Serenidad luciliana inconfundible

En la punta de los horizontes más aflictivos, Doña Lucilia mantenía siempre la misma serenidad, que provenía de la confianza en la Providencia. Era una especie de promesa de Dios de que, en el dolor, el lumen con el cual ella acompañaba el vaivén de los acontecimientos no la abandonaría jamás.

Tratando con mi madre, varias veces me hice esta pregunta: ¿Cuál es la proporción entre la gracia y la naturaleza en el conjunto de su personalidad? Es razonable colocar esa cuestión, porque cuando alguien corresponde mucho a la gracia, esta última toma aires de una segunda naturaleza y da la impresión de que la persona es así, desde lo más profundo de su ser. En cierto sentido, esto es verdad.

Mi madre asumió la gracia y se dejó asumir por ella

La memoria que me quedó en la retina sobre mi madre es la de una persona que, por más profundo que se la viera, no se percibía otra cosa, a no ser el trabajo de la gracia en su alma. Yo sé, por la fe, que siendo ella concebida en pecado original, debería tener un lado opuesto al de la gracia. Sin embargo, de tal manera ella había asumido la gracia y se había dejado asumir por ella, que parecían ser una sola cosa.

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Si no fuese la convivencia continua y mi preocupación de hacer un análisis imparcial, sin dejarme llevar por el afecto de hijo, esa pregunta, de querer saber cuál sería el lado del pecado original en su alma, no parecería justa ni reverente. Sin embargo, yo me puse a mí mismo esa pregunta de otro modo: “¿Qué es gracia, qué es naturaleza?”

Por ejemplo, la suavidad de mi madre, tan y tan notable, tan comunicativa, que marcaba tanto los ambientes donde ella se encontraba, vista bajo un aspecto, tenía consonancia con su temperamento. Pero, no pudiendo haber un temperamento que tuviese únicamente aquella suavidad, era evidente también que debería haber algo contrario a aquello, aunque fuese en algún punto. No obstante, en ella nunca encontré algo negativo digno de nota.

Una vez u otra vi pequeños movimientos de enfado, pero tan pequeños, que sería preciso un microscopio para analizarlos, de tan insignificantes. Parecían no tener raíz en ella, de tal manera se figuraban como una cosa postiza. Mientras que la suavidad, la dulzura ininterrumpida, aquello que vemos en el Quadrinho1, todo eso, sí, parecía tener raíz en su alma.

Por algunos lados, todo eso parecía ser lo natural en ella y, realmente, yo no notaba en la naturaleza de mi madre movimientos dignos de observación, de análisis, adversos a la gracia. Y el carácter sobrenatural de esa acción es sentida por los que van a su tumba en el Cementerio de la Consolación. Muchos van allá con la esperanza de encontrar aquella suavidad, y vuelven con la tranquilidad de haberla encontrado.

No quiero decir que la suavidad fuese un monopolio de ella, pero aquella forma de suavidad era enteramente inconfundible, era ella y de ella.

Suavidad que provenía de la confianza en la Providencia

¿Cómo sería, entonces, esa suavidad y en qué sentido era diferente de las otras suavidades? Sin duda alguna, provenía de la propensión de mi madre de querer bien y de hacer el bien a todo el mundo.

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El»Quadrinho»

Era algo que no transparecía a primera vista, pero, haciendo un análisis cuidadoso como los que yo hacía, muy reverente, pero no de ojos cerrados, ese análisis me llevaba a la siguiente conclusión: había, en el fondo, sin que la palabra fuera pronunciada, una confianza enorme en la Providencia, la cual marcaba su vida y explicaba la suavidad, dándole el soporte racional. Porque, por más que esa sea una bella virtud, solo lo es porque es razonable.

Ahora bien, ¿cuál era el fundamento de la actitud de mi madre frente a las cosas? Debería haber un fundamento razonable. Si no lo tuviese, no sería católico ni sería virtud y yo no lo querría. Si alguien dijese simplemente: “Ese sentimiento es bello, por lo tanto, es razonable”, yo no podría ser un oso perezoso y, pareciéndome eso bello, dejar de buscar el verum que existe por detrás. Por el contrario, el verum debe ser encontrado.

Algo me dice que así se debe ser y que debemos ser infatigables en ese esfuerzo: la razón demostró, luego, busque el pulchrum; el pulchrum demostró, entonces busque la razón. Y de esa “ojivalidad” resulta el bienestar y la misión cumplida del alma.

Serenidad en todas las circunstancias

Naturalmente, yo procuraba hacer eso a propósito de ella y encontraba siempre lo siguiente: en la punta de los horizontes más aflictivos, un acto de confianza. En el extremo de las preocupaciones podían aflorar mil cosas, pero, después, de repente, en el término más pungente, estaba la serenidad. Lo cual explicaba su paciencia y su bondad.

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Ella miraba hacia ese fin de horizonte como miraba el sol cayendo sobre la Plaza Buenos Aires o en la Rua Alagoas, entre la arboleda de la alameda aún no contaminada por los horrores que se esparcieron después. A veces ella comentaba cómo estaba bonito. Ella tenía la misma posición de alma y el mismo modo de ver, la misma serenidad. ¿Por qué? La pregunta va hasta allá.

Me acuerdo de ella, ya bien anciana, con una incomodidad digestiva considerablemente más seria de lo común. Mandé a llamar al médico. Para una persona de aquella edad, la visita de un médico puede significar una sentencia de vida o de muerte. Pero ella no se hacía bien la idea de hasta qué punto la muerte pendía sobre ella.

Cuando el médico fue a examinarla, poco antes de que ella entrara en la sala, me dijo: “¡Hijo mío, si supieras qué horror tu madre tiene al cáncer!”

Ahí me di cuenta de que ella pasó la vida entera con esas perturbaciones digestivas y, teniendo esa especie de horror al cáncer, ella podría haber pensado varias veces en esa hipótesis. Habituado desde pequeño a verla con esas incomodidades, nunca me pasó por la mente que ella llegase a tener esa enfermedad. Cuando yo era pequeño no se hablaba de cáncer, ese mal fue un fruto de la modernidad, no la enfermedad en cuanto tal, sino su diseminación.

Yo pensé para conmigo: “De repente lo es. Y la muerte de cáncer es inexorable y muy dolorosa.” Después del examen, el médico fue a la sala para conversar con mi hermana, mi sobrina y conmigo. Durante la exposición, llamé su atención a propósito, corté la explicación y le pregunté:

– Doctor, ¿será cáncer?

Él tuvo un pequeño sobresalto y dio la siguiente respuesta:

– Por ahora no hay derecho a pensar en eso.

No habían aparecido los síntomas propios para definir si era o no cáncer. Pero se comprende, por tanto, cómo eso le debe haber causado innumerables preocupaciones a ella. No obstante, mantenía siempre aquella serenidad.

Me acuerdo también una vez que pusieron en sus pañuelos un monograma, que a ella no le gustó. Me dijo, pero con aquella suavidad, que no le había gustado aquello, estaban feos.

Yo dije:

– Mi bien, pero usted… ¿Qué se puede hacer? Le conviene aprovechar los pañuelos.

– Sí, no hay duda, pero, ¿usar yo esto hasta el fin de la vida?

Era el fin de la vida, pero ella lo mencionaba como algo muy remoto. Lo cual hacía el problema “muero, no muero”, más agudo para el instinto de conservación.

También en tensiones en las relaciones con personas a quien ella quería mucho… En el fondo… aquella serenidad.

¡El lumen de mi vida no se apagará!

Su serenidad era un poco diferente. La nuestra consiste en, al tener delante de nosotros cierta perspectiva, mantenernos serenos por saber que Nuestra Señora no permitirá que tal perspectiva se realice.

Con mi madre no era propiamente así, sino: “Pase lo que pase, cierto lumen que yo espero tener en mi vida, no se apagará.” Era una especie de promesa de la Providencia de que, en el dolor, aquel lumen con el cual ella acompañaba el vaivén de los acontecimientos no la abandonaría nunca. Como si dijese: “Aquello va a continuar, de un modo o de otro, ¡suceda conmigo lo que suceda, sea lo que sea, será, será, será!”

A mi modo de ver, era una especie de flash discreto y permanente. No era una llamarada, pero dentro de un firmamento lila, era como la luz de la luna. Eso explicaba la paciencia de ella y todo el resto.

Un lugar impregnado de paz luciliana

Sin haberla conocido, no obstante, muchas personas notan su presencia en el Primeiro Andar2, sintiéndolo como un lugar de paz, pero de una paz específica que todo mi torbellino no consiguió interrumpir.

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Primeiro Andar

Mi sala de trabajo era, en buena medida, su living. En la sala, mi madre permanecía mucho para rezar; en la saleta rosada apenas entraba, para ver si estaba en orden. Ella era económica y ahorraba las cosas, sabía que yo tenía finanzas limitadas y no quería desgastar los muebles, por eso, para rezar, ella lo hacía muchas veces de pie. Y al final de su vida, cuando ya estaba bien anciana, mandaba a poner junto a la imagen del Sagrado Corazón de Jesús una silla sin brazos y rezaba sentada.

El resto del tiempo, mi madre lo dividía entre el comedor, del cual gustaba mucho por causa de la vista de la Plaza Buenos Aires y porque era muy bañado por el sol, y el living pequeño, de ella y de mi padre, donde se quedaba poco, porque entraba menos luz solar; en mi sala de trabajo, ella permanecía un buen tiempo y rezaba mucho. Todo aquello quedó impregnado de alguna gracia.

Ahora bien, si por razones inconcebibles aquel apartamento –con el mobiliario y todo lo que está allá adentro, exactamente como está–, fuese a parar en manos de un tercero y alguien pusiese un cuadro extravagante en una de aquellas paredes o colocase un objeto moderno, aunque fuese pequeño, rasgaría, despedazaría el ambiente.

Si algún día yo notase el ambiente alterado, mandaría a verificar si no hay algún objeto de esos en alguna gaveta de la casa. Yo siento una oposición y una santa incompatibilidad. Expresión, posiblemente, de la firmeza de la persona tan dulce que ella fue, de la reversibilidad. Ahí tenemos la reversibilidad entre la firmeza y la bondad. 

(Extraído de conferencia del 1/5/1981)

  1. Cuadro al óleo, que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos con base en una de las últimas fotografías de Doña Lucilia.
      ↩︎
  2. Residencia del Dr. Plinio en la Rua Alagoas, 350, en el barrio de Higienópolis, en São Paulo. ↩︎

La luz se había ido, pero el cuadro-lamparita permaneció encendido

Creo que lo ocurrido ha sido una señal de cómo ella permanece siempre junto a nosotros. Aun cuando todo quede a oscuras.

 Elizabete Fátima Talarico Astorino

Prueba de que la acción de Dña. Lucilia tiene por objetivo más pacificar el alma que resolver un problema concreto terreno, es lo que sucedió en casa de Fátima Doná, de São Paulo.

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Captura de un vídeo en el cual se muestra la casa a oscuras y el cuadro-lamparita encendido. En el destacado, el cuadrito iluminado.

Narra ella: «Una vez se fue la electricidad en mi casa, así como en las demás residencias cercanas, pero un cuadro luminoso de Dña. Lucilia que tengo en mi salón no se apagó. Los aparatos electrónicos no estaban funcionando. Todo estaba oscuro en mi casa, y en la calle no había iluminación alguna, sin embargo, ese pequeño cuadro-lamparita con la foto de Dña. Lucilia permanecía encendido. Estaba conectado directamente al enchufe, no tenía pilas que lo mantuviera en funcionamiento».

Y concluye: «Creo que lo ocurrido ha sido una señal de cómo ella permanece siempre junto a nosotros. Aun cuando todo quede a oscuras, incluso sin que nada “funcione”, ella continúa sonriéndonos y escuchándonos, dispuesta a ayudarnos».

A través de este simple hecho, Fátima pudo confirmar, como tantas otras veces a lo largo de su vida, que en cualquier circunstancia y dificultad Dña. Lucilia está iluminando su camino, conduciéndola hacia el bien junto al Sagrado Corazón de Jesús.

*     *     *

(Extraído  de Revista Heraldos del Evangelio, noviembre 2020)

Súplica de un corazón necesitado

Desperté en torno a las nueve de la mañana y recibí una llamada de mi tío

 

Elizabete Fátima Talarico Astorino

 

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Súplica de un corazón necesitado

Amauri Valentín, de Vila Velha, tras conocer la historia de Dña. Lucilia, recurrió a su intercesión y logró en poco tiempo la gracia que desde hacía unos años esperaba alcanzar:

«Mi familia estaba pasando por un momento delicado por una cuestión de herencia. Estaba habiendo mucha discusión y teníamos que tomar una decisión importante, pero había miembros de la familia en desacuerdo con el paso que debíamos dar. Aquella noche recé el Rosario pidiéndole a Dña. Lucilia su intercesión.

«El mismo día que la conocí, traté de conversar con ella en mi pensamiento: “Usted, que es madre, que es mujer también, entre en el corazón de mis tías, que son mujeres, entiéndase con ellas y obténganos esa gracia”. Entonces me dormí…

«Desperté en torno a las nueve de la mañana y recibí una llamada de mi tío que me decía que mis dos tías habían aceptado dar el paso para que solucionáramos ese problema que mi familia venía sufriendo desde hacía tres o cuatro años.

«Con una oración del Rosario, con la devoción a Dña. Lucilia, conseguí esa gracia. Fue una petición de corazón, de un necesitado, y la recibí. Desde entonces estoy apasionado, tanto por ella como por Plinio».

(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, mayo 2020)

Una petición inmediatamente atendida

Esto me dejó muy triste, muy preocupado. Mi padre ya tiene setenta y cuatro años y, a pesar de ser un hombre activo, estaba con la salud debilitada a causa de otros problemas.

Elizabete Fátima Talarico Astorino

Sergio Matías, miembro consagrado de la comunidad católica Fanuel – Rosto de Deus y coordinador de la presencia misionera de dicha institución en la archidiócesis de São Paulo, preocupado con el estado de salud de su padre, decidió pedir el auxilio de Dña. Lucilia y fue atendido enseguida:

«Hacía unos quince días que mi padre venía sufriendo un problema en la garganta, como si fuera un bulto o hinchazón, algo que le impedía hasta respirar correctamente, pues acusaba falta de aire. Ya lo había llevado al médico y le había diagnosticado faringitis y recetado un medicamento. El tiempo fue pasando y ese cuadro no mejoraba. El 22 de abril de este año, mi madre me llamó por teléfono para decirme que mi hermano se lo había llevado al hospital porque había empeorado. Inmediatamente me puse en contacto con mi hermano —aún estaba en el hospital con mi padre—, y me dijo que la médica que lo había examinado pidió una tomografía, porque sospechaba que hubiera un tumor en la zona de la tráquea.

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Sergio Matías, consagrado de la Comunidad Fanuel – Rosto de Deus

«Esto me dejó muy triste, muy preocupado. Mi padre ya tiene setenta y cuatro años y, a pesar de ser un hombre activo, estaba con la salud debilitada a causa de otros problemas. Entré en contacto con el fundador de nuestra comunidad, Sandro Peres, por medio de WhatsApp, y compartí con él lo que estaba ocurriendo. Le pedí su intercesión, sus oraciones en aquel momento. Él me dijo: “Mira, hoy los Heraldos celebran el aniversario del natalicio de Dña. Lucilia; pídele su intercesión ante una fotografía suya”. Entré en la página web de los Heraldos del Evangelio y allí había una fotografía de Dña. Lucilia. Y exactamente al mediodía, horario de Brasilia, me puse ante la imagen y pedí que aquella valerosa señora, de gran testimonio cristiano y que con certeza estaba en la gloria de Dios, pudiera interceder a favor de la salud de mi padre y que, al salir el resultado de la tomografía, no hubiera nada. Esta fue mi petición: que no tuviera absolutamente nada.

«Después de esa oración, fui hasta el hospital y esperé allí el resultado de la tomografía, que salió alrededor de las 17 h. La médica me dijo: “Mire, su padre no tiene nada. Ni en los pulmones, mucho menos en la zona de la tráquea. Eso pudo ser algo sencillo, de origen estomacal”. Y ese mismo día mi padre regresó a casa».

Por la intercesión de Dña. Lucilia obtuve esa gracia

Agradecido por el favor recibido Sergio Matías añade:

«Digo esto porque tenemos fe, la fe que recibimos de la Iglesia, la fe en los santos de la Iglesia, en aquellos que fueron elevados a los altares, pero también en aquellos que en vida realizaron una gran obra por el Evangelio y murieron en estado de santidad. Estas personas con certeza están junto a Dios y ellas también tienen un gran poder de intercesión.

«Por eso creo que, por la intercesión de Dña. Lucilia, el 22 de abril mi padre fue tocado y lo que había en él ya no existe, porque Dios, por su infinita misericordia y en nombre de Jesús, realizó una obra en la vida de mi padre. Todavía están pendientes algunas pruebas, pero sé que por la intercesión de los santos —y ahora para mí, de forma muy particular, por la intercesión de Doña Lucilia— nada le pasará a mi padre.

«Quiero agradecer a todos los que compartieron conmigo esa moción, a nuestro fundador, que es devoto de muchos santos, que ama la obra del Dr. Plinio Corrêa de Oliveira y que me aconsejó a recurrir a esta venerable señora, que murió en olor de santidad y está en la gloria de Dios, porque por su intercesión obtuve esa gracia».

(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, mayo 2020)