Afecto, mansedumbre generosa y firmeza inquebrantable

La relación del Dr. Plinio con su madre era toda hecha de afecto, y tenía como presupuesto una mezcla de admiración y esperanza, que producía una íntima unión de almas. Dentro de esa clave imponderable sobresalía en Doña Lucilia una mansedumbre generosa, llevada hasta lo increíble, al lado de una firmeza inquebrantable cuando se trataba de principios.

Para comprender mejor el afecto existente entre Doña Lucilia y yo, es necesario ver cómo
era el lenguaje y la vida de familia en la intimidad, en el ambiente donde vivíamos; porque ese es un asunto lleno de matices, y cada país, así como cada estado y ciudad de Brasil, tiene uno.

La esencia del afecto: admiración y esperanza

3p200Entre nosotros había un presupuesto de que el afecto era un acto de admiración o, por lo menos, de esperanza. Admiración de mi parte hacia ella y de esperanza de ella hacia mí. El afecto era un sentimiento muy digno de elogio que no se malgastaba concediéndolo a cualquiera, precisamente porque es la afirmación de una cualidad o de la esperanza de que alguien llegue a tener esa cualidad. Esa era la esencia del afecto. Pero, al mismo tiempo, era la afirmación de una consonancia del bien que se espera o se reconoce en el otro, con el bien que se siente en uno mismo. Era, por lo tanto, la afirmación de una íntima unión de almas.
Todo esto se manifestaba por el modo intensamente afectuoso con que yo la trataba, en donde eran abundantes las palabras muy cariñosas y simbólicas que repercutían en ella de manera suave, pero profunda, dejándola tan complacida, que mi padre —por naturaleza muy bromista— le decía, imitando un poco el acento portugués: “¡No te derritas!”.
Me acuerdo de algunas expresiones que yo usaba. Por ejemplo, a veces me dirigía a ella llamándola de
Lady Perfection (1), a lo que ella respondía con toda naturalidad, como si no hubiese oído o como si yo la hubiese llamado de “mamá”. Otro título que usé durante mucho tiempo, teniendo en vista su aspecto afrancesado y distinguido, fue el de “marquesita”.
Otras veces yo la llamaba de “manguinha” (2), como en el tiempo de mi infancia, con un afecto especial, para recordar aquellos tiempos. Además, “querida mía”, “mi bien”, ¡a torrentes! No es necesario decir que nunca la llamé de tú. ¡Nunca! Ni me pasó por la mente. Siempre era “Usted”. Me daba la impresión de que tendría que confesarme si la llamara de “tú”.
A veces le decía que no conocía madre igual a ella. Evidentemente la besaba también, cogía su mano y le daba palmaditas, la abrazaba, etc., muchas veces. Yo notaba que ella quedaba muy conmovida y recibía todo eso con complacencia, pero con una cierta discreción que no sé describir bien. Era como si ella, sin apagar la luz, pusiera un abat-jour (3). Era el sistema usado por ella —comprensible y muy adecuado, a mi modo de ver— y con el cual yo afinaba.

Significado de los puntos suspensivos usados en las cartas

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El «Quadrinho»

Quien lee las cartas que mi madre me escribía, nota que ella usaba muchas veces puntos suspensivos. Doña Lucilia hacía esto sin pensar, con la naturalidad de una madre, pero esos puntos suspensivos correspondían a un modo de hablar de ella; era como un pasar al papel su manera de expresarse.
Tenía una voz muy aterciopelada, suave, enormemente matizada. Los matices de su voz le servían muchísimo para expresar cada idea, cada pensamiento, cada expresión, lo cual ella acompañaba cambiando ligeramente la posición de la cabeza y con movimientos de manos muy discretos, pero expresivos. Ahora bien, Doña Lucilia tenía un hábito interesante, que tal vez no exista en otras personas y solo lo noté en ella; decir algo y quedarse un momento, discretamente, con los ojos puestos en el interlocutor para ver qué repercusión había causado aquello, como que acentuando con la mirada lo que ella había dicho, de manera a llegar al grado de repercusión que le parecería normal, proporcionado.
Eso que era, por así decir, los últimos timbres de sus palabras, en las cartas ella lo representaba con los puntos suspensivos. De manera que donde hay puntos suspensivos, era eso que cuando ella hablaba hacía con su mirada.
Por lo tanto, no significa que era una persona reticente para nada. Muy por el contrario, su pensamiento se expresaba con mucha franqueza y claridad. Sino que eran los imponderables que constituían una especie de aureola en torno de lo que decía.
A propósito, una de las cosas interesantes del Quadrinho (4), es retratar la actitud que tomaba cuando acababa de decir algo y miraba. Eso contribuye para dar la expresión que tiene el Quadrinho.
Aunque todo eso tuviese en ella el significado que estoy mencionando, es necesario decir, para la glorificación de la Civilización Cristiana, que era un pequeño fragmento del pasado. El arte de la conversación antiguamente era muy así. Hoy las personas casi no cambian de tono de voz, son monótonas con frecuencia, y no saben utilizar la mirada; miran al interlocutor como podrían fijar la vista en una pared blanca. La mirada no tiene más el papel que tuvo otrora. Por lo tanto, ese predicado en Doña Lucilia era la iluminación por la presencia, por la fidelidad a la gracia, de un modo de ser de la Civilización Cristiana, o sea, una tradición.

Disposición de ser como un cordero que se deja sacrificar

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…este aspecto aparece mucho en una fotografía tomada en la Escuela Caetano de Campos…

Uno de los aspectos que me encantaba en Doña Lucilia, ante todo, erala elevación de alma, que constituía la clave donde esas cosas se daban. Porque todo cuanto estoy diciendo, puesto en almas menos elevadas, redundaría en banalidades. Su elevación de alma colocaba todo en un pináculo, y daba la clave de la belleza de las cosas íntimas que estoy contando. Dentro de la clave de esa elevación de alma, toda ella imponderable, me encantaba una mezcla de mansedumbre generosa llevada hasta lo increíble, al lado de una firmeza inquebrantable cuando se trataba de principios. La yuxtaposición de esos contrastes armónicos realmente me atraía en el más alto grado. ¡Nadie puede tener idea de lo que era la mansedumbre de mi madre! Vivía, evidentemente, en una familia educada y que no iba a tratarla con brutalidades. Pero la educación no impide la ingratitud, la incomprensión y, por lo tanto, no evita muchas decepciones. La educación es un barniz para el cual no importa la calidad de la madera. Doña Lucilia pasaba a veces por situaciones realmente difíciles de imaginar. Invariablemente, con el propósito de nunca replicar, nunca redargüir de un modo desagradable o ácido, impertinente —lo cual quedaba bien en su papel de madre de familia—, ella presentaba siempre una explicación de lo que hacía, con lógica y afabilidad; y si no servía de nada, se quedaba callada sin acidez. Poco después retomaba las relaciones en el mismo nivel anterior, desde que la otra persona quisiera. Mi madre hacía eso con tal disposición de ser como una víctima o un cordero que se deja sacrificar, porque quiere sufrir sin reaccionar, y por juzgar que debe hacer ese apostolado de mansedumbre, que no conozco verdaderamente cosa igual, o que siquiera se parezca de lejos con eso.
Dentro de esa actitud venía la firmeza de principios. Ella era así, les gustara o no, porque así se debe ser. Esa es la voluntad de Dios, ese es el pensamiento de la Iglesia y, por lo tanto, no se cambia. Por lo tanto, adaptarse a otros principios para evitar el sufrimiento de la incomprensión, ¡nunca! Ella era enteramente ella, con dignidad, a pesar de serlo con mansedumbre. Para mí, que la conocí tan de cerca, este aspecto aparece mucho en una fotografía tomada en la Escuela Caetano de Campos, en la Plaza de la República, mientras asistía a una conferencia mía. Mi madre está allí en una actitud de quien presencia una sesión con cierta solemnidad, pero no pierde el propósito de mantener una mansedumbre inalterable, una dulzura como no se puede imaginar; lo cual se expresaba por cierta melancolía que ella hacía notar. No obstante, si las personas fuesen indiferentes a esa melancolía, continuaba con la misma dulzura y del mismo modo.
Debo decir que este fue uno de los medios más vigorosos de cautivar mi afecto, porque eso me encantaba más allá de cualquier expresión y me hacía pensar, naturalmente, en Nuestro Señor Jesucristo y en Nuestra Señora. Incluso porque mi madre, de vez en cuando, elogiaba a Nuestro Señor por eso. En el modo de elogiarlo, sin darse cuenta, hacía trasparecer cómo ella lo imitaba. No era su intención, pero por una especie de santa inadvertencia o santa ingenuidad, sin percibirlo, ella se elogiaba hablando de Nuestro Señor Jesucristo.

(Extraído de conferencia del 24/5/1980)
1) Del inglés: Señora Perfección.
2) “Mãezinha” en portugués: diminutivo de mamá, modificado por el Dr. Plinio en su infancia.
3) En francés: pantalla de lámpara.
4) Cuadro al óleo que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos con base en las últimas fotografías de Doña Lucilia.

Dignidad y compostura repletas de bondad

Doña Lucilia era categórica, inmensamente cariñosa, afable, llena de bondad, siempre dispuesta a hacer sacrificios e inmolaciones por cualquier persona, desde que estos estuviesen ordenados a la salvación eterna. Se veía en ella lo opuesto del mundo contemporáneo.

Se nota en estas fotografías de Doña Lucilia una decisión tomada, calma, dulce, pero inquebrantable. Ella tiene cierta idea de cómo debe ser el orden dentro del ser humano y, por lo tanto, también en la presentación exterior que la persona hace de sí misma.

Dignidad hasta en los momentos de comodidad

3p196aSe ve que ese orden corresponde justamente a lo que la Iglesia enseña sobre cómo debe ser una persona católica, apostólica y romana, tomando en consideración la situación, la edad y las relaciones que ella tiene.
Doña Lucilia está en una posición natural. Nada está tenso; por el contrario, todo está tranquilo y perfectamente ordenado. Hay un dominio del alma sobre el cuerpo, y la noción que el alma tiene de cómo debe ser la actitud del cuerpo es enteramente exacta y firme, coherente y definida.
Por otro lado, se comprende que una persona tan categórica sea inmensamente suave, afable, llena de bondad, y por esa razón esté dispuesta a hacer sacrificios e inmolaciones por cualquier persona, desde que estos estén ordenados a la salvación eterna.
Vemos en ella lo opuesto del mundo contemporáneo, el cual es todo lo contrario de eso.
Me acuerdo de ella tanto en la intimidad como en ocasiones de ceremonia. En la intimidad, principalmente en la casa de su madre, donde pasó la mayor parte de su vida, porque cuando mi abuela quedó viuda necesitó del apoyo de mi madre. La residencia de mi abuela era una casa grande, de techos altos, con todo el estilo, la seriedad y gravedad de las casonas antiguas. Los muebles armonizaban con eso: eran grandes y confortables, pero con cierta solemnidad.
Cuántas y cuántas veces yo entré en esta o aquella sala de la casa y encontré a mi madre sola, rezando o meditando, pensando, reflexionando. Nunca la vi en una actitud relajada. Aunque estuviese enteramente sola, con trajes del género de los que usaban las señoras de aquel tiempo cuando estaban en la intimidad, dignos, distinguidos, que permitían la comodidad y el confort; incluso así, su actitud era siempre de cierta dignidad, por no decir a veces con una punta de majestad.

Compostura que envolvía la idea de familia

Dr._plinioMe acuerdo de ella, por ejemplo, sentada en un sofá de tres lugares, de manera que una persona puede, sin estar propiamente acostada, extender las piernas un poco en cierta dirección, y puede quedar entre acostada y sentada. Mi madre estaba así, con el brazo apoyado en el brazo lateral del sofá, pensando. Las ventanas estaban abiertas, el día caliente, a decir verdad, la naturaleza del verano invadía la sala, dilatando y llenando todo.
Ella se quedaba en esa actitud muy frecuentemente. Usaba vestidos largos, de manera que dejaban aparecer solamente la punta de los zapatos. Estaba completamente distendida y pensando en algo que no se sabía qué era, pero se veía que en medio de todo aquello se empeñaba en conservar la nota y la distinción. Su compostura revelaba mucho la idea que ella hacía de familia. En el espíritu de Doña Lucilia, la familia era como un país minúsculo, con sus fronteras, su población, y yo casi diría, con su bandera. Las fronteras eran los muros de la casa; la población, los parientes; la bandera era algún blasón de armas, cuando la familia lo tenía. Así, todo aquel ambiente familiar era para ella como una nación minúscula, pero tenía también su dignidad y su importancia, así como un país puede tenerlas. Una persona puede ufanarse de su patria. Por ejemplo, nacer en Clermont-Ferrand, en Francia, donde Urbano II predicó la Cruzada, lanzó el grito Deus vult (1) y todos los cruzados tomaron la cruz, es como nacer en una especie de pequeña patria privilegiada dentro de la gran nación francesa. O entonces, ser natural de la pequeña ciudad de Domrémy, donde nació La Pucelle, o sea, Santa Juana de Arco, era un privilegio, porque allí esa virgen y mártir había recibido las revelaciones de las voces y la vocación, y de un modo general, toda su vida tenía como punto de referencia el minúsculo lugar llamado Domrémy que, sin dejar de ser minúsculo, adquirió una gran honra por el hecho de allí haber nacido Santa Juana de Arco.

Conciencia de la propia dignidad

Pertenecer a las antiguas familias de São Paulo era como tener un título de nobleza, y Doña Lucilia apreciaba mucho eso. Por esa razón, en la formación que ella nos dio a mi hermana y a mí, exigía siempre maneras y educación bien tradicionales. Cuando ella veía que uno de nosotros a veces se relajaba –los niños tienen esa mala tendencia hacia el relajamiento–, ella decía: “¡Acuérdate de quién eres tú!” Mi madre tomaba muy en consideración también la familia de mi padre, el Dr. João Paulo, que igualmente pertenecía a un linaje antiguo de Pernambuco, el cual tenía muchas analogías con las estirpes tradicionales paulistas, pero con esta diferencia: la cualidad principal de los paulistas es la de ser prácticos y hacer prosperar la economía; mientras los nordestinos son mucho más de cantar, hacer poesía, discursos, tener literatos y parlamentarios célebres, haciendo brillar los dones de la inteligencia.
A veces, para incentivarme a imitar las cualidades de la familia paterna, mi madre me decía: –“Acuérdate de tales parientes tuyos y aprende a hablar bien. No adquieras el lenguaje de los niños de tu edad; eso no vale de nada. Debemos tener un lenguaje mejor y más bello que el que corresponde al común de nuestra edad.”
Yo tengo la certeza de que, si muchas madres formaran a sus hijos así, Brasil sería otro.
Sin embargo, eso venía acompañado de una exigencia absoluta de desapego y nada de fanfarronada. Bastaba que un hijo o una hija contara algo para sobresalir, que ella lanzaba una mirada de reprobación, haciéndonos entender que no habíamos actuado bien.

El Rosarito de cristal y el adquirido en Aparecida

cap12_015A veces yo la encontraba sola, rezando con un rosarito de cristal que ella tuvo durante mucho tiempo, que sustituyó más tarde por otro que le compré en Aparecida (2), de calidad muy inferior, porque los objetos sagrados que se vendían en Aparecida, en aquella época, eran muy populares. Yo se lo compré porque no había algo mejor para comprarle, y quería darle un recuerdo al regresar a São Paulo. Le expliqué: “Mi bien, vea usted, es un rosarito que no vale nada. Apenas para recordarle que, estando en Aparecida, recé por usted.”
El rosarito de cristal, que valía mucho más, desapareció. Y muchas décadas después nunca la vi con otro rosario en la mano, a no ser con ese sin valor ni calidad, pero que para ella se prendía a un recuerdo: “Mi hijo, estando en Aparecida junto a Nuestra Señora, se acordó de mí con un afecto especial.”
Quien visita la casa de Doña Lucilia, nota la presencia de cuadros y otros adornos que conllevan un mundo de recuerdos, y el espíritu repleto de simbolismo que el presente rechazó del pasado. Se ve que ella los ponía allí dentro a propósito, para significar su unión de psicología y mentalidad con aquellos objetos.
Por ejemplo, en su cuarto de dormir hay un reloj de alabastro con el mostrador de esmalte, encimado por un adorno de bronce. Solo las palabras alabastro, esmalte y bronce ya llevan alguna connotación simbólica consigo. Ese reloj tiene todo el espíritu anterior a la Revolución Francesa, y queda muy sobresaliente en los aposentos de mi madre, de tal manera que marca el ambiente. Y así otra serie de cosas. Ahí están algunos datos, algunos recuerdos y muchas saudades.

(Extraído de conferencia del 16/2/1994)

1) Del latín: Dios lo quiere.
2) Basílica Santuario erigida en honor a la patrona de Brasil: Nuestra Señora Aparecida, situado en la ciudad del mismo nombre, en el estado de São Paulo.

Equilibrio por excelencia

Comentando una de las últimas fotografías de Doña Lucilia, a pedido de sus jóvenes discípulos, el Dr. Plinio analiza un trazo significativo y fundamental de la personalidad de su madre: el equilibrio.

 

La mezcla de seriedad, gravedad, bondad y hasta suavidad que se expresan en su fisionomía son cualidades que existen en ella de un modo tan excelente, y se combinan para formar un todo tan agradable de ver en su conjunto, que uno queda con el deseo de mirar indefinidamente.

Diferencia profunda entre Doña Lucilia…

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Ahí se combinan algunas cualidades difíciles de enlazar, porque hay algo de antitético. No de contradictorio, aunque podría parecer a primera vista. Algo que, por otro lado, el espíritu moderno rechaza profundamente, y por esa misma razón también agrada a nuestros espíritus profundamente. Vemos en ella una especie de correctivo para el espíritu moderno; hay algo de equilibrado, de tal manera que no se sabría decir qué podría ser más grande en ella.

Esa fisionomía es la del equilibrio por excelencia. No hay – por la gracia de Dios, porque esas no son cualidades meramente humanas – ningún riesgo de que salga una palabra desequilibrada delante de un hecho que la choque mucho.

Digamos, por ejemplo, algo que a cualquier madre le chocaría hasta el extremo: imaginen que, estando ella en una sala de su casa, entrase una persona y le dijese:

– Doña Lucilia, el Dr. Plinio acaba de ser asesinado aquí en la sala del lado.

Sería un choque inmenso, ella sería capaz de morir. Y que el individuo agregase:

– Yo fui quien lo mató.

Ella podría tener cualquier reacción, menos la de insultar al asesino. ¿Cuál sería su reacción? Podría quedar algún tiempo desmayada, llorar con un llanto muy prolongado y dolorido, e incluso gemir alto.

– ¡Ay, mi hijo!

Podría decirle al hombre:

– Pero, ¿Ud. por qué hizo eso con mi hijo?

Y como las madres tienen la tendencia a engañarse con sus hijos, ella además podría decirle:

– Él era tan bueno. ¿Por qué lo mató?

…y muchas madres contagiadas de la mentalidad moderna

No obstante, decirle a él: “¡Bellaco! ¡Bandido! ¡Salga de aquí!”, eso no le saldría. No habría posibilidad de que cogiese un objeto y se lo tirase; la reacción sería equilibrada.

Pero digamos que el asesino quisiese, tomando una actitud desequilibrada de facineroso, acercarse a ella para agradarla y consolarla. Ella lo evitaría, profundamente desagradada y afirmaría:

– ¡No me toque!

Infelizmente hay muchas madres, contagiadas de la mentalidad moderna, que actuarían con desequilibrio en esa ocasión. Una primera actitud desequilibrada podría ser la de sentir poco la muerte del hijo.

– ¿Lo mataron? ¿Y dónde está su cuerpo? Hay que avisarle a la policía. Arreglemos esto, entonces vistamos el cadáver…

Por ahí iría la cuestión. Podría suceder – si fuese una señora con una forma de ser más tradicional, pero dentro del desequilibrio moderno – que cogiera un objeto y se lo lanzara a ese sujeto. Infelizmente, no estaría excluida la hipótesis de que dijese una mala palabra.

Doña Lucilia podría decirle al individuo:

– ¡Salga ya de mi casa! No la contamine con su presencia. Yo me las arreglo con el peor dolor de mi vida. ¡Salga! No obstante, si el asesino dijese contrito:

– Señora, yo no soy digno de estar en su casa, pero tenga en cuenta que tuve una madre que me quiso mucho como Ud. amó a su hijo, y tenga compasión de mí. Ella era capaz de no llamar a la policía. Si alguien quisiese hacerlo no se opondría, pero podría no llamarla.

Al cabo de un año, digamos, después de ese episodio, mi madre todavía estaría “sangrando” por lo que había sucedido ese día. Y al contar el hecho y referirse al asesino, podría decir “infeliz” o “miserable”. Pero ella no lo llamaría de bellaco, monstruo, etc. Había un equilibrio, un límite para cada cosa.

Pérdida del patrimonio debido a la omisión de un pariente

Por otro lado, en ella se nota un fondo de tristeza. Pero no es una tristeza que arranque expresiones de rebeldía ni de inconformidad con los causantes de esa tristeza. Ella está viendo hacia el pasado, midiendo una vez más lo que fue hecho, y está llorando en el interior de su alma. Pero en el fondo, tiene la calma de una persona que almorzó y está descansando un poco después de comer. ¡Es el equilibrio! El equilibrio en el bien, en la verdad, en el deber, pero siempre el equilibrio. Este era el trazado continuo de la vida de Doña Lucilia: en todo y por todo, en todos los aspectos de su vida, pasara lo que pasara, su actitud era de equilibrio.

A mi madre le sucedió el siguiente hecho: durante un viaje que mi padre tuvo que hacer a Pernambuco, él le aconsejó, y ella aceptó dar un poder a un pariente suyo para que se encargase de sus bienes. Ese pariente, entre otras “maravillas”, hizo lo siguiente: tenía que renovar el seguro del edificio contra incendios, pero dejó que se agotase el plazo y, resultado, al día siguiente del vencimiento del seguro el edificio se incendió y ella perdió su patrimonio.

¿No es verdad que Uds. conocen señoras que tendrían una actitud de desequilibrio en ese caso?

Comenzando por darle un consejo al pariente: “¡No aparezca por aquí!” Y podía ser en términos mucho más fuertes que esos…

Doña Lucilia, en la misma noche del día en que eso sucedió, mientras digería la pésima noticia, él aparece y la saluda. Ella le dijo buenas noches, con calma, con normalidad, lo hizo entrar y le pidió:

– Fulano, explíqueme un poco cómo fue eso, porque no entendí bien.

Él dio la explicación y ella después me contó: – Pobre de ese pariente nuestro, pasó por un gran disgusto.
Otra persona diría: – ¿Qué me importa su disgusto? Fue un relajado. Si hay algo que un hombre que tiene un poder no puede hacer, es dejar pasar el plazo de vigencia de un seguro contra incendio. Él es gravemente responsable por eso, y ahora debe poner de su dinero para resarcir el mal que me
causó.
Pero la respuesta de mi madre sería: – ¡Oh!, pobrecito, él tiene muchos hijos. Nosotros podemos vivir bien sin eso. No destruyamos su vida.

Sufrir en la Tierra para llegar al Cielo

Es un equilibrio con bondad, donde entra mucho el corazón, no un equilibrio metálico, que no lleva la bondad a dominar la justicia. Si ese apoderado hubiese perjudicado a terceros en beneficio de ella, ella le habría exigido a ese hombre que le restituyese a la persona perjudicada centavo por centavo, inclusive con los intereses debidos. Sin duda alguna.

Así yo podría contar cien episodios, si hubiese tiempo y si no se tratase de personas a las cuales alguien que tome conocimiento de esos hechos pueda llegar a identificar, pues no quiero estar difamando a nadie.

Tengo la certeza de que, en el Cielo, donde se encuentra mi madre, está aprobando mi conducta. En esta fotografía se ve que es una señora que llegó a una edad extrema. Tenía noventa y dos años, una edad en la cual fallecen los que mueren tarde. Fue una persona que no ejerció ninguna profesión. No obstante, se percibe que carga consigo un gran cansancio. ¿Cansancio de qué? En parte de lo que podríamos llamar el cansancio del equilibrio.

Cansa estar procurando el equilibrio en todo, y cumpliendo la justicia en todo. Llevar una vida enteramente dentro de los Mandamientos es prepararse para el Cielo, pero todavía no es el Cielo. Por el contrario, es sufrir en la Tierra para llegar hasta allá.

Ahí vemos el cansancio extremo de innumerables dolores, de incontables deberes cumplidos, de situaciones difíciles enfrentadas y vencidas sin la más mínima pretensión. Nadie, viéndola, diría lo siguiente: “Esa señora se considera un coloso”. Para nada, eso ni siquiera pasa por su mente. ¿Por qué? Equilibrio.

(Extraído de conferencia del 12/1/1994).

03

Intercesora para construir la arquitectura de la vida

Doña Lucilia tenía a borbotones la alegría de dar. Su gozo consistía en ver al beneficiado alegrarse, aun cuando no tuviese ninguna relación con ella. Ese era su trazo distintivo, por el cual no era comprendida. Es una intercesora adecuada para construir la arquitectura de la vida de cada uno de nosotros. El Sagrado Corazón
de Jesús era para ella, más que el modelo, la fuente de donde brota para los hombres la capacidad de ser así. 

Lucilia_correade_oliveira_011Hay un aspecto del alma de Doña Lucilia respecto del cual nunca traté, por no haberse presentado la ocasión: por tener un amor materno propenso a englobar un número indefinido de hijos, al aparecer alguien, aun cuando vagamente orientado hacia el bien y en la edad de ser su hijo o su nieto, inmediatamente se manifestaba esa tendencia materna con relación a esa persona. Ese aspecto, que abarcaba ora un círculo menor, ora un círculo mayor, era la extrema dadivosidad de mi madre.

 

Alegría de dar

Da la impresión de que, si ella tuviese todos los bienes de un Rockefeller o de un Zar de Rusia, si la dejasen, ella arruinaría su fortuna por su propensión a dar. Y no solo a los necesitados, porque no se trataba apenas de encontrar a alguien en necesidad y de socorrerlo. Ella hacía eso. Es algo diferente: dar por la alegría de ver que la persona recibiese lo conveniente y, más aún, hasta lo superfluo, desde que no fuese un superfluo estúpido, sin sentido. La alegría de ella era ver al beneficiado alegrarse y notar cómo aquel beneficio encajaba bien, era adecuado, y cómo quien lo recibía había quedado bien atendido con aquello, aunque esa persona no tuviese ninguna relación con Doña Lucilia.
Por ejemplo, si ella supiese que existe en Groenlandia una acaudalada que quedaría muy contenta si pudiese mostrar a sus amigas orquídeas de Brasil, y mi madre tuviese forma de hacerle llegar las orquídeas, sin ninguna retribución – hacer comercio era una posibilidad que no pasaba por su mente –, y esa señora después le escribiese una carta narrando cómo había quedado alegre, mi madre quedaría muy contenta, mostraría la misiva a cierto número de personas, la comentaría, etc., simplemente porque esa mujer había quedado alegre con el regalo.Sagrado_Corazón
Por lo tanto, mi madre también tenía la tendencia a dar lo que tenía para beneficiar a una persona que tenía mucho más que ella, sin pensar lo siguiente: “Esto lo guardo para mí, porque ella ya lo tiene.” Esa idea ni le pasaba por la mente: “Si la va a dejar alegre, tome.” Era una tendencia con tal abertura, que su bondad relucía con una forma peculiar de alegría – ella no era una persona a la cual le gustaba llamar la atención – tan intensa, tan luminosa, que a mí me hacía bien. Es comprensible, a cualquiera le hace bien ver esa bondad. Eso me descansaba de lo que ya encharcaba a mi generación, que es la alegría egoísta de recibir. ¿Ella tenía alegría de recibir? Sí tenía, pero mucho menor que la alegría de dar. La alegría de recibir era mucho más por la manifestación de afecto de quien dio, que de la cosa en sí. Lo que tampoco es muy de hoy en día. Actualmente, quien recibe piensa: “Me dio eso, yo lo cojo, es un objeto del cual ahora soy dueño”.

Elogiaba a los hijos de los otros parientes y no a los suyos

Me acuerdo, por ejemplo, cuando era pequeño – los niños reflexionan más de lo que parece sobre las cosas, se fijan más, etc. – yo veía la escena en que ella le estaba contando historias a mi hermana, a mí y a los sobrinos. Eran narraciones de cuentos de Alejandro Dumas, naturalmente depurados, y otras cosas de ese género. Un sobrino o una sobrina hacía una pregunta. Si la indagación a sus ojos revelaba más inteligencia, una forma de ser más interesante, o principalmente una buena alma, su alegría era tal, que se podría preguntar si sería mayor que si fuese con su hijo. Y su contento era tan grande que, después de contar la historia, ella iba al comedor – en aquellas casas antiguas eran salas enormes – y le decía a todo el mundo:
– ¿Saben cuál es la última gracia?
Fulana contó esto y aquello, etc. Todos se reían. Y era la hija de otra… Un cálculo que ella no haría es el siguiente: “Si tal señora elogia a mis hijos, voy a elogiar a sus hijos; si no los elogia, tampoco los voy a elogiar”. Porque esos cálculos mezquinos, cosas así por el estilo, casi que había una incapacidad de que ella los hiciese. Digamos que una buena señora común – de hoy no garantizo nada, sino de veinte años atrás – no cometía infanticidio, es decir, es algo que no sucedería, ella no tendría ningún movimiento de alma en esa dirección. Así, yo noté que ella era más cauta en elogiar a sus hijos, que a los de los demás. Y llevando la delicadeza de alma hasta este punto: “Si mis hijos tienen tales cualidades y cuento eso, los otros pueden sentirse magullados, con envidia, etc. Un día esas cualidades aparecerán, no necesito estar hablando de ellas”.

Arquitectura de cada biografía

3p197b¡Cómo eso era diferente del mundo, ya en aquel tiempo! Hoy es una especie de blasfemia continua contra lo que todos presenciamos. Para los jovencitos y jovencitas que se ven por las calles, ni siquiera entra en consideración, pero mi tiempo de joven era tal vez de un egoísmo más feroz. Las personas, siendo mucho mejor constituidas, no digo moralmente, sino psíquicamente, sufrían menos y eran mucho más víctimas de la ilusión de que se puede construir una felicidad terrena agrupando cosas en torno de sí y gozando. Y todo el estilo de la vida favorecía eso.
Por ejemplo, había situaciones de seguridad excesiva en cantidad. Hoy las personas no se hacen una idea de lo que era la solidez de un propietario, porque se convertía en el rey de su propiedad, mandaba, no había leyes ni fiscales que lo vigilasen, y, al pie de la letra, no existía inflación, la moneda era estable como un paralítico.
Todo eso formaba la ilusión de que, viviendo hasta los 55 o 60 años haciendo dinero, la persona se estabilizaba como una torre encima de un peñasco; así era la fortuna. Además, no se pensaba en la muerte, ella siempre tenía el carácter de una sorpresa. Cuando alguien moría: “¡Oh!, ¿Cómo?! ¿Se murió?” Y el fallecido podía estar “viejo como la Sede de Braga…”(Expresión portuguesa que significa “muy viejo”, dado que la Sede de Braga es la arquidiócesis más antigua de Portugal).
Pues en tal atmósfera, la abertura de alma de Doña Lucilia era esa. Si ella arruinaría a un Zar, háganse una idea de su acción junto a Dios, si el Creador no fuese infinito, para resistir a la corte más gastadora que hubiese en todos los tiempos, ¡qué es la corte celestial donde todos viven de dar! Y se da a fondo perdido…
Muchas veces se considera un acto de caridad así: Fulano encuentra un mendigo en la calle, le da algún dinero, el mendigo se va y el acto de dar limosna cesó. Con ella no. Había una peculiaridad por la cual Doña Lucilia acompañaba la vida de las personas como si fuesen historias, con la idea de la arquitectura de cada biografía y de cierto sentido que se desprendía no solo de un hecho – cuando este tenía un sentido especial, claro, pues a veces eran hechos muy pequeños –, pero eso tenía para ella un perfume propio.
Y además cómo fue la vida de la persona, si subió, bajó, progresó, si se volvió bueno, si se hizo malo, si recibió castigos. Todo eso hacía parte del modo de ella observar la vida. Doña
Lucilia no era una analizadora de la vida de los pueblos, ni estos como tales estaban mucho en su ángulo de visión, sino muy observadora de la vida de los individuos; es el horizonte propio de una señora, más restringido.
Ella tenía mucho el sentido de las cosas, el sentido de la vida; si algo camina hacia una ascensión y en cierto momento tiene una prueba, y después sube, ella quedaba muy contenta de poder contarlo. No obstante, si cayese, a ella le gustaba mucho llamar la atención hacia los motivos de la caída, no solo para formar a las personas, sino contemplativamente para ver el orden de las cosas y cómo Dios deseaba ese orden.

La pasividad suave de una esposa fiel…

Doña Lucilia contaba el caso de una señora de buena familia y muy rica, cuyo marido se metió de repente con malas compañías. Comenzó a gastar dinero en cantidad; la gran fascinación de aquel tiempo era la ruleta. Además, cayó en adulterio. La esposa veía eso y quedaba muy afligida, aborrecida, pero no tenía otra salida a no ser aguantar, con la pasividad suave y sublime de las señoras de aquel tiempo. En cierta ocasión, la concubina de ese hombre le dijo que quería un presente magnífico. Él compró, entonces, un servicio para poner sobre la mesa de toilette, como usaban las señoras de aquel tiempo, con piezas
de cristal con tapas de plata, y mandó a que el almacén lo entregase en la dirección de esa mujer.
El hombre estaba seguro de que, cuando llegase a la casa de la concubina, sería recibido como quien le hubiese dado un tesoro. Al contrario, encontró la caja abierta, con cada objeto envuelto en su respectivo papel, excepto uno que estaba faltando en el juego. Él preguntó:
– ¿Qué pasó, no te gustó el regalo tan bonito que te mandé?
– ¡Regalo! Eso es una porquería, mira lo que hice con uno de esos objetos.
Entonces, le mostró una de las piezas que ella había tirado al piso y había quebrado. Y continuó:
– Yo no soy una persona a quien se le dé un objeto de cristal. Para mí, por lo menos debe ser de plata. Te exijo que mañana me traigas este servicio, pero de plata. A pesar de no poder hacer aquel gasto, porque ya estaba pasando privaciones en su casa, el individuo le compró otro servicio. Como el conjunto de cristal incompleto había quedado sobrando, lo llevó al almacén y le dijo al vendedor:
– Póngalo en otra caja – porque la original tenía un lugar reservado para cada objeto y se notaría la falta de uno –, disfrace eso y mándelo a otra dirección que le voy indicar.
Puso, entonces, la dirección de la esposa. Cuando él llegó a su residencia para cenar, ella fue a su encuentro y dijo:
–¡Tú me das un regalo de esos, cuando nuestras condiciones económicas no lo comportan! ¡Te agradezco mucho! Lo besó y agregó:
– Ven a ver cómo quedó bonita nuestra mesa de toilette. ¡Pero no hagas gastos conmigo!
Ella no se había dado cuenta del asunto…

…que acabó sufriendo un gran infortunio

Sin embargo, la debacle prosiguió, porque él continuó jugando.
En cierto momento, el hombre tuvo que vender la casa donde vivía para pagar las deudas. Solo le restaba una hacienda que él poseía en el interior. Entonces, el hombre se fue con la
mujer y los hijos al interior, a fin de administrar la hacienda y hacerla rendir al máximo para pagar las deudas. Allí él realmente trabajó. Era un pueblecillo en el interior, no había ruleta. Los dos se reconciliaron, ella prontamente lo perdonó y ayudaba a hacer economías en la casa. Al cabo de varios años, él le dijo a la esposa:
– Ya hicimos todas las economías necesarias para que yo pueda ir a São Paulo, a fin de pagar las deudas. De esa forma se levanta la perspectiva de, con más ahorros, comprar una casa en São Paulo y establecernos allá nuevamente.ruleta-antigua
Ella, contenta por poder pagar las deudas, le preparó la maleta. En la mañana, bien temprano, ella lo acompañó hasta una ciudad más grande, en la cual él debería tomar el tren hacia São Paulo al día siguiente. A la mañana siguiente, cuando él ya debería haber tomado el tren, para sorpresa de ella, el marido aparece deshecho y abatido. Afligida, ella pregunta:
– ¿Por qué no fuiste a São Paulo?
– Ya estás viendo… ¡En la noche organizaron un juego, y en la mañana yo ya no tenía nada!
Había al lado de la casa donde se encontraban un camino entre una hilera de árboles. Ella salió corriendo por ahí hablando alto… Se había vuelto loca. ¡No es para menos!
Él llevó a la familia a São Paulo, donde consiguió un pequeño empleo y “vegetaba” con la mujer y los hijos.
Pero apareció un cáncer en su lengua, le cortaron un pedazo, y con el tiempo atacó la laringe – es la historia de casi todos los cánceres, más aún con la medicina incompleta de aquel tiempo – y él murió.
Esa señora se quedó con los hijos, pero de vez en cuando tenía que ir al hospicio, donde pasaba un cierto período. Después los médicos informaban que ella estaba mejor y mandaban a que la buscasen. Permanecía algún tiempo en casa y, cuando sentía que estaba empeorando, avisaba:
– Miren, noto que la locura está volviendo. Es mejor que me lleven, antes de que sea necesario llevarme a la fuerza.
Era horrible, porque en aquel tiempo las señoras no usaban cabello corto, y al entrar al hospicio la primera cosa que hacían era cortarle el cabello. De manera que, cuando salía del hospicio, ella quedaba sin contacto con nadie de fuera de la familia hasta que le creciese; y antes de ir al hospicio, ella se lo mandaba cortar en casa. Era un drama. 

Intercesora adecuada para construir la arquitectura de la vida

Doña Lucilia narraba eso participando del drama y viendo la arquitectura de los hechos, el juego de la vida, la acción de la Providencia. Ella contaba tomando muy en serio todo lo que había sucedido, resaltando cómo ese hombre había andado mal, etc. Narro eso para recordar cómo mi madre tenía la idea de la arquitectura de las biografías. Ahora bien, quien de tal manera nota la arquitectura de la existencia de las personas, es sensible a que alguien le pida que se haga cargo de la arquitectura de su propia vida. Es una acción en profundidad que tiene en vista ayudar al individuo a cargar el peso de su propia arquitectura. Y eso con la siguiente noción: o la vida es una dedicación superior o no es nada. ¿Dedicarse a qué? Es el problema de la arquitectura. Y la vida debe ser una dedicación superior. Este era el trazo distintivo de Doña Lucilia, por el cual ella era poco comprendida.
A veces algunas personas me preguntan: “¿Qué tenía Doña Lucilia de contrarrevolucionario?” Ante todo, el hecho de ser católica, pues ella lo era profundamente. Y yo veo más Contra-Revolución en tener el alma así, que en una persona con ideas sociopolíticas muy acertadas, pero con pozos de egoísmo, con base en los cuales nada se construye de acertado. Se comprende cómo ella es una intercesora adecuada para construir la arquitectura de la vida. Porque formar esto ya es una arquitectura.
El Sagrado Corazón de Jesús era para ella, a muy justo título, el modelo perfecto de eso. Más que el modelo, era la fuente de donde brotaba para los hombres la capacidad de ser así. Por tanto, ¿quiere ser de ese modo? Contemple el Sagrado Corazón de Jesús. A propósito, si prestamos atención, notaremos cómo la Iglesia del Corazón de Jesús, que mi madre frecuentaba, es propicia para formar en el alma de los fieles un sentimiento de ese género. Vuelvo a decir, en ella se sentía siempre esa alegría de dar, espontánea, a borbotones.

Un médico famoso se deja tocar por la virtud de Doña Lucilia

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Dr. August Karl Bier

Cito también este episodio con el Dr. Bier. Él era un médico de fama internacional y le mandó a ella, desde Alemania, una fotografía suya ya viejo, después de la Primera Guerra Mundial. El Dr. Bier fue muy dedicado con Doña Lucilia y parecía tener cierto afecto por ella, aun siendo protestante. Parece que se dejó tocar por la virtud de ella, tenían muy buenas relaciones.
Durante la guerra, las relaciones entre Alemania y Brasil se cortaron, y mi madre de vez en cuando decía: – ¡Y mi Dr. Bier! ¿Qué habrá sido de él? Porque bombardearon Berlín y el Dr. Bier vivía en esa ciudad. Además, podían llevarlo como médico al front y una bomba, al caer por acaso en la enfermería, podía alcanzar al Dr. Bier…
Tan pronto como fue posible establecer las relaciones, ella escribió una carta al Dr. Bier, preguntando cómo estaban la Señora Bier e hijos, y si necesitaban de su ayuda para algo.
El Dr. Bier le respondió diciendo que estaba completamente sordo, porque cerca de él había estallado una bomba, rompiéndole los dos tímpanos. Para eso no existe aparato de oídos. A pesar de esa limitación, su salud estaba íntegra, etc. Y si ella quisiese ser amable con él, que mandase un paquete de café, porque ellos allá no tenían ese producto. Ella consiguió un saco entero de café – una cosa grande y cara, de transporte difícil –, y arregló una forma de hacerlo llegar al Dr. Bier, con una carta la más amable posible. Entonces él escribió una misiva agradeciendo, y después la correspondencia terminó. En realidad, algún tiempo después ella supo que el Dr. Bier había muerto, entonces hizo oraciones por su alma, etc. “Pobrecito el Dr. Bier, se murió…”
Una vez más, vemos la alegría de dar, la tristeza porque le sucedió algo malo a otro. Todas esas cosas están muy presentes.

Una princesa rusa afligida le pide un consejo

Otro ejemplo, el episodio que pasó en París con una princesa rusa, hospedada en el mismo hotel en el cual estábamos, con ocasión del viaje de 1912. Ella estaba en el mismo piso de mi madre, se veían con frecuencia, pero no se saludaban. En cierto momento, la princesa le dijo a mi madre, hablando en francés:
Madame, discúlpeme, pero veo que Ud. es una persona tan buena, tan compasiva, quiero que me ayude. Pero ella dijo eso llorando. Se pueden imaginar enseguida la compasión de mi madre, que preguntó:
– ¿Qué sucede?
La Princesa afirmó que un médico le había diagnosticado un cáncer, y estaba desesperada. Mi madre, entonces, le dijo:
– No perdamos la cabeza con eso. Esos médicos muchas veces hacen diagnósticos equivocados. Ud. debería ir a tal médico que tiene una reputación extraordinaria para diagnósticos. ¡Consulte ese médico!
La Princesa lloraba mucho y mi madre la tranquilizaba, dándole consejos, estimulándola a rezar, etc. Ella quedó agradecidísima. Poco tiempo después, habiendo llegado el momento de Doña Lucilia volver a Brasil, se despidieron, pero mi madre le dio su dirección a ella. Transcurrido cierto tiempo, llegó una carta de la Princesa para mi madre, donde la noble rusa decía: “Le quería agradecer enormemente. Ud. no imagina qué solución fue para mí tal médico, que hizo varios exámenes, me mandó a sacar una radiografía, y esta última desmintió completamente el diagnóstico del médico parisiense. Puedo dar este caso como resuelto, gracias a su excelente intervención…” Sin duda, esta comunicación de bondad de Doña Lucilia le produjo cierto efecto de calma y llevaba consigo como una promesa de cura hecha por la Providencia. Sin embargo, ese era un caso que ella no contaba delante de nadie. Mi madre no pidió reserva, pero me lo narró en un momento en que estábamos conversando solos, y no acostumbraba a repetir.

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(Extraído de conferencia del 18/4/1987)