Siempre preocupada por los demás

cap12_041

Siempre que necesito distraerme hojeando álbumes o revistas uso el comedor, que tiene mucha luz…,

En sus pequeños gestos, reflejos de una alta virtud
Por más que hayamos comentado a lo largo de estas páginas esta cualidad de doña Lucilia, no nos cansamos de alabarla: era emocionante comprobar en ella el cariñoso deseo de atender las necesidades ajenas, ¡incluso a los 91 años!
— ¿Me permiten una sugerencia? He hecho muchas imprudencias en mi vida leyendo y forzando la vista en lugares poco iluminados. Y ahora les veo a ustedes en este vestíbulo, que no es apropiado para la lectura. Siempre que necesito distraerme hojeando álbumes o revistas uso el comedor, que tiene mucha luz, y como no voy a volver, ustedes podrían pasar allí. Estoy segura de que verán mejor en ese sitio.
Con estas palabras, doña Lucilia les aconsejaba a dos jóvenes que leían —uno un diario y otro un libro— mientras esperaban, en el vestíbulo del “1º Andar”, que el Dr. Plinio les atendiese. Fue después de haberla saludado que oyeron de ella ese ofrecimiento tan afable.
En seguida, doña Lucilia fue conducida hasta su cuarto por la empleada, dejando a los dos jóvenes encantados. Comentaron la amable manifestación de bondad de que habían sido objeto y volvieron a sus respectivas lecturas. Pasado algún tiempo vuelve la empleada, entreabre un poco la puerta del corredor que da para el vestíbulo, y lanza una mirada a los visitantes. El hecho se repitió una segunda vez, lo que no les pasó desapercibido: — ¿Qué estará sucediendo? La tercera vez, la empleada, sonriendo, les dirigió la palabra:
— ¿No van a pasar al comedor?
— ¡No! —dijeron ellos.
— ¡Ah! Por favor, doña Lucilia se quedó muy afligida al saber que ustedes están leyendo a media luz. Mientras no cambien de sala no se tranquilizará.
Esta pequeña actitud de doña Lucilia —que juzgaba un deber de conciencia proteger la vista de dos jóvenes desconocidos— deja entrever, una vez más, no sólo las elevadas cualidades de una bella alma, sino también aspectos de un mundo que se fue.

Otros entretenimientos

cap12_024

…mandaba a la empleada abrir las venecianas del salón principal…

En aquellos momentos de descanso, además de pasar un buen rato hojeando álbumes o revistas, doña Lucilia oía música, aunque era menos frecuente. Nos impresionaba ver cómo, por saber apreciar muy bien el arte de los sonidos, acompañaba con atención y conocimiento las composiciones que escuchaba en un fonógrafo. En esta fase de su vida le agradaba especialmente oír marchas y canciones francesas de la época pre-napoleónica, entre las cuales la de los Dragones del Duque de Noailles, que le gustaba particularmente.
Con suavidad y delicadeza, seguía las ondulaciones de la melodía y el ritmo de la marcha, marcando el compás con calma y vivacidad, ora con las puntas de los dedos de la mano derecha, ora con los de la izquierda, sobre los brazos de su silla de ruedas. Por increíble que parezca, esos movimientos ayudaban a captar mejor la belleza de la composición musical.
Constituía una distracción aún mayor para doña Lucilia recibir a personas amigas. Mucho antes de que llegasen las visitas mandaba a la empleada abrir las venecianas del salón principal y verificar si la disposición de los muebles y de los objetos estaba de acuerdo con sus indicaciones. Faltando poco para la hora marcada, preguntaba dos o tres veces si habían llegado las personas esperadas. Quien tenía la gracia de estar próximo a ella en estas circunstancias, podía comprobar de nuevo su interés y desvelo por los demás. Solía ocurrir que, por su solicitud con los visitantes, éstos se olvidaban hasta de la hora de retirarse…
Sin embargo, nunca dejaba de ocupar el lugar central de sus atenciones su propio hijo.

La hora de conversar con su filhão

cap12_051

No era raro que, al pasar por el corredor, doña Lucilia manifestase deseo de encontrarse con su hijo…

Durante casi toda su convalecencia, el Dr. Plinio pasaba el día en el escritorio de su apartamento, siguiendo la prescripción médica. No era raro que, al pasar por el corredor, doña Lucilia manifestase deseo de encontrarse con su hijo. Era conmovedor observar la escena. Mirando hacia la puerta del escritorio, le decía a la empleada que conducía la silla de ruedas:
— Vamos aquí, Mirene.
Muchas veces era la hora del descanso del Dr. Plinio, o el momento de sus oraciones, y la puerta estaba cerrada. La empleada respondía:
— Pero, doña Lucilia, él ahora está durmiendo.
— ¿Estás segura?
A respecto de estos episodios, cuenta el Dr. Plinio: “De vez en cuando, estando ya acostado en el sofá, la oía decir:
“— Mirene, es la hora de hablar con el Dr. Plinio.
“La empleada simulaba no oír, pero mamá insistía y a veces ordenaba:
“— ¡Entra! ¡Quiero hablar con el Dr. Plinio!
“Desde el escritorio, yo hubiera podido decir:
“— ¡Mirene, entra! —pero lo dejaba así, pues quería ver en qué terminaría aquella pequeña batalla. ¡A veces mamá imponía su voluntad con autoridad! La empleada no tenía ánimo de enfrentar y cedía.”
¡Doña Lucilia entraba con una alegría única!
Una “pequeña batalla” semejante se verificaba también cuando el Dr. Plinio estaba en su cuarto. Doña Lucilia, al aproximarse a la puerta, le decía a la empleada:
— Mirene, ¡quiero ver al Dr. Plinio, eh! Estamos llegando a su cuarto. La silla de ruedas continuaba impasible su camino y doña Lucilia insistía:
— Mirene, ha llegado la hora de hablar con el Dr. Plinio.
La empleada retrucaba:
— No, señora, ya pasó la hora.
— No, ¡es la hora!
El Dr. Plinio entonces decía:
— Déjala entrar — y fingía que era la hora de estar con su madre.
— Bueno, mi bien, ha llegado el momento de vernos…
“Cuando entraba en mi cuarto, ella estaba muy tranquila”, recuerda el Dr. Plinio. “Bromeaba un poco con ella, conversaba, mandaba colocarla muy cerca de mí para que me oyese mejor. Ella prestaba una atención enorme en mis palabras. Y no me cabe la menor duda de que, por la noche, mientras se preparaba para dormir, aún pensaba en ese encuentro”.
3p195Fuera de estas esporádicas ocasiones había un horario preestablecido —antes de la siesta  del Dr. Plinio— en que llegaba para doña Lucilia la tan esperada oportunidad de conversar con él. ¡Esa hora nunca se la perdía! Casi siempre asistían a los almuerzos y cenas del Dr. Plinio cuatro o cinco amigos y auxiliares, que aprovechaban la ocasión para tratar temas relativos a las actividades apostólicas en las cuales todos estaban empeñados. Con frecuencia eran verdaderas “comidas de trabajo”. Doña Lucilia entraba a partir del final del segundo plato, ya cerca de la hora del postre. Cesaban entonces los trabajos y comenzaba una conversación variada.
Terminada la comida, los amigos del Dr. Plinio se retiraban, dejándolo a solas con doña Lucilia. La conversación era habitualmente más corta de lo que a ella le hubiese gustado. En efecto, el Dr. Plinio había determinado que la empleada la dejase con él en el escritorio durante un tiempo limitado, debido a las exigencias de su convalecencia. Agotado el tiempo, entraba y decía:
— Doña Lucilia, vamos, el Dr. Plinio necesita descansar.
— No, no —respondía a veces doña Lucilia—, deja que yo me quedo. Pero Mirene, siguiendo las instrucciones del Dr. Plinio, iba empujando la silla lentamente.
— Mirene, ¿qué es eso? Voy a quedarme.
El Dr. Plinio, entonces, intervenía.
— Mi bien, necesito descansar un poco.
Ante el pedido del filhão, doña Lucilia no decía nada más, sometiéndose pacientemente a la privación de la compañía de quien le era tan querido. La empleada iba empujando la silla, hacia atrás, y doña Lucilia se iba despidiendo a distancia, con un leve gesto de mano, mientras miraba a su hijo aún por unos instantes.

Voz flexible y ondulada

lucilia001

“¡Nunca me consolaré por no habérseme ocurrido la idea de grabar su voz…!”

A pesar de la edad, la mirada, los gestos, la postura en la silla de ruedas, todo en doña Lucilia era encantador. Sin embargo, algo atraía especialmente a quien tuviese la gracia de conversar con ella: su voz. En la ancianidad no tocaba más su mandolina, ni siquiera el piano, pero ambos instrumentos no serían capaces de exceder en belleza a los sonidos que salían de sus labios. Su timbre de voz era enteramente afín con su noble y delicada alma.
“¡Nunca me consolaré por no habérseme ocurrido la idea de grabar su voz”, dijo una vez el Dr. Plinio, “pues estoy seguro de que les haría a todos mucho bien!”
Tampoco se le ocurrió esta idea a ningún otro, desgraciadamente. Pero aquella voz tan dulce, tranquila y pacificadora quedó grabada en los oídos de varios de nosotros. Era muy ondulada, con una extraordinaria capacidad de simbolizar los aspectos morales y psicológicos de lo que quería transmitir, de manera que cualquier palabra dicha por ella podía, conforme el caso, tomar una inflexión muy rica en matices. Y era persuasiva, lo que le daba a su conversación una enorme expresividad, sobre todo cuando tenía algo más serio que decir.
A pesar de que su audición había disminuido con la edad, la sonoridad de la voz no había sufrido ninguna modificación. Era edificante observar su capacidad de dirigirse a sus interlocutores y de atender sus preferencias, contribuyendo particularmente para esto ese timbre de voz aterciopelado, melodioso y lleno de variadas tonalidades.
Con todo, no menos significativo era su silencio, mediante el cual tanto decía a aquellos que la observaban. Cuántas saudades guardan los felices visitantes que, en incontables ocasiones, al entrar en su apartamento, la encontraban sola, sentada en la silla de ruedas, rezando largas oraciones. Nunca se olvidarán de cómo su presencia suave llenaba la sala de una silenciosa paz, mientras pasaba las cuentas de su rosario durante la puesta de sol.

Vista a través de los visillos desgranando el rosario

1p24

…contemplaba la copa de los árboles de la Plaza Buenos Aires y se beneficiaba de los últimos rayos de sol…

A pesar de su avanzada edad, doña Lucilia jamás abandonó el hábito de rezar el rosario todas las tardes. Realizaba este importante acto sentada en su silla de ruedas, en el comedor, mientras contemplaba la copa de los árboles de la Plaza Buenos Aires y se beneficiaba de los últimos rayos de sol que penetraban por la ventana. Eran bonitos crepúsculos, como difícilmente se dan en la gris megalópolis que es la São Paulo de hoy. Aquellos atardeceres se armonizaban admirablemente con el alma tan brasileña de doña Lucilia. ¡Quien tuvo la ventura de observarla a través de las rendijas de los visillos existentes
en la puerta del Salón Azul, no podía dejar de reconocer en ella un verdadero monumento! No era posible separar la nobleza de la religiosidad en aquella señora de 91 años. Cuando se habla de sus virtudes, se habla necesariamente de nobleza, y viceversa. Por cierto, había en ella algo más que nobleza solamente: doña Lucilia poseía un alma augusta.
Ella se colocaba en una actitud tan erecta, tan compuesta, y rezaba con tanta piedad y devoción que la escena era conmovedora.
Un día, mientras rezaba el rosario, necesitó utilizar el pañuelo. “En esa ocasión —relata un joven que la observaba— pudimos comprobar de qué manera se hacía evidente su respetabilidad hasta en los ínfimos gestos”. Sin darse cuenta de que estaba siendo analizada, colocó el rosario sobre el vestido, marcando cuidadosamente la decena en que había suspendido la oración, a fin de proseguirla en el punto exacto. Tomó entonces el pañuelo, utilizándolo con discreción y perfecta compostura. Después lo dobló lentamente, lo guardó, y continuó las oraciones.
“¡Qué dignidad!” —fue la exclamación muda que naturalmente brotó en el interior de quien tuvo la gracia de así, de modo furtivo, conocer a doña Lucilia más de cerca.
Semejante actitud, como tantas otras, permitía darse cuenta de la irradiación diáfana y de la envolvente luminosidad de su alma, uno de los encantos de su benigna y acogedora presencia.
Otro aspecto que saltaba a los ojos de quien tratase con doña Lucilia era su capacidad de pasar de un estado de espíritu a otro sin sobresaltos, con suavidad. Ese orden le permitía transformar en virtud cualidades de alma meramente naturales. Por ejemplo, su acentuada ternura. Cuando estaba sola, la impresión que causaba era de una dulzura toda hecha de resignación. Su presencia rebosaba de elevación, de un qué de tristeza cristiana, de perdón sin límites, de una soledad que no era vacío. Físicamente doña Lucilia podía estar sola, pero la sala donde ella se encontrase era toda penetrada por la irradiación de su bondad.

“¡Cuánta bendición existe en esta casa!”

cap12_032

— ¿Quién vive aquí?… — ¡Cuánta bendición existe en esta casa!

Muchas personas dotadas de sensibilidad a la gracia sobrenatural notaban su acción de presencia. Es característico el hecho ocurrido con un sacerdote que fue a llevar la Sagrada Eucaristía al Dr. Plinio, entonces imposibilitado de salir de casa. Nada más entrar en el vestíbulo del apartamento, mirando para todos lados, indagó:
— ¿Quién vive aquí?
Y antes incluso de que alguien le respondiera, exclamó:
— ¡Cuánta bendición existe en esta casa!
No se equivocó en nada aquel ministro de Dios. Al poseer la experiencia del trato con las almas, se dio cuenta inmediatamente de cuánto estaba cargado el hogar de doña Lucilia de imponderables buenos, provenientes, en gran medida, de sus elevados pensamientos.
Nada de bello, bueno y verdadero escapaba a su capacidad de observación, siempre admirativa, fuese un capullo de rosa o una simple fruta, un lindo bordado, o una puesta de sol. Con rectitud de alma y perfecto criterio, procuraba relacionar todas las cosas con sus modelos ideales, contemplándolas como reflejos de un universo superior, destinado por Dios para la eterna alegría de los bienaventurados.

Se diría que ella estaba hecha para tener millares de hijos

cropped-6x4-sdl04.jpg

… Y llegó al último extremo de su larga ancianidad en esa serena expectativa, tranquila, un poco triste, pero de una tristeza luminosa, noble, sin agitaciones ni angustias y con un fondo de certeza de que eso algún día vendría…”

La disposición de doña Lucilia para el amor materno haría pensar que su alma speraba tener mil hijos, mucho más de mil, y eso constituía la gran incógnita de su vida.
La Providencia le había infundido en el corazón una enorme capacidad de afecto, de bondad y de protección que parecía destinada a morir sin haber podido ejercerse enteramente. El plan de Dios en relación a ella le parecía inexplicable, y fue una de las tristezas de su vida; aquel amor materno que había podido dedicar, es verdad, a dos hijos, pero que en gran parte había quedado guardado en el santuario de su alma, sin condiciones de ser aplicado.
“Varias veces analicé a mamá —comentaría más tarde el Dr. Plinio—, y no pudiendo imaginarme lo que pasaría después, la miraba y pensaba: “Hay algo de axiológico en su vida que parece no ser como debería. Ella posee una enorme ternura: fue afectuosísima como hija, afectuosísima como hermana, afectuosísima como esposa, afectuosísima como madre, como abuela y hasta como bisabuela. Llevó su afecto hasta donde le fue posible. “Pero tengo la impresión de que hay algo en ella que da la nota de todos esos afectos: ¡es el hecho de ser, sobre todo, madre! “Tiene un amor desbordante no solamente a los dos hijos que tuvo sino también a los hijos que no tuvo. Se diría que estaba hecha para tener millares de hijos, y su corazón palpitaba del deseo de conocerlos. “Sin embargo, esos hijos no vinieron, ni podían venir en ese número exorbitante.
¿Qué quiso la Providencia con eso? “Se notaba que mamá esperaba algo en la vida. No en el orden del placer, ni de la notoriedad, ni nada semejante. Esperaba una cierta reciprocidad de mentalidad, una cierta afinidad de pensamiento, de temperamento, de modo de ser. Estaba ávida de abarcar con un amplio afecto, con una inmensa consonancia, a un número enorme de personas. Y llegó al último extremo de su larga ancianidad en esa serena expectativa, tranquila, un poco triste, pero de una tristeza luminosa, noble, sin agitaciones ni angustias y con un fondo de certeza de que eso algún día vendría…”

Los funerales de los recuerdos

Lucilia028Cierto día, doña Lucilia permaneció en su cuarto por largo tiempo, revisando papeles guardados en una gaveta del tocador. Sin que ella se diese cuenta, el Dr. Plinio la observaba. Con dificultad, debido a las cataratas, examinaba cada uno de los papeles, los juntaba melancólicamente y, en seguida, los rompía. Habiendo tomado la resolución de nunca disgustarla, el Dr. Plinio no hizo nada para impedir esa destrucción. Se trataba de escritos diversos, muchos de los cuales doña Lucilia había conservado toda su vida. Presintiendo que entregaría brevemente su alma a Dios, quiso ella misma poner en orden sus cosas. Era una acción inspirada por el deseo de no dar trabajo a otros después de su fallecimiento, y por una lealtad y firmeza de alma, fruto seguramente de un pensamiento como este: “La muerte se aproxima y, vista de frente, es razonable que mi conducta sea ésta”.
De este modo, procedía a los funerales de sus recuerdos antes de sus propias exequias.
Días después de su muerte, se comprobó que había dejado solamente lo esencial. El Dr. Plinio notó entonces que su madre había tirado muchos papeles que a él le hubiera gustado enormemente conservar, como, por ejemplo, varias agendas en las que ella anotaba, con escrupulosa precisión, los gastos de la casa, la contabilidad hecha siempre con esmero, y cuántos otros recuerdos…
Deshacerse tranquilamente de todos aquellos papeles, cuyo contenido nos habría hecho conocer otros aspectos de su hermosa alma, era, de su parte, una señal de la serenidad con la que iba a transponer los umbrales de la eternidad.

Para que su hijo no sintiese tanto su muerte

Además de disponer sus cosas para el último viaje, doña Lucilia deseaba también preparar a su hijo para la dolorosa separación. Alguien le dijo que el Dr. Plinio quedaría chocadísimo con su muerte y le aconsejó que disminuyese las manifestaciones de afecto hacia él, para que no sintiese tanto su falta. Doña Lucilia se dejó convencer por el argumento y, dominando su enorme bienquerencia, disminuyó un poco sus cariños. Esa resolución la cumplió con una precisión conmovedora. ¡A ese auge de abnegación llegó su alma maternal! Solamente poco antes de morir le contó al Dr. Plinio que estaba actuando de esa manera a raíz del consejo recibido. En esta actitud, ¡cuánta tranquilidad! Las tempestades que le habían asaltado no habían entrado absolutamente en su tabernáculo interior; ella se estaba preparando para el Cielo.

“¿Cuál es el designio de la Providencia sobre nosotros dos?”

cropped-sec3b1ora_doc3b1a_lucilia_030.jpg

A pesar de la edad nunca perdía la compostura o la dignidad; por el contrario, mantenía en el porte una impresionante y admirable distinción…

A finales de 1967, doña Lucilia, contando ya 91 años, se vio obligada a moverse en silla de ruedas debido al reumatismo. Una tenue niebla le enturbiaba la mente en lo que se refería a los asuntos prácticos o concretos, pero no le había perjudicado en nada su increíble lucidez sobre los temas elevados. A pesar de la edad nunca perdía la compostura o la dignidad; por el contrario, mantenía en el porte una impresionante y admirable distinción, como nos lo muestran sus últimas fotografías. En cualquier posición que estuviese, mantenía la cabeza siempre firme. Su dulce mirada conservaba toda su luminosidad. En el modo de hablar, con su inconfundible timbre de voz, suave, respetuoso y aristocrático, estaba presente de modo constante la dama paulista de familia de 400 años.
Su vida cotidiana era dedicada casi toda a prolongadas oraciones, principalmente al Sagrado Corazón de Jesús y a Nuestra Señora. En las horas de contemplación, su actitud era de quien decía: “Hay muchas cosas que me hacen sufrir, pero en mi alma hay tanta paz, tanto orden, ese orden es tan bueno y de tal manera mi espíritu lo venera que, aunque todo me faltase, yo conservaría intacta mi paz interior”.
Cuando estaba sola, sin darse cuenta de que la observaban, daba la impresión de estar inundada de una dulzura resultante de incontables actos de resignación, ligada a un gran sentido sobrenatural y a una superior dignidad, sin nada en común con una paciencia deformada por concepciones románticas y sentimentales.

cap14_039

“¿Cuál es el designio de la Providencia sobre nosotros dos?”

Un día en que el Dr. Plinio cenaba solo con su madre, encantándose con sus palabras, con sus gestos y su actitud, una consideración singular le pasó por el espíritu. Emocionado, aún hoy recuerda: “Lo mejor no estaba en la conversación… ¡Estaba en su presencia! Por eso, yo mantenía la conversación casi que por educación, para poder degustar su presencia. Me pasó por la cabeza de repente este pensamiento: ¡cómo las circunstancias del mundo de hoy tienden a hacer cada vez más raro que haya una madre y un hijo que se quieran tanto como nosotros dos! ¡Y qué difícil es encontrar una madre como ella! “Me acordé entonces de las veces que habíamos estados juntos en aquella sala. Siendo tan raro encontrar una relación, un ambiente como ése, me vino naturalmente al espíritu lo siguiente: ¿cuál será el designio de la Providencia sobre nosotros dos? He aquí una sala donde estamos solos una madre anciana y su hijo, hombre ya maduro. De la madurez se llega rápidamente a la vejez y de allí, a la muerte. El tiempo lo devora todo. ¿No será que antes del tiempo normal la Providencia determina llevarnos, sacarnos de esta vida, a ella y a mí?; ¿y si así sucediesen
los hechos como si un huracán entrase en este comedor y nos arrastrase? “Entonces se extinguiría este último terrón donde, como en pocos lugares del mundo de hoy, había un hijo que quería a su madre tanto cuanto podía y la madre lo merecía con una abundancia y una amplitud difíciles de calcular… y una madre que quería a su hijo con todo su corazón. “Este comedor es uno de los pocos pedazos de tierra en que Nuestra Señora todavía conserva un resto de su reino sobre los corazones. En este mundo en el que todo lo que es de Ella está siendo corroído, ¿será que la Providencia permitirá que se disuelva al viento también este pequeño terrón?… “En fin, pensamientos más o menos melancólicos como esos me pasaban por la cabeza, y para los cuales yo no tenía respuesta…”