Surgía la primera dificultad: encontrar en Teresina un cirujano experto en ese campo que aceptara realizar el procedimiento, tarea que quedó a cargo de la madre de María Isabela.
Elizabete Fátima Talarico Astorino
Carla María Barbosa de Oliveira Gonçalves nos cuenta cómo, recientemente, Dña. Lucilia le obtuvo de Dios otro gran favor: la plena recuperación de su sobrina María Isabela Moura Pinto.
A mediados de julio de 2021 le fue diagnosticado a María Isabela, con tan sólo 6 años, una neoplasia en el cerebro, cuyo tamaño y densidad hacían temer lo peor. Dos días después tal recelo vino a confirmarse, cuando un oncólogo clínico, especialista en tumores cerebrales en niños, emitió el siguiente parecer: se trataba de un cáncer raro y muy agresivo, que debía extirparse lo antes posible; sin embargo, la operación conllevaba un riesgo elevado, pues procedimientos invasivos de ese tipo podrían dejar secuelas como ceguera, parálisis u otras discapacidades.
Entonces surgía la primera dificultad: encontrar en Teresina un cirujano experto en ese campo que aceptara realizar el procedimiento, tarea que quedó a cargo de la madre de María Isabela. Por su parte, Carla se puso a buscar un sacerdote, porque su sobrina aún no había sido bautizada. Entretanto, María Isabela sintió fuertes dolores de cabeza, y tuvo que ser hospitalizada para recibir la medicación adecuada.
Una vez que dieron, finalmente, con el especialista, éste inmediatamente programó la intervención quirúrgica, ya que el tumor crecía con rapidez. Pero faltaba todavía quien le administrara el sacramento del Bautismo a María Isabela… Tras haberse agotado las posibilidades de conseguir un ministro, Carla recibió de un sacerdote amigo, que vivía en otro estado, la orientación de que en esos casos cualquier persona podía bautizarla de urgencia. Así, la víspera de la operación, la niña fue bautizada por su madre, mientras Carla la entregaba al cuidado de Dña. Lucilia.
María Isabela recibe el oratorio del Inmaculado Corazón de María
Estaba previsto que el procedimiento durara unas ocho horas, pero, para sorpresa de la familia, en cinco horas ya había acabado con éxito. Después de dos días en la UTI, María Isabela fue trasladada a la habitación y pronto recibió el alta hospitalaria. Como el resultado de las pruebas del material extraído tardaba en llegar, la oncóloga pediátrica decidió empezar la quimioterapia y la radioterapia.
¡Gracias, Dña. Lucilia!
Las dificultades y reacciones adversas inherentes al doloroso tratamiento fueron valientemente superadas por María Isabela, mientras su tía continuaba con sus oraciones a Dña. Lucilia.
En febrero de 2022, la niña volvía al hospital para que le hicieran los controles rutinarios. De repente, la vista comenzó a fallarle y no podía ver. Creyendo que el tumor había regresado, aún más agresivo, los médicos la internaron de urgencia.
Al enterarse de la noticia, Carla se puso rápidamente en oración ante una fotografía de Dña. Lucilia, pidiéndole que, si era la voluntad de Dios que su sobrina se quedara ciega, le concediera al menos la gracia de contemplar por última vez una imagen de la Santísima Virgen. A continuación, le pidió a dos hermanos de los Heraldos del Evangelio que estaban de paso por Teresina que llevaran el oratorio del Inmaculado Corazón de María al hospital.
Poco después, Carla recibió una llamada telefónica de su hermana, en la que le informaba que la visión de María Isabela estaba volviendo. Cuando los dos misioneros llegaron al hospital, la niña los recibió sentada en la cama, viendo normalmente, y le rezó con ellos a la Virgen. Desde entonces su vista nunca ha fallado.
María Isabela continuaba aún con las sesiones de quimioterapia. El 7 de abril tuvo una fuerte reacción al tratamiento. Pero cuál no fue la sorpresa de la madre al oír del médico que la niña ya no necesitaba volver al hospital: estaba curada; por eso la medicación recibida le había provocado aquella reacción.
Enorme fue la alegría de Carla al escuchar la buena noticia, como ella misma relata: «Cuando mi hermana me lo contó, yo estaba en el coche, de camino a una cita, y expresé mi agradecimiento alto y claro: ¡Gracias, Dña. Lucilia!».
(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, noviembre 2022)
«Cuando el médico confirmó el diagnóstico y pidió el examen del líquido, entregamos en ese mismo instante a Bernardo en las manos de Dña. Lucilia Corrêa de Oliveira.
Elizabete Fátima Talarico Astorino
Bernardo José Eger con una estampa de Dña. Lucilia y otra del Dr. Plinio
El día 19 de agosto de 2022, Bernardo José Eger —de 5 años, hijo de Kevin Eger y Dailane Eger, residentes en São Paulo— tuvo que ser internado de urgencia debido a inquietantes convulsiones. Llegó al hospital casi inconsciente, con la coordinación motora bastante afectada. Tras analizar los distintos exámenes que le hicieron para identificar la causa de las convulsiones, una médica les informó que, además de otros síntomas característicos, la rigidez de la nuca indicaba una posible meningitis. Unas horas después, otro especialista confirmaba la temible valoración de su colega y solicitó una prueba del líquido cefalorraquídeo, para verificar el nivel de avance de la enfermedad y determinar el tratamiento adecuado.
Cuenta Dailane: «Cuando el médico confirmó el diagnóstico y pidió el examen del líquido, entregamos en ese mismo instante a Bernardo en las manos de Dña. Lucilia Corrêa de Oliveira, madre del Dr. Plinio, por la cual tenemos una especial devoción».
Tras una hora de angustia y de oraciones, Kevin y Dailane fueron llamados para que conocieran el resultado de las pruebas. Narra ella: «Para asombro del equipo médico, y también nuestro, el líquido cefalorraquídeo no presentaba alteración alguna. La valoración médica, que ya había sido hecha dos veces, fue repetida una tercera, con el mismo buen resultado: sin rigidez de nuca, la fiebre le había bajado, todo estaba normalizado. Se trataba de un milagro, obrado por la intercesión de Dña. Lucilia».
Bernardo permaneció internado unos días más para «estudios» médicos, en los que se constató que estaba totalmente normal y estable. «El 24 de agosto, volvimos a casa como si no hubiera pasado nada. Alabado sea Dios y la Virgen en sus ángeles y en sus santos. Gracias a Dña. Lucilia», concluye Dailane.
(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, noviembre 2022)
A principios de mayo de 2012, su madre, Zuleida Vasconcelos Almeida Campos, residente en Belo Horizonte (Brasil), por entonces con 80 años, estuvo a punto de sufrir un derrame cerebral, ya que la carótida derecha estaba 98% obstruida.
Elizabete Fátima Talarico Astorino
A veces, Dña. Lucilia pone a prueba la confianza: parece que no atiende del todo las súplicas que se le hacen, para estimular la esperanza en que su bondadosa asistencia al final llegará. Esto lo podemos ver en el relato que nos envía la Hna. Juliane Vasconcelos Almeida Campos, de los Heraldos del Evangelio.
A principios de mayo de 2012, su madre, Zuleida Vasconcelos Almeida Campos, residente en Belo Horizonte (Brasil), por entonces con 80 años, estuvo a punto de sufrir un derrame cerebral, ya que la carótida derecha estaba 98% obstruida. Necesitaba someterse a una intervención quirúrgica, de sí bastante delicada, sobre todo teniendo en cuenta su avanzada edad. Toda la familia confió el caso a Dña. Lucilia y comenzaron los exámenes preoperatorios.
Mientras tanto, un dolor abdominal agudo la llevó al hospital, donde se constató la presencia de gran cantidad de cálculos en la vesícula biliar, lo cual requeriría una extracción urgente. Los médicos se vieron en un callejón sin salida: si operaban la vesícula, la paciente podría no resistir, dada la presión que se haría sobre la carótida tan obstruida; si operaban la carótida, los cálculos biliares podrían cerrar el conducto, complicándose mucho la situación, pues ya había una infección a causa de la mencionada obstrucción.
La familia se dispuso a acatar la decisión de los cirujanos en cuanto a la salud corporal de la enferma, mientras se ocupaba en cuidar de su alma, en la certeza de que Dña. Lucilia los ayudaría a encontrar un clérigo que le administrara los sacramentos, principalmente la Unción de los enfermos, tarea no muy fácil en aquella región. Al final, un sacerdote de la congregación del Verbo Divino se prestó a ello. Los médicos optaron por operar primero la carótida y la operación fue muy exitosa.
Una sorpresa en el ascensor
Para llevar a cabo el segundo procedimiento debían pasar unas semanas y en el entretanto la recuperación de Zuleida fue admirablemente rápida, por lo que la colecistectomía quedó fijada para mediados de junio. En principio, sería una cirugía cerrada, y el médico tranquilizó a la paciente y a la familia, diciéndoles que se trataba de una operación sencilla y, si todo iba bien, en 48 horas recibiría el alta y podría volver a casa.
Realizada la intervención, el médico salió del quirófano y comentó que hubo una leve complicación, debido al excesivo número de cálculos, y que fue necesario hacer una colecistectomía abierta. Pero añadió que la paciente se encontraba bien y estaba bajo observación.
Zuleida recién salida de la UTI
Cuál no fue la sorpresa de los familiares, que aguardaban en la sala de espera situada junto al vestíbulo de los ascensores, cuando percibieron un movimiento inusual, en dirección al quirófano, de médicos y enfermeros que entraban y salían de manera agitada. Poco después, el cirujano informó que Zuleida había tenido una hemorragia interna en la zona hepática, lo que requirió que fuera otra vez intubada para un nuevo abordaje quirúrgico y la extracción de los coágulos. A pesar de haber detenido el flujo de sangre, como había perdido bastante, tuvo que recibir una transfusión de tres bolsas. Como resultado, se produjo un shock hipovolémico, la presión bajó casi a cero y, en lenguaje médico, hubo que «resucitarla»: con una dosis muy alta de noradrenalina, los médicos lograron restablecer su presión arterial, que aún estaba muy inestable y con tendencia a caer. El cirujano la derivó a la UTI, donde intentarían mantenerla con vida mediante máquinas, pero no dio esperanzas de que aguantara mucho tiempo más.
La Hna. Juliane cuenta que, al ver pasar a su madre en la camilla y entrar en la UTI, su mayor aflicción era saber que podría fallecer sin recibir los sacramentos. ¿Habría dejado Dña. Lucilia de atender enteramente esta vez? Con el alma angustiada, se sentó en un sillón del vestíbulo, frente a los ascensores, y le pidió: «Madrecita, sé que es casi imposible, pero, por favor, consíguenos un sacerdote. No la dejes morir sin los últimos sacramentos».
En ese preciso momento se abrió la puerta de uno de los ascensores, en cuyo interior se encontraba un sacerdote, perfectamente identificable por su atuendo clerical. Las miradas de ambos se cruzaron y, al ver el hábito de los Heraldos del Evangelio que llevaba ella, el sacerdote sonrió y asintió con un saludo afable. Levantándose de un salto, corrió hasta el ascensor, antes de que se cerrara la puerta, porque el sacerdote no hizo ademán de salir, y le dijo: «¡Padre, por favor, atienda a mi madre! ¡Se está muriendo!».
Magnanimidad en la asistencia
En pocas palabras le explicó el caso y el sacerdote, el P. Nivaldo Magela de Almeida Rodrigues, dijo que estaba llevándole los santos óleos a una enferma internada una planta más abajo. Fue impresionante constatar la respuesta tan inmediata de Dña. Lucilia. Más aún al oírle decir que había entrado en el ascensor para bajar y no entendía por qué había subido… Era una intervención demasiado patente de Dña. Lucilia, confirmada por el sacerdote, que añadió: «Creo que he subido porque tenía que atender a su madre».
De hecho, salvados los obstáculos para entrar en la UTI, el sacerdote, emocionado, le administró los sacramentos con el ceremonial completo, siguiendo todas las rúbricas y también le concedió la indulgencia plenaria y la bendición apostólica papal, según el rito, pues Zuleida estaba moribunda.
La situación continuó siendo dramática durante algunos días. No obstante, la magnanimidad de la asistencia de Dña. Lucilia es completa. Después de once días en la UTI, durante los cuales cumplió 81 años, la paciente fue recuperándose poco a poco. Según los comentarios del equipo que la atendía, ella era un milagro vivo, porque, además de todo lo pasado, venció una infección hospitalaria, una neumonía, una colitis seudomembranosa y una farmacodermia, como reacción a fuertes antibióticos. Al cabo de veintiséis días, recibió el alta, siendo necesarios varios tratamientos posteriores para vencer las secuelas hospitalarias. Dña. Lucilia, no obstante, quería concederle la plena recuperación de su salud, pero dejándole únicamente una hernia, para que recordara todo lo sucedido y su intervención.
Zuleida con su esposo el día de las bodas de diamante
En 2017, totalmente restablecida, pudo celebrar sus bodas de diamante —sesenta años de matrimonio— y hoy, transcurrida una década de estos hechos, con 91 años, es el principal apoyo de su esposo, también nonagenario, quien sufrió un síncope cardíaco y un consecuente accidente cerebrovascular en 2018.
Da. Zuleida com o esposo e os filhos Zuleida con su esposo e hijos
Así concluye la Hna. Juliane su relato: «En toda nuestra familia la devoción a Dña. Lucilia no ha hecho más que aumentar a lo largo de los años, y la narración presentada aquí no es sino una manifestación de profunda gratitud a esta tan extremosa madre».
(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, junio 2022)
Doña Lucilia soportó con serena docilidad los sufrimientos propios de los últimos años de su peregrinación terrena. En su creciente cariño hacia su madre, el Dr. Plinio buscó aligerarle la carga lo más posible, especialmente cuando las vicisitudes de la edad la relegaron a un aislamiento forzado.
Doña Lucilia en su casa
Las situaciones angustiosas e irremediables que a veces presenta la vida, como callejones sin salida, doña Lucilia las entendió desde la siguiente perspectiva: estamos en el exilio y en él la vida es dura. Por eso es necesario sufrir, unos más que otros. Ella sabía que estaba llamada a sufrir más. Me di cuenta de que ella relacionaba esto con el Sagrado Corazón de Jesús, en la idea de que, unida a Él por una devoción especial, estaba también especialmente unida a sus sufrimientos, lo cual era razonable, vere dignum et iustumest, æquum et salutare.1Por su parte, lo mejor era aceptar su parte de dolor y llevarla hasta el final de su vida. Fue desde esta perspectiva que afrontó todo lo que le ocurrió.
Ocaso irremediable, connaturalidad con el dolor
Mamá pasó por circunstancias que solo se pueden entender estando en ellas. Por ejemplo, era común que las personas de su familia comenzaran a perder la audición a una edad muy temprana y, por lo tanto, quedaran segregadas de la sociedad. Algunos incluso lograban, mediante el movimiento de los labios captar algo y sumarse un poco a la conversación, pero nunca con la vitalidad de quien sabe escuchar bien.
Y sucedió que, a partir de cierta edad, quizá setenta o más, no recuerdo bien, empezó a perder la audición, no gradualmente, sino de repente, casi perpendicularmente, y empezó a tener enormes dificultades para tratar con la gente. Aunque era muy comunicativa, para no estropear la conversación, permanecía en silencio mientras todos hablaban a su alrededor. Ella no tenía con quién hablar, excepto conmigo, porque en cualquier caso yo estaría con ella. Sin embargo, ella notó que, a pesar de mi voz fuerte, estaba haciendo un gran esfuerzo para mantener una conversación y ella no quería eso.
Dr. Plinio con su hermana, el 13 de diciembre 1988
Además, su vista se estaba debilitando, lo que le hizo perder la capacidad de leer. Ella tenía una catarata muy avanzada, fue al oftalmólogo, pero yo tenía miedo de que la operaran, por algún efecto cardíaco o algo así. La cirugía de cataratas en aquella época era complicada, no como hoy que es casi un curativo. En esa situación, vi la tristeza cubriéndola como un paño mortuorio y tendiendo a convertirla en una especie de muerta viviente.
Sin embargo, ella se lo tomó todo con normalidad, con tristeza es cierto, pero con la tranquilidad y la dulzura que la caracterizaban, que representaba su naturalidad con el dolor. Era un cuadro que significó para ella un ocaso terrible e irremediable, que duraría quizá dos años hasta que volviera a salir el sol.
Solución inesperada por un filial sacrificio
Conociendo unos audífonos americanos muy buenos que podrían solucionar su caso, decidí llamar a la firma fabricante para que enviaran un experto. Recuerdo que estábamos al final del almuerzo cuando llegó el especialista. Lo hice entrar, puso la caja con el material y nos hizo una exposición. Se lo explicó en voz alta para que ella pudiera seguirlo y luego hizo la aplicación, insertando un dispositivo en cada oído. Ella inmediatamente comenzó a escuchar muy bien, uniéndose a la conversación.
Vi eso y pensé: “Haré cualquier sacrificio, pero le compraré eso”. Pregunté el precio y el hombre me dio un valor disparatado para aquella época, hace unos cincuenta o sesenta años: ¡400 contos! Mis condiciones no me permitían darle esa cantidad. Pero, confiando, cerré el trato con el empleado y escribí el cheque allí mismo. Esa noche, durante la cena, ella hablaba con total normalidad.
Al principio su actitud era incluso de desconfianza. Porque cuando yo era pequeño ella estaba en Europa y compró un aparato, probablemente muy caro, que era como un abanico de señora, hecho enteramente de carey; colocando la punta entre los dientes, parece que se escucha un poco más de vibración. Dijeron que el caparazón de la tortuga tenía una propiedad especial como un conductor de sonido o algo así. El hecho es que ella trajo este objeto a Brasil. Pero en esas circunstancias, con su avanzado problema de audición, ya no le servía de nada. Estuvo en el cajón durante un tiempo indefinido y luego nunca más fue usado.
Docilidad en las cosas más pequeñas
Ella usó el audífono por el resto de su vida. Sin embargo, a cierta altura, empezó a quitárselo para intentar escuchar sin él, lo cual era una contradicción. Tal vez tenía la esperanza de que, habiendo oído tan bien con el aparato, quitárselo sería como encender el “motor” y empezaría a oír. Yo fui firme y con mucho cariño le dije:
—Querida, no tiene ningún propósito. Tienes el dispositivo, póntelo y úsalo.
Ella dijo:
—¿Crees que es necesario?
—¿Cómo es que no es necesario?
Luego, muy suavemente, con la dulzura de la que hacía gala en las cosas más pequeñas, le ponía el aparato y continuaba hablando.
Velando y revelando, según era necesario
El Dr. Plinio visitando la sepultura de Doña Lucilia en mayo de 1993
En cuanto a mi lucha, ¿cómo lo tomaba y qué sufrimiento implicaba para ella? Mamá siempre tenía mucho cuidado –ya sea conmigo o con mi hermana– de no decir una palabra que pudiera alentar la vanidad y la autocontemplación. Así que no decía nada sobre mí. Pude notar que ella vislumbraba algo de mi misión, pero no sé exactamente qué era y no sé hasta qué punto lo entendía o no.
La realidad de su tiempo era muy diferente de lo que constituyó el escenario de toda mi lucha dentro de la Iglesia. Todo cambió a su alrededor sin que ella cambiara en absoluto. También intervino la mano de la Providencia, velando por ella, y yo mismo velaba a ella lo más que podía, para no preocuparla. Algunos personajes, por ejemplo, los consideraba verdaderos santos. Ella rara vez salía de casa y no tenía mucho contacto con la gente. Yo, en buena medida, le abría los ojos, mostrándole las cosas como eran, dándole una visión más objetiva de la realidad y ofreciéndole así más caminos para amar a Dios. A veces mi padre me susurraba: “Sí, sólo lo dices tú… si fuera otra persona —la otra persona era él— se armaría un alboroto…” Pero yo le decía irreductiblemente algunas verdades. Cuando una persona llega a cierta edad y se forma una visión definitiva de las cosas, es más prudente intentar no cambiar nada. Porque, a fuerza de querer reformar los principios, de repente un martillazo cae sobre un diamante, y hay que tener cuidado. Pero ese no fue el caso de mamá.
Incomprensiones que mitigaron el sufrimiento
Ella no relacionaba exactamente toda la lucha que yo había librado con el impacto negativo que eso tuvo en mi situación. Para ella, el hijo de una paulistana de cuatrocientos años no dependía del apoyo del clero y de los medios de comunicación católicos. Era un paulista de cuatrocientos años, y eso era todo. ¿Qué podría representar a sus ojos el declive de mi influencia como líder católico y el papel que eso jugó en mi vida? No sé. Ella era de una época en que en São Paulo casi no había buenos profesores y por eso los que elegían esa profesión eran bien pagados. Y ella, por debilidad de madre, se imaginaba que yo era muy buen profesor, y por eso pensaba que ganaba un buen sueldo. Su padre ganaba mucho dinero ejerciendo la abogacía y ella se imaginaba que yo también ganaba mucho. Ella vio que, poco a poco, yo iba progresando económicamente y se hizo a la idea de que yo ahorraba dinero como lo hacía su padre y no me preguntaba nada. Ella pensaba que yo llevaba una vida mucho más tranquila de lo que parecía a primera vista. Mi hermana era una persona casi de mi edad y por tanto actualizada, y entendía mucho mejor las cosas. Y vi cómo ambas tomaban de manera diferente lo que me pasaba. Con motivo del libro “En Defensa de la Acción Católica”, una buena parte del clero rompió conmigo. En esas circunstancias, tuve que explicarle a Doña Lucilia lo que estaba pasando. Ella nunca volvió a mencionar el tema, excepto en una ocasión para contarme que mientras yo estaba trabajando en la oficina, mi hermana había llegado a casa a verla y, en la conversación, le dijo a mi hermana las mismas cosas que yo le había dicho a ella. Naturalmente, ella hervía de indignación: “Plinio, por idealismo, se pone del lado de quien cree que tiene razón y así no progresa”. Mamá me dijo esto con calma, porque pensó que mi hermana era inteligente y podría decirme algo útil. Pero, al final, no percibía el tenor de la lucha, lo que en parte mitigó lo que podría ser la causa de nuevos sufrimientos y dolores…
(Extraído de conferencia del 27/5/1993)
Del latín: es justo y necesario, nuestro deber y salvación. ↩︎