Bajo la protección de su maternal chal

Doña Lucilia no se limita a cubrir con su maternal y protector chal únicamente a la nación brasileña, sino que lo extiende también más allá de las fronteras del Brasil, envolviendo todos los corazones que la buscan con confianza.

 Elizabete Fátima Talarico Astorino

Segura de esto, Clara de García, de Guatemala, no dudó en pedirle ayuda durante un drama por el cual estaba pasando:

«En mayo del 2012 me enfermé de una infección muy fuerte, con repentina pérdida de peso y ascitis (acumulación de líquido seroso en la cavidad abdominal). Perdí unas doce kilos en cuestión de un mes. Estaba muy delicada de salud; no tenía ni fuerzas para llevar a cabo mis actividades diarias, después de que había sido una persona muy activa y, sobre todo, muy sana durante toda mi vida. A pesar de mi debilidad, notaba que debía ponerme en manos de Dña. Lucilia para soportar los dolores y sufrimientos que estaba sintiendo».

Iniciaba un período de una gran prueba, pues luego de varios exámenes le diagnosticaron hepatitis C, fruto de una transfusión de sangre que se había hecho cuarenta años antes.

Una vez que los médicos no le dieron ninguna esperanza, pensaba que ya se encontraba en sus últimos meses de vida. No le quedaba más que refugiarse bajo el amparo de la bondadosa señora que ya le había ayudado en otras ocasiones:

«Me encomendé mucho a Dña. Lucilia todos los días, ofreciendo mis rosarios, oraciones y sobre todo mi sufrimiento, para que encontraran alguna cura a la terrible enfermedad que tenía».

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Clara de García recibió el diagnóstico de que tenía cirrosis en fase terminal, cáncer en el hígado y que no podía comenzar ningún tratamiento, a causa de la debilidad que sufría

Paz y serenidad en medio del drama

En medio de esos padecimientos pudo percibir que su súplica estaba siendo de cierta forma atendida: «A pesar de mi debilidad, tuve mucha paz y serenidad, lo que sin ninguna duda atribuyo a una acción de Dña. Lucilia; esta paz se extendió a toda la familia, y puedo afirmar que en ese tipo de situación mi familia no reaccionaría así».

Con el objeto de informarse mejor acerca de su enfermedad y hallar posibles tratamientos, viajó hasta Houston (EE. UU.), donde además recibió el siguiente juicio diagnóstico: «Sufría cirrosis en fase terminal y, dado que arrastraba esa enfermedad dormida durante cuarenta años, lo más seguro era que tuviera cáncer en el hígado y pocos meses de vida. Por otro lado, no podían comenzar ningún tratamiento a causa de la debilidad que tenía. En conclusión, era evidente que moriría en poco tiempo».

Pese a la trágica noticia, pudo comprobar una vez más cómo ella y sus familiares estaban siendo amparados por una gracia sobrenatural:

«Mis hijos y mi esposo aceptaban totalmente la voluntad de Dios y en la familia se respiraba un aire de calma; nunca desesperamos, no hubo discusiones, a pesar de la incertidumbre y gravedad del caso; contaba con el apoyo de mis yernos y nuera. Además, el deseo de pedir la intercesión de Dña. Lucilia era unánime».

Una infusión revitalizante

Ante este cuadro, Clara recibiría un valioso consejo:

«Alguien me sugirió que hiciera una infusión de hierbas con pétalos de las rosas que adornan la tumba de Dña. Lucilia y que la bebiera con mucha fe y confianza, pidiéndole a ella que intercediera por el restablecimiento de mi salud si fuera la voluntad de Dios».

Y, para sorpresa suya, fue poco a poco recuperándose: «A fínanles de año me sentía mejor y había ganado peso. El doctor que me veía periódicamente, al percibir una mejoría tan abrupta, me dijo, mirando la medalla de Nuestra Señora [que llevaba en mi pecho]: “Continúe haciendo lo que está haciendo, porque está funcionando”. Lo que yo estaba haciendo era tomar esa infusión; y Dña. Lucilia me hacía el milagro».

Después de un largo período tomando tan benéfico remedio, Clara se encontraba lo suficientemente fortalecida como para empezar un tratamiento médico que la curara. Sin embargo, «el procedimiento, que debería durar tan sólo de cuatro a seis semanas, se prolongó seis meses, debido al mal estado del hígado; y, a pesar de lo potente del medicamento, no lograron eliminar la hepatitis. Sentí que había recibido ayuda del Cielo, pero tenía que seguir pidiendo…».

«Vimos a Dios actuando a través de ella»

Más tarde consiguió iniciar un nuevo tratamiento, recién autorizado por la Administración de Alimentos y Medicamentos estadounidense (FDA, por sus siglas en inglés). No obstante, durante dicho tratamiento le encontraron un tumor canceroso en el hígado imposible de eliminar debido al lugar donde se hallaba.

Ante esa situación, Clara decidió viajar a Brasil para visitar la tumba de su celestial bienhechora: «Allí, entre otras cosas le dije: “¡Doña Lucilia, vea usted qué hace con mi tumor; yo no lo quiero!”, si bien que estaba resignada a hacer la voluntad de Dios».

Al regresar a Houston, se constató que el tratamiento para la hepatitis C había sido eficaz y que ya no la padecía. Pero la cirrosis seguía avanzando… La única forma de eliminarla era mediante un trasplante; sin embargo, le encontraron otro tumor canceroso en su hígado.

Podría parecer que todo estaba perdido, pero Dios estaba escribiendo derecho sobre líneas… ¡rectas! Si, porque «aunque eso fuera más grave, era también una ayudad celestial, pues, al ser dos tumores, subía en la escala de prioridad» de la lista de espera para trasplantes, afirma Clara. Y concluye agradecida: «Tenía las condiciones perfectas para ser candidata al trasplante. Una vez más vimos la mano de Dios actuando a través de Dña. Lucilia».

Maternal y dulce consuelo

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Clara con sus hijas, en convalecencia

En medio de esa lucha, una de sus hijas que estaba en Brasil se dirigió a la tumba de Dña. Lucilia para pedirle una vez más por su madre rogándole: «Doña Lucilia, sólo le pido un hígado nuevo para mi mamá. En este momento no puedo ofrecerle más que una avemaría, pero yo sé que basta con una avemaría para que usted me atienda». Tres días después llegó la noticia de que ya tenían un donante.

«El trasplante finalmente se realizó y, aunque en los meses siguientes la situación aún tuvo idas y venidas, para diciembre de 2017 ya estaba curada y sorprendentemente recuperada. Esto impresionó a los médicos y a muchas personas más; varias veces estuve al borde de la muerte y los médicos no tenían esperanza de que pudiera mejorar. Ahora, con mis 74 años, siento tanta o más energía que antes de que todo esto sucediera.

«Estoy infinitamente agradecida con Dña. Lucilia por este gran milagro y tener el honor de participar mi testimonio de una lucha de casi seis años, donde, a pesar de las pruebas, los sufrimientos y sacrificios por los que tuve que pasar, sentí su maternal y dulce consuelo acompañándome».

*     *     *

(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, octubre 2020)

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Serenidad luciliana inconfundible

En la punta de los horizontes más aflictivos, Doña Lucilia mantenía siempre la misma serenidad, que provenía de la confianza en la Providencia. Era una especie de promesa de Dios de que, en el dolor, el lumen con el cual ella acompañaba el vaivén de los acontecimientos no la abandonaría jamás.

Tratando con mi madre, varias veces me hice esta pregunta: ¿Cuál es la proporción entre la gracia y la naturaleza en el conjunto de su personalidad? Es razonable colocar esa cuestión, porque cuando alguien corresponde mucho a la gracia, esta última toma aires de una segunda naturaleza y da la impresión de que la persona es así, desde lo más profundo de su ser. En cierto sentido, esto es verdad.

Mi madre asumió la gracia y se dejó asumir por ella

La memoria que me quedó en la retina sobre mi madre es la de una persona que, por más profundo que se la viera, no se percibía otra cosa, a no ser el trabajo de la gracia en su alma. Yo sé, por la fe, que siendo ella concebida en pecado original, debería tener un lado opuesto al de la gracia. Sin embargo, de tal manera ella había asumido la gracia y se había dejado asumir por ella, que parecían ser una sola cosa.

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Si no fuese la convivencia continua y mi preocupación de hacer un análisis imparcial, sin dejarme llevar por el afecto de hijo, esa pregunta, de querer saber cuál sería el lado del pecado original en su alma, no parecería justa ni reverente. Sin embargo, yo me puse a mí mismo esa pregunta de otro modo: “¿Qué es gracia, qué es naturaleza?”

Por ejemplo, la suavidad de mi madre, tan y tan notable, tan comunicativa, que marcaba tanto los ambientes donde ella se encontraba, vista bajo un aspecto, tenía consonancia con su temperamento. Pero, no pudiendo haber un temperamento que tuviese únicamente aquella suavidad, era evidente también que debería haber algo contrario a aquello, aunque fuese en algún punto. No obstante, en ella nunca encontré algo negativo digno de nota.

Una vez u otra vi pequeños movimientos de enfado, pero tan pequeños, que sería preciso un microscopio para analizarlos, de tan insignificantes. Parecían no tener raíz en ella, de tal manera se figuraban como una cosa postiza. Mientras que la suavidad, la dulzura ininterrumpida, aquello que vemos en el Quadrinho1, todo eso, sí, parecía tener raíz en su alma.

Por algunos lados, todo eso parecía ser lo natural en ella y, realmente, yo no notaba en la naturaleza de mi madre movimientos dignos de observación, de análisis, adversos a la gracia. Y el carácter sobrenatural de esa acción es sentida por los que van a su tumba en el Cementerio de la Consolación. Muchos van allá con la esperanza de encontrar aquella suavidad, y vuelven con la tranquilidad de haberla encontrado.

No quiero decir que la suavidad fuese un monopolio de ella, pero aquella forma de suavidad era enteramente inconfundible, era ella y de ella.

Suavidad que provenía de la confianza en la Providencia

¿Cómo sería, entonces, esa suavidad y en qué sentido era diferente de las otras suavidades? Sin duda alguna, provenía de la propensión de mi madre de querer bien y de hacer el bien a todo el mundo.

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El»Quadrinho»

Era algo que no transparecía a primera vista, pero, haciendo un análisis cuidadoso como los que yo hacía, muy reverente, pero no de ojos cerrados, ese análisis me llevaba a la siguiente conclusión: había, en el fondo, sin que la palabra fuera pronunciada, una confianza enorme en la Providencia, la cual marcaba su vida y explicaba la suavidad, dándole el soporte racional. Porque, por más que esa sea una bella virtud, solo lo es porque es razonable.

Ahora bien, ¿cuál era el fundamento de la actitud de mi madre frente a las cosas? Debería haber un fundamento razonable. Si no lo tuviese, no sería católico ni sería virtud y yo no lo querría. Si alguien dijese simplemente: “Ese sentimiento es bello, por lo tanto, es razonable”, yo no podría ser un oso perezoso y, pareciéndome eso bello, dejar de buscar el verum que existe por detrás. Por el contrario, el verum debe ser encontrado.

Algo me dice que así se debe ser y que debemos ser infatigables en ese esfuerzo: la razón demostró, luego, busque el pulchrum; el pulchrum demostró, entonces busque la razón. Y de esa “ojivalidad” resulta el bienestar y la misión cumplida del alma.

Serenidad en todas las circunstancias

Naturalmente, yo procuraba hacer eso a propósito de ella y encontraba siempre lo siguiente: en la punta de los horizontes más aflictivos, un acto de confianza. En el extremo de las preocupaciones podían aflorar mil cosas, pero, después, de repente, en el término más pungente, estaba la serenidad. Lo cual explicaba su paciencia y su bondad.

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Ella miraba hacia ese fin de horizonte como miraba el sol cayendo sobre la Plaza Buenos Aires o en la Rua Alagoas, entre la arboleda de la alameda aún no contaminada por los horrores que se esparcieron después. A veces ella comentaba cómo estaba bonito. Ella tenía la misma posición de alma y el mismo modo de ver, la misma serenidad. ¿Por qué? La pregunta va hasta allá.

Me acuerdo de ella, ya bien anciana, con una incomodidad digestiva considerablemente más seria de lo común. Mandé a llamar al médico. Para una persona de aquella edad, la visita de un médico puede significar una sentencia de vida o de muerte. Pero ella no se hacía bien la idea de hasta qué punto la muerte pendía sobre ella.

Cuando el médico fue a examinarla, poco antes de que ella entrara en la sala, me dijo: “¡Hijo mío, si supieras qué horror tu madre tiene al cáncer!”

Ahí me di cuenta de que ella pasó la vida entera con esas perturbaciones digestivas y, teniendo esa especie de horror al cáncer, ella podría haber pensado varias veces en esa hipótesis. Habituado desde pequeño a verla con esas incomodidades, nunca me pasó por la mente que ella llegase a tener esa enfermedad. Cuando yo era pequeño no se hablaba de cáncer, ese mal fue un fruto de la modernidad, no la enfermedad en cuanto tal, sino su diseminación.

Yo pensé para conmigo: “De repente lo es. Y la muerte de cáncer es inexorable y muy dolorosa.” Después del examen, el médico fue a la sala para conversar con mi hermana, mi sobrina y conmigo. Durante la exposición, llamé su atención a propósito, corté la explicación y le pregunté:

– Doctor, ¿será cáncer?

Él tuvo un pequeño sobresalto y dio la siguiente respuesta:

– Por ahora no hay derecho a pensar en eso.

No habían aparecido los síntomas propios para definir si era o no cáncer. Pero se comprende, por tanto, cómo eso le debe haber causado innumerables preocupaciones a ella. No obstante, mantenía siempre aquella serenidad.

Me acuerdo también una vez que pusieron en sus pañuelos un monograma, que a ella no le gustó. Me dijo, pero con aquella suavidad, que no le había gustado aquello, estaban feos.

Yo dije:

– Mi bien, pero usted… ¿Qué se puede hacer? Le conviene aprovechar los pañuelos.

– Sí, no hay duda, pero, ¿usar yo esto hasta el fin de la vida?

Era el fin de la vida, pero ella lo mencionaba como algo muy remoto. Lo cual hacía el problema “muero, no muero”, más agudo para el instinto de conservación.

También en tensiones en las relaciones con personas a quien ella quería mucho… En el fondo… aquella serenidad.

¡El lumen de mi vida no se apagará!

Su serenidad era un poco diferente. La nuestra consiste en, al tener delante de nosotros cierta perspectiva, mantenernos serenos por saber que Nuestra Señora no permitirá que tal perspectiva se realice.

Con mi madre no era propiamente así, sino: “Pase lo que pase, cierto lumen que yo espero tener en mi vida, no se apagará.” Era una especie de promesa de la Providencia de que, en el dolor, aquel lumen con el cual ella acompañaba el vaivén de los acontecimientos no la abandonaría nunca. Como si dijese: “Aquello va a continuar, de un modo o de otro, ¡suceda conmigo lo que suceda, sea lo que sea, será, será, será!”

A mi modo de ver, era una especie de flash discreto y permanente. No era una llamarada, pero dentro de un firmamento lila, era como la luz de la luna. Eso explicaba la paciencia de ella y todo el resto.

Un lugar impregnado de paz luciliana

Sin haberla conocido, no obstante, muchas personas notan su presencia en el Primeiro Andar2, sintiéndolo como un lugar de paz, pero de una paz específica que todo mi torbellino no consiguió interrumpir.

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Primeiro Andar

Mi sala de trabajo era, en buena medida, su living. En la sala, mi madre permanecía mucho para rezar; en la saleta rosada apenas entraba, para ver si estaba en orden. Ella era económica y ahorraba las cosas, sabía que yo tenía finanzas limitadas y no quería desgastar los muebles, por eso, para rezar, ella lo hacía muchas veces de pie. Y al final de su vida, cuando ya estaba bien anciana, mandaba a poner junto a la imagen del Sagrado Corazón de Jesús una silla sin brazos y rezaba sentada.

El resto del tiempo, mi madre lo dividía entre el comedor, del cual gustaba mucho por causa de la vista de la Plaza Buenos Aires y porque era muy bañado por el sol, y el living pequeño, de ella y de mi padre, donde se quedaba poco, porque entraba menos luz solar; en mi sala de trabajo, ella permanecía un buen tiempo y rezaba mucho. Todo aquello quedó impregnado de alguna gracia.

Ahora bien, si por razones inconcebibles aquel apartamento –con el mobiliario y todo lo que está allá adentro, exactamente como está–, fuese a parar en manos de un tercero y alguien pusiese un cuadro extravagante en una de aquellas paredes o colocase un objeto moderno, aunque fuese pequeño, rasgaría, despedazaría el ambiente.

Si algún día yo notase el ambiente alterado, mandaría a verificar si no hay algún objeto de esos en alguna gaveta de la casa. Yo siento una oposición y una santa incompatibilidad. Expresión, posiblemente, de la firmeza de la persona tan dulce que ella fue, de la reversibilidad. Ahí tenemos la reversibilidad entre la firmeza y la bondad. 

(Extraído de conferencia del 1/5/1981)

  1. Cuadro al óleo, que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos con base en una de las últimas fotografías de Doña Lucilia.
      ↩︎
  2. Residencia del Dr. Plinio en la Rua Alagoas, 350, en el barrio de Higienópolis, en São Paulo. ↩︎

La belleza de la rectitud

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Doña Lucilia hacía que su hijo percibiese continuamente la belleza de la rectitud. De modo especial, ella lo manifestaba a través de la mirada. Y además de resaltar lo que existe de bello en la rectitud, ella le daba a conocer el reposo y la serenidad que el alma humana siente siendo recta. De esta manera ella alimentaba en su alma la inocencia, la suavidad, la tranquilidad y la paz.

 

Hay en el hombre concebido en el pecado original un aspecto por donde aparecen los  efectos de ese pecado que lo inclinan al mal, y otro lado de la personalidad humana que corresponde frecuentemente a la gracia y tiene una tendencia al bien.

Paz de alma y lucha contra las malas tendencias

Así se forma dentro del hombre lo que los autores espirituales, en lenguaje primoroso llaman “hombre nuevo” y “hombre viejo”. El “hombre viejo” es el que nació en su mera naturaleza, y el “hombre nuevo” es el que renació por el Bautismo. El hombre bautizado lucha contra el no bautizado, concebido en el pecado original. Ambos están en guerra continua. Entonces, cuando se habla de paz, es preciso considerar que en una persona concebida en el pecado original no hay paz entre esos “dos hombres”.
El “hombre nuevo”, o sea, el lado bueno del ser humano puede estar en
paz cuando la persona tiene su Fe firme, la conciencia tranquila porque cumple su deber, confía en la Providencia y por tanto sabe que, suceda lo que suceda, ella enfrenta los males. Es una paz interior que reina en la parte más noble, más excelente de su propia alma. Esa paz de alma puede y debe ser inmensa y muy profunda; es la paz de los justos. Pero la condición de esa paz del justo es que se mantenga en guerra contra el “hombre viejo”, de lo contrario pierde la paz, porque hace concesiones al mal y comienzan los reveses.

Un ejemplo al alcance de todos es cuando una persona mantiene integralmente la pureza, evitando cualquier mala mirada o mal pensamiento. Esa persona encuentra en la pureza una gran fuente de paz, cuya condición de subsistencia es la guerra continua contra todas las tendencias para la impureza. Si no hubiere esa guerra continua, la persona no obtiene la paz profunda proporcionada por la pureza.
Otro ejemplo es la Fe. La persona tiene una Fe íntegra, y rechaza toda tentación, todo pensamiento contra la Fe. Ella descansa en la certeza, que es recta, íntegra, coherente, lógica. Evidentemente esa es una gran fuente de paz, pero supone la guerra contra todas las tendencias que en el hombre pueden llevarlo a dudar contra la Fe.

Serenidad proporcionada por la rectitud

Doña Lucilia me hacía percibir, continuamente, la belleza de la rectitud. De modo especial, ella lo manifestaba a través de la mirada, muy expresiva en ese sentido. Y además de resaltar lo que existe de bello en la rectitud, me daba a conocer el reposo y la serenidad que el alma humana siente siendo recta. En el propio ejemplo de mamá, al
analizar sus fotografías, se puede constatar esta verdad. Incluso en aquellas en que aparece preocupada, no se nota ninguna agitación de su parte. Por el contrario, la mirada continúa transmitiendo una disposición de espíritu completamente serena. La preocupación con calma representa, además, un gran equilibrio de alma. Todo hombre, en esta tierra de exilio, pasa por preocupaciones. Una cosa, sin embargo, es quedar preocupado; otra es dejarse tomar del nerviosismo, ansiedades, etc.; actitudes que mamá procuraba y conseguía apartar de su corazón.

Una manera peculiar de percibir la paz que había en el alma de mamá era observarla mientras dormía. Con la intimidad de hijo, naturalmente, yo la vi innumerables veces en sus momentos de reposo. La veía también en la hora en que despertaba, sobre todo en mi tiempo de niño y adolescente, cuando me despedía de ella antes de ir al colegio: no hacía cumplidos, la despertaba y tenía con ella unos minutos de conversación. Después que crecí más, moderé un poco ese hábito. Pero en aquella época, luego de sacarla de su justo descanso, le preguntaba: “Mi bien, buen día. ¿Cómo estás?” Y yo notaba que, en ella, el paso del reposo al estado de vigilia era sereno, y con la primera mirada ya abierta a la realidad que la rodeaba. Se tenía la impresión de que el sueño de ella era profundo, restaurador, reparador. A tal punto que yo la miraba y me venía este pensamiento: “¡Cómo debe ser agradable dormir su sueño!” Mamá, por otra parte, acostumbraba decir que el sueño era un inmenso beneficio que Dios concede a los hombres, porque suspende sobre estos los infortunios de la vida.
Entonces yo veía un alma a la cual no le eran ahorrados los sufrimientos, pero que sabía dormir en paz. Por tanto, muy distante de ser un alma agitada y nerviosa por causa de las preocupaciones, que siempre nos aguardan a lo largo de la existencia terrena.

Plinio y Rosée

Plinio y Rosée

Jamás compararse

Una de las cosas que más agita al hombre es la envidia, y ésta nace de las comparaciones. Por eso, compararse a los otros es uno de los mayores errores que se pueda cometer. Comparándonos, comienza la envidia, el amor propio, la catarata de los vicios, en breve, la tentación de la impureza está golpeando las puertas.
La tentación contra la pureza, muchísimas veces, es hija de esta comparación que agita a la persona. Una cosa que yo nunca vi hacer a Doña Lucilia era compararse. Sólo hacía comparación en el siguiente sentido: cuando nos retaba a mi hermana o a mí, y había cerca un niño que estaba procediendo muy bien en aquel punto, mamá decía: “¡Vea a tal niño!” Pero en ese caso se trataba de una emulación a la virtud, y eso está muy bien. Fuera de eso, nunca hacer comparación con nadie.
Así ella alimentaba en mi alma la inocencia, la suavidad, la tranquilidad y la paz.
 


(Extraído de conferencia de 13/06/1982)