Reliquias del pasado

Orvalho-9De esta época en que Plinio estudiaba en el Colegio San Luis, doña Lucilia guardó consigo, hasta el fin de sus días, innumerables recuerdos, como estampas distribuidas por los profesores, boletines escolares, medallas, diplomas e incluso una u otra redacción. Éstas ilustran bien el elevado espíritu con que su hijo había sido educado por ella, pues por los frutos se conoce el árbol.
He aquí una de las composiciones, escrita en 1919, que atravesó las décadas y llegó hasta nosotros:

Monótono e inmenso, el desierto del Sahara sólo es entrecortado por
pequeños ríos, y también existen allí los oasis, único refugio del viajero
contra la sed y el hambre.
El poderoso monarca de Abisinia atravesaba uno de estos extensos
arenales, y, de repente, vio una palmera, en cuya hoja resplandecía el
rocío, brillante de la naturaleza, y el rey dijo: “ven, ¡oh gota!, a adornar
mi turbante”, pero la gota no fue.
Tiempo después, pasaba un caballero; era cruzado, e iba a defender
a los cristianos, y el caballero, muerto de sed, vio la gota, la llamó y ella
le cayó, para refrescarlo, en sus labios. Cayó porque era aquel que iba a
defender la religión de un Ente supremo que muchos hombres no conocen,
pero cuya gloria la naturaleza canta.
Plinio Corrêa de Oliveira

¿Sólo tres medallas, hijo mío?

Doña Lucilia se empeñó siempre en transmitir a sus hijos su constante deseo de perfección. Al final del año lectivo los padres jesuitas del Colegio San Luis organizaban una solemne sesión para distribuir premios a los alumnos mejor clasificados. Eran convidados los padres de los niños y ciertas personas de destaque en la sociedad, llegando a veces a estar presente el propio Gobernador del Estado, por frecuentar este colegio la flor y nata de São Paulo. El acto incluía piezas de teatro, presentaciones musicales, declamaciones y discursos, hechos por los propios alumnos, aunque debidamente orientados por los sacerdotes. Llegaba por fin el momento de la entrega de medallas. Para cada asignatura había tres categorías diferentes: la de oro, la de plata y la de bronce. Al oír mencionar su nombre, el laureado subía a la tarima, y el propio padre o la
madre le colocaban la medalla en el pecho. Algunas veces, para honrar a los alumnos más destacados, lo hacía alguna autoridad. Toda aquella aparatosa ceremonia estimulaba altamente a los niños a aplicarse durante el año, a fin de ser alabados en público ante sus conocidos. Hubo un año, sin embargo, en que doña Lucilia no pudo comparecer a la solemnidad por estar enferma. Cuando Plinio volvió a casa, fue inmediatamente hasta su cuarto, encontrándola recostada en el diván. Vestido aún de rigor y con las medallas en el pecho, recibió los abrazos y los besos de ella, que en seguida lo apartó un poco para verlo mejor, preguntándole con cierto tono de perplejidad:
— ¿Sólo tres medallas, hijo mío?
— Pero mamá, ¡una es de oro! El año pasado eran cuatro, todas de plata.
Ella quiso saber entonces a qué materia correspondía la de oro. La explicación la dejó doblemente satisfecha: por el premio y por la materia. Su hijo había conquistado el primer lugar en francés. Le abrazó entonces de nuevo con redoblado afecto.

Una injusta nota de comportamiento

plinio_roseeLos profesores del Colegio San Luis daban dos notas por cada asignatura: una de aprovechamiento y otra de comportamiento durante las respectivas clases. Ambas constaban en los boletines, que eran distribuidos a fin de mes. Doña Lucilia quedaba a la espera y, si la entrega se demoraba, le preguntaba a Plinio:
— Filhão ¿te han dado ya las notas?
— No, mi bien, pero están por llegar
Cuando al final doña Lucilia las recibía, verificaba en seguida la nota de comportamiento. No toleraba menos de nueve (la nota máxima era diez). Para estimular a su hijo, a veces le decía en un tono de ligero gracejo:
— Si la nota de aprovechamiento es baja, no me importa, pues veo que estudias. Si no consigues aprender, es porque te falta inteligencia. No tengo la culpa de tener un hijo poco inteligente. Voy a quererte igual, quizás más, para ayudarte. Después, en un tono más serio, continuaba:
— Lo que no tiene perdón es el mal comportamiento. Eso yo no lo tolero. ¡Tener un hijo malo, no quiero!
Plinio nunca tenía una nota de comportamiento inferior a nueve. Era raro incluso que no fuese diez. Pero sucedió que uno de los meses, cuando tenía once años de edad, el boletín trajo un seis en comportamiento en las clases de Geografía.
Aprensivo, previendo el disgusto materno, y sabiendo además que la nota era injusta, pues no había hecho nada para merecerla, decidió modificarla escribiendo un diez encima del seis. Sin embargo, lo hizo sin cuidado y con letra propia de niño, dejando patente el borrón. Era preciso corregir la falla. Llovía. Plinio resolvió aprovechar esta circunstancia para salir de la difícil situación:
abrió el boletín al aire libre a fin de que las gotas de agua borrasen la enmienda. Las gotas alcanzaron todas las notas… ¡menos aquélla! Afligido, forzó el agua con el dedo para que mojara también el punto deseado. El resultado no pudo haber sido más desastroso…
Cuando llegó a casa, doña Lucilia le preguntó:
— Hijo mío ¿has traído las notas?
— Las traje, sí señora — pero no se las enseñó con la esperanza de que su madre no se las pidiese. Ella, no obstante, dijo en seguida:
— Déjame verlas.
Al depararse con las alteraciones, preguntó:
— ¿Qué ha sucedido con este boletín, hijo mío? ¿Esta letra es tuya?
Plinio, que nunca mentía a nadie, y menos aún a doña Lucilia, respondió:
— Mamá, yo no me merecía esta nota y por eso la corregí.
Ella, tomando un aire severo, le interpeló:
— Pero, ¿acaso tengo un hijo falsario?
La palabra falsario sonó a los oídos del niño como el peor de los crímenes. Doña Lucilia la pronunció en un tono de voz que resaltaba todo cuanto hay de reprobable en la actitud de un falsario.
Y prosiguió de un modo todavía más grave:
— Voy a hablar con tu padre. El lunes irá al colegio y le pedirá al sacerdote que le explique lo que sucedió. Tú dices que no merecías la nota seis. Si te la merecías, ¡irás al Colegio Caraça! Aquellas duras palabras repercutieron hondamente en el alma del pequeño infractor. Doña Lucilia continuó:
— Si vas al Caraça, voy a sufrir mucho porque me quedaré un año sin verte. Sabes cómo me es doloroso separarme de ti, pero eso será lo que va a pasar. ¡Recuerda, estando allí, lo que estarás haciendo sufrir a tu madre! Cuando regreses,
veré si el falsario se enmendó o no. ¡De lo contrario, volverás al Caraça!
El Caraça era un grande y renombrado colegio que existía en el Estado de Minas Gerais, a respecto del cual se decía entonces, muy erróneamente, entre los estudiantes de São Paulo, que era una especie de cárcel para niños de conducta excepcionalmente reprobable.
Pero, para Plinio, peor que la perspectiva del terrible colegio era tener que estar, por tanto tiempo, lejos de su tan querida madre. ¿A quién apelar?

“¡Él se hizo justicia a sí mismo!”

Nuestra Señora Auxiliadora, venerada en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús de los Padres Salesianos

Nuestra Señora Auxiliadora, venerada en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús de los Padres Salesianos

El domingo, Plinio fue a cumplir el precepto en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Al estar ocupada la nave central por los alumnos del colegio salesiano, se arrodilló en uno de los bancos del fondo de la nave lateral izquierda (del lado de la Epístola). En el auge de la aflicción, sus ojos se posaron en la soberana y atrayente imagen de Nuestra Señora Auxiliadora. Comenzó entonces a rezar la Salve Regina, palabras que interpretaba como “Salvadme Reina”. Eso hacía que encontrara muy adecuada dicha oración para la angustiosa situación en que estaba. La recitaba pausada y piadosamente, como para dar más énfasis al sentido de cada palabra. Al final de cuentas, si doña Lucilia era tan bondadosa, Nuestra Señora lo sería incomparablemente más, pensaba él. Desde lo alto de los Cielos, la Santísima Virgen no podía dejar de sonreír y atender tan fervorosa súplica, concediendo a Plinio la gracia de confiar en Ella en todas las dificultades y de comprender su insondable misericordia. Esa bondadosa Madre sería como una estrella de Belén que lo guiaría durante toda la vida, haciendo nacer en su alma una verdadera devoción a Ella.
Al día siguiente, cuando don João Paulo volvió del Colegio San Luis, fue como si la bonanza sucediese a la tempestad. Con su habitual placidez, contó la conversación que había tenido:
— Estuve hablando con el profesor. Se rió del desbarajuste que hiciste en el boletín y fue a mirar sus anotaciones. Me dijo que tu nota era realmente diez y que hubo un error del bedel al copiarlas. “¡Él se hizo justicia a sí mismo!”, comentó. De modo que está dispuesto a registrar la nota diez en otra página del boletín, ya que aquélla está inutilizable.
Doña Lucilia sintió un verdadero alivio al saber que todo no había pasado de una irreflexión infantil, pues, aunque le fuese muy penoso, estaba realmente dispuesta a castigar a su hijo, mandándolo al Caraça.

Biografía de Doña Lucilia publicada por la Editrice Vaticana

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Con gran alegría para todos los devotos de Doña Lucila, ha salido recientemente a la luz la biografía de Doña Lucilia, escrita por Mons. Joao Clá Dias, editada por la Editrice Vaticana. Se ha publicado en portugués, inglés, español e italiano.

Le ofrecemos a nuestros lectores extractos del prefacio hecho por Fr. Antonio Royo Marín, O.P.

«Mi querido y admirado amigo Don João S. Clá Dias, autor de esta espléndida biografía de doña Lucilia Corrêa de Oliveira, ha tenido la amabilidad de pedirme un “Prefacio”…

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Fr. Royo Marín

Empecé a leer estas páginas ignorando totalmente el altísimo valor de su contenido. Lo que al principio comenzó por simple curiosidad ante lo desconocido evolucionó muy pronto en franca simpatía, que fue aumentando progresivamente hasta convertirse en verdadera admiración y pasmo. Más que los datos biográficos de una mujer extraordinaria lo que iba leyendo era la vida de una verdadera santa en toda la extensión de la palabra.

Se trata de una auténtica y completísima “Vida de doña Lucilia”, que puede parangonarse con las mejores “Vidas de Santos” aparecidas hasta hoy en el mundo entero. Sobre todo, tiene un valor inapreciable la correspondencia epistolar entre ella y sus hijos, particularmente con el Dr. Plinio. En sus magníficas cartas dice con frecuencia doña Lucilia cosas tan sublimes y de una espiritualidad tan elevada que al lector le embarga una emoción parecida a la que produce la lectura del inimitable epistolario de Santa Teresa de Jesús.

¿Fue doña Lucilia una verdadera santa en toda la extensión de la palabra? O en otra forma: ¿Sus virtudes cristianas alcanzaron el grado heroico que se requieren indispensablemente para ser reconocido por la Iglesia con una beatificación y canonización? A la vista de los datos rigurosamente históricos que nos ofrece con gran abundancia la biografía que estamos presentando me atrevo a responder con un sí rotundo y sin la menor vacilación».

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Las fotografías  que ilustran el libro revelan una fisonomía desbordante de dulzura y de bienquerencia incondicional.

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Una enfermedad interminable

Fue grande su solicitud cuando Plinio se vio atacado por una de esas enfermedades comunes en la infancia y en la adolescencia, no exenta por cierto de riesgos: las paperas.

Esta enfermedad fue especialmente penosa para él, no tanto por la gravedad del mal sino por la lenta convalecencia, verdadero tormento para un niño. Plinio no sabía que las paperas podían pasar de una parte a otra del organismo. Cuando se juzgaba cercana su curación pues los síntomas ya iban disminuyendo progresivamente y comenzaba ya a hacer planes para jugar en el jardín, todo empezaba de nuevo, para su desconsuelo, con la reaparición de las mismas incomodidades. Entonces era la hora del suave bálsamo de la resignación que sólo doña Lucilia sabía aplicar:
cap7_024— Hijo, ten paciencia, esto se pasa, como ya se ha pasado de este lado de la garganta.
Cuando estaba casi sano de la garganta, Plinio sintió una fuerte indisposición.
Su cuarto estaba al lado del de doña Lucilia y la llamó:
— Mamá, por favor.
Ella vino, afable y sonriente, y él le explicó qué era lo que estaba sintiendo.
— Hijo, —le dijo con una voz encantadora— las paperas se han pasado al aparato digestivo.
Él de nuevo tuvo dificultades para mantener la paciencia:
— Y, ¿para dónde más va a pasar esto? ¿Para los ojos, para la lengua?
— No, quédate tranquilo. Ahora es ya de verdad la última vez. Consuélate, voy a conseguirte un juguete. ¡Ten confianza!
Si otra persona le dijese “ten confianza, esto pasa”, él ciertamente no aceptaría el consejo con la misma resignación. Pediría que llamasen al médico, se quedaría inconforme. Pero ese “ten confianza”, dicho por ella, le transmitía de hecho una dulce serenidad de espíritu que lo tranquilizaba. El efecto comunicativo del timbre de voz materno ejercía una profunda influencia sobre el hijo.

Huellas de una caricia

Cierta vez, en el transcurso de una comida en casa de doña Gabriela, uno de los comensales notó que doña Lucilia tenía en el brazo izquierdo un pequeño moretón, fruto evidente de una contusión, mal disfrazada por una pulsera de marfil con incrustaciones de bronce. Al preguntarle la causa de la inusitada señal, doña Lucilia respondió con dulzura:
— Fue una caricia de Plinio.
Todos dieron una carcajada, y ella también se rió. Alguien le preguntó entonces por qué permitía por parte de su hijo tan truculenta prueba de cariño. Ella respondió:
— Rechazar una caricia de un hijo mío, nunca lo haré en la vida. Desde que no sea el mal, Plinio puede hacer lo que quiera