Nueva Mudanza

Doña Lucilia, su hija doña Rosée (derecha), su nieta doña Maria Alice (izquierda) y su bisnieto Francisco Eduardo

Doña Lucilia, su hija doña Rosée (derecha), su nieta doña Maria Alice (izquierda)
y su bisnieto Francisco Eduardo

A principios de 1941, doña Lucilia se mudó de casa una vez más. La nueva vivienda, en la calle Sergipe nº 401, del barrio de Higienópolis, tenía la ventaja de estar situada en la misma calle en que vivía doña Rosée, lo que le facilitaba a ésta el hacer compañía a su madre durante las ausencias del Dr. Plinio. En esa época don João Paulo todavía ejercía la abogacía en São José do Río Preto, viviendo en São Paulo apenas durante cortas temporadas.
Poco después de la mudanza, doña Lucilia tuvo que despedir a una empleada. Sin embargo no tardó en aparecer a su puerta, ofreciendo sus servicios, una mujer alta, de cabellos rubios y ojos azules, hablando portugués con cierta dificultad y con una voz un poco estridente para oídos brasileños. Se llamaba Olga y era natural de Letonia, uno de los países bálticos que, al inicio de la Segunda Guerra Mundial, había caído bajo la tiranía de la Rusia comunista.
Como es normal, doña Lucilia le hizo algunas preguntas para cerciorarse si convenía o no admitirla. Tras las primeras respuestas notó que la pobre Olga, además de poseer varias cualidades, había pasado por no pequeñas tragedias en la vida y, compadeciéndose de ella, decidió contratarla. Ante su bondad, Olga no vaciló en pedirle permiso para que viviera con ella su hija única, de siete años. Doña Lucilia, que sería incapaz de exigir que una hija estuviese separada de su madre, accedió de buena gana. A causa de los infortunios que se habían abatido sobre la infeliz, doña Lucilia la trataba con cariño, y fue conociendo poco a poco su larga espiral de sufrimientos, sobre los cuales ella aplicaba siempre el lenitivo de un buen consejo. Agradecida, Olga acabó nutriendo un respetuoso afecto por tan excelente señora, a quien sirvió dedicadamente durante más de veinte años.

Magnanimidades de otrora

Consejero João Alfredo Corrêa de Oliveira

Consejero João Alfredo Corrêa de Oliveira

Entre las diversas anécdotas que doña Lucilia oía con gusto de los labios de su hijo, sin perder palabra, viene aquí al caso otra, también relacionada con el Consejero João Alfredo.
Un día, el Dr. Plinio, que acababa de asistir a Misa en la Catedral de São Paulo, se encontraba en la puerta de salida cuando se aproximó a él un señor de edad, aún robusto, vestido modestamente con ropas gastadas. Manifestó con amabilidad al Dr. Plinio el deseo de saludarlo y conocerlo personalmente, pues sabía que era el sobrino nieto del Consejero João Alfredo.
Le contó que éste había causado su empobrecimiento al hacer aprobar la Ley Aurea (Recibe este nombre la ley que, en 1888, abolió la esclavitud en Brasil). Explicó que en aquella ocasión era hacendado y dueño de esclavos y, con la libertad de éstos, justamente en la época de la colecta del café, perdió la mano de obra y nunca más pudo recuperarse del perjuicio sufrido.
— Vea usted cómo estoy vestido —dijo él—. A pesar de todo me gustaría saludarle y expresarle mi admiración por João Alfredo y por el bien que le hizo a los esclavos.
El Dr. Plinio le saludó efusivamente. Al volver a casa, relató lo ocurrido a una oyente que sabía valorar como nadie los gestos bellos y virtuosos… Ella, muy agradada con aquella actitud, elogió efusivamente la rara magnanimidad del hacendado empobrecido, el cual, sin duda, se benefició de sus oraciones.

La tranquilizadora presencia de doña Lucilia

cap10_019Los trabajos del despacho de abogado se sumaban a otras tareas que el Dr. Plinio ya desempeñaba. En efecto, además de ejercer el magisterio y ser director de una inmobiliaria, se había entregado en cuerpo y alma a la actividad apostólica, que lo absorbía mucho.
La justa celebridad que había alcanzado como líder católico le obligaba a comparecer a gran número de actos públicos en los medios religiosos, por lo que era frecuentemente invitado a hacer discursos y conferencias en los más variados ambientes.
A pesar de tan intensos trabajos, nunca salía de casa sin antes despedirse de doña Lucilia y decirle a dónde iba. Ella lo abrazaba, lo besaba, y después le daba la bendición. Un día, sin embargo, doña Lucilia notó que el Dr. Plinio había salido sin despedirse de ella. Tan sólo encontró, en lugar visible, una nota coronada por una pequeña cruz bajo la cual se leían las iniciales del lema de San Ignacio:

Ad Majorem Dei Gloriam. Mãezinha de mi corazón,

Hace como tres semanas marqué para hoy por la noche, a las ocho y media, una conferencia en la Escuela Paulista de Medicina en Villa Clementino. Después me olvidé de la fecha. Ayer me telefonearon recordándomela, y para allá voy con gran antecedencia (…). Por ésta, mi amorcito, le dejo mil y mil de los más cariñosos besos, pidiéndole disculpas y prometiendo volver luego que termine para matar las saudades (“Matar las saudades”: Expresión muy usada en Brasil para significar la alegría de estar de nuevo junto a un ser querido, cuya ausencia provoca una gran nostalgia).

Otro día ocurrió lo contrario. El Dr. Plinio no había aparecido por la mañana, a la hora habitual, para darle los buenos días. El tiempo pasaba y él no daba señales de vida. Doña Lucilia mandó a la empleada que viera la razón de esto, y la respuesta no tardó: la puerta del cuarto estaba cerrada y todo permanecía en silencio. Esta vez no era ninguna enfermedad lo que lo había postrado en la cama, sino el cansancio de una vida muy atareada. Le dijo entonces a la criada que golpeara la puerta y pasara por debajo una nota, escrita por ella, con el siguiente apelo:

¡Plinio, ya perdiste la clase, mira si no pierdes también el empleo! Levántate ya, te lo pido.

En realidad, la fatiga que postraba al Dr. Plinio no era sólo, ni principalmente, fruto de los muchos trabajos, sino de las innumerables batallas en defensa de la Fe. Pero, si el combate llevado a cabo con entusiasmo le pesaba en los hombros, la simple presencia de su madre lo compensaba todo, constituyendo un suave bálsamo. Lo sentía de manera especial cuando regresaba a casa desde el escritorio, ocasión en que se le hacía más patente el choque entre el frenesí de la calle y las bendiciones del hogar. Doña Lucilia pasaba buena parte del día rezando o leyendo, sentada en la mecedora que antaño había pertenecido a doña Gabriela. Alrededor de ella se creaba una atmósfera de indecible sosiego, opuesta al mundo agitado y tormentoso que se movía fuera de casa. Era como si una cúpula invisible, colocada por un ángel, protegiera aquel ambiente del conturbado torbellino de la vida. Quien penetrase en él, sentiría su alma inundada de paz. Una paz más tranquilizadora que dos o tres horas de descanso.

Intransigencia en la defensa de los principios

Así como sucedió durante la Primera Guerra Mundial, también ahora la opinión pública brasileña estaba dividida, aunque no sólo por motivos de preferencias culturales. Había un factor ideológico del cual, en conciencia, no se podía hacer abstracción: por ser el nazismo una doctrina condenada por la Iglesia, le estaba vedado a un católico darle cualquier tipo de apoyo.cap10_002
Un día, una persona de los círculos familiares de doña Lucilia, al visitarla, se declaró favorable al nazismo, enalteciendo sus sangrientos triunfos, además de manifestar el deseo de su victoria en todo el mundo. Y como si eso no bastase, introdujo un tema de otra índole, al afirmar que el divorcio sería una medida indispensable para solucionar los casos extremos en que los cónyuges no lograsen llevar una vida en común.
Esas afirmaciones contundían de frente a la doctrina católica. Y doña Lucilia, siempre tan afable, decidió defender con energía los buenos principios, dando origen a una viva discusión. Levantó la voz hasta el punto de ser oída en la sala de al lado —donde el Dr. Plinio preparaba una clase que iba a dar en la Facultad Sedes Sapientiae— sin perder, no obstante, ni el aplomo ni la dignidad. Era siempre el mismo amor a Dios que, de un lado, la movía a los mayores extremos de bondad, y, de otro, la llevaba a un no menor rechazo del mal.

Un retraso preocupante

Los acontecimientos de Europa, convulsionada por la guerra, hacían hervir aún más las polémicas en Brasil. El Dr. Plinio hacía de las paginas del Legionário la tribuna desde donde desafiaba a los enemigos de la Iglesia, comunistas y nazis.
Doña Lucilia, que seguía con mirada atenta las actividades de su hijo, medía bien los peligros a que se exponía. En una ocasión en que los ánimos estaban mas exaltados, unos extremistas adeptos del nazismo llegaron a hacerle amenazas de muerte al Dr. Plinio. Por eso, a la noche, doña Lucilia nunca se acostaba antes de que su hijo hubiera regresado a casa. Cuando él tardaba más de lo habitual, despertaba a don João Paulo con cierta aflicción y, para moverlo a tomar alguna medida, le preguntaba:
— ¿No tarda Plinio?
Él, como buen nordestino, inclinado al optimismo y a la despreocupación, intentaba calmarla, diciéndole:
— ¡Señora! Llega en cualquier momento.
Ese optimismo nunca fue desmentido por los hechos, ciertamente gracias a las fervorosas oraciones de doña Lucilia. Sin embargo, la placidez de su esposo no era suficiente para tranquilizarla, y replicaba:
sdl— ¡No! Nadie sabe lo que puede pasar…
Y continuaba rezando, confiante en la protección de la Providencia. A veces, cuando la salud se lo exigía, se recostaba en la cama y dejaba la luz encendida, esperando que el ruido de los pasos firmes de su hijo anunciara el fin de la vigilia. Después que el Dr. Plinio la saludaba y ella constataba con sus propios ojos su integridad física, si el tiempo todavía lo permitía, entablaban una pequeña conversación sobre las novedades del día, cómo había ido el trabajo, el apostolado…
Don João Paulo, a fin de convencer a su hijo de que regresase más temprano, le contaba algunas veces los temores de doña Lucilia con aquellas tardanzas. Sin embargo, las obligaciones para con la Causa de la Iglesia tenían precedencia, y no le permitían en absoluto cambiar sus horarios. Doña Lucilia comprendía que esto no podía ser de otra forma y nunca se quejaba, ofreciendo por su esposo y por sus hijos, al Sagrado Corazón de Jesús, el sacrificio que aquella situación representaba.
No obstante, una noche, las horas fueron pasando, y el Dr. Plinio no aparecía.
Siempre que era previsible algún atraso, él solía avisar a su madre para que no se preocupara; sin embargo, aquella noche ella no había recibido ningún aviso. Fácilmente podemos imaginar cuántas y cuán sombrías conjeturas pasaron por la mente de doña Lucilia. ¿Le habría ocurrido algún accidente a su hijo, o habría sufrido algún atentado? Como hacía siempre en las ocasiones de angustia, recurrió al Sagrado Corazón de Jesús; y a los pies de la imagen del Divino Redentor, ya sentada, ya de pie, fue desgranando con serenidad y confianza las cuentas del rosario.
Cuando las primeras claridades de la aurora comenzaron a ahuyentar las tinieblas, cerca de las cinco de la mañana, el Dr. Plinio finalmente llegó. Aún no había terminado de darle la vuelta completa a la llave en la cerradura, cuando ya doña Lucilia se dirigía a la entrada para recibirle. A las angustias de la larga espera, se sucedieron las alegrías de verle allí sano y salvo. Por eso, antes de hacerle cualquier pregunta, le recibió con cariño y, después de los primeros instantes de evidente alivio, le preguntó:
— Pero, hijo mío, ¿qué has hecho hasta ahora?
El Dr. Plinio le explicó en seguida el motivo de tan largo retraso: dos religiosos, por cuya Orden abogaba, habían ido a su despacho para tratar de algunos asuntos. La Orden a la cual pertenecían era uno de sus mejores clientes. Como los sacerdotes apreciaban una buena conversación, tras terminar la consulta iniciaron una charla que se prolongó hasta las cuatro y media de la mañana. Doña Lucilia, todavía un poco inconforme, replicó sorprendida:
— Pero, ¿¡sacerdotes en la calle hasta esas horas!?
— Sí, señora. Y era mi obligación atenderles. Aunque sólo fuera porque buena parte de mi abogacía depende de ellos.
Tranquilizada por la explicación, doña Lucilia decidió acostarse, no sin antes dar las gracias al Sagrado Corazón de Jesús por no haber sucedido nada grave.

La II Guerra Mundial: fin de una era

cap10_004A lo largo de los años que transcurrieron entre las dos conflagraciones mundiales, doña Lucilia pudo observar con tristeza cómo la nueva mentalidad liberal e igualitaria, difundida en todo el mundo civilizado, no hacía sino acentuarse, arrastrando a la humanidad en una alegre farándula, hacia el abismo de tragedias de las que la Segunda Guerra Mundial sería apenas el preludio. Mientras, por un lado, el progreso material crecía de modo embriagante y ofrecía a los hombres la perspectiva ilusoria de una felicidad sin límites al margen de la Ley de Dios, por otro, el abandono de los sagrados preceptos de esta misma Ley abría camino a hecatombes de consecuencias incalculables. Esto fue lo que el Dr. Plinio, en entera consonancia con la mentalidad de su madre, había previsto en 1929, diez años antes de estallar la guerra. En aquella ocasión escribía él en una carta a un amigo:

Mi querido [Fulano]
Cada vez se acentúa más en mí la impresión de que estamos en el umbral de una época llena de sufrimientos y de luchas. Por todas partes el sufrimiento de la Iglesia se hace más intenso y la lucha se aproxima más. Tengo la impresión de que las nubes del horizonte político están bajando. No tarda la tempestad, que deberá tener como simple prefacio una guerra mundial. Pero esta guerra esparcirá por el mundo entero tal confusión, que surgirán revoluciones por todas partes, y la putrefacción del triste “siglo XX” alcanzará su auge. Entonces surgirán las fuerzas del mal que, como los gusanos, sólo aparecen en los momentos en que culmina la putrefacción. Todo el “bas-fond” (Expresión francesa para designar a los estratos más corrompidos de la sociedad.) de la sociedad saldrá a la superficie, y la Iglesia será perseguida por todas partes. Pero… “Et ego dico tibi quia tu es Petrus, et super hanc petram aedificabo Ecclesiam mean, ET PORTAE INFERI NON PRAEVALEBUNT ADVERSUS EAM” (Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra Ella” Mt. 16, 18). Como consecuencia, tendremos “un nouveau Moyen Age” (Una nueva Edad Media.) o tendremos el fin del mundo. Esta es nuestra principal tarea: prepararnos para la lucha, y preparar a la Iglesia, como el marinero que prepara el navío antes de la tempestad.

cap10_007De hecho, precisamente diez años después, estalló la Segunda Guerra Mundial.
Uno de sus efectos más funestos será, en los años subsiguientes a ella, el empeño que pondrán las clases dirigentes de todo el mundo en impedir cualquier conflicto de ideologías, temerosos de la explosión de una nueva guerra, que sería ciertamente mucho peor que la anterior. Ese estado de espíritu abrirá las puertas a la aceptación de todas las renuncias en cuestiones doctrinarias, siempre que con ello se eviten polémicas y enfrentamientos.
Así, la Humanidad renunciará a la búsqueda de la verdad y a la lógica, bases de la razón, para correr tras la huidiza posición del término medio. El “lumen rationis” ( Luz de la razón) se apagará progresivamente dando origen a la “civilización del instinto”,expresada por completo, en sus principios y en sus formas de vida, por la Revolución de la Sorbona.
No es necesario decir cuánto se oponía doña Lucilia a ese modo de ser, que se propagaba por todas partes como un gas entorpecedor y contaminaba las mentes, obnubilándoles la razón. En esta íntegra dama las potencias del alma se regían por un perfecto equilibrio jerárquico. La inteligencia, iluminada por una ardiente fe, gobernaba por entero a la voluntad, y ésta a la sensibilidad. De ahí la firmeza de principios que la llevaban a una perfecta intransigencia en relación al mal, manteniendo siempre un temperamento sereno y benévolo en relación a aquellos que conservaban algo de bueno. Esto, más que nada, es lo que podemos admirar en doña Lucilia en este  período histórico.

La derrota de Francia y la toma de París

Doña Lucilia seguía paso a paso el desarrollo de los acontecimientos y de las convulsiones que sacudían al mundo en aquella conturbada época, pues percibía claramente la importancia de éstos para el futuro de la Iglesia y de la Civilización Cristiana. Así, durante la guerra, después del cobarde aplastamiento de Polonia por los nazis mancomunados con los comunistas, y ante la indecisión de las grandes potencias europeas, los ejércitos germánicos volvieron sus cañones destructores contra Francia. En un ataque fulminante, la avasalladora ola de fuego y acero de los nazis hizo retroceder a las tropas francesas en desorden, obligando al Gobierno a abandonar París. La capital estaba amenazada por un feroz e implacable bombardeo que destruiría un gran numero de reliquias de la Cristiandad, si es que no borraba del mapa aquella joya de la Civilización. ¿Cuál sería la suerte de la cap10_005“Ciudad Luz”?
Bien sabemos lo que Francia significaba para doña Lucilia. Y, dentro de Francia, París, que ella había conocido en plena Belle Epoque, en su reluciente esplendor. Una eventual destrucción de la ciudad significaría no sólo la liquidación de edificios grandiosos por sus líneas arquitectónicas, sino también la pérdida de las incomparables obras de arte que ellos contenían. Sería la extinción del farol del buen gusto y del charme en el mundo. Doña Lucilia, que consideraba todo en su aspecto más elevado y por el lado sobrenatural, estaba segura de que los valores de Francia tenían su origen, en último análisis en lo alto del Calvario, donde el Divino Redentor sufrió y murió por nosotros.
La ruina de tal maravilla constituía para ella un sacrilegio. Por eso empezó a escuchar por la radio las noticias de la guerra, a fin de seguir de cerca cómo se jugaba el destino de París.
Después de un período de incertidumbre, la ciudad fue al final respetada, lo que le produjo una gran alegría. No obstante, la dejó entristecida el hecho de que Francia hubiera caído bajo la dominación nazi. A cierta altura de estos acontecimientos, doña Lucilia fue a pasar algunos días en Águas da Prata. Una ironía del Dr. Plinio, en una carta, nos hace ver cómo ella mantenía una posición definida y categórica contra el nazismo.

São Paulo, 1 de junio del 40
Mãezinha de mi corazón, Finalmente está llegando a su término la larga temporada de “castigo” en Prata que se impuso usted… o mejor, que nosotros le impusimos.
Espero que el próximo jueves ya esté de vuelta en el nido.
Mi pie ya está casi bien, aunque todavía no enteramente restablecido.
Tengo cierta desconfianza de que un músculo de la parte de atrás de la rodilla también sufrió una torcedura. Espero, sin embargo, que cuando la vaya a abrazar ya esté andando con paso ligero.
He pensado mucho en usted, al leer los desoladores triunfos alcanzados por su “amigo” Hitler.
Katucha obtuvo una medalla y es la primera en francés. Por lo demás, gracias a Dios, todo marcha satisfactoriamente. Mándele saludos a doña María, y acepte con mil y mil besos afectuosísimos todas las saudades del hijo respetuoso que le pide la bendición.
Plinio

En otra misiva, en que relata con todo lujo de detalles su vida diaria en Santos para que doña Lucilia lo siga con el pensamiento, el Dr. Plinio hace, de nuevo, una alusión de paso a la cuestión del nazismo.

cap10_006Mãezinha de mi corazón,
Dada la facilidad con que se llama por teléfono desde aquí para São Paulo, he cedido a la tentación de substituir las cartas por llamadas.
Esta es pues la primera carta que le escribo. La estadía ha sido excelente. El hotel, aunque fino como conviene, tiene el mérito inapreciable de no ser de nuevos ricos. La comida es buena y el aire del mar me abre mucho el apetito. A medianoche comemos siempre tarta de manzana con chantilly.
En materia de paseo, fui al fuerte de Itaipú, al caño de S. Vicente, al puente colgante, a la punta de la playa, al cerro de Sta. Terezinha, al Monte Serrat, a la Bertioga, a Guarujá… en fin, es imposible aprovechar mejor.
Noté que el reposo me hizo mucho bien.
¿Y usted cómo está, mi amor? ¿Cómo está nuestro “higadorio”? ¿Todavía entumecido por Hitler?
Aún no sé cuándo volveré: tal vez el lunes o el miércoles. Tengo más saudades de usted de lo que se puede imaginar. Con mil y mil besos afectuosísimos, le pide la bendición el hijo respetuoso que la quiere inmensamente.
Plinio