Hablando con el Sagrado Corazón de Jesús

Al recordar aspectos de la larga y sacral convivencia que tuvo con su madre, el Dr. Plinio narra sucintamente hechos relativos a la vida de piedad de Doña Lucilia: su devoción al Sagrado Corazón de Jesús y al Rosario

Con los ojos cerrados y los labios cercanos al Corazón de Jesús

En el largo período en que viví con mamá en el apartamento de la Calle Alagoas -era sistemático, frecuentemente se daba eso –, yo llegaba tarde y entraba directamente a la sala de visitas de la casa, porque sabía que ella se encontraba allá, y casi siempre de pie, junto a la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Ella era un poco baja, y la columna sobre la cual estaba la imagen era un poco alta para su estatura, entonces Doña Lucilia tenía dificultad de colocar los labios a la altura en que se encontraba el corazón. Entonces ella se quedaba un poco suspendida, con toda su alturita desenvuelta y hablando bajito al Corazón de Jesús. Naturalmente, mamá sabía que se trataba de una imagen de piedra, pero era un modo de hacer entender simbólicamente a Nuestro Señor que ella quería hablar directamente a su Corazón. Eso era hecho en una larga exposición, en la cual ella pedía esto, aquello y aquello otro… con los ojos enteramente cerrados, hablando tan suavecito que yo creo que ella no emitía ningún timbre de voz. Ella sólo movía los labios para decir lo que ella quería. ¡Allí ella hacía largas, largas insistencias! Ella nunca me dijo qué decía en esas ocasiones, pues prefería esquivarse de contarlo. Yo tampoco insistía, pues, cuando ella estaba hablando directamente con el Sagrado Corazón de Jesús, querer saber lo que ella conversaba con Él sería llevar la “intromisión” demasiado lejos. Yo sólo tenía el derecho de preguntar, si ella se sintiese enteramente en la libertad de no responder, claro está. Yo apenas veía que era un momento que a ella no le causaba nada de tensión, en el cual ella no creía estar oyendo nada de Él, pero sí sabía estar siendo oída; y de lo que ella hablaba, estoy seguro de que yo era muy beneficiado, ¡pero largamente!

Rezo del Rosario

Imagen de la Inmaculada Concepción que doña Lucilia siempre tuvo en su
cuarto en las sucesivas casas en que vivió

Era diferente el modo en que Doña Lucilia rezaba el Rosario. Ella lo rezaba, generalmente, en su cuarto, sentada junto a la cama, en una sillita de paja, por cierto muy bonita, pero nada cómoda, delante de la imagen de Nuestra Señora de la Concepción que hay allá en un oratorio. Mamá se sentía perfectamente bien en aquella silla, porque las personas de su tiempo no eran como las de mi generación, que necesitaban respaldo, brazo, etc. Yo mismo soy un gran apreciador de los sofás. Ella no, en una silla de paja común, sin apoyo para los brazos, estaba perfectamente bien. Y cuando era más joven, ella participaba de las comidas sin recostarse en el respaldo de la silla porque, en el tiempo de ella, esa era una de las reglas de la buena educación. Pero las hermanas de ella, por ejemplo – una con seis, otra con trece años menos que ella –, no tenían ese rigor. Mamá, por lo tanto, alcanzó el último tiempo de esa costumbre. Me acuerdo de ella, aún joven, rígida, sentada frente a la mesa, sin recostarse en el respaldo de la silla y haciendo tentativas de que mi hermana y yo nos sentásemos de la misma manera. Sobre todo conmigo, era un fracaso completo…
Queda aquí una reminiscencia más de nuestra convivencia.

(Extraído de conferencia de 17/12/1985)

 

Voz flexible y ondulada

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“¡Nunca me consolaré por no habérseme ocurrido la idea de grabar su voz…!”

A pesar de la edad, la mirada, los gestos, la postura en la silla de ruedas, todo en doña Lucilia era encantador. Sin embargo, algo atraía especialmente a quien tuviese la gracia de conversar con ella: su voz. En la ancianidad no tocaba más su mandolina, ni siquiera el piano, pero ambos instrumentos no serían capaces de exceder en belleza a los sonidos que salían de sus labios. Su timbre de voz era enteramente afín con su noble y delicada alma.
“¡Nunca me consolaré por no habérseme ocurrido la idea de grabar su voz”, dijo una vez el Dr. Plinio, “pues estoy seguro de que les haría a todos mucho bien!”
Tampoco se le ocurrió esta idea a ningún otro, desgraciadamente. Pero aquella voz tan dulce, tranquila y pacificadora quedó grabada en los oídos de varios de nosotros. Era muy ondulada, con una extraordinaria capacidad de simbolizar los aspectos morales y psicológicos de lo que quería transmitir, de manera que cualquier palabra dicha por ella podía, conforme el caso, tomar una inflexión muy rica en matices. Y era persuasiva, lo que le daba a su conversación una enorme expresividad, sobre todo cuando tenía algo más serio que decir.
A pesar de que su audición había disminuido con la edad, la sonoridad de la voz no había sufrido ninguna modificación. Era edificante observar su capacidad de dirigirse a sus interlocutores y de atender sus preferencias, contribuyendo particularmente para esto ese timbre de voz aterciopelado, melodioso y lleno de variadas tonalidades.
Con todo, no menos significativo era su silencio, mediante el cual tanto decía a aquellos que la observaban. Cuántas saudades guardan los felices visitantes que, en incontables ocasiones, al entrar en su apartamento, la encontraban sola, sentada en la silla de ruedas, rezando largas oraciones. Nunca se olvidarán de cómo su presencia suave llenaba la sala de una silenciosa paz, mientras pasaba las cuentas de su rosario durante la puesta de sol.

Vista a través de los visillos desgranando el rosario

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…contemplaba la copa de los árboles de la Plaza Buenos Aires y se beneficiaba de los últimos rayos de sol…

A pesar de su avanzada edad, doña Lucilia jamás abandonó el hábito de rezar el rosario todas las tardes. Realizaba este importante acto sentada en su silla de ruedas, en el comedor, mientras contemplaba la copa de los árboles de la Plaza Buenos Aires y se beneficiaba de los últimos rayos de sol que penetraban por la ventana. Eran bonitos crepúsculos, como difícilmente se dan en la gris megalópolis que es la São Paulo de hoy. Aquellos atardeceres se armonizaban admirablemente con el alma tan brasileña de doña Lucilia. ¡Quien tuvo la ventura de observarla a través de las rendijas de los visillos existentes
en la puerta del Salón Azul, no podía dejar de reconocer en ella un verdadero monumento! No era posible separar la nobleza de la religiosidad en aquella señora de 91 años. Cuando se habla de sus virtudes, se habla necesariamente de nobleza, y viceversa. Por cierto, había en ella algo más que nobleza solamente: doña Lucilia poseía un alma augusta.
Ella se colocaba en una actitud tan erecta, tan compuesta, y rezaba con tanta piedad y devoción que la escena era conmovedora.
Un día, mientras rezaba el rosario, necesitó utilizar el pañuelo. “En esa ocasión —relata un joven que la observaba— pudimos comprobar de qué manera se hacía evidente su respetabilidad hasta en los ínfimos gestos”. Sin darse cuenta de que estaba siendo analizada, colocó el rosario sobre el vestido, marcando cuidadosamente la decena en que había suspendido la oración, a fin de proseguirla en el punto exacto. Tomó entonces el pañuelo, utilizándolo con discreción y perfecta compostura. Después lo dobló lentamente, lo guardó, y continuó las oraciones.
“¡Qué dignidad!” —fue la exclamación muda que naturalmente brotó en el interior de quien tuvo la gracia de así, de modo furtivo, conocer a doña Lucilia más de cerca.
Semejante actitud, como tantas otras, permitía darse cuenta de la irradiación diáfana y de la envolvente luminosidad de su alma, uno de los encantos de su benigna y acogedora presencia.
Otro aspecto que saltaba a los ojos de quien tratase con doña Lucilia era su capacidad de pasar de un estado de espíritu a otro sin sobresaltos, con suavidad. Ese orden le permitía transformar en virtud cualidades de alma meramente naturales. Por ejemplo, su acentuada ternura. Cuando estaba sola, la impresión que causaba era de una dulzura toda hecha de resignación. Su presencia rebosaba de elevación, de un qué de tristeza cristiana, de perdón sin límites, de una soledad que no era vacío. Físicamente doña Lucilia podía estar sola, pero la sala donde ella se encontrase era toda penetrada por la irradiación de su bondad.

“¡Cuánta bendición existe en esta casa!”

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— ¿Quién vive aquí?… — ¡Cuánta bendición existe en esta casa!

Muchas personas dotadas de sensibilidad a la gracia sobrenatural notaban su acción de presencia. Es característico el hecho ocurrido con un sacerdote que fue a llevar la Sagrada Eucaristía al Dr. Plinio, entonces imposibilitado de salir de casa. Nada más entrar en el vestíbulo del apartamento, mirando para todos lados, indagó:
— ¿Quién vive aquí?
Y antes incluso de que alguien le respondiera, exclamó:
— ¡Cuánta bendición existe en esta casa!
No se equivocó en nada aquel ministro de Dios. Al poseer la experiencia del trato con las almas, se dio cuenta inmediatamente de cuánto estaba cargado el hogar de doña Lucilia de imponderables buenos, provenientes, en gran medida, de sus elevados pensamientos.
Nada de bello, bueno y verdadero escapaba a su capacidad de observación, siempre admirativa, fuese un capullo de rosa o una simple fruta, un lindo bordado, o una puesta de sol. Con rectitud de alma y perfecto criterio, procuraba relacionar todas las cosas con sus modelos ideales, contemplándolas como reflejos de un universo superior, destinado por Dios para la eterna alegría de los bienaventurados.