El premio de los que tienen fe

Todo lo que conquistamos con sacrificios se reviste para nosotros de un valor mayor que si hubiera sido fácil… Los hechos narrados a continuación muestran cómo, incluso de cara a los problemas más perturbadores, jamás debemos dejar de recurrir a nuestros intercesores celestiales.

Da. Solange Calero Chávez (à direita) com sua irmã, Da. Yicetth Aissa Calero Chávez - Foto: Reprodução

Doña Solange Calero Chávez (a la derecha) con su hermana, Doña Yicetth Aissa Calero Chávez

Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra» (Gén 1, 28), les preceptuó el Señor a nuestros primeros padres, certificando hasta qué punto la generación de la prole es el principal objetivo de la institución del Matrimonio. Por eso, bien podemos imaginar lo duro que es para una pareja temerosa de Dios verse privada de la hermosa dádiva de la descendencia, como le sucedió a María Izabel Silva da Costa Cézar, residente en Cuiabá (Brasil).

Una petición aparentemente no atendida

Siendo la benjamina de la familia, con sus cuatro hermanas casadas y con hijos, desde hacía tiempo veía cómo se frustraban una tras otra todas las esperanzas de concebir su primer hijo. Entonces decidió consultar a un especialista, el cual solicitó varias pruebas a fin de detectar el motivo de tal incapacidad. Pasaron tres largos años de tratamiento y, sobre todo, de promesas, peticiones a la Virgen, oraciones y Misas por esa intención, sin resultado alguno.

Cierto, no obstante, una nueva luz brilló en su vida: oyó hablar de los numerosos favores alcanzados por intercesión de Dña. Lucilia y de la manera tan bondadosa con la que esta señora atendía a todos los que, con humildad y confianza, recurrían a ella. Sintió enseguida en su interior el impulso de pedirle también su auxilio para obtener la tan anhelada gracia. A fin de cuentas, si ya había ayudado a tantas personas, no iba a dejar de hacerlo con ella.

Da. Maria Izabel Silva da Costa Cézar com seu esposo e seus filhos - Foto: Reprodução

Doña María Izabel Silva da Costa Cézar con su esposo e hijos

De modo que empezó un auténtico maratón de oraciones a Dña. Lucilia. Era tal la confianza en su bondad que le prometió interiormente a su nueva protectora que si se quedaba embarazada le rendiría homenaje poniéndole a su hijo el nombre de Plinio.

Se pasaba los días en oraciones, acompañadas de muchas lágrimas, principalmente cuando el transcurso de los meses parecía indicarle que sus plegarias no serían escuchadas.

Gracia condicionada a un paso en la vida espiritual

En esta angustiosa expectativa, María Izabel sintió durante la acción de gracias en una Misa como si alguien le sugiriera que le hiciese una ofrenda a Dios antes de que viera atendida su petición. Luego prometió que, si se quedaba en cinta pronto, distribuiría canastas básicas alimentarias entre los necesitados. Aunque transcurrió otro mes sin que le fuera concedida la deseada dádiva.

Al percibir que esa no era la mejor oferta, cambió la promesa: en lugar de dar alimentos, rezaría unos Rosarios a favor del esperado hijo. Pasó un mes más y no fue atendida.

Ante la sospecha de que no estuviera haciendo el ofrecimiento correcto, le pidió ayuda a su ángel de la guarda. Y fue bien orientada, pues le prometió a Dios que, si se quedaba embarazada ese mes, jamás volvería a vestirse con ropa que hiere la virtud de la santa modestia. Detalle expresivo: en ese mismo instante, una fuerte emoción invadió su corazón, hasta el punto de no contener las lágrimas, dándole la certeza de que, por fin, había encontrado la proposición adecuada.

A finales de aquel mes, se hicieron sentir los signos de la concepción y poco después recibió la confirmación de que, finalmente, Dios había escuchado su plegaria por intercesión de Dña. Lucilia.

Gracias a esta bondadosa señora, María Izabel tuvo un hijo y, sobre todo, le pudo ofrecer al Señor un regalo que realmente le agradara y que cambiaría su vida.

En este hecho comprobamos, una vez más, cómo la bondad de Dña. Lucilia se extiende a todos los casos, pero a menudo guía maternalmente al beneficiario a que dé un paso en la vida espiritual. Como fiel reflejo de la generosidad de María Santísima, no sólo atiende las peticiones, sino que ayuda a conseguir de la Divina Providencia las gracias que muchas veces no sabemos pedir.

«Temiendo por su alma, lo encomendé a Dña. Lucilia»

E. P. M., residente en Mairiporã (Brasil), atravesaba una angustia similar a la narrada más arriba, si bien por una razón diferente. Su hijo vivía solamente con la madre desde su nacimiento, sujeto a una vida inestable, tanto en materia de principios como emocionalmente; además, aún no había sido bautizado. Sin embargo, cuando el chico tenía ya 6 años, la madre decidió entregarlo al cuidado paterno. «Inmediatamente dispuse que el niño recibiera el sacramento del Bautismo y le enseñé las primeras oraciones, las cuales aprendió con mucho empeño», cuenta el padre.

Ahora bien, cuando esas gracias empezaron a dar frutos prometedores, se vieron interrumpidas por una nueva separación: «Nuestra convivencia duró únicamente diez meses, porque al ver que su hijo progresaba en la religión católica y principalmente en la devoción a la Virgen, la madre tuvo un repentino ataque de ira y se lo llevó con ella de vuelta». Esta vez, el niño fue trasladado a otro estado sin el consentimiento del padre, que lo confió a la protección del Cielo: «Ignorando dónde estaba y temiendo por su alma, lo encomendé a Dña. Lucilia, la cual, desde que la vio por primera vez en una foto, la tomó por madre».

La aflicción aumenta

Después de dos meses sin noticias, un día recibió una llamada de la madre del niño exigiéndole, con una inexplicable furia, que comprara enseguida un billete para ir a recoger a su hijo, de lo contrario, lo abandonaría. «Rápidamente traté de prepararlo todo», prosigue el dedicado padre, «pero para llegar al lugar adonde estaban sólo había vuelos con escala. Comprar un pasaje tan intempestivamente sería algo costoso y los vuelos estaban llenos».

No obstante, Dña. Lucilia ya estaba arreglándolo todo incluso antes de que él se diera cuenta. Buscando entre distintas compañías aéreas, encontró un precio bastante asequible y con el tiempo de transbordo ideal.

E. P. M. continúa su relato: «Cuando volvió a mi cargo, solicité cuanto antes la custodia, para que mi hijo no estuviera a merced de semejante clima emocional, tan perjudicial para su formación. La audiencia quedó fijada diez meses a partir de ahí y, para garantizarme que la madre no se lo llevara nuevamente, logré la custodia provisional».

De este modo, le fue garantizado legalmente cuidar de la educación moral y espiritual del niño durante ese período. Tras frecuentar las clases de catecismo en una de las casas de los Heraldos del Evangelio, pudo recibir por primera vez a Nuestro Señor en el sacramento de la Eucaristía. Cada día crecía más su devoción a Dña. Lucilia y le pedía la gracia de no volver a la situación anterior.

«Llegado el día de la audiencia», prosigue la narración, «la abogada me comunicó que duraría tan sólo unos veinte minutos, pues se trataba de una conciliación. Si la madre estaba de acuerdo en cederme la custodia del niño, el problema estaría resuelto. Pero eso era prácticamente imposible, porque, a pesar de tener todas las pruebas a mi favor, ella alegaba que el niño le había sido “arrebatado” en un momento de fragilidad y dejaba claro que no aceptaba la formación religiosa que nuestro hijo estaba recibiendo. Si no estaba de acuerdo, el juez daría seguimiento al proceso, con la admisión de pruebas, declaración de testigos, visitas de un asistente social, etcétera».

La intervención de Dña. Lucilia se hace sentir

El encuentro, que en teoría iba a durar solamente veinte minutos, se prolongó dos horas… Irreductible, la madre no estaba de acuerdo en cederle la custodia. El mediador intentaba con paciencia convencerla de lo contrario, para sorpresa del padre, el cual sabía que difícilmente la ley le quita un hijo a su madre, aunque éste viva en un ambiente dañino para su formación.

Ocurrió, finalmente, un inesperado desenlace, como narra R. E. P. M.: «Después de muchas negativas, al oír al mediador decir que el proceso seguiría con la fase de instrucción, las pruebas y otras diligencias, la madre cambió enseguida su discurso, alegando que, como yo era un buen padre, sería mejor para el niño que se quedara conmigo».

E. P. M. no tiene duda de que entró una acción muy fuerte de Dña. Lucilia,que desde el principio fue despejando el terreno para obtenerle tal gracia. Como madre, sabía muy bien cuán grande era el tormento por el cual estaba pasando y, recelando que el pequeño se adentrara por el mal camino que el mundo ofrece, ciertamente suplicó el auxilio del Sagrado Corazón de Jesús.

Una operación en el cerebro, superada con ánimo y serenidad

La maternal intercesión de Dña. Lucilia también se sintió en Perú, conforme lo relata Solange Calero Chávez.

Nos cuenta que un día su hermana Yicetth Aissa Calero Chávez le pidió que la acompañara a la clínica, porque tenía dolores de cabeza y náuseas. Al notarla realmente abatida, de inmediato, Solange confió el caso a Dña. Lucilia. El médico la examinó y pidió una tomografía, a fin de descubrir la causa de aquel malestar.

Pero al día siguiente se le inflamaron los ganglios, lo que le aumentó los dolores. No conseguía siquiera tomar agua, ni podía acostarse. Al enterarse de ese empeoramiento, Solange se puso a rezarle a Dña. Lucilia con más ahínco e insistencia, rogándole que protegiera a su hermana.

En la fecha indicada, ambas fueron al laboratorio a recoger el resultado de la tomografía y se toparon con una noticia muy preocupante: el diagnóstico indicaba que había un tumor cerebral, cerca de la zona ocular. Sin embargo, en la consulta con el especialista ya se notaba la maternal intervención de Dña. Lucilia, pues dijo que todo apuntaba a que se trataba de un tumor benigno y que sería posible realizar una intervención por vía nasal, de modo a evitar la lesión de algún nervio. Después de nuevas pruebas, el médico confirmó que, de hecho, no había señales de malignidad y comentó con Yicetth: «¡Usted tiene un ángel que la custodia!».

No obstante, aún tendría que pasar por una operación para extraerle la neoplasia. La intervención duró cuatro horas, durante las cuales Solange le pedía con confianza a Dña. Lucilia que amparara a su hermana. Acabado el procedimiento, el médico le explicó a la familia que la operación había sido complicada, pues no había hecho más que llegar al punto donde estaba el tumor, cuando éste reventó, haciéndose necesario sacar con sumo cuidado el material, sin tocar ningún nervio. «Un día más de espera y habría sido fatal», concluyó.

Otras complicaciones aún le esperaban a Yicetth durante la convalecencia, pero todas fueron vencidas con serenidad y ánimo, gracias a la ayuda de Dña. Lucilia. Se recuperó totalmente y dejó el hospital sin ninguna secuela.

*     *     *

A veces Dios nos envía determinadas pruebas, enfermedades y adversidades para enseñarnos a mirar al Cielo, pedir la ayuda de los bienaventurados que allí gozan de la visión beatífica y esperar el auxilio que, según sus sapienciales designios, descenderá hasta nosotros.

Así, habiendo tomado conocimiento de esos milagrosos favores que Dña. Lucilia con tanta bondad viene alcanzándoles a los que recurren a ella, tengamos también nosotros la certeza de que, por muy insoluble que pueda parecer nuestra situación, con su ayuda llegaremos al puerto seguro de la salvación.

Elizabete Fátima Talarico Astorino

Fuente: Revista Heraldos del Evangelio Marzo 2022

Viviendo la Semana Santa

El Viernes Santo, Doña Lucilia promovía en su residencia un acto de piedad marcado por el respeto, la veneración y el amor con el cual ella, en todas las circunstancias
de la vida, se refería a Nuestro Señor Jesucristo y a su Pasión, haciendo consideraciones rebosantes de unción, adoración, recogimiento, comprensión y meditación.

Con la decadencia del clero en el tiempo en que Doña Lucilia era joven, bajo ese pretexto, su padre mantenía a la familia alejada de gran número de celebraciones religiosas. Misa de domingo, siempre. Pero, por ejemplo, bendición del Santísimo Sacramento y otras ceremonias, mucho más raramente. Por eso, mi madre estaba habituada a la Semana Santa como algo que se realizaba fundamentalmente para ella en casa. Después, se acrecentó a eso el hecho de que su estado de salud era continuamente malo, haciéndosele difícil salir de casa.

Profundamente persuadida de la seriedad de la Semana Santa

Lucilia_correade_oliveira_005A pesar del espíritu hollywoodiano liberal que iba penetrando en la sociedad paulista, en Semana Santa todo el ambiente doméstico estaba impregnado de mucho recogimiento y compostura. Infelizmente, muchas personas de nuestra familia tenían, con respecto a las conmemoraciones en torno de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, meras impresiones y emociones. Doña Lucilia, no obstante, tomaba todo profundamente en serio, y promovía un acto de piedad que se realizaba el Viernes Santo en casa de mi abuela, donde vivíamos.
La sala de trabajo de mi fallecido abuelo, por respeto a su memoria, se mantenía siempre cerrada. Se abría, naturalmente, para la limpieza y nada más, nadie lo usaba. Ese día, sin embargo, se abría e iban todos los descendientes de mi abuela a rezar allá. Era mi madre quien dirigía las oraciones, adaptándolas según las circunstancias de la familia, ora mencionando a tal pariente o conocido que estaba enfermo, ora por tal fallecido. Había, sin duda, cierta comprensión de todos los presentes del acto que se realizaba, pero la que más comprendía, de lejos, era ella.

Disposiciones íntimas de alma, rebosantes de unción y adoración

Cristo_yacente-Gregorio-Fernández1gPuedo imaginar qué pasaba en el interior de mi madre a propósito de la Semana Santa, por el respeto, la veneración y el amor con los cuales ella, en todas las circunstancias de la vida, se refería a Nuestro Señor Jesucristo y a su Pasión, muy especialmente a su Muerte. Eran consideraciones rebosantes de unción, adoración, recogimiento, comprensión y meditación. De manera que, a pesar de su discreción, bien puedo imaginar cómo su espíritu se ponía en vista de eso. No obstante, según los hábitos de aquel tiempo, ciertas disposiciones de alma muy íntimas no se comunicaban. Así, ni ella ni yo hablábamos jamás sobre eso, aunque ella me viese seguir la Semana Santa con toda asiduidad, y comparecer a los actos litúrgicos llevando el libro para acompañar el oficio. Después yo comentaba alguna cosa que se me ocurría sobre la ceremonia, pero con naturalidad, sin nada de forzado. Ella prestaba mucha atención, conversábamos, pero no hablábamos sobre la esencia del asunto. Era el modo de ser en aquel tiempo. ¿Sería lo ideal? ¿Será así en el Reino de María? Yo creo que en el Reino de María muchas cosas van a ser diferentes, pero me parece que eso sucedía legítimamente así.

(Extraído de conferencia del 2/4/1983) 

Reflexión, bondad, tristeza y resignación, con mucha fuerza

Doña Lucilia fue una típica señora del siglo XIX. En ella sobresalen profundidades de
alma que le dieron fuerza para ser fiel a los planes que la Providencia le quiso
trazar. Sin duda, ella lanzó un nuevo padrón humano permeado de bondad, tristeza,
resignación y fortaleza.

En la foto de mi madre en París se siente mucho la atracción que ella ejerce por medio de la bondad, y también una mirada muy meditativa y reflexiva. Por lo tanto, no es solamente bondad, sino también reflexión y meditación. Ese es otro aspecto que agrada mucho en ella: la seriedad muy profunda.

Fuerza para ser fiel a los planes que la Providencia le quiso trazar

cropped-capv090.jpgFue providencial que ella haya sido fotografiada con ese traje. No es de una señora en un día común, sino en un día de gala, por lo tanto, de fiesta y de una gran reunión social. Me gusta mucho, porque muestra que una señora con ese traje y esa postura, con esa categoría, puede perfectamente usar esos trajes y no necesita estar disociada de esa profundidad de espíritu y de esa meditación.
Un aspecto que resalta aún más su lado reflexivo y meditativo son las cejas gruesas, bastante oscuras y muy fuertes. Yo no sé por qué, pero el trazado de las cejas acentúa aún más ese lado de meditación y de profundidad. Otro detalle que se nota es una tristeza calmada, suave. Digámoslo así: bondad, tristeza, resignación y, junto con eso, mucha fuerza para ser fiel a los planes que la Providencia le quiso trazar. Si no fuese por esa fuerza, la resignación y la tristeza no valían de nada.
Es una típica señora del siglo XIX. Sin embargo, ella guardó todas esas profundidades de alma, no acompañó la moda en ese sentido. Las señoras de su época tenían que ser alegres, superficiales, estar constantemente conversando y riendo. A propósito, el modo de sostener el abanico en la mano derecha, en la cual ella está un poco apoyada, todo eso también es significativo, porque esos gestos indican mucho su profundidad de espíritu y su lado reflexivo, meditativo.
Esa foto fue sacada antes de la Primera Guerra Mundial. Acabada esta, las faldas subieron de una vez de los tobillos directamente a las rodillas. Por lo tanto, una revolución hecha muy rápidamente. Además, todas las señoras comenzaron a cortarse el cabello, y comenzó a existir la moda llamada
“à la garçonne”, (a la muchacho) con cabello corto para las mujeres. Ella no acompañaba nada de eso.

Misericordia hacia una enfermera

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Dr. August Karl Bier

Es una persona que sufrió mucho. Ella fue a Alemania a hacer una operación de la vesícula, quedó hospitalizada e hizo la cirugía. Cuando terminó la operación, permaneció en el hospital en un período post-operatorio y recibió la indicación médica de solo comer alimentos muy leves para que no le pasase nada a la herida de la operación, porque cualquier cosa podía romperla.
Al día siguiente, llegó la enfermera trayendo un plato de sesos con salsa blanca. Mi madre no podía comer sesos, pues le daban náuseas. Entonces, ella con toda bondad y suavidad le dijo a la enfermera:
– Señora, el médico me dijo que comiese algo muy suave, y no puedo comer esos sesos porque me hacen mal, me dan náuseas. Y eso me puede dar complicaciones después en el
lugar donde fui operada.
La enfermera, muy teutónicamente, respondió:
– No, el médico mandó. Por lo tanto, Ud. tiene que comer de cualquier modo.
– No, no voy a comer.
– Se los va a tener que comer, porque si no se los come, me va a traer complicaciones. No me cause dificultades, porque por cualquier pro
blema que yo tenga aquí, puedo perder el empleo.
– Pero, señora, si yo me como esos sesos y pasa alguna cosa, la culpa no es mía. Por lo tanto, sé que me van a dar náuseas y puedo tener cualquier problema. Si esas heridas se abren de nuevo, la culpa va a ser suya. Cuando el médico venga, voy a tener que decirle eso a él.
– No hay problema.
Entonces mi madre se resignó enteramente, comió sesos y pasó mal en la noche, tuvo náuseas y durmió muy mal.
Al día siguiente llegó el Dr. Bier. Mi madre me contaba que él entraba en el cuarto donde ella estaba acostada, más o menos como un general en su cuartel, con pasos firmes, acompañado de todo un equipo de auxiliares dotados de planillas para hacer las anotaciones necesarias, e inquiría:
– ¿Y esta paciente cómo está?
Una enfermera respondió:                                                                                                          – Parece que pasó mal, tuvo cólicos.
Dirigiéndose a mi madre, el médico preguntó:
– ¿Pero, por qué tuvo cólicos? Eso no debía haber sucedido.
La enfermera, que estaba atrás del médico, juntando las manos, le hizo un gesto a mi madre suplicando que no la denunciase.
Doña Lucilia, con toda calma, cambió de tema y, por bondad, por misericordia hacia aquella enfermera, no contó nada de lo que había sucedido el día anterior.
La enfermera le hizo señas agradeciendo el gesto de bondad que mi madre tuvo con ella en esa situación.
Realmente, como acto de virtud, de resignación y de bondad es difícil imaginar algo más extremo que eso, porque ella tenía todo el derecho de quejarse. Primero, por ser su vida que estaba en riesgo; después, porque ella fue quien pagó el tratamiento y mandó a hacer la operación. Así, estaba en su derecho de protestar y no comer esos sesos, así como de explicarle al médico la causa de esos cólicos. Además, siendo la segunda persona en el mundo que se sometía a esa cirugía, debería ser tratada con todo cuidado y delicadeza.

Doña Lucilia lanzó un nuevo padrón humano

plinio_pequeñoAún en esa ocasión, me acuerdo de un episodio anterior al ya narrado, que también muestra cómo era esa bondad en medio del dolor.
Nos embarcamos en un transatlántico, el
Duca d´Aosta, que era una embarcación de mucha clase en su línea hacia Suramérica, pero en su línea hacia Estados Unidos, por ejemplo, no era de primera clase, había navíos mucho más lujosos.
Ya durante la travesía del Atlántico rumbo a Europa, Doña Lucilia sufrió mucho por causa de la vesícula. Rosée y yo paseábamos y jugábamos en el navío, como es normal en los niños. Mi madre se quedaba reclinada en sus aposentos, gimiendo. Repetidas veces pasábamos por su cabina para hablar con ella. Mi madre nos atendía con toda bondad, paraba de gemir y hacía como si no estuviese sufriendo nada, preguntaba qué estábamos haciendo, si queríamos algo, etc. Cuando salíamos, ella volvía a gemir. Era, nuevamente, esa actitud de bondad y resignación.
Sin duda, ella lanzó un nuevo padrón humano en el cual estaba envuelto ese lado de bondad, de tristeza y resignación, con mucha fuerza.

(Extraído de conferencia del 20/4/1992). 

 

El servicio de Dios por encima de todo

Doña Lucilia no permitía que su hijo arriesgase la vida por causa de una revolución política cualquiera. Pero prefería morir o verlo muerto si él no tomase las armas en una guerra en defensa de la Santa Iglesia.

En 1950, el Obispo de Jacarezinho se empeñó en que yo me lanzase como candidato a diputado federal por esa ciudad. Yo estaba llegando de Europa y tenía apenas quince o veinte días para hacer campaña electoral.

Alegría por una candidatura frustrada

sdlAsí, pasé repentinamente de París a las carreteras que unían varias ciudades del Norte de Paraná, en aquel tiempo las más polvorientas que se pueda imaginar, sin hablar de los sobresaltos e incomodidades de la campaña electoral.
Cuando me despedí de mi madre para ir a Paraná, así como también en el regreso a São Paulo, después de la campaña electoral, ella me trató, como de costumbre, con mucho afecto y cariño, pareciéndome todo normal. No presté mayor atención en sus reacciones, tratándola con la confianza sin límites que yo le tenía, habituado a la idea de que todo lo que ella hiciese era siempre lo mejor posible, estaba perfecto. A propósito, casi puedo decir
que solo prestaba atención en ella para admirarla, quererla e imitarla.
Cuando comenzaron a llegar los resultados de los escrutinios se constató que, aunque yo había recibido una buena votación para tan poco tiempo de campaña, no completaba el número suficiente de votos para mi elección.
Al recibir la noticia de que yo no había sido elegido, Doña Lucilia, con la serenidad y el timbre de voz al mismo tiempo grave y dulce que le eran característicos, me dijo:
– ¡Cómo me alegro de tu derrota!
Yo quedé espantado y le dije:
– Pero, mi bien, ¿por qué dice una cosa de esas? ¿No ve que yo podría ser diputado y prestar servicios a la Religión?
– Hijo mío, es verdad. Y si Dios así lo quisiese, yo también lo querría. Pero me alegro de que Él no lo haya querido, porque por lo menos no te vas a Río y te quedas más cerca de mí.
– Pero, ¿no le gustaría tener un hijo elegido una vez más como diputado?
– La vida, hijo mío, no es eso. Por debajo del servicio de Dios, vivir es estar juntos, mirarse y quererse bien.
Ese es un concepto tan anti-moderno, como no conozco ningún otro. Noten que, si yo tuviese que vivir en Tonkín para el servicio de Dios, ella habría concordado enteramente. Por lo tanto, no era una palabra vacía.

Morir por la Religión, sí; pero no por una revolucioncita

Cierta vez hubo una convocatoria de reservistas para una de nuestras revoluciones, y ella quiso que yo me escabullese. Entonces, un tío mío, bromeando con ella, le dijo: – Entonces, Lucilia, el día en que Brasil entre en guerra, ¿no podrá contar con ese soldado?
Ella respondió:
– No, ¡te engañas mucho! Si es para una guerra justa, yo preferiría morir o ver a mi hijo muerto, a constatar que él no tomó las armas, sobre todo en defensa de la Religión. Pero por causa de esa revolucioncita no quiero arriesgar la vida de mi hijo.
Mi tío, que era liberal hasta la raíz de los cabellos, quedó horrorizado con esa impostación de morir por la Religión.
Se despidieron, ella cerró la puerta y volvió a entrar en la casa con aquella calma recogida, poblada de sobrenatural.
(Extraído de conferencia del 24/5/1969)

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