…un amor mutuo en Jesús y María

Continuando con la obra de Mons. João S. Clá Dias, El Don de Sabiduría en la mente, vida y obra en Plinio Corrêa de Oliveira, en que nos deja las siguintes consideraciones.

Al Autor le gustaría ser un poeta para describir, con toda propiedad, lo maravilloso que era esta convivencia entre los dos. Innúmeras veces tuvo la oportunidad de asistir a los momentos en que se encontraban. Una era la relación entre ellos cuando el Dr. Plinio pronunciaba conferencias públicas o en la sede (en sentido más amplio que el comúnmente usado, el término sede se empleaba, entre los discípulos del Dr. Plinio, para designar cualquier casa del movimiento fundado por él) situada en la Rua Vieira de Carvalho, donde se reunía con sus seguidores, allá por los años de la década de 1950. En esas ocasiones el trato entre ambos parecía común. Otras eran las manifestaciones de bienquerencia mutua que el Autor pudo comprobar cuando frecuentó la casa de Doña Lucilia durante la crisis de diabetes que acometió al Dr. Plinio en 1967.
En ese periodo Doña Lucilia asistía a la parte final de las comidas de su hijo, que las hacía recostado en el sofá de su despacho debido a la enfermedad. Algunos discípulos del Dr. Plinio también le hacían compañía en ese momento. Ella entraba con discreción y compostura, saludaba a los presentes y permanecía en un lado, recogida, mirándolo. Terminado el postre, las personas se retiraban ¡y ellos dos sequedaban a solas!…

Aunque Doña Lucilia no fuese su madre, el Dr. Plinio tendría por ella el mismo afecto filial Doña Lucilia un mes antes de su fallecimiento

Como la sirvienta dejaba la puerta entreabierta,  el Autor podía, a través de una rendija, observar muchas y muchas veces una escena conmovedora: Doña Lucilia se aproximaba bien al sofá del Dr. Plinio y se inclinaba sobre él, quedando un brazo de distancia entre los dos. Entonces él cogía su mano, la besaba varias veces y le hacía unas caricias un poco «truculentas», dando palmaditas con cierta fuerza y diciendo:
— ¡Mãezinha querida, mãezinha querida de mi corazón!
Ella, al contrario, acariciaba sus manos con mucha suavidad y apenas decía:
— ¡Filhão, filhão querido! ¡Cuánto te quiero, hijo mío! ¿Estás bien?
— Sí, mãezinha, y ¿cómo ha dormido usted esta noche?
— Dormí muy bien.
Ella, a veces poniéndole la mano en el rostro le acariciaba con mucho afecto y decía:
— Hijo de mi corazón, ¿sabes que tu madre te quiere mucho?— Y ¿mi mãezinha sabe cuánto la quiero yo?
Así pasaban diez minutos, contados en el reloj, de gestos de agrado y cariño. Los dos casi que ni conversaban, sólo convivían.
Y quien lo observaba veía en esa bienquerencia exuberante un extraordinario amor a Dios. En el fondo, ella le hacía una compañía sin igual en el campo de la virtud, y él, a su vez, en reconocimiento a la inocencia de ella, la retribuía con extraordinaria afectividad.
Después de ese tiempo establecido entraba la empleada, cogía la silla de ruedas y comenzaba a moverla diciendo:
— Ya es la hora, madame. Los médicos aconsejan que el Dr. Plinio descanse.
Doña Lucilia respondía de forma imperiosa:
— No, no, Mirene. ¿Qué es esto? No quiero irme. Déjame aquí. Voy a quedarme con él. El Dr. Plinio, percibiendo que la gobernanta no conseguiría vencerla, se volvía hacia ella y, mirándola con bienquerencia, intervenía:— Mamá, infelizmente los médicos han recomendado reposo. ¿Qué podemos hacer? Con cuánto dolor voy a tener que despedirme de usted, pero no hay remedio…

Siempre revestida de mucha solemnidad, distinción y finura,
sin excluir a nadie del trato con ella
Doña Lucilia en 1968

Ella, entonces, comprendía:
— Está bien, filhão. Me despido, pero con dolor en el corazón.
Ella iba alejándose, mientras hacía un gesto de adiós. Al final, cuando llegaba a la puerta, besaba la palma de su mano y soplaba el beso en dirección a él.

Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos

En ese corto intervalo, lo que de hecho dejaba encantado al Autor era el ver a los dos, madre e hijo; ella, una señora de noventa y dos años, y él, un señor de sesenta, conviviendo en una intimidad total, pero con extraordinaria reverencia del uno por el otro. El respeto es, justamente, el antepecho que más ayuda a las personas a mantenerse en la línea de la perfección. Si la intimidad rompe ciertas barreras, se pierde el respeto, las relaciones se vuelven igualitarias y Dios acaba por desaparecer. Por eso, ella lo trataba como filhão, y él siempre se dirigía a ella llamándola de señora y nunca tratándola de tú.
Alguien podría imaginar que la conversación entre ellos sería larga, sobre temas teológicos o doctrinales, pero no era lo que sucedía; lo principal era un agrado mudo y rico en imponderables, dentro de una serenidad, suavidad y armonía sublimes. Se hablaban mucho por la mirada. ¡Cuántas y cuántas veces se cruzaron las miradas de uno y otra y se entendieron más de ese modo que con las propias palabras, durante toda la vida!
Es necesario tomar en consideración que la gran trascendencia de los fenómenos místicos ultrapasa nuestra naturaleza pequeña y apocada, más o menos como una hormiga cerca del Himalaya. Esta comparación falla, sin embargo, pues la hormiga tiene proporción con la montaña, ya que ambas, aunque haya una inmensa desigualdad de tamaño, son limitadas. Con todo, ¿cómo poner en términos concretos la relación de un alma con Dios, que es infinitamente más grande que nosotros?
Nuestro Señor dice en el Evangelio: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Estas palabras de Jesús no eran, de hecho, una gran novedad,porque ya en aquellos tiempos los judíos tenían fe en esa presencia de Dios, y circulaban entre ellos muchos proverbios que afirmaban que, cuando dos o más estuviesen comentando las Escrituras, Dios se haría presente. Sin embargo, Nuestro Señor aplica y reduce a Sí esta antiquísima creencia hebraica y asegura que, estando reunidos en su nombre, Él estaría entre ellos. Por tanto, una vez más, Él se revela como Dios.
Así, Doña Lucilia y el Dr. Plinio se reunían en nombre de Nuestro Señor, poniendo el amor a la Iglesia por encima de todo, haciéndose sensible la presencia de Dios para quien tuviese el encanto de verlos juntos: era el encuentro de dos grandes almas inocentes, unidas a Dios por completo, reflejándolo con diferentes coloridos y aspectos, pero, al mismo tiempo, afines. Según la imagen que el propio Dr. Plinio usó, «se formaba una relación de espejos paralelos»: Es Dios, que está en el alma de uno, contemplándose y amándose a Sí mismo en el alma del otro.
En diversos comentarios hechos ya al final de su vida, explicó el Dr. Plinio que esta reciprocidad de afecto estaba fundamentada en Nuestro Señor Jesucristo y en María Santísima y podría haber dicho también, en la Santa Iglesia. «Éste era el cimiento de nuestro mutuo amor maternal y filial: se trataba de un amor en Jesús y María. Es decir, que era conforme al amor de Jesús y María, una pálida imitación humana del amor de Jesús y María, que, dicho sea de paso, pertenecen a la humanidad:Nuestro Señor es el Hombre-Dios, y Ella, una criatura humana, siendo, por lo tanto, algo enteramente bueno, santo, como debe ser».

Como un arco gótico

 En la convivencia con Doña Lucilia y habiendo ya conocido de cerca al Dr. Plinio, se constituyó en su alma un como que arco gótico, hasta entonces inexistente. De hecho, así como una ojiva no se compone sólo de una parte, sino que su belleza consiste en el encuentro de los dos lados que se apoyan el uno en el otro, también en la obra de la Creación hay, ante todo, una razón de pulcritud en el hecho de que Dios haya ideado algo comparable a un arco gótico entre el hombre y la mujer. Dios, siendo infinito, tiene opuestos tan armónicos y tan extremos que no cabrían sólo en el hombre: era necesario que fuese completado por la figura de la mujer.
Así, el encontrar en el alma de la madre los reflejos de Dios, armónicos pero complementarios a los que había visto en el hijo, proporcionó al Autor una nueva perspectiva; entendió la misión del Dr. Plinio observando a Doña Lucilia y la misión de ella, observándolo a él. Y, en determinado momento, llegó a la siguiente conclusión: debido al caos y desvarío en que estaría sumergida la humanidad en el siglo XX por obra de la Revolución, la Providencia quiso suscitar una dama y un varón, madre e hijo,
para presentar este modelo de relación humana basada en el amor que Nuestro Señor Jesucristo trajo a la tierra: «Como Yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). En este sentido, Doña Lucilia es un camino para que podamos comprender bien al Dr. Plinio: «Siento que ella, con su dulzura y suavidad, me completa magníficamente ».

El amor de madre se sumaba a la disposición de
obedecer al hijo en todo, ayudarlo y servirlo
Doña Lucilia en su piso, en marzo de 1968

Había una misteriosa relación entre ellos, por la cual la Providencia, al crear a Doña Lucilia, dispuso que fuese, sobre todo, la protectora de la inocencia de su hijo, sirviéndole de inigualable amparo para la práctica de la virtud. Y, por eso, primero Plinio penetró a fondo en su alma y se benefició del modo de ser y de la educación de su madre, consolidándose y adquiriendo gran robustez en la vida espiritual. Sin embargo, cuando ya estaba formado y Doña Lucilia, a su vez, se encontraba en la plenitud de la edad, ella discernió su rectitud, hasta el punto de considerarlo no sólo un apoyo, sino un «alma planeta» (La teoría de los «planetas y satélites» la expuso el Dr. Plinio en la década de 1950, en las clases del Curso Joseph de Maistre, llamadas Teología de la Historia. En este caso concreto, se basó en una obra inédita, que resumía las clases de Historia dadas en el seminario de Vals por el famoso jesuita francés del siglo XIX, P. Henri Ramière, SJ. Más tarde, el Dr. Plinio trató de esta temática con más profundidad, hasta el punto de que la expresión «planetas y satélites» llegó a ser corriente en su lenguaje. Para comprender bien en qué consiste esta teoría, citamos apenas una frase del Dr. Plinio: «La experiencia nos muestra que hay “hombres planetas” y “hombres satélites” en la sociedad humana. Hay, por voluntad de la Providencia de Dios, hombres que tienen poder para influenciar, para impresionar, para guiar, para llevar a los demás, para marcar los acontecimientos; otros hombres, por el contrario, fueron hechos para dejarse impresionar, guiar y marcar por los acontecimientos»), a la que debía entregarse por entero. Ella quería entrar en sus perspectivas y en sus vías, ser instruida por él y, poco a poco, ir cambiando su antigua influencia materna por la completa sumisión en lo relativo a las virtudes, al análisis de las situaciones y a la vocación de su hijo, manteniendo siempre, con todo, su superioridad en cuanto madre.

Imagen del Sagrado Corazón de Jesús, de alabastro, perteneciente a Doña Lucilia. Sus venerables y amorosos ósculos dejaron doradas algunas partes a lo largo de los años

Es evidente que el don de sabiduría, bien como el don de contemplación y el discernimiento de los espíritus, además de su gran vocación, daban al Dr. Plinio una visión de más alcance y más abarcadora que la de Doña Lucilia, a propósito de los panoramas sobrenaturales. Por eso, después de él haber sido su discípulo perfecto, comenzó a convertirse en su maestro, llevándola a más altos parajes y profundizando más aún la catolicidad de su madre. Esto se verificó, por ejemplo, con la devoción mariana. Doña Lucilia siempre guardó, desde niña, un intenso amor al Sagrado Corazón de Jesús, pero fue el Dr. Plinio, a través de una labor de apostolado, que amplió en su alma la devoción a Nuestra Señora, según él mismo relató en diversas ocasiones: «En cierto momento ella pasó a tomar una actitud ya no más de maestra ni de testigo atento, sino de discípula. Dejándose proteger por mí, y comprendiendo que su vida era yo, ella vivía prestando atención en mí, fijándose en mí y aprendiendo de mí. Y puedo decir que, gracias a la Santísima Virgen, concurrí mucho a la intensificación de su espíritu y de su ardor religioso, sobre todo en relación con la devoción a Nuestra Señora. Ella tomaba una actitud de enlevo muy silencioso delante de mí queriendo oírme hablar.  Hoy recompongo algunas de sus miradas y comprendo que era exactamente el enlevo ante un filhão educado por ella como ella quería».
Se ve, entonces, que esta imbricación entre ambos se sintetiza con toda propiedad en la figura del discipulado perfecto, porque, al amor de madre al que era llamada, Doña Lucilia acrecentó el amor de sierva. En todas las minucias de la vida se notaba esta disposición de obedecer y dejarse guiar en todo por él, coadunada al deseo de ayudarlo y servirlo: ¡ella daría su vida por él, así como él daría su vida por ella!
En una reunión en 1972, refiriéndose a este fenómeno, el Dr. Plinio hizo la siguiente confidencia, empleando una imagen muy bonita: «Cuando yo era pequeño, mamá me cogió en sus brazos y, hasta donde sus brazos alcanzaron, me llevó al seno de la Iglesia; más tarde, cuando ya era adulto, la cogí de la mano y la llevé hasta el fondo de la Iglesia».
Años después, recordando esa frase diría él: «¡Fue eso tal cual! ¡Es el resumen de la historia de los dos! Mucha gente podría pensar: “Este amor filial, tan explicable, proviene del orden natural”.
Pero este amor entraba poco; lo que entraba era, eso sí, la unión con la Iglesia Católica».
El amor entre ambos, por amor a la Iglesia, era tal que, en 1994, el Dr. Plinio quiso explicarlo completando aquella frase tan expresiva de Doña Lucilia: «Vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien».(«Esta hermosa y luminosa frase expresa con sublimidad lo que podríamos llamar ¡concepción “luciliana” de la vida!» (MonsJoão S. Clá Dias). La afirmación de Doña Lucilia fue en 1950, durante una conversación con el Dr. Plinio, para expresarle cuánto le sería pesaroso el que tuviese que dejar por algún tiempo la convivencia con ella). En aquella ocasión, dejó claro que tal amor mutuo ultrapasaba las propias barreras de la muerte y se adentraba en la eternidad: «Si vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien, después de la muerte de uno de los dos, para quien se queda, vivir es recordar, recordar una vez más, rezar y esperar el Cielo».

Cfr. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El Don de Sabiduría en la mente, vida y obra en Plinio Corrêa de Oliveira. Editrice Vaticana 2016 Parte I pp. 166 ss.

 

Más allá de los vínculos naturales…

Doña Lucilia, en relación a su hijo, le dedicaba toda especie de ternura y de enlevo; pero siendo muy cuidadosa y comedida, porque tenía recelo de dejarse llevar por los sentimientos y perder el equilibrio. No quería apegarse a nada, ni siquiera a su propio hijo, pero sí tener, con relación a él, un amor enteramente desinteresado.

Respecto a la relación entre el Dr. Plinio y Doña Lucilia, hemos visto cuánto estaban sus almas entrelazadas por un mutuo cariño, consideración y estima. Por parte de él, brotaba el afecto filial más afectuoso y reconocedor de todo cuanto ella hacía por él. Doña Lucilia, por su parte, le dedicaba toda especie de ternura y de enlevo; pero siendo muy cuidadosa y comedida, porque tenía recelo de dejarse llevar por los sentimientos y perder el equilibrio. No quería apegarse a nada, ni siquiera a su propio hijo, pero sí tener, con relación a él, un amor enteramente desinteresado.

… De su parte hacia mí, había una actitud de esperanza; una invitación para llegar a tener esta misma cualidad. Ésta era la esencia de nuestro afecto…

«Por mi parte, mi afecto hacia ella era un acto de admiración, lo que supone algo muy elogioso, porque es la afirmación de una cualidad. De su parte hacia mí, había una actitud de esperanza; una invitación para llegar a tener esta misma cualidad. Ésta era la esencia de nuestro afecto».
Por otro lado, no existe la menor duda de que, más allá de los vínculos naturales, había entre ellos un amor sublimado de manera sobrenatural, una bienquerencia embebida de gracias. Una vez que estaba llamada a ser la madre de un niño fuera de lo común, es innegable que, gracias a un don especial del Espíritu Santo, Doña Lucilia percibía de manera clara y profunda la inocencia del alma de su hijo y cuánto era virtuoso. Ella misma, en una carta a Plinio, con fecha del 23 de abril de 1950, llegó a manifestar su alegría y gratitud a Dios por tenerlo como hijo: «De todo corazón, con toda mi alma, te agradezco la carta tan afectuosa que me dejaste y que tanto me reconfortó. […]. Lloré, es verdad, pero “gracias a Dios” fue de felicidad por haber recibido yo, tan indigna, “liberal”, la inmensa dádiva de los Sagrados Corazones de Jesús y de María Santísima de tener un hijo tan santo, tan bueno y cariñoso, que bendigo con todas las fuerzas de mi alma, para quienpido toda la protección Divina y la
Luz del Divino Espíritu Santo».

…la inmensa dádiva de los Sagrados Corazones de Jesús y de María Santísima de tener un hijo tan santo…

¡No hay nada más fuerte en el orden de Creación que la imbricación entre las almas que se aman teniendo la santidad por objetivo! Comparado con eso, incluso la dureza del diamante es un resto de polvo de arroz. Además, el Dr. Plinio era un hombre católico, apostólico, romano, con tanto amor por la Iglesia que incluso teniendo una madre como Doña Lucilia, su desprendimiento le llevaba a apreciar más en ella que fuese católica a que fuese su madre. Veamos algunos textos en los que esto se hace patente: «Si yo amo tanto a mamá es porque ella me llevó a la Iglesia. Y si la amé hasta el final es porque la examiné hasta el final y noté que, en ella, todo conducía a la Iglesia Católica». «He dicho muchas veces lo mucho que quería y respetaba a mamá. Sin duda, la respetaba como a una madre, pero no era el título principal. El título principal por el que la quería era esa unión de almas que había entre ella y yo, con vistas a Dios. Al reflejar para mí la Iglesia Católica, el Sagrado Corazón de Jesús, el Inmaculado Corazón de María y por todo lo que había en ella de afín conmigo, intencionalmente puesto por Dios para reflejarlo, yo era llevado a amarla de un modo muy especial, más por estos aspectos que por ser mi madre según la naturaleza».
Se acuerda el Autor de haber oído contar al Dr. Plinio, durante una comida, un edificante episodio acontecido entre ambos. Cuando Doña Lucilia estaba ya con cierta edad, él se planteó la siguiente cuestión: «¿Hasta dónde amo a mi madre y hasta dónde amo los principios que representa? Si ella se hiciese protestante, ¿la seguiría amando del mismo modo o sentiría repulsa hacia ella? ¡No! Sentiría repulsa, ¡porque lo que yo amo en ella es lo que ella representa!».
Cierta vez, mientras estaban sentados a la mesa, él no se contuvo y pensó: «Es duro, pero voy a ponerla prueba, porque quiero ver su reacción al escuchar eso». Y le dije:

…la examiné hasta el final…

— Mamá, ¿sabe qué estaba pensando el otro día? Que si usted, Dios nos libre y guarde, por desgracia dejase de ser católica y se hiciese protestante, yo me iría de casa y la dejaría sola. Seguiría manteniéndola económicamente, la ayudaría en todo lo que necesitase y la visitaría una vez al año o cada seis meses, ¡pero nuestra relación estaría rota! Doña Lucilia aceptó aquello con toda naturalidad, como si alguien le hubiese dicho: «Tengo sed y me voy a tomar este vaso de agua», y respondió elogiando su actitud. Años más tarde, comentaría el Dr. Plinio: «¡Aquel día pasé a quererla y a admirarla más que antes! Porque le había puesto una prueba ¡y ella había pasado de modo brillante!».
Por otra parte, el Dr. Plinio llegó a afirmar que se había puesto varias veces durante la vida ante un problema en apariencia contrario al anterior, pero cuyo fondo era el mismo: «¿Yo la quiero tanto porque es tan buena o porque es mi madre?». «Si en vez de ser mi madre fuese mi tía o una señora de sociedad o una pariente o una prima mayor, ¿la querría como la quiero? ¿Sí o no?»Y la respuesta surgía pronto, sin lugar a dudas: aunque ella no fuese su madre y, por lo tanto, no tuviese ninguna relación natural con él, conociéndola en cualquier lugar del mundo, la amaría con el mismo cariño, el mismo afecto, la misma estima y la misma consideración que le dedicaba a su madre. «Yo querría tenerla como madre. Y si fuese, por ejemplo, mi tía, encontraría un pretexto para ir a su casa todos los días, encontraría una manera de que fuese mi madrina, haría cualquier cosa para hacer explicable que, aunque yo fuese su sobrino, tuviese con ella la relación que tengo con mamá. Si fuese una prima, simile modo (de modo semejante).  Si fuese una señora de sociedad, sería mucho más difícil, pero acabaría consiguiendo la manera de que eso fuese así realmente».

Cfr. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El Don de Sabiduría en la mente, vida y obra en Plinio Corrêa de Oliveira. Editrice Vaticana 2016 Parte I pp. 162 ss.

Por la criba de una mirada…

Imaginemos que nos fuera posible subir una montaña escarpada hasta llegar a la cima, donde encontrásemos un nido enorme con un polluelo de águila. Escondidos detrás de una roca, pronto veríamos llegar un águila que vuelve de cazar y se posa en el nido; en las garras trae una presa para alimentar al aguilucho que, al no estar todavía adiestrado para volar, no se mueve de allí pues caería precipicio abajo.

Pero, en cierto momento, las alas del aguilucho comienzan a desarrollarse. Y ¿qué es lo que hace el águila? ¿Cómo entrena a su cría? En primer lugar, la coloca sobre su dorso, bien sujeta en las plumas, para que vaya adquiriendo el gusto de sentir el viento; más tarde, la coge con sus propias garras, la eleva medio metro por encima del nido y la suelta. Al verse sola en el aire, la cría, asustada, aletea torpemente, se esfuerza pero cae al nido. Y así varias veces hasta que, por instinto, la madre se da cuenta de que su cría ya puede valerse por sí misma. Entonces, la lleva a un lugar distante y… la suelta. Cuando finalmente el aguilucho levanta su primer vuelo, planeando alto, la madre águila, si pensase, podría exclamar: «Misión cumplida: ¡un águila más en los cielos!» De hecho, fue algo parecido lo que Doña Lucilia hizo con el
Dr. Plinio: llamada a proteger, a desarrollar e incluso a enriquecer su inocencia elevándolo hacia la plenitud como un águila a su aguilucho, ella lo fue amparando, educando, estimulando y ayudando, hasta cerciorarse de que ya era totalmente dueño de sus actos. Solamente entonces se tranquilizó en cuanto a la formación, pero no en cuanto a la vigilancia, porque todavía lo acompañaría con la mirada atenta: «¿Qué dirección está siguiendo? ¿Hacia dónde está yendo?» Ella manifestaba cómo era exigente no sólo a través de sus reprensiones sino también por la forma de tratar a Plinio; más tarde él definiría este trato como un «cariño contemplativo», que dejaba entrever lo que ella pensaba: «“Éste es mi hijo. Tengo razones para esperar que llegue a ser de tal manera o de tal otra… Voy a seguir jugando con él envolviéndolo con mi afecto, protegiéndolo y procurando descubrir en él los síntomas precursores de la esperanza que tengo. Pero ¿hasta dónde se realizará esa esperanza?” Esta indagación esperanzadora era un estímulo para mí pues sentía una como que afectuosa pregunta: “Hijo mío, ¿será que llegarás a ser como yo te tengo en el fondo de mi alma?”»
En otra ocasión recordaría el Dr. Plinio: «Todo lo que ella exigía de mí era porque la Ley de Dios lo exigía y porque el Dios altísimo, sapientísimo y buenísimo quería que las cosas se hiciesen de esa manera. Ella quería que yo fuese como debía, no para ser un hijo aprovechable y útil para ella, sino con el fin de tener un hijo capaz de hacer un holocausto a Dios, como a Dios se le debe hacer».
El pensamiento de Doña Lucilia, sus reacciones temperamentales y sus diversos estados de espíritu se reflejaban incluso en el color de las pupilas. Sus ojos eran castaños, pero a veces, cuando se disgustaba o cuando se ponía seria, los ojos se volvían de un castaño más oscuro e intenso, casi negro. Muy sensible a los colores y con el discernimiento de los espíritus que tenía desde la infancia, el Dr. Plinio se fijaba en la fisonomía de su madre y observaba este cambio de color en sus ojos. ¡Cuántas y cuántas veces durante su vida debe haber pasado por la criba de esa mirada!

…no te toleraré una nota baja en comportamiento…

Una vez más, recurramos a sus memorias: «En mis tiempos del Colegio San Luis, en cada clase ponían notas diferentes de aplicación y de comportamiento. Mamá me decía a menudo: “Puedo tolerar una nota baja de aplicación, porque uno no tiene la culpa de ser burro”. Recuerdo que, cuando me decía eso, su mirada se volvía más oscura y refulgente pero sin ser perforante como una barrena sino aterciopeladamente seria… Luego agregaba: “Pero no te toleraré una nota baja en comportamiento! ¡Porque cada hombre tiene el comportamiento que quiere!” ¡Y, realmente, no lo toleraba! Alguna que otra vez, raramente, me ponían un nueve en lugar de diez, que era la máxima calificación. Ella veía el boletín y decía: “Hijo mío, ¿qué has hecho en clase para que tu profesor te ponga un nueve en comportamiento?” Yo decía: “Mi bien, estuve hablando”. “¿Y tú crees que eso está bien?” Era una reprensión moderada». Uno de esos exámenes que me hacía con la mirada fue por ocasión de una entrega de premios en el Colegio San Luis, al final del año lectivo de 1921. En 1920, su segundo año de colegio, el Dr. Plinio había obtenido cuatro medallas de plata, una en Religión y las otras tres en Francés, Inglés y Portugués. Doña Lucilia, que siempre se esforzaba para estar presente en estas ceremonias, intentaba dar a entender a su hijo «que su alegría consistía, sobre todo, en que tuviese mayores progresos aún».
Al año siguiente, sin embargo, no pudo ir a la fiesta, como era su costumbre, porque estaba enferma. Por la noche, cuando Plinio volvió a casa, ella misma le abrió la puerta y su mirada incidió sobre el pecho de su hijo, observando enseguida que había sólo tres medallas y no cuatro como en el año anterior… Sus ojos castaños se fueron oscureciendo, se posaron en él y le preguntó:
— ¿Sólo tres medallas? ¿Por qué una menos? ¿Has decaído?
Él dijo:
— Pero mamá, una es de oro.
— ¡Ah, es verdad!
«Ella enseguida se dio cuenta y se tranquilizó. Abrió los brazos, me abrazó y me besó con mucha alegría, y ya estábamos reconciliados.
Si yo hubiese obtenido resultados inferiores a los del año anterior, no me habría castigado, pero me habría hecho sentir su decepción porque siempre esperaba lo mejor de mí. Así era mamá».

Cfr. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El Don de Sabiduría en la mente, vida y obra en Plinio Corrêa de Oliveira. Editrice Vaticana 2016 Parte I pp. 146 ss.

«Alguna preocupación me dio…»

Continuando con «El don de La Sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira» de Mons. João Clá Dias, EP. dejemos que El Autor de esta obra nos relate el siguiente hecho de la vida de Doña Lucilia.

Un episodio en particular, ocurrido en la primera infancia del Dr. Plinio, marcó no sólo su memoria, sino también la de Doña Lucilia, hasta el punto de que todavía era capaz de contarlo con detalles, ya al final de su vida.

Convivio intenso con Doña Lucilia

El Autor no se resiste a contar aquí las circunstancias en las que él mismo pudo escuchar la narración de labios de Doña Lucilia. A finales de 1967,  el Dr. Plinio tuvo una grave crisis de diabetes que le obligó a pasar cinco meses aislado, teniendo que llevar un estricto régimen de reposo, en obediencia a las recomendaciones médicas. Durante este tiempo, mientras se encargaba de atender el teléfono y la puerta en el piso del Dr. Plinio, el Autor pudo convivir más intensamente con Doña Lucilia y analizarla más de cerca; encontrándose con ella casi todos los días por la mañana, por la tarde y algunas veces por la noche, desde diciembre de ese año hasta el momento en que ella murió, el 21 de abril de 1968. Tuvo entonces, la posibilidad de informarse acerca de las historias de la infancia del Dr. Plinio, de las reprensiones que ella le daba y también de los viajes que hizo a Francia y Alemania.
Ella, muy mayor, no sabía qué enfermedad tenía el Dr. Plinio porque, para evitar que se inquietase, le escondían un poco la realidad de los hechos. Apenas le decían que el Dr. Plinio estaba en cama debido a una torsión en el pie. A pesar de todo, su corazón maternal hecho de tanta bondad y consideración hacia su hijo se afligía por este largo periodo de convalecencia…

Explicación de los motivos del atraso de su hijo

Todas las tardes, después de la siesta, ella primeramente, procuraba cumplir con sus obligaciones de piedad, rezando el Rosario con mucha atención, a un ritmo pausado y devoto. Mientras rezaba, el teléfono solía sonar algunas veces y ella notaba movimientos en la casa; pero, fiel a la oración, no la interrumpía. Sólo después de terminar el último Gloria Patri y hacer la señal de la Cruz, tocaba la campanita para llamar a la criada. El Autor aún recuerda el timbre de su voz en ese diálogo:
— Mirene, ¿quién llamó durante mis oraciones?
— Ah, no sé, madame.
— ¿Cómo? ¿No has atendido el teléfono?
— No, el que atendió fue un joven que está ahí fuera, esperando al Dr. Plinio.
— Entonces dígale que haga el favor de entrar.

El contacto con Doña Lucilia llevaba a creer en la bondad infinita del Sagrado Corazón de Jesús

Ella no se podía imaginar que alguien estuviese prestando ese servicio en su casa y creía que era un visitante a la espera de una cita con el Dr. Plinio. Ahora bien, conociendo de sobra las costumbres del Dr. Plinio desde que era niño, sabía que era raro que él fuese puntual en sus horarios; por otra parte, teniendo en cuenta la enfermedad de su hijo, quería que descansase, pues el reposo era indispensable para su recuperación. Pero como también se sentía unida a los intereses de su hijo, estaba preocupada por la persona que llevaba esperando más de lo previsto y, queriendo reparar ese intervalo de espera, se decidía por hacer ella misma el papel de anfitriona.
Así, para ayudar a su hijo, se saltaba las reglas comunes según las cuales debería mandar que lo despertasen, y resolvía el problema con habilidad «luciliana», dándose a sí misma, sin egoísmo alguno, y a veces superando sus propias fuerzas.
Esta recepción consistía en ofrecer al visitante lo que había de mejor, por lo que éste sentía sus apetencias atendidas de forma paradisíaca. El Autor recuerda con emoción cómo Doña Lucilia, con noventa y dos años de edad, estaba deseosa de hacer el bien a losdemás. Cualquiera que tuviese un contacto con ella no encontraría ninguna dificultad en creer en la bondad infinita del Sagrado Corazón de Jesús.
Ella, siempre muy digna, se volvía con solemnidad y decía:
— Buenas tardes, ¿se encuentra bien? Usted ciertamente ha venido para tener un encuentro con Plinio, ¿verdad?
E inmediatamente daba una larga explicación, lógica y elevada, podría decirse medio maravillosa, del motivo por el que el Dr. Plinio tardaría en atender:
— Sabe usted: Plinio tiene unos amigos que viven en una finca en la ciudad de Amparo, cerca de São Paulo; son muy amables con él y lo estiman tanto que con frecuencia lo invitan a pasar unos días allí. Y la última vez que fue, estuvo caminando en un terreno muy pedregoso y se torció el pie. Los médicos le han recomendado mucho reposo y ahora está haciendo una siesta más larga. Ciertamente marcó una hora determinada con usted, pero se va a atrasar en recibirlo por causa de esa orden médica; de manera que usted va a tener que esperar un poco más de lo que pensaba. Mientras tanto, ¿usted querría darme el placer de su compañía durante el té? Entonces, hacía sentarse al «visitante» y mandaba que sirviesen té y café con leche para que eligiese, así como unas pastas.

Salón Azul de la residencia de Doña Lucilia, donde conversó innumerables veces con el Autor

Ella contaba la historia de las pastas que su sobrino le traía de la ciudad de Campinas todos los jueves para la semana entera, y ella insistía en que los probase, sin pensar si le vendrían a faltar después. Se veía en Doña Lucilia una verdadera satisfacción de alma por el hecho de ofrecer aquellas pastas, hasta el punto de no quedarse contenta mientras que el invitado no se sirviese. Después deesta presentación hecha con tal elevación de espíritu y de lenguaje, se tenía la impresión de que las pastas procedían del Paraíso, elaboradas con harina del Cielo por arte de algún Ángel panadero…

«Ella tenía un hábito muy arraigado de adaptar sus narraciones al interlocutor»

En cierto momento, después de haber introducido la conversación, dejaba un pequeño silencio para dar oportunidad al visitante de tratar del asunto que quisiese, porque la educación exige que la visita proponga el tema. Poseía un extraordinario y peculiar arte de conversar, todo hecho de virtud, del que sólo ella era capaz. Siempre estaba dispuesta, de muy buena gana, para estar atendiendo durante horas si fuese necesario. Claro está que el Autor aprovechaba la oportunidad para acribillarla con preguntas sobre el Dr. Plinio. Ella, sin embargo, nunca tomaba la iniciativa de hablar sobre él porque esto significaría hablar de ella; pero insistiendo, respondía para complacer a su interlocutor y describía los hechos con mucha moderación, como si no se refiriesen a un hijo suyo.
El Dr. Plinio comentaba una vez: «Ella tenía un hábito muy arraigado de adaptar sus narraciones al interlocutor. Es decir, no era una narradora egoísta, que quería contar lo que le parecía bien y como le parecía; sin mentir nunca, siempre veraz, sabía dar a quienes conversaban con ella lo que más deseaban».
Doña Lucilia tenía un modo de ser tranquilo y sereno, pero también auténtico, por el que escuchaba las preguntas con seriedad, prestando atención; después reflexionaba como para examinar su memoria, fruncía suavemente la frente y comenzaba a contar los hechos con todos sus detalles, con mucho charme y extraordinaria capacidad para cautivar y tocar las almas. Más que sus palabras, lo que encantaba era la fisonomía, con un movimiento de cabeza muy lento y solemne, gestos suaves, amenos y proporcionados, y, sobre todo, la entonación y las inflexiones de su voz, melodiosa y ondulada como un órgano. Era en el timbre de voz que trasparecía el fondo de su alma, lleno de afabilidad, afecto, cordura, dando una cierta idea de lo que debe ser la bienquerencia del Sagrado Corazón de Jesús. Por tanto, se puede decir que lo más arrebatador de la convivenciacon ella ¡era esa inimaginable bondad! A su lado se olvidaban todos los males y problemas y uno sentía que entraba en un universo angélico, bien diferente de todo lo conocido por el hombre sobre la faz de la tierra.

«Alguna preocupación me dio…»

Un día, durante uno de esos inolvidables tés, el Autor le inquirió:
— Doña Lucilia, el Dr. Plinio siempre ha sido un buen hijo, ¿verdad? Se ve que la estima profundamente… Pero… ¿nunca le dio ninguna preocupación?
— Bueno, alguna preocupación sí que me dio… Cuando todavía era pequeñito estaba siempre conmigo o con la Fräulein y entre las dos lo controlábamos; sin embargo, un buen día yo estaba en la sala con la puerta abierta y vi a la Fräulein pasar sola, sin Plinio. Me quedé un poco preocupada, mandé llamar a la Fräulein y le pregunté:
«¿Dónde está Plinio?» «Madame, ¡pensaba que estaba con usted!» Entonces mi inquietud aumentó y, como vivíamos en una casa de dos pisos, le dije: «Vamos a hacer lo siguiente: usted busque arriba que yo busco aquí abajo». Después de un rato las dos nos encontramos y ni ella ni yo habíamos visto a Plinio. Así que invertimos la búsqueda: la Fräulein se quedó abajo y yo subí por las escaleras. En determinado momento abrí la puerta que daba a un gran balcón y me llevé una sorpresa: ¡vi que Plinio estaba tumbadito en la balaustrada, durmiendo! A medida que Doña Lucilia hablaba, iba adaptando la fisonomía según las circunstancias y su tono de voz introducía al interlocutor en el ambiente. Cuando relataba que abría la puerta del balcón y veía a Plinio en esa situación de riesgo, abría los ojos, y se tenía la impresión de verla revivir todo el drama. Enseguida continuó:
— Usted entiende aquel peligro, ¡porque él se podía despertar y caerse desde allí arriba! La Fräulein, que era una alemana muy enérgica, cuando llegó, ya le quería regañar en voz alta, pero le dije: «No haga ruido, vamos con calma». Llamé a dos o tres empleadas fuertes y les expliqué cómo deberían quedarse debajo del balcón, cogiendo una manta grande y gruesa por las puntas, doblada en dos, mientras yo iba a despertarlo. Si por casualidad él se asustase y se cayese, ellas podrían cogerlo. Así que me fui de puntillas y puse una silla junto a la balaustrada del balcón, me subí en la silla, lo rodeécon mis brazos y, cuando sentí que lo sujetaba firmemente, le dije: «Plinio, hijo mío, ¡cógete de tu madre!» Él se despertó, se agarró en mí y lo bajé del parapeto; fuimos a un sillón, me senté con él en mi regazo y le dije: «Hijo mío, hay tantos lugares aquí para descansar: tienes sofás y sillones, tienes la cama de tu madre, tu cama y la de tu hermana y, por último, hasta las alfombras de la casa… ¿y tú vas y escoges la balaustrada para dormir? Si te caes desde ahí, ¡te podrías matar! Y ¡qué disgusto para tu madre y tu padre!» A lo que él me respondió: «Ah, mamá, me subí para ver el panorama y, cuando llegué arriba, me entró sueño y me dormí». Entonces le dije: «Bueno, hijo mío, pero, ¿me prometes que nunca más vas a hacer eso?» «Sí, mamá, lo prometo». «Está bien, ahora dale un beso a tu madre y ¡vete a jugar!» Ésta fue una gran preocupación que nos dio cuando pequeño.

Recordando este mismo hecho, el Dr. Plinio añadía que cuando ella lo llevó al salón y lo puso junto a sí, abrazándolo de aquella forma, experimentó la indecible sensación de estar como que en las manos de Dios. El modo que ella tenía de corregir, sin ninguna carga temperamental o pasión, sino lleno de inocencia y bondad, le daba la idea de cómo era la santidad en Dios hasta tal punto que, después de una reprensión, salía no solamente con una clara noción de que no debería haber hecho lo que hizo, sino también fortalecido para hacer el bien. Por eso se comprende que tuviese por ella un afecto de devoción tan extremo. Muy elocuente es el siguiente comentario: «Ella era al mismo tiempo la más flexible y la más inflexible de las criaturas. La más flexible en lo que se refería a sus ventajas: cedía de buena gana y concedía también. La más inflexible cuando se trataba del deber ¡porque debe cumplirse enteramente! Y ella me enseñó a amar igualmente ambas cosas: flexibilidad e inflexibilidad, dando un énfasis peculiar a la inflexibilidad. Yo me quedaba encantado con su intransigencia incluso cuando me daba una negativa para algo que yo quería, pues lo hacía con tanto afecto y tanta sabiduría, que después de decirme que no, yo salía diciendo: “¡Qué negativa! ¡Qué bonito es negar! ¡Qué bonito es conceder!” Ella concedía con tanta dulzura que me conquistaba. Había entre ella y yo una consonancia constante, a todo momento».

Cfr. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El Don de Sabiduría en la mente, vida y obra en Plinio Corrêa de Oliveira. Editrice Vaticana 2016 Parte I pp. 139 ss.