Continuando con la obra de Mons. João S. Clá Dias, El Don de Sabiduría en la mente, vida y obra en Plinio Corrêa de Oliveira, en que nos deja las siguintes consideraciones.
Al Autor le gustaría ser un poeta para describir, con toda propiedad, lo maravilloso que era esta convivencia entre los dos. Innúmeras veces tuvo la oportunidad de asistir a los momentos en que se encontraban. Una era la relación entre ellos cuando el Dr. Plinio pronunciaba conferencias públicas o en la sede (en sentido más amplio que el comúnmente usado, el término sede se empleaba, entre los discípulos del Dr. Plinio, para designar cualquier casa del movimiento fundado por él) situada en la Rua Vieira de Carvalho, donde se reunía con sus seguidores, allá por los años de la década de 1950. En esas ocasiones el trato entre ambos parecía común. Otras eran las manifestaciones de bienquerencia mutua que el Autor pudo comprobar cuando frecuentó la casa de Doña Lucilia durante la crisis de diabetes que acometió al Dr. Plinio en 1967.
En ese periodo Doña Lucilia asistía a la parte final de las comidas de su hijo, que las hacía recostado en el sofá de su despacho debido a la enfermedad. Algunos discípulos del Dr. Plinio también le hacían compañía en ese momento. Ella entraba con discreción y compostura, saludaba a los presentes y permanecía en un lado, recogida, mirándolo. Terminado el postre, las personas se retiraban ¡y ellos dos sequedaban a solas!…

Aunque Doña Lucilia no fuese su madre, el Dr. Plinio tendría por ella el mismo afecto filial Doña Lucilia un mes antes de su fallecimiento
Como la sirvienta dejaba la puerta entreabierta, el Autor podía, a través de una rendija, observar muchas y muchas veces una escena conmovedora: Doña Lucilia se aproximaba bien al sofá del Dr. Plinio y se inclinaba sobre él, quedando un brazo de distancia entre los dos. Entonces él cogía su mano, la besaba varias veces y le hacía unas caricias un poco «truculentas», dando palmaditas con cierta fuerza y diciendo:
— ¡Mãezinha querida, mãezinha querida de mi corazón!
Ella, al contrario, acariciaba sus manos con mucha suavidad y apenas decía:
— ¡Filhão, filhão querido! ¡Cuánto te quiero, hijo mío! ¿Estás bien?
— Sí, mãezinha, y ¿cómo ha dormido usted esta noche?
— Dormí muy bien.
Ella, a veces poniéndole la mano en el rostro le acariciaba con mucho afecto y decía:
— Hijo de mi corazón, ¿sabes que tu madre te quiere mucho?— Y ¿mi mãezinha sabe cuánto la quiero yo?
Así pasaban diez minutos, contados en el reloj, de gestos de agrado y cariño. Los dos casi que ni conversaban, sólo convivían.
Y quien lo observaba veía en esa bienquerencia exuberante un extraordinario amor a Dios. En el fondo, ella le hacía una compañía sin igual en el campo de la virtud, y él, a su vez, en reconocimiento a la inocencia de ella, la retribuía con extraordinaria afectividad.
Después de ese tiempo establecido entraba la empleada, cogía la silla de ruedas y comenzaba a moverla diciendo:
— Ya es la hora, madame. Los médicos aconsejan que el Dr. Plinio descanse.
Doña Lucilia respondía de forma imperiosa:
— No, no, Mirene. ¿Qué es esto? No quiero irme. Déjame aquí. Voy a quedarme con él. El Dr. Plinio, percibiendo que la gobernanta no conseguiría vencerla, se volvía hacia ella y, mirándola con bienquerencia, intervenía:— Mamá, infelizmente los médicos han recomendado reposo. ¿Qué podemos hacer? Con cuánto dolor voy a tener que despedirme de usted, pero no hay remedio…

Siempre revestida de mucha solemnidad, distinción y finura,
sin excluir a nadie del trato con ella
Doña Lucilia en 1968
Ella, entonces, comprendía:
— Está bien, filhão. Me despido, pero con dolor en el corazón.
Ella iba alejándose, mientras hacía un gesto de adiós. Al final, cuando llegaba a la puerta, besaba la palma de su mano y soplaba el beso en dirección a él.
Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos
En ese corto intervalo, lo que de hecho dejaba encantado al Autor era el ver a los dos, madre e hijo; ella, una señora de noventa y dos años, y él, un señor de sesenta, conviviendo en una intimidad total, pero con extraordinaria reverencia del uno por el otro. El respeto es, justamente, el antepecho que más ayuda a las personas a mantenerse en la línea de la perfección. Si la intimidad rompe ciertas barreras, se pierde el respeto, las relaciones se vuelven igualitarias y Dios acaba por desaparecer. Por eso, ella lo trataba como filhão, y él siempre se dirigía a ella llamándola de señora y nunca tratándola de tú.
Alguien podría imaginar que la conversación entre ellos sería larga, sobre temas teológicos o doctrinales, pero no era lo que sucedía; lo principal era un agrado mudo y rico en imponderables, dentro de una serenidad, suavidad y armonía sublimes. Se hablaban mucho por la mirada. ¡Cuántas y cuántas veces se cruzaron las miradas de uno y otra y se entendieron más de ese modo que con las propias palabras, durante toda la vida!
Es necesario tomar en consideración que la gran trascendencia de los fenómenos místicos ultrapasa nuestra naturaleza pequeña y apocada, más o menos como una hormiga cerca del Himalaya. Esta comparación falla, sin embargo, pues la hormiga tiene proporción con la montaña, ya que ambas, aunque haya una inmensa desigualdad de tamaño, son limitadas. Con todo, ¿cómo poner en términos concretos la relación de un alma con Dios, que es infinitamente más grande que nosotros?
Nuestro Señor dice en el Evangelio: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Estas palabras de Jesús no eran, de hecho, una gran novedad,porque ya en aquellos tiempos los judíos tenían fe en esa presencia de Dios, y circulaban entre ellos muchos proverbios que afirmaban que, cuando dos o más estuviesen comentando las Escrituras, Dios se haría presente. Sin embargo, Nuestro Señor aplica y reduce a Sí esta antiquísima creencia hebraica y asegura que, estando reunidos en su nombre, Él estaría entre ellos. Por tanto, una vez más, Él se revela como Dios.
Así, Doña Lucilia y el Dr. Plinio se reunían en nombre de Nuestro Señor, poniendo el amor a la Iglesia por encima de todo, haciéndose sensible la presencia de Dios para quien tuviese el encanto de verlos juntos: era el encuentro de dos grandes almas inocentes, unidas a Dios por completo, reflejándolo con diferentes coloridos y aspectos, pero, al mismo tiempo, afines. Según la imagen que el propio Dr. Plinio usó, «se formaba una relación de espejos paralelos»: Es Dios, que está en el alma de uno, contemplándose y amándose a Sí mismo en el alma del otro.
En diversos comentarios hechos ya al final de su vida, explicó el Dr. Plinio que esta reciprocidad de afecto estaba fundamentada en Nuestro Señor Jesucristo y en María Santísima y podría haber dicho también, en la Santa Iglesia. «Éste era el cimiento de nuestro mutuo amor maternal y filial: se trataba de un amor en Jesús y María. Es decir, que era conforme al amor de Jesús y María, una pálida imitación humana del amor de Jesús y María, que, dicho sea de paso, pertenecen a la humanidad:Nuestro Señor es el Hombre-Dios, y Ella, una criatura humana, siendo, por lo tanto, algo enteramente bueno, santo, como debe ser».
Como un arco gótico
En la convivencia con Doña Lucilia y habiendo ya conocido de cerca al Dr. Plinio, se constituyó en su alma un como que arco gótico, hasta entonces inexistente. De hecho, así como una ojiva no se compone sólo de una parte, sino que su belleza consiste en el encuentro de los dos lados que se apoyan el uno en el otro, también en la obra de la Creación hay, ante todo, una razón de pulcritud en el hecho de que Dios haya ideado algo comparable a un arco gótico entre el hombre y la mujer. Dios, siendo infinito, tiene opuestos tan armónicos y tan extremos que no cabrían sólo en el hombre: era necesario que fuese completado por la figura de la mujer.
Así, el encontrar en el alma de la madre los reflejos de Dios, armónicos pero complementarios a los que había visto en el hijo, proporcionó al Autor una nueva perspectiva; entendió la misión del Dr. Plinio observando a Doña Lucilia y la misión de ella, observándolo a él. Y, en determinado momento, llegó a la siguiente conclusión: debido al caos y desvarío en que estaría sumergida la humanidad en el siglo XX por obra de la Revolución, la Providencia quiso suscitar una dama y un varón, madre e hijo,
para presentar este modelo de relación humana basada en el amor que Nuestro Señor Jesucristo trajo a la tierra: «Como Yo os he amado, amaos también unos a otros» (Jn 13, 34). En este sentido, Doña Lucilia es un camino para que podamos comprender bien al Dr. Plinio: «Siento que ella, con su dulzura y suavidad, me completa magníficamente ».

El amor de madre se sumaba a la disposición de
obedecer al hijo en todo, ayudarlo y servirlo
Doña Lucilia en su piso, en marzo de 1968
Había una misteriosa relación entre ellos, por la cual la Providencia, al crear a Doña Lucilia, dispuso que fuese, sobre todo, la protectora de la inocencia de su hijo, sirviéndole de inigualable amparo para la práctica de la virtud. Y, por eso, primero Plinio penetró a fondo en su alma y se benefició del modo de ser y de la educación de su madre, consolidándose y adquiriendo gran robustez en la vida espiritual. Sin embargo, cuando ya estaba formado y Doña Lucilia, a su vez, se encontraba en la plenitud de la edad, ella discernió su rectitud, hasta el punto de considerarlo no sólo un apoyo, sino un «alma planeta» (La teoría de los «planetas y satélites» la expuso el Dr. Plinio en la década de 1950, en las clases del Curso Joseph de Maistre, llamadas Teología de la Historia. En este caso concreto, se basó en una obra inédita, que resumía las clases de Historia dadas en el seminario de Vals por el famoso jesuita francés del siglo XIX, P. Henri Ramière, SJ. Más tarde, el Dr. Plinio trató de esta temática con más profundidad, hasta el punto de que la expresión «planetas y satélites» llegó a ser corriente en su lenguaje. Para comprender bien en qué consiste esta teoría, citamos apenas una frase del Dr. Plinio: «La experiencia nos muestra que hay “hombres planetas” y “hombres satélites” en la sociedad humana. Hay, por voluntad de la Providencia de Dios, hombres que tienen poder para influenciar, para impresionar, para guiar, para llevar a los demás, para marcar los acontecimientos; otros hombres, por el contrario, fueron hechos para dejarse impresionar, guiar y marcar por los acontecimientos»), a la que debía entregarse por entero. Ella quería entrar en sus perspectivas y en sus vías, ser instruida por él y, poco a poco, ir cambiando su antigua influencia materna por la completa sumisión en lo relativo a las virtudes, al análisis de las situaciones y a la vocación de su hijo, manteniendo siempre, con todo, su superioridad en cuanto madre.

Imagen del Sagrado Corazón de Jesús, de alabastro, perteneciente a Doña Lucilia. Sus venerables y amorosos ósculos dejaron doradas algunas partes a lo largo de los años
Es evidente que el don de sabiduría, bien como el don de contemplación y el discernimiento de los espíritus, además de su gran vocación, daban al Dr. Plinio una visión de más alcance y más abarcadora que la de Doña Lucilia, a propósito de los panoramas sobrenaturales. Por eso, después de él haber sido su discípulo perfecto, comenzó a convertirse en su maestro, llevándola a más altos parajes y profundizando más aún la catolicidad de su madre. Esto se verificó, por ejemplo, con la devoción mariana. Doña Lucilia siempre guardó, desde niña, un intenso amor al Sagrado Corazón de Jesús, pero fue el Dr. Plinio, a través de una labor de apostolado, que amplió en su alma la devoción a Nuestra Señora, según él mismo relató en diversas ocasiones: «En cierto momento ella pasó a tomar una actitud ya no más de maestra ni de testigo atento, sino de discípula. Dejándose proteger por mí, y comprendiendo que su vida era yo, ella vivía prestando atención en mí, fijándose en mí y aprendiendo de mí. Y puedo decir que, gracias a la Santísima Virgen, concurrí mucho a la intensificación de su espíritu y de su ardor religioso, sobre todo en relación con la devoción a Nuestra Señora. Ella tomaba una actitud de enlevo muy silencioso delante de mí queriendo oírme hablar. Hoy recompongo algunas de sus miradas y comprendo que era exactamente el enlevo ante un filhão educado por ella como ella quería».
Se ve, entonces, que esta imbricación entre ambos se sintetiza con toda propiedad en la figura del discipulado perfecto, porque, al amor de madre al que era llamada, Doña Lucilia acrecentó el amor de sierva. En todas las minucias de la vida se notaba esta disposición de obedecer y dejarse guiar en todo por él, coadunada al deseo de ayudarlo y servirlo: ¡ella daría su vida por él, así como él daría su vida por ella!
En una reunión en 1972, refiriéndose a este fenómeno, el Dr. Plinio hizo la siguiente confidencia, empleando una imagen muy bonita: «Cuando yo era pequeño, mamá me cogió en sus brazos y, hasta donde sus brazos alcanzaron, me llevó al seno de la Iglesia; más tarde, cuando ya era adulto, la cogí de la mano y la llevé hasta el fondo de la Iglesia».
Años después, recordando esa frase diría él: «¡Fue eso tal cual! ¡Es el resumen de la historia de los dos! Mucha gente podría pensar: “Este amor filial, tan explicable, proviene del orden natural”.
Pero este amor entraba poco; lo que entraba era, eso sí, la unión con la Iglesia Católica».
El amor entre ambos, por amor a la Iglesia, era tal que, en 1994, el Dr. Plinio quiso explicarlo completando aquella frase tan expresiva de Doña Lucilia: «Vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien».(«Esta hermosa y luminosa frase expresa con sublimidad lo que podríamos llamar ¡concepción “luciliana” de la vida!» (MonsJoão S. Clá Dias). La afirmación de Doña Lucilia fue en 1950, durante una conversación con el Dr. Plinio, para expresarle cuánto le sería pesaroso el que tuviese que dejar por algún tiempo la convivencia con ella). En aquella ocasión, dejó claro que tal amor mutuo ultrapasaba las propias barreras de la muerte y se adentraba en la eternidad: «Si vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien, después de la muerte de uno de los dos, para quien se queda, vivir es recordar, recordar una vez más, rezar y esperar el Cielo».
Cfr. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. El Don de Sabiduría en la mente, vida y obra en Plinio Corrêa de Oliveira. Editrice Vaticana 2016 Parte I pp. 166 ss.