El niño que quiso comprar el castillo del Rey Sol

Versaille

Palacio de Versalles

Una de las maravillas del mundo es Versalles, y doña Lucilia ansiaba contemplar lo que conocía sólo por descripciones e ilustraciones. Sin embargo, pensaba más en la formación cultural de sus hijos que en sí misma. Era indispensable que al salir de Francia guardaran un recuerdo de aquella maravilla. Por eso dedicó un día para visitar Versalles con su esposo y los niños.
Antes de llegar, les explicó lo que era necesario saber sobre el castillo: su significado, su historia, sus glorias.
Años más tarde, al recordar esta visita, modulando las palabras con su voz armoniosa, doña Lucilia destacaba dos episodios:
Paseábamos por aquellos bellos jardines y galerías de Versalles; yo llevaba a Plinio de la mano, mientras João Paulo llevaba a Rosée. Muy atraído por la belleza de las esculturas, Plinio se estaba quedando atrás; quería parar y mirar una por una.
— Mamá —me decía— me gustan mucho esas estuatas (quería decir estatuas).

"Estatuas"

«Estuatas»

Iba contemplándolo todo. En cierto momento me preguntó:
— Mamá, una cosa. ¿Cuánto vale este castillo?
— Hijo mío, esto no tiene precio. Hay ciertas cosas en el mundo que no tienen
precio. Valen tanto, tanto, que nadie tiene dinero para comprarlo.
— No, eso no es así… — añadió poco convencido. Plinio se metió la mano en el bolsillo y, para mi sorpresa, sacó una libra esterlina
de oro.
— Mamá, el tío Gabriel me ha dado esta moneda y con ella quiero comprar este castillo, porque quiero vivir aquí.
Intenté demostrarle que era imposible realizar su deseo solamente con aquella moneda, pero me di cuenta de que no había quedado muy convencido, a pesar de haberse sometido con docilidad.
Casi al final de la visita entramos en un gran pabellón donde estaban expuestos los carruajes de los Reyes de Francia. Uno de ellos era dorado, de líneas elegantes, con ventanas de cristal abombado y asientos tapizados con sedas y damascos, tenía en las puertas unas bonitas pinturas recubiertas con el famoso barniz Martin y bellas plumas en el techo. Este carruaje dejó embelesado a Plinio.
Puso su manita en un picaporte y se dio cuenta de que podía abrirlo. Quiso entrar para ver cómo era por dentro. João Paulo inmediatamente intervino:
— No puedes entrar en la carroza, tienes que verla desde fuera.
— No sé si no le escuchó bien, pero estaba entrando cuando João Paulo lo cogió
por el brazo:
— No, tú no entras. Dame la mano, pues quien va a ocuparse de ti soy yo. Siempre razonable, Plinio se quedó fuera contemplando aquella maravilla.
En el momento de marcharnos su padre le dice:
— Bueno, ahora vámonos.
— ¡No! Yo voy a quedarme aquí.
— Tú no te quedas, ven conmigo.
— ¡No, yo no me voy!
Logró zafarse de la mano de João Paulo y se agarró a una de las ruedas del carruaje; tal era el deslumbramiento que le producía aquella maravilla.
Sonriendo, su padre le dijo:
— ¡Vas a ver si vienes o no!
Lo cogió en brazos y se lo llevó. Doña Lucilia, con el corazón desbordante de afecto por su hijo, procuró con mucha habilidad hacer valer la autoridad paterna y al mismo tiempo proteger la inocencia del niño. Con esa suavidad tan propia de ella, consiguió convencer a Plinio de que era necesario regresar al hotel.

Carruaje