden salir de repente si llueve, por ejemplo, como no incomodarse mucho y permanecer bajo la lluvia.
¿Por qué? Porque están sintiendo algo interior, una gracia que lleva a la persona, más o menos confusamente, a pensar: “Aquí estoy bien y de aquí no salgo”. Se ve que hay una especie de diálogo mudo entre el alma de ella en el Cielo y las personas que están rezando allí.
Ese intercambio de mociones se deberá dar intensísimamente en circunstancias difíciles como, por ejemplo, durante los castigos previstos por Nuestra Señora en Fátima.
(Extraído de conferencia de 28/2/1993)


1) N. del T.: En portugués, aumentativo afectuoso de hijo.