Uno de los mayores sufrimientos de mi vida

Plinio en el día de su graduación como abogado

Plinio en el día de su graduación como abogado

Poco después, doña Lucilia, con sumo agrado, vio llegar el día de la graduación de su hijo.
La ceremonia de entrega de los diplomas, que conservaba aún restos de las antiguas tradiciones de las universidades medievales, se revestía de gran solemnidad. Máxime tratándose de la Facultad de Derecho del Largo de São Francisco, una de las más antiguas de Brasil.
El acto se desarrollaba en el Aula Magna de la Facultad, en presencia de todo el cuerpo docente, que comparecía revestido de toga —traje talar cuyo origen remonta a la Edad Media— de autoridades del Estado y de los familiares de los graduandos. Los alumnos debían vestirse de gala, o sea, con el tradicional frac, resto mutilado y sobrio de las vistosas casacas del Ancien Régime. Era justo que, en un momento tan importante en la vida de un hombre, él fuese honrado públicamente por sus méritos en un acto al cual el protocolo confería su debida gravedad.
Desde su infancia, Plinio sentía un desinterés sistemático por las visitas al sastre, debido al sumo fastidio que le suponía tener que probarse la ropa. Y, a pesar de las repetidas advertencias de doña Lucilia, se mandó hacer el frac con un poco de atraso, siendo que no podía comparecer sin él a la ceremonia de graduación.
Llegado el día de la solemnidad, la ropa encargada no estaba lista. Doña Lucilia se quedó preocupada, pues conocía la displicencia de su hijo por esos actos un tanto laicos, y temía que llegase atrasado, o que incluso ni compareciese, lo cual podía interpretarse como falta de interés por el importante evento.
Por la mañana, ella lo llamó y le preguntó:
— Filhão, ¿tu frac no ha llegado todavía del sastre?
— No, mamá; pero prometió entregármelo a la una de la tarde.
Ahora bien, la ceremonia estaba marcada para las dos, y cualquier imprevisto que sucediese imposibilitaría la presencia de Plinio. Como era natural, doña Lucilia se empezó a angustiar pues, siempre previsora, no podía dejar de considerar como probable la peor hipótesis.
— Pero hijo mío, ¿no ves que si el sastre se atrasa llegarás tarde a la ceremonia?
En aquellas circunstancias no había otra cosa que hacer sino esperar, y él intentó
tranquilizarla:
— No, mãezinha, esas cosas suelen salir bien, porque el sastre tiene mucha experiencia
y lo mas seguro es que me lo entregue como prometió.
Ella no dijo nada más. El tiempo fue pasando y… el sastre no aparecía. A la hora de salir para la Facultad de Derecho, como Plinio no estaba listo, les recomendó entonces a doña Lucilia y a doña Rosée que fuesen antes para coger un buen lugar, pues él iría un poco después.
Más o menos a la hora marcada comienza la ceremonia. La orquesta ejecuta el Himno Nacional y el Director de la Facultad declara abierta la sesión. Uno de los alumnos da las gracias en nombre de todos y pronuncia su discurso, señalando la gravedad de la situación del país y la responsabilidad que asumían los licenciados de batallar por los intereses de la nación. Un joven profesor, que apadrina a los graduandos, es homenajeado tras decir elocuentes palabras de estímulo a los nuevos hombres de leyes que iban a iniciar su camino en la vida profesional.
Y va transcurriendo el solemne acto hasta que llega el tan esperado momento de la entrega de los diplomas. Cuidadosamente enrollados, cual preciosos pergaminos, de cada uno colgaba una cinta lacrada con el sello de la Facultad.
Plinio aún no había llegado. Y doña Lucilia estaba naturalmente preocupadísima por el hecho de que no estuviera allí a tiempo.
cap8_039La entrega de los diplomas se hacía por orden alfabético. El rector saludaba personalmente a los graduandos y les dirigía unas palabras de felicitación a los que en especial se habían destacado, lo que hacía la ceremonia bastante larga. Y de la letra A a la letra P aún había un cierto margen de tiempo. Pero a medida que los nombres iban siendo anunciados y el turno de la P de Plinio se aproximaba, aumentaba la preocupación de doña Lucilia, quien lanzaba miradas discretas y escrutadoras hacia la puerta de entrada con la esperanza de ver llegar a su hijo. A Rosée, que tenía mucha vivacidad, se le ocurrió además levantar la hipótesis de que Plinio hubiese sufrido un accidente de automóvil, pues, por el atraso, debía haber obligado al conductor a correr mucho. La mera posibilidad acentuó todavía más la aflicción de doña Lucilia.
Cuando estaban aplaudiendo al licenciado cuyo nombre antecedía al de Plinio, éste último entró en la sala y tomó asiento en su lugar. El alivio de doña Lucilia fue inmenso. El nombre fue proclamado: Plinio Corrêa de Oliveira. Se levantó y fue a recibir el diploma, saludó al Rector y a los profesores, y después, siendo costumbre que los abogados saludaran a sus padres y a los familiares presentes, se dirigió hacia donde estaban doña Lucilia y los demás parientes. A pesar de la angustia que había pasado, ella no dejó traslucir nada ni le hizo la más mínima observación, por lo que su hijo no pudo imaginar que ella hubiese tomado aquello como una tragedia.
Terminada la solemnidad volvieron juntos a casa, donde estaba preparada una fiesta para él y para uno de sus primos, con el cual había realizado los estudios y que también se había graduado aquel día. Cuando disminuyó la efusión de los saludos y de las felicitaciones del primer momento, el viejo mesonero Luis se aproximó al Dr. Plinio y le dijo con su voz cantarina:
— Sr. Plinio, doña Lucilia quiere hablar con usted. Está en su cuarto.
El Dr. Plinio se dirigió inmediatamente para allá, preguntándose qué podría ser: “¿Estará enferma? No parece. ¿Qué será? ¿Algún disgusto?”
Cuando entró en el cuarto, doña Lucilia, para asombro de su hijo, cerró la puerta y se arrodilló delante de él. Plinio, con palabras de afecto, intentó en vano levantarla. Por fin, ella le dijo con mucha gravedad:
— Hoy pasé por uno de los mayores sufrimientos de mi vida, y quiero pedirte, por el amor a Dios, que nunca más hagas esto con tu madre, nunca más repitas un corre-corre como éste y te atrases en actos solemnes. ¡Cuándo se ha visto!… Estaban presentes tus profesores, estaban presentes tus compañeros, estaba presente la Facultad entera y ¡sólo tú llegaste atrasado! ¿Qué van a decir? La hipótesis levantada por doña Rosée de que hubiera tenido un accidente en el camino, no se le apartaba de la mente, y  prosiguió:
— Me vas a prometer que jamás correrás tanto con el coche, para que no sufras un accidente, cosa que me da muchísimo miedo. Hijo mío, ¿me lo prometes? el Dr. Plinio, para tranquilizarla, rió y bromeó un poco, pero ella se mantuvo irreductible e insistió:
— No estoy bromeando, es muy serio. Y tienes que hacerme la promesa de nunca más correr así con el coche, para que no tengas ningún accidente ¿me lo prometes?
El Dr. Plinio, ya conocedor de aquellas serenas intransigencias, se vio obligado a ceder y lo hizo de buen grado. Sólo después de esto, ella se levantó. Tranquilizada, le bendijo, le besó y fueron sin más a participar de la fiesta, que transcurría con alegría. Muchos años después, al recordar aquel día de la graduación de su hijo, ella aún comentaba:
— ¡Ah! qué agonía pasé aquella tarde…