Una ayuda financiera…

Entonces empecé a rezarle a Dña. Lucilia y en eso cayó en mis manos un artículo que narraba el caso de una mujer que también se quedó sin trabajo y que le pidió ayuda y enseguida…

Elizabete Fátima Talarico Astorino

 

Esto se constata cuando leemos el testimonio enviado por Patricia Gamarra, de Paraguay, en el que narra cómo Dña. Lucilia la ayudó en un grave aprieto financiero.

Cuenta ella: «Mi madre y yo estábamos pasando por una situación económica muy difícil. Además de haberme quedado sin trabajo, no me habían pagado un servicio anterior de todo un mes. Así que todas mis cuentas estaban un mes atrasadas.

»Entonces empecé a rezarle a Dña. Lucilia y en eso cayó en mis manos un artículo que narraba el caso de una mujer que también se quedó sin trabajo y que le pidió ayuda y enseguida milagrosamente apareció depositada en su cuenta bancaria la cantidad que necesitaba. Esto me llenó de confianza y me dije: “Bueno, pues se lo voy a pedir a ella… No creo que me pase lo mismo, pero sé que me va a ayudar de alguna forma, aunque sea dándome fuerzas para trabajar y oportunidades de trabajo”».

No obstante, Dios quería de Patricia una oración persistente: a cada momento que pasaba, todo iba de mal en peor. Un día, después de hacer una lista exacta —y voluminosa…— de cuánto le faltaba por pagar, exclamó llena de confianza: «Doña Lucilia, auxilio, ¡por favor!».

Al día siguiente recibió una llamada de su hermano, que le dijo: «Mamá me ha contado por lo que estáis pasando. He recibido algo de dinero y te voy a regalar cinco millones de guaraníes».

Patricia Gamarra con una réplica del «Quadrinho» de Dña. Lucilia

Patricia se quedó asombrada, ¡pues era exactamente la cantidad que necesitaba para saldar las cuentas atrasadas! E inmediatamente percibió que se trataba de una intervención de Dña. Lucilia, que movió a su hermano a un inusual acto de generosidad: «Le pedí tanto a Dña. Lucilia que me ayudara, y me ayudó».

… y una lección de fe

Sin embargo, no se limitó a eso la intercesión de tan bondadosa madre. Patriciade casi no tener trabajo, comenzó a recibir tantas solicitudes que ahora le faltaba tiempo para atenderlas todas.

Además, necesitaba recibir el importe correspondiente a un mes de trabajo realizado por ella, que no le había sido pagado. Le escribió al deudor varias cartas de cobro, sin obtener respuesta alguna. Durante dos meses le había pedido insistentemente a Dios: «Por ​​favor, Señor, ¡que me paguen! ¡Por favor!». Pero no recibió respuesta ni de lo alto ni del deudor…

Entonces empezó a rezarle a Dña. Lucilia con más empeño, en esa intención. Pero se sintió llevada a hacer un acto de desapego y de confianza: «Señor, lo pongo en tus manos. Que se haga tu voluntad, y yo dejo esto de lado». Sólo en ese momento fue cuando recibió el pago.

Ese acto de abandono a la voluntad de Dios, Patricia lo atribuye a la intervención de su celestial protectora: «Creo que ella, por así decirlo, fue actuando en mi corazón para que yo rezara de esa forma. No sólo me consiguió el dinero que necesitaba, sino que también me dio la gracia de cambiar de actitud, de dejarlo todo en las manos de Dios realmente y confiar muchísimo más. Y estoy muy agradecida».

Así, el auxilio de Dña. Lucilia le dio una valiosa lección de fe a Patricia: cuando nos desapegamos de los bienes materiales y ponemos nuestra confianza únicamente en Dios, el resto viene por añadidura (cf. Lc 12, 31).

(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, mayo 2024)

Una intervención «luciliana» más: ¡otra niña!

Ante la gravedad de su situación, el equipo médico decidió derivarla al Hospital de las Clínicas, de São Paulo, donde podría recibir un tratamiento más adecuado y seguro. Al llegar allí, un especialista enseguida la advirtió: «Mira, la probabilidad de que sobrevivas a este parto es muy pequeña; de verdad, muy pequeña».

Elizabete Fátima Talarico Astorino

 

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Respondiendo siempre de una manera superabundante a las peticiones que se le hacen, Dña. Lucilia obtuvo aún para Eriane la gracia de ser madre de otra niña. Esta vez, sin embargo, las alegrías de la maternidad se vieron acrisoladas por los sufrimientos resultantes de una enfermedad que le dio la oportunidad de comprobar una vez más la extremosa solicitud de su celestial protectora.

En efecto, este último embarazo fue especialmente complicado debido al diagnóstico de placenta percreta, una peligrosa anomalía que supone un grave riesgo para la vida de la madre y del feto.

Además, Eriane sufrió dos serias hemorragias, la primera de las cuales fue tan fuerte que pensó que había perdido al bebé. En consecuencia, varios médicos le recomendaron que abortara para que salvara su vida. Ella nos cuenta una de esas propuestas: «Tras hacerme una ecografía, el médico me dice: “Mira, tendrás que abortar, sino te morirás”. Le respondí: “Doctor, esa posibilidad de aborto no existe. ¡No existe! ¡Esto es un crimen!”».

Los médicos podían insistir todo lo que quisieran sobre el gran peligro de muerte al que se exponía con su embarazo, pero ella estaba muy decidida a seguir el ejemplo de Dña. Lucilia, quien, en una situación similar, prefirió salvar la vida de su hijo Plinio, aunque fuera a costa de la suya, y le dio al médico una categórica contestación: «¡Doctor, esa propuesta no se le hace a una madre! ¡Ni siquiera debería haberla pensado! A un hijo mío, ¡no lo mataré jamás! Aunque tenga que morir, no mataré a mi hijo».

Ayuda a llevar la cruz hasta el final

De hecho, Eriane tenía una solución mucho mejor para el problema: su confianza en el auxilio de Dña. Lucilia se afirmaba cada vez más; estaba segura de que esta bondadosa madre cuidaría de ella y de su hija.

De todos modos, el sufrimiento y la incomprensión por parte de algunos médicos acompañaron a Eriane durante los largos meses de gestación, pero en ningún momento le faltó el amparo de Dña. Lucilia para llevar esta pesada cruz.

«En fin —narra ella—, el embarazo continuó, durante el cual casi no me levanté de la cama. Necesitaba permanecer en reposo: no podía hacer esfuerzos, no podía caminar demasiado, tenía que hacerlo todo con cuidado. Y para una madre que tiene otros niños en casa, era bastante complicado. Pero Dña. Lucilia no nos abandonó en ningún momento».

«Confío en Dña. Lucilia, todo saldrá bien»

Un día, estando en São Paulo, Eriane tuvo una hemorragia tan fuerte que tuvo que ser ingresada de urgencia en un hospital de la ciudad paulista de Caieiras. Ante la gravedad de su situación, el equipo médico decidió derivarla al Hospital de las Clínicas, de São Paulo, donde podría recibir un tratamiento más adecuado y seguro. Al llegar allí, un especialista enseguida la advirtió: «Mira, la probabilidad de que sobrevivas a este parto es muy pequeña; de verdad, muy pequeña».

Después de darle detalladas explicaciones, el mismo médico le sugirió que se quedara ya hospitalizada ese día, es decir, unas doce semanas antes de la fecha prevista para el parto. Ella le respondió: «No, no voy a estar ingresada, pues tengo otros hijos. Voy a quedarme en casa. Confío en la Virgen, confío en Dña. Lucilia, todo saldrá bien».

A pesar de la situación, y probablemente porque Dña. Lucilia estaba allanando el camino, el médico jefe concordó con la decisión de Eriane: «Está bien, entonces puede irse a casa, ¡pero descanse! Y vuelva el 2 de enero, para que pueda dar a luz el día 3. ¡No puede pasar ni un día más! Está usted en riesgo. Por lo tanto, tenga mucho cuidado».

Siempre amparada durante la prueba

Así pues, regresó a su casa, pasó la Navidad y el Año Nuevo con su familia y regresó al hospital el día acordado. «Entonces comenzaron los sufrimientos — continúa el relato—, durante los cuales rezaba mucho, pidiendo el auxilio de Dña. Lucilia. La operación del parto empezó a las siete de la mañana y terminó a las cinco de la tarde; recibí al menos siete bolsas de sangre. Pero sentía muchas gracias, me sentía acompañada todo el tiempo por Dña. Lucilia. Es como si me dijera: “Hija mía, estás pasando por una gran prueba, pero estoy aquí. ¡Estoy aquí!”».

En verdad, la vida de todo cristiano debe ser un continuo asentimiento a la voluntad divina, hacia la plena identificación con Cristo crucificado. Y, en el camino del Calvario, todos los sufrimientos que podamos juntar a los suyos, son ávidamente recogidos por la Providencia…

Así ocurrió también con Eriane. Después de dos días en la UCI, se estaba recuperando en la enfermería, ante la expectativa de recibir el alta al día siguiente, cuando le diagnosticaron una peligrosa infección. Sigamos con su narración:

«Me llevaron nuevamente a la UCI, para hacerme análisis y combatir la infección. Como empecé a tener convulsiones, los médicos decidieron hacerme una tomografía y descubrieron que tenía una trombosis¡Y todo ello en vísperas de recibir el alta!

»Después de más pruebas, los médicos decidieron abrir un acceso en mi cuello para inyectarme un medicamento, pues mi presión estaba bajando demasiado y casi estaba perdiendo el conocimiento. Pero, en medio de todo esto —con el auxilio de la gracia y la asistencia de un sacerdote heraldo—, en ningún momento me desesperé. Veía con una tranquilidad muy “luciliana” el ajetreo de los médicos y la preocupación de mi esposo.

»Sé que me recuperé. En los momentos en que empezaba a preocuparme por mis otros hijos o por mi marido, hacía una breve meditación, imaginándome que estaba bajo el chal de Dña. Lucilia, abrazada y consolada por ella, y todo pasaba.

»Finalmente, salí de la UCI ya recuperada, tomando antibióticos, pero libre del acceso en el cuello y de todo lo demás. Volví a ver a mi pequeña. Después de diecisiete días de hospitalización pude regresar a casa llevándome a Aurora de María conmigo».

(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, mayo 2024)

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Legado de Doña Lucilia

Desde las página de este blog, queremos hacer un homenaje lleno de gratitud y de admiración a la persona de Monseñor João S. Clá Dias, grandísimo devoto y propagador de la devoción a Doña Lucilia, que mejor homenaje, que utilizar las mismas palabras del Dr. Plinio Corrêa de Oliveira, publicadas en la Revista Dr. Plinio, en su número 84 del mes de abril de 2025.

*****

Sólo un amor filial a Doña Lucilia haría posible que floreciese en torno de ella una algarabía afectuosa de tantos otros hijos. Por el modo tan especial de hablar sobre ella y ponerla en foco, surgió uno de los aspectos más penetrantes y fecundos de la gran acción que Mons. João desenvolvió en el Grupo.

Plinio Corrêa de Oliveira

Mi trato con Doña Lucilia era del modo más cariñoso posible. Creo que nunca se vio a un hijo ser más afectuoso con su madre que lo que fui yo. La trataba de “mi bien” a los torrentes. ¡Pero eso era lo mínimo de todo lo que le decía!

Doña Lucilia un mes antes de su fallecimiento

Discreción al elogiarla

Varias veces analicé a mi madre implacablemente, porque quería tener la absoluta certeza de que mi apreciación de su persona era real, no me dejé llevar por lo que se podría llamar las respetables flaquezas del amor filial, y, por supuesto, no hacer de ella una imagen mejor de lo que sería la realidad. La examiné inexorablemente, la sometí a una especie de test y puedo decir — con entera precisión y objetividad— que siempre salió victoriosa, con naturalidad, sin percibir ni de lejos que estaba siendo observada o probada.

Todo lo que ella hacía, yo me daba cuenta de que era como debería ser.

No encuentro palabras adecuadas para expresar esto, por causa de la emoción que el hecho me da.

Alguien podría decir: “¿pero por qué usted no nos dijo esto antes?” Por estas y aquellas razones, soy extremadamente discreto al tratar de mi madre. No porque tuviera alguna duda respecto a ella, sino porque a nadie quería dar la impresión que en algo la devoción a ella, fue estimulada y favorecida por el afecto de un hijo que la quería inmensamente.

Frialdad incomprensible de los familiares y amigos

Por otro lado, viéndola tan descuidada por la familia, percibía que el bien que ella me hacía era una acción puramente individual. En el Evangelio de San Juan leemos este pasaje: “Quotquot autem receperunt eum, dedit eis potestatem filios Dei fieri, his qui credunt in nomine ejus” (Jn. 1,11). Nuestro Señor vino entre los que eran de Él —o sea, nació en la familia de David, en la Casa de David, en el pueblo de David como convenía—, pero estos no lo recibieron. Esto se podría decir de Doña Lucilia: ella nació donde le era propio, más los que eran de ella no la acogieron.

En una u otra ocasión, ella conoció miembros del Grupo que también la trataron con total indiferencia. Cierta vez, uno de esos me dijo: “Doña Zili (Brasilina (Zili) Barbosa Ferraz, hermana de doña Lucilia) me parece mucho más simpática que Doña Lucilia, no hay comparación”. Si no fuera porque está de por medio el interés de la Causa Católica, era mejor abrir las puertas y sacarlo. Esa, la dejé pasar.

Viendo esas actitudes, nunca imaginé que la presencia de ella hiciera algún tipo de bien al Grupo.

Ahora bien, no comprendía el porqué de esa postura ante ella. ¿Habría una persona más apropiada para disipar la frialdad que ella? Todavía viva, varias veces me puse este problema: “Si yo no fuese su hijo sino su sobrino, ¿Cómo sería mi relación con ella?

El Dr. Plinio el 25 de febrero de 1995

Y concluía: “Sería casi el mismo”. Sólo no sería idéntico, por una única razón: yo no tendría las mismas ocasiones de encontrarme y estar junto a ella. Por lo demás, sería lo mismo.

También imaginaba: ¿Y si ella fuera una persona que la conociese en la sociedad, qué actitud tendría yo? Sería la misma. Creo que, en cualquier lugar del mundo que la hubiese conocido, hubiese sido atraído por esa mirada de ella, por su modo de ser y habría hecho una amistad con ella indestructible. También tengo la impresión que yo habría sido muy del agrado de ella.

¿Cómo era posible quedar frío delante de esa bondad? ¿Cuándo ella los saludaba, no sentían su benevolencia? ¡Yo no comprendía!

Hecha para tener millares de hijos

Durante los análisis que hacía de mi madre, la miraba y pensaba: Hay algo de axiológico en la vida de ella que parece no estar bien arreglado. Ella posee una afectividad enorme, fue muy afectuosa como hija y como hermana, afectuosísima como mamá y esposa, como abuela y aún como bisabuela. Ella llevó su afecto hasta donde le fue posible. En todos esos afectos, tengo la impresión que hay una nota dominante, es el hecho sobre todo de ser madre.

Ella posee un amor transbordante, no sólo con sus dos hijos, una nieta y un bisnieto que tuvo, sino también para los hijos que no tuvo. Se diría que está hecha para tener millares de hijos y su corazón palpita de deseos de conocerlos. Sin embargo, esos hijos no vinieron ni podrán venir en ese número tan exorbitante. ¿Entonces, cuál era la intención de la Providencia con eso?

Solamente tuve la respuesta a esa indagación – y qué respuesta magnífica – cuando comencé a ver que en torno de la sepultura del Cementerio de la Consolación, los hijos esperados comenzaban a florecer. La tumba de ella se tornaba un “vivero”. Lo veo adornado de flores con un buen gusto, con arte y sobriedad, que sólo un afecto filial como el de João puede exteriorizar, impulsar, coordinar…

Si no fuese por João, ella habría sido sepultada y su tumba sería tan poco frecuentada como la de sus padres, que está a dos pasos, o como las demás, casi nunca visitadas. Eso se desarrolló así, por la acción de la gracia y de terceros como João.

Una tristeza que apartaba a los otros y atrajo a uno

Tengo la impresión que algunos miembros del Grupo terminaban apartándose de mi madre, en el fondo, por cierta tristeza que ella cargaba consigo.

No es posible entender bien la Iglesia Católica si no nos colocamos delante de la perspectiva, de que lo normal de la vida terrena es ser, ante todo una gran guerra y que para vencerla, es necesaria una inmensa crucifixión interior. Resultado: el estado de espíritu habitual del católico deber ser profundamente serio. Ahora bien, para el católico de este siglo —de un modo especial, para los que tienen nuestra vocación— la dificultad es sufrir el drama de la Iglesia con esa seriedad.

Fue João quien tuvo el mérito de dejarse atraer por esa tristeza de mi madre, encantarse y llenarse de luz.

El Dr. Plinio acompañado del Sr. João Clá, visitando la tumba de Doña Lucilia. Agosto de 1987

En los últimos destellos de la vida, la aurora de una devoción

Mi crisis de diabetes, con las enormes probaciones que me acarreo, fue la oportunidad para que algunos conociesen a mi madre en los últimos destellos de su vida. No la habrían conocido a no ser por eso, pues yo cortaba a muchos el comparecer en mi casa, para evitar comentarios. Yo pensé: “No puedo prohibir a esos jóvenes de venir aquí (a mi casa), de alguna manera les pertenezco y tienen derecho de disponer de mí. Tan enfermo como estoy, no puedo decirles que no vengan. Es un derecho de los hijos frecuentar la casa del padre, cuando éste está enfermo”. Las puertas que estaban cerradas se franquearon exclusivamente en esa ocasión y hubo una aproximación que abrió aún más los ojos de João hacia mi mamá y para este hijo, que ella trajo al mundo.

Tuve la vaga idea de que ella conversaba con todas las personas que me aguardaban en el salón. Aunque ella estaba al final de su vida, en condiciones de poca lucidez, yo sabía que era muy bien tratada y de otro lado, ella podría estar solita en el cuarto, que no haría nada que la desvirtuase. Por lo tanto, dejaba pasar la cosa…

Bien, estaba en cama y oía la algarabía afectuosa que se hacía en torno de ella, no por los más antiguos, sino por parte de la ‘muchachada’ venida del Aureliano.

No sospechaba que el entendimiento entre mi madre y ellos, capitaneados por nuestro João, fuese tan grande y hubiese llegado a ese punto. En efecto, João se dejó tocar mucho por ella y comenzó a hacer un alegre corrillo, creando un cierto ambiente en torno de ella. Mi madre recibía los agrados con evidente complacimiento. Entonces, la veía entrar en mi cuarto con fisionomía animada y contenta y yo pensaba: “Qué curioso, qué alegre que está…” y me preguntaba… “¿Por qué será?” No comprendía que se estaba abriendo un arco por el cual pasaría un caudal enorme de gracias y luchas, que nunca podría imaginar.

Sr. João Clá en 1967.

Mi madre murió al final de mi crisis de diabetes, en 1968, y esta convivencia quedó cerrada. Sólo después de su fallecimiento percibí, conversando con los más jóvenes, la capacidad de comprensión que tenían de mi madre y hasta donde había llegado la relación con ella: tomaron fotografías, conversaron, preguntaron, etc.

Entonces di gracias a Nuestra Señora, al constatar cómo los últimos días de mamá fueron cercados de cariño y se inició una relación con ella, que continuó después de su muerte, teniendo como uno de los principales propulsores a mi João Clá.

Yo sabía que él era uno de los más entusiasmados. Pero sólo años después vine a saber, per accidens, (accidentalmente, por casualidad.) que él era, el entusiasmado. Fueron imprevistos que celebro con mucha veneración.

Comenzó de esta manera a difundirse en el Grupo, quién era ella y a tenerse una cierta devoción a ella. También percibí, aún años después de su muerte, que algunos al describir la devoción que le tenían, parecía que la hubiesen conocido. Con menos intensidad que João, pero era la misma cosa, el mismo mensaje.

Doña Lucilia un mes antes de su fallecimiento.

La mejor descripción de D. Lucilia

Tengo en mi interior —no reducido a palabras, sino como un recuerdo— una descripción de mi madre, que los cuadros y fotografías naturalmente de algún modo recordaban. Debo decir que no añadían nada, ella iba mucho más allá. Sin embargo, la mejor descripción que ya escuché de mi madre, fue una hecha por mi João, la cual escuché atento, acompañando palabra por palabra. La tónica fue el asunto de las fotografías que él le tomó a ella.

Esto ocurrió en un momento en el que yo no le había pedido a él: “Describa a mamá”, porque eso lo habría puesto en la obligación de montar un cuadro. Él no estaba armando un retrato, pero me contó su encuentro con ella en el comedor, justo antes de fotografiarla, e incorporó a su recuerdo de ese acontecimiento algunas impresiones previas que había tenido sobre ella. Luego describió cómo le pidió a la empleada que la preparase para la fotografía y lo que ella dijo en el momento de la fotografía.

Yo presté atención para asegurarme de que coincidiera exactamente con lo que mis ojos de hijo habían visto. Siempre tendiendo a vigilarme a mí mismo y –¿por qué no decirlo? – a vigilar incluso cuáles podrían ser mis entusiasmos filiales respecto a ella.

Es decir, alguien que no sea un hijo, que no se deja llevar por el movimiento temperamental y hereditario: ¿Cómo la vería? Y me pareció que su descripción estaba muy bien hecha y que se caracterizaba por un punto sin el cual no estaría bien descrita: él intentó reproducir algunas de sus expresiones, casi palabra por palabra.

Yo percibía que en el espíritu de João –y estoy seguro de que él no lo negará– la impresión causada por la presencia de ella era mucho mayor que la de sus palabras. Y, considerando las palabras, marcaba mucho más la expresión, los gestos y el tono de voz que el contenido literal, que se juntaba a eso.

Por ejemplo, él habló mucho de la voz de ella y ambos lamentamos nunca haber grabado nada… Y, consciente o inconscientemente, no lo sé, él intentó, en la medida de lo posible, imitar sus inflexiones de voz.

¿Por qué? Porque su inocencia brillaba, se dejaba ver en aquello que ella decía, en la relación de esto con los contextos de los hechos sobre los cuales ella se pronunciaba. Pero ella tenía, en relación con todo, una actitud que se dejaba ver en la mirada, en la posición de la cabeza sobre su cuello y hombros, en el movimiento general de sus brazos, en el timbre de su voz, en la manera en que ella participaba de los asuntos, en la forma de entrar y salir de ellos; ¡todo tenía una carga de alma mucho mayor y hablaba incomparablemente más que el sentido literal de las palabras!

El 5 de febrero de 1994, el señor João Clá muestra al Doctor Plinio los cuadros de Doña Lucilia que había mandado a hacer

Innumerables veces yo me sentaba a su lado, acariciaba y jugaba con sus manos y, sintiéndolas, pensaba: “Yo moriré sin haber comprendido que nadie la haya visto como yo, que nadie la haya comentado; por ejemplo, sus manos, su tacto y la piel de sus manos. Porque es necesario haberlas sentido para poder comprenderlas”.

Ahora bien, las descripciones que João me hizo de ella correspondían minuciosa y meticulosamente a la impresión que ella me causaba. Mientras él exponía, quedé sorprendido: “¿Será que existe en el mundo una persona capaz de hacerle tanta justicia?”.

Entrañado amor en el papel de hijo

João tiene una manera muy especial de hablar de ella y ponerla en foco, en que más se diría que él coloca circunstancias en las cuales ella habla de sí, más que él de ella. Se trata de conseguir que su voz se haga sentir, de conseguir que su corazón toque el nuestro.

En esta interpretación inteligente, sutil y profunda de su personalidad y de todo lo que ella representó, veo no sólo su alma grande y espléndida, sino también el enorme cariño que mi querido João Clá tenía por ella.

Hay una paráfrasis de un verso de Dante que dice: “El amor me mueve y me hace hablar” (ALIGHIERI, Dante. La Divina Comedia. Infierno, Canto II, 72. 5). En este amor profundo, respetuoso y comprensivo, en una sola palabra, en ese amor filial por ella, en el recuerdo profundo de todo cuanto él pudo recoger en la relación con ella –en el breve tiempo en que esto transcurrió–, en todo cuanto él hizo después para acercarle a tantos jóvenes, a los hijos que tuvo cuando ya estaba cerca del umbral de la muerte; en todo esto yo veo claramente el afecto de João Clá, su unión con ella, lo cual bien merece decirse que representó junto a ella un papel de hijo.

¡Cómo me alegro de poder consagrar y decir categórica y firmemente esto! Es uno de los aspectos más penetrantes y más fecundos de la gran acción que él desarrolla en el Grupo. Porque cada uno tiene su misión, su papel. Y el de João es, en gran medida, ése.

Prolongación de la presencia de Doña Lucilia

Voy a hacer una confidencia. Durante mi convalecencia tras el accidente de automóvil, noté ya desde los primeros días cómo las personas que cuidaban de mí me trataban con una dedicación, una bondad y un afecto que me recordaba una frase de D. Chautard: el verdadero abad debe ser tal en relación a los religiosos que enferman, que el enfermo no sienta la falta de su madre (CHAUTARD, Jean Baptiste, O.C.R. A Alma de todo Apostolado. São Paulo FTD, 1962, pág. 21).

Mientras permanecía postrado en cama con las secuelas del accidente, varias veces pensé: “La presencia de mi madre es irreemplazable para mí. Nunca la olvidaré, nada podrá ser para mí lo que fue su sonrisa, su gravedad, su respetabilidad, su afecto, ¿por qué no decirlo?, la seguridad que yo tenía simplemente al sentirla cerca de mí. Sin embargo, si bien es cierto que ella, como persona, es insustituible, fue plenamente reemplazada, no por la acción personal, sino por los cuidados, diligencia y cariño de quienes me rodean y velan para tomar las decisiones necesarias para la buena marcha de mi salud”.

Ellos cuidaban de mí, soportaban las mil molestias que toda persona enferma –sobre todo en mi caso, limitado en los movimientos– necesariamente trae para los otros.

Y ella que había partido hacía esta cosa curiosa conmigo: me dejaba en una aparente soledad, pero creaba un tejido de afectos alrededor de ella y de mí, con lo cual yo nunca había contado. Formó a mi alrededor lo que mejor podría constituirse, por así decirlo, como una luz lunar después del espléndido día que había sido su presencia. ¡Una larga, plateada y querida luz de luna, la cual espero que me acompañe hasta los últimos días de mi existencia!

De este modo, el desvelo de ella fue reclutando poco a poco, alrededor de mí, quien habría de traer el olor de su presencia; ¡aquéllos que, así reunidos, constituyen la fragancia del perfume que ella exhalaba cuando estaba aquí en la Tierra, a la cabeza de los cuales brilla mi querido João Clá, motivo de tanta alegría para mí!

La mejor herencia dejada en legado por Doña Lucilia

En el teatro griego antiguo existía la expresión: “Bastón de mi vejez”. Mi João es un bastón querido… digo mal, el querido bastón de mi vejez, la mejor herencia que me dejó mi madre. Es un legado que guardo con cariño, destinado por ella en los últimos días de su vida y conquistado para esta epopeya que es la consolidación de un círculo de almas que la recuerdan, le rezan y a quienes ella protege.

Una y otra vez he considerado interiormente que la recompensa de mi madre por mi dedicación fue esa obra y este bastón. Incluso la intención clara y destacada de João, de reparar lo que yo sufro, me recuerda enteramente mis relaciones con mamá, de todo cuanto yo hacía para construir a su alrededor, en la medida de lo posible, un palacio de delicias. A menudo he pensado: “¡Aquí está la recompensa!” Claramente ordenado por ella, admirable y de lo cual sólo puedo esperar lo mejor.

Entonces, fue a través del contacto del “bastón de mi vejez” conmigo, a raíz del desastre, que algo de los vínculos entre el “bastón” y yo se consolidaron. Hubo en él un florecimiento interior: como la vara de San José, el “bastón” dio flores. No era un bastón seco como aquella vara, sino que daba flores, y de ahí surgió toda una reconquista.

Nunca he hablado tan seriamente del tema como lo hago ahora y tengo enorme alegría de poder decirlo. Alegría y múltiples acciones de gracias y de afecto hacia el “bastón” y sus frutos. Naturalmente el “bastón” es la causa, al menos inmediata, de los frutos.

En esas condiciones, una que otra preocupación repercute como un peso pequeñísimo a ser cargado, comparada con la inmensidad literal de alegría. Por primera vez me veo cara a cara con esta forma de dificultad: acostumbrado a ser tratado con frialdad, me encuentro ante la agradable y deliciosa necesidad de regular un poquito… Ordina, questo amore! (SAN FRANCISCO DE ASÍS. Cántico XIX) Es una contingencia deliciosa. No estoy, desde 1968, acostumbrado a ser bien tratado, ¡excepto en la forma de proceder de João Clá!

El Dr. Plinio con el Sr. João Clá, durante una ceremonia en 1980

Glorificación de doña Lucilia

Hoy, los hijos llenan nuestro auditorio, no sólo con su presencia física personal, sino también lo llenan de cariño y respeto; es un auditorio en el que veo claramente que incluso los reverendos sacerdotes que nos honran con su presencia, al referirse a ella, a veces tienen una actitud, un movimiento de alma que es el de los hijos. ¡Cómo le hubiera gustado a ella tener hijos sacerdotes! ¡Cuánto le hubiera gustado presenciar la Consagración de hijos sacerdotes! ¡Cuánto le hubiera gustado recibir de sus manos la Sagrada Comunión y ver que después otros, y otros, y otros hijos se reunirían a su alrededor para recibir los Sacramentos y continuar la vida de la Iglesia!

Todo esto que ella no podía prever, ni siquiera imaginar, desde el Cielo ella lo está viendo. Y estoy seguro de que es una glorificación en relación a la cual los Ángeles cantan en el Cielo: “¡Amén, amén, amén!”.

Si, a través de la enorme e incalculable distancia que separa el Cielo de la Tierra, es posible dirigirnos el uno al otro con un diminutivo, yo, en este momento, no pudiendo arrodillarme, digo, sin embargo, con el alma arrodillada y con todo el corazón: “Mãezinha, ¡muchas gracias! Amén, amén, amén.”

Agradezcamos el hecho de que la Providencia nos haya dado a mi madre y a mí a João Clá.

Alejados de Dios y de su Iglesia

Esta es una historia de una restauración espiritual, se la vamos a contar desde el principio, es decir, dándole a conocer la situación en la que vivían Thaís Lira y su esposo, Clovis Arruda, antes de que Dña. Lucilia interviniera de forma decisiva en sus vidas.

Elizabete Fátima Talarico Astorino

 

Natural de Manaos (Brasil), así como su marido, Thaís sufría de depresión desde los 15 años, problema agravado por el relativismo religioso en el que estaba inmersa, según ella misma lo narra: «Lamentablemente, no tuve una vida muy buena, porque creía que todas las religiones eran ciertas. Incluso llegué a frecuentar un templo budista y someterme a tratamientos esotéricos, en busca de una curación para la depresión».

Habiéndose licenciado en Derecho, Thaís se presentó a las oposiciones e ingresó en la Policía Civil de Amazonas. No obstante, el contacto con la delincuencia empeoró aún más su estado: «Tuve que tomar medicación e inicié un tratamiento psicológico».

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Por otra parte, su vida matrimonial no era modélica: «Nunca fuimos católicos vigorosos, teníamos muchos conceptos erróneos sobre el matrimonio. No creía que fuera importante tener hijos y mi esposo concordaba conmigo».

Llevaban, pues, una vida prácticamente alejada de Dios y de su Santa Iglesia; entonces su marido recibió una ventajosa oferta de trabajo en Recife y allí se mudaron. Thaís estaba decidida a cambiar de profesión: «En Recife, empecé mis estudios para la carrera diplomática, que siempre quise hacerla. Para curar la depresión busqué tratamientos psiquiátricos, pero ninguno funcionó. También traté de ser mejor católica, pero tampoco lo conseguí».

El encuentro con los Heraldos del Evangelio

En 2013, nuevamente por motivos profesionales de su esposo, se trasladaron a la ciudad de Cotia, en otro estado brasileño, São Paulo. Sin que ella lo supiera, la Divina Providencia la conducía hacia la solución de sus problemas: «En Cotia obtuve mi curación. En medio de toda esta oscuridad, recibí la visita de una pareja de Heraldos».

Desde hacía mucho tiempo, la familia de Thaís daba una contribución para las actividades evangelizadoras de los Heraldos del Evangelio; sin embargo, nunca le había interesado conocer más de cerca la institución. Continúa su relato: «Teníamos mucha simpatía por los Heraldos, y recuerdo que, al hojear sus revistas, me decía a mí misma: “¡Se les ve tan contentos! ¿Realmente existe esto? Si existe, ¡está bastante lejos de mí! No hay cómo formar parte de esto…”. Sencillamente pensaba que no era algo para mí».

Además de animarla en la práctica de la fe, esa visita dejó dos buenos recuerdos en su vida. El primero, una colección de la obra El don de sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira, escrita por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, que los heraldos le regalaron; la segunda, ella misma nos lo cuenta: «Después de recibir la visita de esa pareja, empecé a sentirme mejor, a sentirme curada de la depresión, y ya no necesité mis medicamentos».

Buscando respuestas contra el comunismo

Libre de la incómoda depresión, Thaís se sentía más a voluntad para continuar sus estudios. Tenía curiosidad por conocer los orígenes del comunismo, porque su madre le decía que se trataba de algo perverso. Investigó y enseguida llegó a la conclusión de que «provenía de una obra maligna», según sus palabras.

Profundizando en sus estudios, tomó conocimiento de las apariciones de Nuestra Señora de Fátima, en las que la Santísima Virgen alertaba a la humanidad sobre los peligros del comunismo. Deseaba ardientemente seguir sus consejos y peticiones, como, por ejemplo, la comunión reparadora de los cinco primeros sábados. Al mismo tiempo, oyó hablar de la devoción de los primeros viernes de mes, en desagravio al Sagrado Corazón de Jesús, y sintió que necesitaba urgentemente cambiar de vida.

Hacia la conversión, por un camino de dolor

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Las vías de la Providencia son a menudo misteriosas para el entendimiento humano. A veces, los momentos de mayores dificultades y dramas son los esperados por Dios para realizar una bondadosa intervención. Con Thaís y su esposo no fue diferente. Les sobrevino una enorme dificultad económica, que los llevó a cambiar nuevamente de residencia, instalándose esta vez en Juiz de Fora, donde podían contar con el apoyo de sus familiares.

Para Thaís, el primer paso de su anhelado cambio de vida era hacer una buena confesión. Por lo tanto, fue a una iglesia con esta intención. Desafortunadamente, el sacerdote disponible la trató con hosquedad y ni siquiera le permitió que terminara de decir sus faltas. Narra ella: «Me quedé muy triste. Fui al sagrario y allí lloré mucho, hasta el punto de que mis lágrimas cayeron en el banco de la iglesia».

Junto al Santísimo Sacramento, Thaís encontró lo que necesitaba. Sintiendo una vigorosa presencia sobrenatural, su corazón se llenó de la fuerza necesaria para un verdadero cambio de vida hacia la santidad. Y, entonces, le pidió perdón al Señor, con mucha sinceridad, por haber abandonado la Iglesia.

Así expresa lo que pasaba en su interior cuando regresó a casa: «Mi esposo y mis padres estaban muy asustados, porque yo lloraba demasiado. Y la razón era que había percibido lo mucho que se vilipendia a la Iglesia en nuestros días, y me reprochaba: “Nunca he hecho nada por la Iglesia. No soy una católica de verdad”. Estaba muy, muy triste, y pensaba: “¿Cómo voy a consolar a Nuestra Señora si no consigo confesarme? Para hacer la devoción de los primeros cinco sábados necesito confesarme durante cinco meses consecutivos».

Un consejo decisivo

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Durante este período de perplejidad fue cuando Thaís recibió un consejo que sería decisivo en su vida. Prosigue su relato: «Me llamó una persona de Manaos, era un viejo amigo, y me habló de la consagración a la Virgen como esclavo de amor. Entonces le comenté lo que me había pasado y le pregunté: “¿Dónde puedo confesarme?”. Él me respondió: “Ve si los Heraldos del Evangelio están en Juiz de Fora. En los Heraldos seguramente hallarás tu confesión”».

Un poco reticente y todavía pesarosa por lo que le había sucedido, Thaís no siguió el consejo de su amigo. Sin embargo, poco después su propio párroco le informó por casualidad de que los Heraldos tenían una iglesia muy bonita en Juiz de Fora y le instó a visitarla.

Aunque un poco reluctante, Thaís decidió ir: «Era sábado. Nada más entrar, me quedé impresionada al ver la cantidad de niños que había jugando en el patio. Uno de ellos llevaba un rosario con gran devoción. ¡Me impresionó bastante ver a un chico tan joven con el rosario en la mano!».

A pesar de esta primera impresión favorable, todavía pensaba: «Si alguien me trata mal aquí, desistiré y seguiré mi fe sola». Pero la Virgen le preparaba algo distinto: «Me recibió una mujer muy simpática, cooperadora de los Heraldos, que me escuchó, me consoló y me llevó a un sacerdote, para que pudiera confesar. También me impresionó la belleza de la iglesia, cómo todo en ella —¡hasta los bancos!— propiciaba nuestra concentración en la misa y en las oraciones».

El primer encuentro con Dña. Lucilia

Admirada por la paternal solicitud del sacerdote, Thaís hizo, finalmente, la tan anhelada confesión, de la que salió aliviada y con la firme decisión de comenzar una nueva vida. En consecuencia, quiso empezar de inmediato la preparación para consagrarse como esclava de amor a Nuestra Señora. El primer paso era adquirir el Tratado sobre la verdadera devoción a la Santísima Virgen, de San Luis María Grignion de Montfort.

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«Cuando fui a comprar el libro y un rosario, conocí a Dña. Lucilia a través de una fotografía suya impresa en un azulejo, y me llamó la atención lo rosáceo de su chal. Pensé: “¡Vaya, qué bonito es ese chal! ¡Es tan rosáceo! ¿Quién es esta señora?”. Llegué a tenerle un poco de miedo, porque ella tenía una majestad increíble, una mirada verdaderamente soberana. También noté su elegancia y, a pesar del miedo, me sentía muy atraída. No entendía muy bien por qué los Heraldos tenían tantas fotografías suyas, pero al mismo tiempo pensaba: “Bueno, ahora no entiendo esta devoción, pero sé que debe ser algo muy bueno”. ¡No puedo marcharme de este lugar! Aquí es donde debo estar».

Un sueño alentador

Prosigue Thaís: «Un día, la cooperadora que tan amablemente me había recibido en mi primera visita a los Heraldos me contó que había soñado conmigo. Me visitaba en una habitación donde estaba Dña. Lucilia, sujetando un bebé que era mi hijo. Y Dña. Lucilia le ponía al bebé en sus brazos, mientras yo descansaba en una cama. Tuvo este sueño justo cuando me conoció, pero temía contármelo en esa ocasión, porque sabía que yo no quería ser madre.

A la izquierda, Thaís y su esposo después de consagrarse a la Virgen; a la derecha, bautizo de Plinio José, su hijo, en la iglesia de los Heraldos de Juiz de Fora

»En ese período en el que yo estaba conociendo más a la Iglesia, un sacerdote me aconsejó que le rezara a Dña. Lucilia, que leyera su historia, pero nunca fui tras ello. También me dijo que me convenía ser madre, pues eso sería mi curación».

«Quiero ser madre, para agradar a Dios»

Pero «ser madre» era lo que Thaís no quería. Entonces, ¿cómo solucionar el problema? Nos cuenta: «En el aniversario del fallecimiento de Dña. Lucilia, el 21 de abril, asistí a misa y en esa ocasión le pedí el deseo de ser madre. No pedí ser madre, porque no tenía el deseo de ser madre. Así que le pedí el deseo: “Doña Lucilia, deme el deseo de ser madre”».

Vencida por la gracia, Thaís le dio a Dña. Lucilia la oportunidad de actuar en su corazón, y tiempo después pidió decididamente la gracia de ser madre: «Doña Lucilia, quiero ser madre, quiero agradar a Dios». No obstante, pasaron los meses sin que hubiera indicios de un embarazo.

En la Semana Santa siguiente, Thaís tuvo una fuerte inspiración. Estaba sentada en el primer banco de la iglesia, durante una de las ceremonias. De repente, mirando a la imagen de Nuestro Señor Jesucristo flagelado, recordó un terrible episodio ocurrido muchos años antes: «Me acordé de que me había echado una maldición sobre mí misma. Debido a las ideas feministas que tenía, me dije que no permitiría que Dios engendrara un niño en mi vientre. Cuando recordé esto, me desesperé. Se lo conté a un sacerdote, me confesé y me dijo: “Hija mía, Dios toma eso muy en serio. Pero vaya a rezar a los pies de la Virgen Dolorosa, converse con Ella”.

»Entonces recé ante la Virgen Dolorosa; también le recé a Dña. Lucilia, pidiéndole nuevamente la gracia de la maternidad. Y le dije a Nuestra Señora que, como muestra de confianza de que obtendría este favor a través de Dña. Lucilia, elegiría ya el nombre de mi hijo: si era niña, María Lucilia; si fuese niño, Plinio José. Asimismo le pedí que el niño se hiciera en el futuro monja o sacerdote, porque quería mucho darle esa alegría a Dios, y podría salvar muchas almas».

Y Thaís no tardó en conseguir lo que había pedido: en el siguiente aniversario del fallecimiento de Dña. Lucilia, ¡estaba, por fin, esperando su primer hijo!

Una prueba más, una ayuda más

Plinio José nació el 27 de diciembre de 2022. Sin embargo, pocos días después Thaís y Clovis fueron sometidos a una terrible prueba. Narra ella: «Una semana después del nacimiento de mi hijo, tuve un accidente cerebrovascular (AVC) y entré en convulsión. Mi marido cuenta que, cuando me vio, empezó a llamar a Dña. Lucilia, gritando: “¡Doña Lucilia, ayúdame, ayúdame!”».

La familia reunida junto al cuadro de Dña. Lucilia

Llevada rápidamente al hospital, recibió el tratamiento adecuado. En medio del terrible sufrimiento resultante del AVC, nunca dejaba de rezarle a Dña. Lucilia. ¿Pidiéndole qué? ¿Alivio de sus dolores? No, pidiendo algo mucho más importante, que demuestra cuán eficazmente restauradora era su conversión: «Le pedí a Dña. Lucilia que no me dejara quejarme, que me ayudara a ofrecer mis dolores por la Santa Iglesia».

Gracias a la intercesión de su protectora, a los quince días Thaís ya se había recuperado y pudo estar nuevamente con su hijo. El AVC le dejó pocas secuelas, que en nada comprometen su vida diaria.El camino hacia la unión con Dios y hacia el seno de la Iglesia fue doloroso, pero hoy Thaís y Clovis le agradecen a Dios no haberles ahorrado sufrimientos, pues a través de éstos pudieron entrar en la lista de los hijos que Dña. Lucilia maternalmente ampara bajo su manto. 

(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, marzo 2024)

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