Serenidad luciliana inconfundible

En la punta de los horizontes más aflictivos, Doña Lucilia mantenía siempre la misma serenidad, que provenía de la confianza en la Providencia. Era una especie de promesa de Dios de que, en el dolor, el lumen con el cual ella acompañaba el vaivén de los acontecimientos no la abandonaría jamás.

Tratando con mi madre, varias veces me hice esta pregunta: ¿Cuál es la proporción entre la gracia y la naturaleza en el conjunto de su personalidad? Es razonable colocar esa cuestión, porque cuando alguien corresponde mucho a la gracia, esta última toma aires de una segunda naturaleza y da la impresión de que la persona es así, desde lo más profundo de su ser. En cierto sentido, esto es verdad.

Mi madre asumió la gracia y se dejó asumir por ella

La memoria que me quedó en la retina sobre mi madre es la de una persona que, por más profundo que se la viera, no se percibía otra cosa, a no ser el trabajo de la gracia en su alma. Yo sé, por la fe, que siendo ella concebida en pecado original, debería tener un lado opuesto al de la gracia. Sin embargo, de tal manera ella había asumido la gracia y se había dejado asumir por ella, que parecían ser una sola cosa.

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Si no fuese la convivencia continua y mi preocupación de hacer un análisis imparcial, sin dejarme llevar por el afecto de hijo, esa pregunta, de querer saber cuál sería el lado del pecado original en su alma, no parecería justa ni reverente. Sin embargo, yo me puse a mí mismo esa pregunta de otro modo: “¿Qué es gracia, qué es naturaleza?”

Por ejemplo, la suavidad de mi madre, tan y tan notable, tan comunicativa, que marcaba tanto los ambientes donde ella se encontraba, vista bajo un aspecto, tenía consonancia con su temperamento. Pero, no pudiendo haber un temperamento que tuviese únicamente aquella suavidad, era evidente también que debería haber algo contrario a aquello, aunque fuese en algún punto. No obstante, en ella nunca encontré algo negativo digno de nota.

Una vez u otra vi pequeños movimientos de enfado, pero tan pequeños, que sería preciso un microscopio para analizarlos, de tan insignificantes. Parecían no tener raíz en ella, de tal manera se figuraban como una cosa postiza. Mientras que la suavidad, la dulzura ininterrumpida, aquello que vemos en el Quadrinho1, todo eso, sí, parecía tener raíz en su alma.

Por algunos lados, todo eso parecía ser lo natural en ella y, realmente, yo no notaba en la naturaleza de mi madre movimientos dignos de observación, de análisis, adversos a la gracia. Y el carácter sobrenatural de esa acción es sentida por los que van a su tumba en el Cementerio de la Consolación. Muchos van allá con la esperanza de encontrar aquella suavidad, y vuelven con la tranquilidad de haberla encontrado.

No quiero decir que la suavidad fuese un monopolio de ella, pero aquella forma de suavidad era enteramente inconfundible, era ella y de ella.

Suavidad que provenía de la confianza en la Providencia

¿Cómo sería, entonces, esa suavidad y en qué sentido era diferente de las otras suavidades? Sin duda alguna, provenía de la propensión de mi madre de querer bien y de hacer el bien a todo el mundo.

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El»Quadrinho»

Era algo que no transparecía a primera vista, pero, haciendo un análisis cuidadoso como los que yo hacía, muy reverente, pero no de ojos cerrados, ese análisis me llevaba a la siguiente conclusión: había, en el fondo, sin que la palabra fuera pronunciada, una confianza enorme en la Providencia, la cual marcaba su vida y explicaba la suavidad, dándole el soporte racional. Porque, por más que esa sea una bella virtud, solo lo es porque es razonable.

Ahora bien, ¿cuál era el fundamento de la actitud de mi madre frente a las cosas? Debería haber un fundamento razonable. Si no lo tuviese, no sería católico ni sería virtud y yo no lo querría. Si alguien dijese simplemente: “Ese sentimiento es bello, por lo tanto, es razonable”, yo no podría ser un oso perezoso y, pareciéndome eso bello, dejar de buscar el verum que existe por detrás. Por el contrario, el verum debe ser encontrado.

Algo me dice que así se debe ser y que debemos ser infatigables en ese esfuerzo: la razón demostró, luego, busque el pulchrum; el pulchrum demostró, entonces busque la razón. Y de esa “ojivalidad” resulta el bienestar y la misión cumplida del alma.

Serenidad en todas las circunstancias

Naturalmente, yo procuraba hacer eso a propósito de ella y encontraba siempre lo siguiente: en la punta de los horizontes más aflictivos, un acto de confianza. En el extremo de las preocupaciones podían aflorar mil cosas, pero, después, de repente, en el término más pungente, estaba la serenidad. Lo cual explicaba su paciencia y su bondad.

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Ella miraba hacia ese fin de horizonte como miraba el sol cayendo sobre la Plaza Buenos Aires o en la Rua Alagoas, entre la arboleda de la alameda aún no contaminada por los horrores que se esparcieron después. A veces ella comentaba cómo estaba bonito. Ella tenía la misma posición de alma y el mismo modo de ver, la misma serenidad. ¿Por qué? La pregunta va hasta allá.

Me acuerdo de ella, ya bien anciana, con una incomodidad digestiva considerablemente más seria de lo común. Mandé a llamar al médico. Para una persona de aquella edad, la visita de un médico puede significar una sentencia de vida o de muerte. Pero ella no se hacía bien la idea de hasta qué punto la muerte pendía sobre ella.

Cuando el médico fue a examinarla, poco antes de que ella entrara en la sala, me dijo: “¡Hijo mío, si supieras qué horror tu madre tiene al cáncer!”

Ahí me di cuenta de que ella pasó la vida entera con esas perturbaciones digestivas y, teniendo esa especie de horror al cáncer, ella podría haber pensado varias veces en esa hipótesis. Habituado desde pequeño a verla con esas incomodidades, nunca me pasó por la mente que ella llegase a tener esa enfermedad. Cuando yo era pequeño no se hablaba de cáncer, ese mal fue un fruto de la modernidad, no la enfermedad en cuanto tal, sino su diseminación.

Yo pensé para conmigo: “De repente lo es. Y la muerte de cáncer es inexorable y muy dolorosa.” Después del examen, el médico fue a la sala para conversar con mi hermana, mi sobrina y conmigo. Durante la exposición, llamé su atención a propósito, corté la explicación y le pregunté:

– Doctor, ¿será cáncer?

Él tuvo un pequeño sobresalto y dio la siguiente respuesta:

– Por ahora no hay derecho a pensar en eso.

No habían aparecido los síntomas propios para definir si era o no cáncer. Pero se comprende, por tanto, cómo eso le debe haber causado innumerables preocupaciones a ella. No obstante, mantenía siempre aquella serenidad.

Me acuerdo también una vez que pusieron en sus pañuelos un monograma, que a ella no le gustó. Me dijo, pero con aquella suavidad, que no le había gustado aquello, estaban feos.

Yo dije:

– Mi bien, pero usted… ¿Qué se puede hacer? Le conviene aprovechar los pañuelos.

– Sí, no hay duda, pero, ¿usar yo esto hasta el fin de la vida?

Era el fin de la vida, pero ella lo mencionaba como algo muy remoto. Lo cual hacía el problema “muero, no muero”, más agudo para el instinto de conservación.

También en tensiones en las relaciones con personas a quien ella quería mucho… En el fondo… aquella serenidad.

¡El lumen de mi vida no se apagará!

Su serenidad era un poco diferente. La nuestra consiste en, al tener delante de nosotros cierta perspectiva, mantenernos serenos por saber que Nuestra Señora no permitirá que tal perspectiva se realice.

Con mi madre no era propiamente así, sino: “Pase lo que pase, cierto lumen que yo espero tener en mi vida, no se apagará.” Era una especie de promesa de la Providencia de que, en el dolor, aquel lumen con el cual ella acompañaba el vaivén de los acontecimientos no la abandonaría nunca. Como si dijese: “Aquello va a continuar, de un modo o de otro, ¡suceda conmigo lo que suceda, sea lo que sea, será, será, será!”

A mi modo de ver, era una especie de flash discreto y permanente. No era una llamarada, pero dentro de un firmamento lila, era como la luz de la luna. Eso explicaba la paciencia de ella y todo el resto.

Un lugar impregnado de paz luciliana

Sin haberla conocido, no obstante, muchas personas notan su presencia en el Primeiro Andar2, sintiéndolo como un lugar de paz, pero de una paz específica que todo mi torbellino no consiguió interrumpir.

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Primeiro Andar

Mi sala de trabajo era, en buena medida, su living. En la sala, mi madre permanecía mucho para rezar; en la saleta rosada apenas entraba, para ver si estaba en orden. Ella era económica y ahorraba las cosas, sabía que yo tenía finanzas limitadas y no quería desgastar los muebles, por eso, para rezar, ella lo hacía muchas veces de pie. Y al final de su vida, cuando ya estaba bien anciana, mandaba a poner junto a la imagen del Sagrado Corazón de Jesús una silla sin brazos y rezaba sentada.

El resto del tiempo, mi madre lo dividía entre el comedor, del cual gustaba mucho por causa de la vista de la Plaza Buenos Aires y porque era muy bañado por el sol, y el living pequeño, de ella y de mi padre, donde se quedaba poco, porque entraba menos luz solar; en mi sala de trabajo, ella permanecía un buen tiempo y rezaba mucho. Todo aquello quedó impregnado de alguna gracia.

Ahora bien, si por razones inconcebibles aquel apartamento –con el mobiliario y todo lo que está allá adentro, exactamente como está–, fuese a parar en manos de un tercero y alguien pusiese un cuadro extravagante en una de aquellas paredes o colocase un objeto moderno, aunque fuese pequeño, rasgaría, despedazaría el ambiente.

Si algún día yo notase el ambiente alterado, mandaría a verificar si no hay algún objeto de esos en alguna gaveta de la casa. Yo siento una oposición y una santa incompatibilidad. Expresión, posiblemente, de la firmeza de la persona tan dulce que ella fue, de la reversibilidad. Ahí tenemos la reversibilidad entre la firmeza y la bondad. 

(Extraído de conferencia del 1/5/1981)

  1. Cuadro al óleo, que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos con base en una de las últimas fotografías de Doña Lucilia.
      ↩︎
  2. Residencia del Dr. Plinio en la Rua Alagoas, 350, en el barrio de Higienópolis, en São Paulo. ↩︎

Es suave fin de Doña Lucilia

Cuando el Dr. Plinio aún convalecía de la crisis de diabetes, un dolor más vino a asomarse en su horizonte: la separación de su extremosa madre, Doña Lucilia. En vísperas de completar 92 años, ella falleció suave y serenamente, después de trazar sobre sí una gran Señal de la Cruz.

La muerte de Doña Lucilia sucedió así:

Los últimos momentos

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Estaba con mi madre almorzando en el comedor de nuestro apartamento. Aún me encontraba en vías de completar el restablecimiento de la crisis de diabetes, y ella, muy anciana, con casi 92 años, ya no presentaba una lucidez completa. Conversábamos a solas, intercambiando unas palabras como era posible, muy lentamente; ella se entretenía, me miraba fijamente y procuraba acompañar lo que yo decía. En esa comida, en la tranquilidad de la casa, la muerte se presentó. A cierta altura, ella comenzó a sentirse incómoda, con la sensación de tener, alrededor de su cuello, algodones que le quitaban el aire, y quería que alguien los removiese. En realidad, no había algodones. Percibí inmediatamente que se trataba de algo grave, aunque el médico la había examinado recientemente y encontrado su corazón en condiciones normales para aquella edad.

Llamé enseguida a una especie de enfermera o dama de compañía que la acompañaba. Esta señora me ayudó a ponerla en la silla de ruedas y, conduciéndola al cuarto, la ayudó a acostarse. Comenzaba el fin de la vida de mi madre…

Convocamos inmediatamente al médico, el cual, analizando la situación, me susurró: “Ella llegó al fin; de repente el corazón quedó en pésimas condiciones… ¡Con 92 años! Ud. debe prepararse para lo que va a suceder.”

Mi madre estaba con una crisis cardíaca fuertísima y falta de respiración.

Pasé el resto del día al lado de su cama rezando, conversando, procurando consolarla, a pesar del tormento que sentía al verla padecer falta de aire. ¡En medio de aquella asfixia, ella se mantenía en una calma que me dejaba pasmado! Miraba siempre al frente, con una resolución admirable. Notaba que ella tenía conciencia de que estaba muriendo y veía la muerte que llegaba; pero veía también que el Cielo se aproximaba. En la noche acabó recomponiéndose un poco, y yo, aún muy, muy débil, me fui a recoger para descansar.

Gloriosa Señal de la Cruz

A la mañana siguiente, tan pronto me desperté, pregunté por ella. Me avisaron que el médico había pasado la noche asistiéndola y que ella iba aguantando. Tomé el desayuno, leí un poquito el periódico con la intención de enseguida ir a verla, cuando me informaron que ella estaba in extremis.

Aún en aquel tiempo yo andaba con una especie de muletas. Me levanté como pude y fui a su cuarto, contiguo al mío. Cuando llegué, el doctor me dijo: “Ella murió”.

El médico explicó que, súbitamente, su corazón perdió el vigor y ella sintió que llegaba la muerte. Ella sabía que yo todavía estaba muy enfermo y tuvo tanta delicadeza que no me mandó a llamar. Como médico, él no pudo mantenerle la vida, y ella falleció. Antes de morir, hizo un gran y resoluto “en el Nombre del Padre”, de arriba de la cabeza hasta abajo, en el pecho, y con la gloriosa Señal de la Cruz, murió. Yo entré… ¿qué pude hacer? No sé cuántas décadas hacía yo no lloraba. ¡En esa ocasión lloré copiosamente, caudalosamente…! Después me fui a mi cuarto, hice la toilette, me preparé para quedarme haciendo guardia al cuerpo mientras estuviese en casa, y después acompañarlo al cementerio.

Enfrentando la muerte de la madre

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Dr. Plinio en la misa del 7º día 27 de abril 1968

Cuando me estaba preparando, la tristeza de repente desapareció de mi alma y tuve una tranquilidad y una serenidad extraordinarias, a pesar del dolor. Fui al saloncito rosado de casa, donde estaba expuesto el cuerpo. Comenzaron a llegar personas de la familia y relaciones. Más tarde ella fue enterrada. Acompañé el féretro hasta la puerta del Cementerio de la Consolación, no bajé para acompañar el cuerpo, porque mis condiciones no permitían por causa de la amputación. Di una vuelta en el automóvil y volví a casa. Entré… Era la primera vez que yo encontraba la casa sin su dueña. ¿Qué pude hacer? Recostarme, rezar, adormecer… La vida continuó.

A la mañana siguiente fui a la hacienda del Éremo1 del Amparo de Nuestra Señora. Hasta entonces todavía no había salido de São Paulo andando de muletas. De allá volví solo para la Misa de séptimo día.

 (Extraído de conferencia del 11/8/1984)

  1. En portugués, eremitorio, lugar donde viven eremitas. ↩︎

En Dña. Lucilia, ¡es muy fácil confiar!

En el mundo actual, a menudo nos enfrentamos a dificultades y problemas cuya solución se encuentra más allá de nuestras capacidades. En esos casos la única salida es rezar y confiar.

Elizabete Fátima Talarico Astorino

imageEs más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el Reino de Dios. […] Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios» (Lc 18, 25.27), declaró el divino Maestro. El mundo de hoy predica una doctrina diferente. Analizando los hechos de forma naturalista, a veces nos vemos tentados a concluir: «es más fácil» desesperarse ante un problema que buscar su solución en Dios.

Sin duda hay males humanos que sólo pueden curarse con remedios sobrenaturales. Pero a menudo el bálsamo divino capaz de sanarnos nos parece tan lejano, tan imposible de alcanzar.

Quien piense así se equivoca. Si grandes son nuestras necesidades, también lo es la solicitud de Dña. Lucilia, que, como verdadera madre y amiga, está siempre dispuesta a interceder por nosotros, ampararnos y fortalecernos.

Humanamente imposibilitada para ser madre

El corazón de esa madre, como ya hemos mostrado en varias ocasiones en este apartado, parece condolerse de manera particular de aquellas que no pueden cumplir su deseo de ser madres. Con especial dedicación, «vuela» en auxilio de esas almas, encontrando, según los planes de Dios, la mejor solución.

Corrobora esta afirmación el relato de una devota residente en tierras colombianas:

«Les escribo para contarles la historia de un milagro obtenido por intercesión de Dña. Lucilia, que tuvo lugar en mi hogar y me llena de alegría y bendición. Mi nombre es Lady Milena Rincón Montaño, vivo en la cuidad de Zipaquirá (Colombia). Para contextualizar la historia de este milagro debo decirles que yo era una mujer diagnosticada con miomatosis múltiple, problemas de tiroides y prediabetes, lo que medicamente constituye un impedimento para tener hijos.

»Además de esto, había iniciado un proceso médico para hacer una extracción de los miomas uterinos, y fui advertida cruelmente por la ginecóloga de que muy probablemente, por la gravedad de mi problema, el procedimiento sería una estereotomía total. Y añadía textualmente en la hoja de la orden de intervención: “La paciente fue avisada de que este procedimiento la dejará estéril, sola y sin hijos”».

Equilibrio y paz interior ante los sinsabores de la vida

¿Cómo proceder ante este duro golpe? Lady continúa su relato:

«En ese momento me sentí desolada. Estos términos ocasionaron en mí una tristeza infinita, ya que nunca podría sentir la compañía de un hijo en mi matrimonio. Mi esposo se llama Jesús David Contreras Gaitán. Somos muy entregados a los asuntos de Dios y de la Iglesia, y decidimos afrontar juntos esta situación, seguir adelante con los procedimientos y dar las respectivas autorizaciones para la cirugía».

La resignación a la voluntad divina era una constante en la vida de Dña. Lucilia. No importaba cuán duras se presentaran las pruebas y las dificultades, jamás vacilaba en su confianza en Dios. Así pues, a parte del benevolente auxilio que nunca deja de dispensar a sus hijos, parece ayudarles de un modo especial a mantener ese mismo equilibrio, esa paz interior que tanto la caracterizaba, en medio de los sinsabores de esta vida.

Pronto le prestaría esa asistencia a Lady, que se hallaba sumergida en el abismo de sus sufrimientos.

Anuncio de un auxilio «luciliano»

Relata ella: «El 1 de julio de 2023 fuimos en familia, con mi esposo y mis padres, a la misa dominical en la iglesia de los heraldos de Tocancipá, en donde aprovechamos para recibir el sacramento de la confesión.

»Me desahogué con el sacerdote, y le expuse toda esa situación que estaba viviendo, ya que para mí era un sueño tener un hijo. Entonces me enseñó una estampa de Dña. Lucilia —yo no la conocía—, me explicó quién era y me contó la dificultad que enfrentó para dar a luz a su hijo, el Dr. Plinio. Me aconsejó que le pidiera con fe a Dios, por intercesión de Dña. Lucilia, poder ser madre».

La propia liturgia de aquel domingo confirmaría el designio de Dios sobre esta familia, pues la primera lectura narraba precisamente el anuncio del nacimiento milagroso de Samuel (cf. 1 Sam 1, 1-20), hecho que el sacerdote tomó como un signo providencial para Lady, diciéndole al final de la confesión: «Dentro de un año presentarás a tu hijo ante Dios».

«Salí de la confesión y le conté a mi esposo y a mi madre lo que el padre me había dicho. Pasaron diecisiete días, empecé a sentirme mal y mi esposo me insinuó que estaba embarazada. Me hice una prueba, pero sin esperar mucho, ya que era algo traumático para mí y no quería ilusionarme una vez más con la idea de ser madre. Y ¡sorpresa hermosa!, el test dio positivo. Me hice una segunda prueba para confirmarlo y presentó el mismo resultado».

Incluso en la oscuridad, ¡seguir confiando!

Profundamente esperanzados, Lady y Jesús entraron en contacto con la compañía de su plan de salud para hacer las gestiones necesarias, y le asignaron un excelente profesional que siguió paso a paso el embarazo, siempre animándola y apoyándola.

Sin embargo, tiempo después, una nube ensombrecería su luminosa alegría de ser padres: «Un día me dieron una cita con otro médico del plan de salud, quien insinuó que mi hijo tenía síndrome de Down, presentaba malformaciones y un problema en el corazón».

¡Cuántas veces no habremos constatado que cuando los pronósticos humanos parecen contradecir los divinos, llega el momento de la confianza total! Entonces, ¿podría este matrimonio desconfiar de la protección de Dña. Lucilia, que ya les había conseguido la gracia más difícil? ¡Al contrario! Amparados bajo su chal lila, ambos atravesaron aquella inquietante perspectiva y, con la mirada fija en el Cielo, vieron brillar de nuevo la luz en su camino.

Por indicación de su seguro médico, Lady fue atendida a partir de entonces en una reconocida clínica especializada en maternidad. Narra ella:

«Poco a poco, sucesivos exámenes fueron desmintiendo todo este conjunto de suposiciones erradas, y mi hijo nació el 3 de marzo, siendo un niño saludable, pesando 3,8 kg y midiendo 53 cm. Hoy estamos rebosantes de alegría, dándole gracias a Dios y a la intercesión de Dña. Lucilia, disfrutando de la dicha de ser padres y dando este testimonio para que muchos crean por medio de los signos de Dios en la tierra».

Revista Heraldos del Evangelio. Año XXII. N.º 255. Octubre 2024

02

Discernimiento luciliano por connaturalidad

Llamada a conocer y amar por connaturalidad todas las cosas, Doña Lucilia poseía una profunda riqueza de alma, por la cual su discernimiento, su inteligencia y su afecto abarcaban un campo muy vasto.

Por más modesta que sea una madre, desde que ella lo sea en toda la fuerza del término, la condición materna envuelve elementos indiscutibles de realeza. Como, a propósito, la del padre también. La realeza de un rey y de una reina son indisociables de la condición de padre y de madre.

Patrocinio y realeza sobre las almas

imageDios le dio a Nuestra Señora el imperio del Cielo y de la Tierra, así como de todo el universo, pero por una razón análoga a esta, Él quiso que debajo de su poder hubiese sub-imperios y sub-reinos.

Los Ángeles de la Guarda, por ejemplo, ejercen un papel como ese en favor de cada uno de los países que gobiernan. Y esa realidad, de hecho, se opone al modo restrictivo de considerar esos embajadores divinos como meros escudos defensores contra los peligros. El ángel custodio es el modelo ideal, el arquetipo de la nación, la cual modela según él propio, pues tiene con ella una cierta connaturalidad que no tendría con otra nación quizás hasta más amada por Dios. Ese ángel amaría aquella nación, por ejemplo Luxemburgo, de un modo determinado por causa de esa connaturalidad. Como resultado, él conduce las cuestiones de Luxemburgo tomando en consideración esa connaturalidad que Dios estableció cuando lo creó, y después cuando, por el curso de la Historia, se formó Luxemburgo. Fue una formación, un juego ordenado de factores deseados por Dios. Y esto constituye una especie de parentesco espiritual, que da la idea entera del Ángel de la Guarda, como el padrino que educa, forma y orienta. Así también deberían ser determinados santos con ciertas almas, más aún cuando ellos son llamados a llenar, en el Cielo, los lugares que los bandidos de los demonios dejaron vacíos. Además, imagino que esos bienaventurados se ocupan del cuidado de las almas y de los pueblos que quedaron sin protección de los ángeles infieles, según una destinación y una distribución de los designios y de los planes de Dios eventualmente un tanto retocada.

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es image-7.pngUna serie de cosas que conocí sobre los ángeles me parece que caminan en esa dirección, y creo que el patrocinio de los santos sobre alguien es muy parecido con el papel del ángel que dirige o tiene un patronato sobre determinados pueblos. Por ejemplo, se sabe que San Miguel Arcángel es el patrono oficial de la Iglesia Católica, pero San José también lo es, a títulos diferentes. Vemos, por lo tanto, que en esa tarea caben desmembramientos armónicos que aumentan la belleza del plan de Dios.

A mi modo de ver, esto se da muy especialmente con las familias de almas de las Órdenes Religiosas, sobre cuyos miembros el Fundador, si practicó las virtudes en grado heroico, tiene un patrocinio de esa naturaleza.

¿Quién sería capaz de negar que San Benito es patrono y protector de los benedictinos? No es posible. Pues bien, lo mismo se da con los franciscanos, los dominicos, los jesuitas, y así por delante. Todos esos patrocinios se ejercen. Entonces, el Fundador junto con su ángel de la guarda y los de aquella Orden Religiosa se agrupan según ciertos designios de Dios para ampararla. Así comprendemos que exista un juego interior en las preferencias de la personalidad de una persona llamada a patrocinar una familia de almas determinada, y que esas preferencias estén en consonancia con las de esa familia de almas.

Doña Lucilia conocía y amaba por connaturalidad

imageDicho esto, ¿cómo eran las preferencias de Doña Lucilia? Mi madre tenía una inteligencia y una instrucción muy comunes, propias a las señoras de sociedad de su tiempo. Sin embargo, ella tenía una riqueza de alma muy grande, procedente del amor y del conocimiento de las cosas por connaturalidad, por medio de la cual su inteligencia y afecto abarcaban un campo muy vasto. Ella discernía en las almas de los otros pueblos y naciones aquello que podía ser visto como sutil, refinado y, por eso, despertando en ella una forma de afectividad más penetrante, más sutil, que se transformaba en cariño, en deseo de sacrificarse, de ayudar y de favorecer, tendiente a ver lo mejor de las personas en aquellos lados por donde estarían especialmente expuestas a sufrir los golpes de la brutalidad, de la maldad, de la dureza y de la crueldad humana, en todos sus aspectos. Sin duda, quien tiene lados de alma tiernos, preciosos, más desarrollados y diferenciados, sufre más con los golpes que recibe y está más sujeta a brutalidades inopinadas porque, por su bondad, es normalmente desarmada y, en consecuencia, necesita de un auxilio.

Entonces, tomando como ejemplo a Francia, yo analicé mucho el alma de mi madre y las reacciones de su espíritu en lo referente a esa nación, y percibí que ella sentía, por connaturalidad, que Francia tenía y representaba–en el horizonte de ella y, bajo cierto aspecto, del mundo también– una cosa que tenía el mayor valor: era la delicadeza de sentimientos. Y al poner esos lados de la dulzura del alma humana muy en evidencia, Francia creaba una convivencia y un tipo humano que alcanzaba, bajo cierto punto de vista, su perfección. A la par de eso estaba el sentido de la medida, de la cordialidad, de la suavidad y del charme que tanto se elogian en el espíritu francés. A propósito, mi madre era muy sensible al charme, el cual ejercía un papel enorme en su vida. En lo que podía caber en una señora de noventa y dos años de edad, ella tenía mucho charme. Por ejemplo, los álbumes con fotografías de las joyas de Fabergé. Aunque Fabergé no fuese directamente francés, sino solo descendiente muy remoto de protestantes franceses asentados en Dinamarca, algo de sangre francesa quedó en él y se imprimió en su arte. Yo tengo la certeza de que, si Doña Lucilia conociese los álbumes de Fabergé, vería en ellos una expresión de algo que debería estar en todas las almas, para el bien de todos los pueblos, y en Francia vino a la luz para el bien del género humano entero y este debería hacer, frente a esa nación, lo que ella hacía: admirar, dejarse penetrar y modelar por aquello.

En ese sentido, ella interpretaba la ofensiva alemana contra Francia como la agresión de la brutalidad militarista contra el charme francés. Un poco antes de la I Guerra Mundial, mi madre conoció la Alemania de los cascos de acero, ya toda tendiente a la ofensiva contra la douce France, ¡cosa que no podía ser, era un crimen como el de matar a la humanidad! Además, algunos alemanes habían sido muy brutos con ella, de un modo inimaginable, inclusive los médicos y enfermeros que la trataron durante su convalecencia en esa nación. Como consecuencia de la operación, mi madre también quedó limitada en su desplazamiento y, durante algún tiempo, para no permanecer en el hotel, usaba la silla de ruedas y salía con la familia a contemplar el Rin, a ver esto o aquello, pues le hacía mucho bien, y las personas que pasaban por la calle paraban y se reían al verla en esa situación. ¡Es algo inimaginable!

Me acuerdo también de un hecho, comentado en otras ocasiones, de la sopa de sesos que ella fue obligada a tomar y casi se murió por la alergia que tenía. Ahora, todo eso mezclado con la noticia de que el Káiser quería invadir el territorio brasileño, e incluso otras cosas, le daban una noción de mucha dureza de alma. Fue un viaje infeliz. Aquello quedó tan radicado en su espíritu, que nunca consiguió quitarse esa idea, no hubo remedio.

Entonces, Doña Lucilia acompañó la Guerra Mundial bajo ese prisma, casi de Cruzada, a favor de la delicadeza humana contra la brutalidad. ¿Eso era un apego? ¡No! Esa era la connaturalidad de sus altas cualidades y del modo superior con que ella veía las cosas. Y creo que la Providencia la modeló para ser así. De la misma forma, mi madre tuvo mucha pena y toda especie de solidaridad por Luis XVI y María Antonieta, pero, sobre todo, ella veía en las monarquías y en las aristocracias el lado raffiné, el lado amable, bondadoso y cortés, mientras en el partido del Terror ella constataba el lado bruto, sanguinario y estúpido. Era, una vez más, la ferocidad humana naciendo bajo otro aspecto, el igualitario, más execrable aún que la mera dureza del alma alemana.

Mi madre tenía, por lo tanto, horror a aquellos que quebraron el Antiguo Régimen, en el cual ella no veía un régimen de opresión, sino, por el contrario, de la douceur de vivre, del refinamiento. ¡Y tenía toda la razón!

Diversas naciones comprendidas bajo la mirada luciliana

WhatsApp Image 2024-09-11 at 12.16.34Ante la fuerza de España, del garbo y de la gracia española, en que ella podía ver algo de contundente, mi madre no tenía la misma reacción que frente a la brutalidad arriba mencionada. Ella sabía ver el lado heroico, batallador, garboso, y le gustaba mucho, comentaba más de una vez, le parecían interesantes las costumbres regionales españolas y cosas de ese género; sin insistencia, sin mucha rigidez, pero era francamente muy receptiva.

Por Portugal, mi madre tenía una gran propensión, pero afrancesada; es decir, destilando el labriego de pie en el suelo, del cual sonreía como de un oso grande, bueno en el fondo. Ella apreciaba la cultura portuguesa, la Torre de Belém, los aspectos dulces del alma portuguesa, sintiéndolos, por algún lado, enteramente armónicos con el alma francesa. Además, para Doña Lucilia había una riqueza de esa afectividad en el portugués que, así, nunca la vi elogiar en Francia. Yo no sé si ella sabía hacer esa distinción, pero eso afloraba especialmente en el modo de ella ser brasileña. En efecto, Portugal era una especie de tintura madre de Brasil, de donde venía todo eso como de una naciente, pero aquí terminó desarrollándose mucho más. Se entiende, entonces, el gusto y la protección de Doña Lucilia por Portugal; hasta diríamos que era una protección un poquito sonriente y compasiva, tomando en consideración el enorme modelo de Francia.

cropped-sdl-pe-d.jpgEn materia de trajes, mi madre era pormenorizadísima, exigentísima. La moda francesa, por ejemplo, es muy rigurosa y exige los últimos pormenores. Mi madre tenía esa exigencia llena de bondad, sin jansenismo ni maldad, porque veía en aquel amor al primor y a la perfección un deseo de hacerse agradable. Como una dueña de casa que exige a la cocinera todo el cuidado en la elaboración de cierta receta, para recibir perfectamente bien a los huéspedes. En su desvelo hacia nosotros, cuando éramos aún pequeños, mi madre a veces nos hacía juguetes. Ella pasaba hasta las dos o tres de la mañana pintando figuritas de papel y cosas así, con esmeros y cuidados únicos. Cierta vez mandó a hacer para Rosée, donde un carpintero, una casa de muñecas toda idealizada por ella, con primores de detalles, un pequeño mobiliario comprado en casas de juguetes, cortinitas, todo con un estilo enteramente afín.

Noten cómo de toda esa exigencia manaba afecto; era hecha con dulzura, para producir dulzura. Incluso ahí entraba la douceur de vivre. ¿Cómo veía mi madre la relación entre Francia y la Iglesia? Me da la impresión de que ese problema nunca se puso para ella con esa claridad, pero la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, y todo lo entrañadamente católico en su alma, se daba porque ella sentía, por connaturalidad, el océano superlativo y trascendente de todo lo que ella amaba en Francia, del mismo modo como lo sentía en el Sagrado Corazón de Jesús y en la Iglesia Católica; de ahí su enorme afecto por la Iglesia, al punto de serle imposible imaginar cómo podía ser una vida o un alma fuera de la Santa Iglesia; ¡era algo inconcebible! Esas cosas no se ponían para ella así tan claramente, pues, en general, almas como la de mi madre no son muy explicitadoras, pero se comunican, sobre todo, por connaturalidad más que por explicitación. Por ejemplo, su modo de hablar y sus inflexiones de voz contenían definiciones que ella no sabría explicitar, pero estaban en su naturaleza, iluminada por la gracia, y todo eso era transmitido muy ordenadamente.

Bondad brasileña que imperaba en el alma

Mi madre era brasileña de la siguiente manera: el padrón del brasileño, para ella, era su padre, además de ser el padrón del hombre justo, según Nuestro Señor Jesucristo, virtuoso y bueno. Mi madre tenía para con él un encanto, una confianza y una admiración total.

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D. Antonio, papá de Doña Lucilia

En su padre, Doña Lucilia realzaba ciertos aspectos muy varoniles, únicamente como moldura, pues resaltaba con más énfasis esa bondad de alma, de la cual ella contaba hechos insignes. Para mi madre, la nación brasileña entera era así, y él era, por lo tanto, el caso más característico y agudo de personas que había a borbotones en Brasil; personas como él eran desinteresadas, de vistas largas, amenas, generosas y tenían un mecanismo de interrelaciones psicológicas colosal, abierto para todos los países del mundo, más que Francia. A propósito, en ese punto, mi madre tenía cierta restricción con Francia, pues le parecía la actitud de esa nación, en relación con los demás países, un tanto mezquina y ácida, la cual se acentuó con el paso del tiempo.

Ahora bien, de un modo vago, Doña Lucilia veía un futuro medio misterioso, providencial y enorme para Brasil, que se medía igualmente por la homogeneidad de  a fe, por la inmensidad del territorio, por lo misterioso de las florestas y de los ríos. Y en todo ese conjunto, ella sentía que esa forma de bondad –superlativa aquí, más que en cualquier otro país– era la gran cualidad humana e, inclusive, la gran cualidad religiosa. Ahí está la explicación de la psicología de ella. Y me da la impresión de que es enteramente conforme a la Moral y a la Doctrina Católica, vista en sus ángulos más amplios. En lo que dice respecto a mí, mi madre percibía que había una consonancia en ese punto, ya desde mi infancia, por el cariño que yo le tenía.

Yo nací muy débil, y ella hizo esfuerzos no sé de qué tamaño para hacerme robusto y darme salud. ¡Lo que ella hizo fue simplemente colosal! Y ella sentía la plenitud con que yo correspondía a eso. Inclusive, delante de mis actitudes polémicas con relación a parientes que ella estaba habituada a admirar, a ella le gustaba mucho verme defender la Religión. Con eso, me parecía que yo completaba su alma, habituándola a admirar esa combatividad. Infelizmente, a veces hay entre nosotros frialdades, reservas, emulaciones y ausencias de perdón, omisiones, etc., con las cuales nos endurecemos y nuestra convivencia se vuelve lo que no debería ser. Además, la tibieza es, en parte causa y en parte efecto de eso. No se puede negar. Ahora bien, toda la acción de Doña Lucilia sobre las almas es tratarlas con esa bondad, con el fin de que se vuelvan buenas entre sí. Además, las gracias que mi madre obtiene y el efecto de su presencia espiritual sobre nosotros van continuamente en esa dirección. No hay un minuto en que ella no transmita ese mensaje.

(Extraído de conferencia del 18/1/1986)