Todavía prosperaban los espejismos creados por escritores como José de Alencar y Casimiro de Abreu (Escritores románticos brasileros); los perfumes, las sombras de un Lamartine flotaban aún en el ambiente familiar. En esa atmósfera de romanticismo 13, un
joven y una muchacha llamada Georgina, primos entre sí y primos, a su vez, de Lucilia, se prendaron mutuamente y decidieron casarse. Pero, inopinadamente, el joven decidió sacrificar sus sentimientos en favor de un ventajoso noviazgo con la heredera de una gran fortuna.
La amargura que esta ruptura causó a la prometida abandonada, dio origen a una escena digna de figurar en el más genuino melodrama. Lucilia, que siempre mantuvo su alma incontaminada en relación al romanticismo, acabó por participar de manera tangencial en un capítulo de la “pieza”, sin perder la ocasión de demostrarle su afecto a su desolada prima.
El hecho decisivo se produjo durante una fiesta de cumpleaños realizada en casa de los Ribeiro dos Santos, donde los ex-novios estaban presentes. En cierto momento, Lucilia, siempre amante de la música, propone a Georgina que cante mientras ella la acompaña al piano. La invitada, dotada de una melodiosa voz, acepta; y elige un aria, común en aquella época, que describía y reprobaba la maldad de alguien ingrato. En medio de los acordes que sobre él recaían, el pobre personaje, desconcertado, no encontró otra salida para la embarazosa situación en que se encontraba, sino esconderse detrás de una cortina… mientras fumaba para acallar la conciencia.
Terminada la música, ¿qué podía hacer? ¿Abrir la cortina y aparecer en “escena”?
No tenía valor para hacerlo… Optó, entonces, por una vergonzosa fuga:
saltó por la ventana y escabulléndose entre las ramas y follajes del jardín, alcanzó
la calle.
Pasa el tiempo. Una bella noche, Lucilia —que se encuentra de vacaciones en la finca Jaguary— sueña que su desdichada prima, diabética y gravemente enferma, acababa de fallecer. Por la mañana temprano, se apresura a relatar el sueño a don Antonio, pero éste le recomienda que no se deje impresionar por el hecho, y ella le obedece prontamente. Transcurridas algunas horas, llega un mensajero con un telegrama que comunica la muerte de la joven.
Nunca se borrará de la mente de Lucilia la escena a lo “Romeo y Julieta” del velatorio: la joven difunta yacía en el ataúd vestida de novia, como era costumbre cuando se trataba de una joven soltera; junto al cadáver, sentado en una silla, se hallaba el primo ingrato, profundamente abatido.