Dos ojos que son un firmamento

El principal punto de adhesión entre el Dr. Plinio y su madre era el hecho de que ella estaba continuamente vuelta hacia una “transesfera” muy noble, elevada, dulce, serena y lúcida, desde lo alto de la cual se relacionaba con todo el mundo.
Eso, que podría parecer etéreo, se expresa muy bien en el Quadrinho (
en portugués, diminutivo de cuadro) de Doña Lucilia, especialmente en los ojos.

Doña Lucilia era una señora de familia o, como se dice hoy de una manera horrible, “de habilidades domésticas”. Vivía para el oficio de una existencia de señora dentro de su casa. No fue una señora de estudios, pues en su tiempo no era costumbre que las señoras estudiaran. Tenía las ideas generales de las señoras que vivían en un ambiente de hombres cultos. Era profundamente católica.

Estado de espíritu siempre noble, elevado y sereno

Pero yo no osaría decir que ese punto fuese el principal de la adhesión entre ella y yo. Ciertamente no habría adhesión si ella no fuese así. Eso es seguro, pero no es lo fundamental. El principal punto de adhesión era un modo de ser de su alma que me parecía estar continuamente vuelto hacia una “transesfera” (Término creado por el Dr. Plinio para significar que, por encima de las realidades visibles, existen las invisibles. Las primeras constituyen la esfera, o sea, el universo material; y las invisibles, la transesfera) el cual, aunque ella se encargase muy bien de todo, lo mejor de su atención y de su afecto estaba dirigido hacia esa “transesfera” muy noble, elevada, dulce, serena y lúcida, desde lo alto de la cual ella se relacionaba con todo el mundo, de tal manera que se percibía que su alma estaba, al mismo tiempo, en la “transesfera” y en las pequeñas cosas concretas.
Me acuerdo de que a ella le gustaba mucho una flor llamada primavera. En la hacienda del Amparo de Nuestra Señora, donde acostumbro a hospedarme, hay una enredadera
con esa flor. Sabiendo que mi madre apreciaba la primavera, los miembros de nuestro Movimiento allí residentes cortaban muchas de aquellas flores y me las daban para llevarle cada vez que yo regresaba a São Paulo.
Cuando llegaba, yo le entregaba las flores, y veía la manera como ella las miraba encantada. A veces, suave y discretamente, mi madre incluso paraba un poco la respiración y después hacía un comentario. Pero yo notaba que el comentario no era nada en comparación con lo que estaba en su espíritu a ese respecto. Sin embargo, lo que ella decía estaba relacionado con una “transesfera” de la que aquellas flores no eran sino el símbolo. Era en último análisis una relación con Dios Nuestro Señor, con Nuestra Señora y con todo lo demás que toca en el mundo sobrenatural.
De ese sentido elevadísimo en el cual Doña Lucilia habitaba procedían todos sus estados de alma, los cuales constituían mi mayor encanto por ella, y que procuré asimilar y transformar en míos tanto cuanto pude.
Este era el principal punto de atracción. Es un poco nebuloso, etéreo, pero las personas se dan cuenta de eso viendo el Quadrinho. Porque viéndolo se nota lo que eso quiere decir en concreto, aunque sea un poco inexplicable.

Historia de una obra maestra

Y a él le daba la impresión de que los ojos de ella le suplicaban que retomara la pintura…

Si quieren saber cuál es el principal punto de atracción del alma de mi madre, para la mía, vean el fondo de su mirada en el Quadrinho y comprenderán. Aquello dice mucho más que cualquier palabra o descripción. Cuando un discípulo mío pintó ese cuadro – teniendo como base una de las últimas fotografías que le tomaron – lo hizo durante un largo viaje, dentro de una furgoneta, en las condiciones más desfavorables que se puedan imaginar para un trabajo de ese tipo. El resultado fue que él terminó la pintura y no le gustó. Entonces borró todo, excepto los ojos, que le parecían haber quedado bien. Así, en el lienzo quedaron apenas los dos ojos. Y a él le daba la impresión de que los ojos de ella le suplicaban que retomara la pintura. Él entonces lo hizo y, a pesar de otras vicisitudes, salió aquella obra maestra. Pues bien, yo me conmuevo imaginando aquellos dos ojos en la tela. Sería casi lo que mi madre fue para mí: dos ojos a lo largo de la vida…
Todo el resto, una tela. ¡Pero aquellos dos ojos eran para mí un firmamento!
Me acuerdo de cuántas y cuántas veces yo miraba a sus ojos profundamente. Y mi madre tenía una cosa curiosa: cuando ella se sentía analizada, tomaba una actitud bien fija y se dejaba mirar. Yo tenía la impresión de que tocaba con la mano el fondo de su alma, de tal manera me quedaba claro quién era ella. ¡Y quedaba encantadísimo, encantadísimo!

(Extraído de conferencia de 2/2/1978)

 

El Chal lila

El chal tiene algo de superfluo que, bien usado, puede dar aires de nobleza, de dignidad. A una señora que tiene la edad del sol cuando se pone, le conviene un chal discreto, distinguido, que orne los ocasos. Y uno de los colores adecuados para Doña Lucilia era el lila, que tiene algo de reflexivo, de triste, de ordenado, de aquello que ya camina hacia el fin.

Aunque un espíritu no tiene color, pues no es de naturaleza material, se pueden relacionar estados de alma con determinados colores, procurando ver el espíritu que en ellos se refleja. Así, podríamos preguntarnos si existe un espíritu color amaretto, nacarado o dorado. El color es apenas un símbolo material de un estado de alma espiritual, inmaterial.

Color, aroma, sonido, sabor, y trazado de una línea

En un primer abordaje, la respuesta a la pregunta resulta una banalidad, porque es claro que a estados de espíritu corresponden colores. Por ejemplo, al negro le corresponde el luto. Y no es por una analogía, por una relación convencional, sino por una correspondencia natural. Un hombre muerto no ve, no siente. Él está para la vida como un ciego para lo deslumbrante de las luces, es decir, no ve. Se encuentra en una noche, en una oscuridad “eterna”, en la cual no ve nada.
Por otro lado, hay colores festivos que indican estados de alma jubilosos, triunfales, así como existen colores y tonalidades que indican el reposo. La experiencia muestra que los artistas utilizan en sus obras este o aquel color para expresar un deter
minado estado de espíritu. Luego esa reversibilidad existe. Sin embargo, podríamos ir más lejos y preguntarnos si sería posible, tratando con personas, percibir qué color corresponde a este o a aquel individuo como mentalidad, y si, por lo tanto, las personas tienen colores, en ese sentido. Evidentemente no entra en consideración aquí la etnia. Si establecemos con una persona un contacto en el cual ella no se siente forzada a representar un papel, no se empeñe en falsificarse para hacerse agradable; por lo tanto, tomada la persona en su autenticidad, y supuesta una convivencia en la que, por la continuidad, los diferentes aspectos de ella van apareciendo y completándose – lo cual no implica una convivencia necesariamente muy larga, basta que sea proporcionada al discernimiento del observador –, podríamos decir que cada persona causa una impresión dominante. A mi modo de ver, esa impresión dominante se podría reducir, simbolizar en un color.
Más aún, creo que si, como vimos, a cada persona podría corresponder un color o una tonalidad dentro de un color, de donde resultarían matices más o menos indefinidos, a cada familia también podría corresponder un color, así como un aroma, un sonido, un sabor.
Eso ocurre también con las formas, pues el modo habitual de andar en la vida, la conducta de la persona o de la familia, sería pasible de reducirse al trazado de una línea. Así, hay personas cuya conducta es simbolizada por una línea tambaleante, otras por una línea recta, y otras por una espiral.

Lo práctico y lo estético

La única persona que yo reduje a un color, muchos años después de haber cesado mi convivencia con ella, fue mi madre. Realmente el brillo de la amatista era exactamente el lumen de ella. Pude notar que mi gusto por la amatista, cuando Doña Lucilia estaba viva, correspondía a un modo de quererla bien. Mientras ella estaba viva, yo nunca hice esta reversión. A posteriori, cuando llegué a realizarla, me di cuenta de cómo todo lo que rodeaba a mi madre estaba inmerso en la luminosidad de la amatista, de un color tirando un poco a oscuro. No es, por tanto, de esas amatistas un poco blancuzcas. Es una amatista de valor, de un color fuerte, casi de cuaresma. El chal que ella usaba continuamente estaba en consonancia con eso.
En general, cuando se trata del asunto de un traje, en las épocas más o menos bien constituidas, como era
todavía el tiempo en el cual ella vivió, al menos en algunos aspectos, se ve que hay una especie de composición entre el lado práctico y el estético. Las personas se hacen una cierta idea del lado práctico y con eso vienen luego algunas ideas del lado estético. Y hacen así un total en el cual no se sabe qué predomina más: lo práctico o lo estético.
El chal es característico a ese respecto. La idea es la siguiente: en aquella época había mucho miedo a los resfriados. Y se comprende bien, porque no existían antibióticos como hoy. Y para curar un resfriado era necesario mucho cuidado, porque de lo contrario degeneraba con cierta facilidad en gripe. Y la gripe podía degenerar en neumonía, y ésta en tuberculosis. Y la tuberculosis, que es una enfermedad infecciosa, mataba un número muy grande de gente en el tiempo en que Doña Lucilia era joven. Basta decir que en las piezas de teatro, la mayor parte de los héroes y heroínas que eran presentados muriendo fallecen de tuberculosis. Tanto que esa enfermedad se volvió frecuente en aquel tiempo. Y el resfriado era el comienzo de un camino descendente que llegaba hasta la tuberculosis. Entonces las personas tomaban un cuidado enorme contra el resfriado, que hoy ya no se justifica, dada la facilidad que se
tiene para combatir las enfermedades infecciosas. La idea práctica para evitar los resfriados, y sobre todo las enfermedades del pulmón, era que las señoras protegiesen los pulmones por medio de un chal. Se ve entonces que el chal envuelve y protege esa
parte más sensible del cuerpo contra el peligro de las neumonías.

Adorno para expresar la mentalidad

De esa idea práctica se apoderó el arte. Y el chal usado por las señoras de ese tiempo fue adoptado como una especie de ornato, como expresión de su mentalidad. Entonces, el chal – que queda por encima del cuerpo y tiene más relación con el vestido, forma el busto de la persona – era muy indicativo de la mentalidad de la señora. Y en una señora con chal aparece sobre todo el busto, formado por el rostro, el cuello y el área del chal; y después viene la falda. Las faldas eran largas y llegaban en general hasta los pies; tenían, por tanto, más importancia indumentaria, en comparación con esos faldones groseros de hoy.
Por otra parte, el chal tenía algo particularmente noble, porque lo verdadero y lo bonito del chal es tener algo de superfluo. Eran paños largos que la persona no solo se ponía para cerrar como un suéter, sino que se doblaba el chal hacia un lado y después hacia el otro. Y lo superfluo bien utilizado puede dar un aire de nobleza, de dignidad. De manera que el chal fácilmente ennoblecía a la señora que supiese usarlo. Los modos de poner, doblar y arreglar el chal eran actitudes casi rituales.
Y la señora mostraba la educación, la elegancia y la inteligencia que tenía, a propósito del chal.
El chal de Doña Lucilia era semejante a los que tenían incontables señoras de aquel tiempo. Ella lo usaba de esa forma y se cuidaba con el chal con mucha compostura, suavemente. Los chales de ella tenían una mezcla de distinción y suavidad en el modo de presentarse, que realmente me encantaba.

Una señora que tiene la edad del sol cuando se pone

El color y los diseños del chal tenían relación con la situación y la edad de la señora que lo usaba. De manera que a una señora anciana no le quedaba bien, por ejemplo, un chal rojo o brillante, con lentejuelas doradas o plateadas; sería una cosa horrible. A una señora que tiene la edad del sol cuando se pone le conviene un chal discreto, distinguido, que adorne los ocasos. Y en esas condiciones, uno de los colores adecuados para mi madre era el lila, que tiene al mismo tiempo algo de azul, sin duda, pero también algo de reflexivo, de triste, de ordenado, de lo que ya camina hacia el fin. El lila le quedaba muy bien a ella. Ese chal fue traído por mi hermana de un viaje a Europa. Tengo casi certeza de que ella lo compró en París. Mi hermana tiene mucho espíritu práctico y al mismo tiempo sabe vestirse muy bien. Y era un chal que tenía tres finalidades: calienta mucho, pesa poco – es importante que pese poco sobre los hombros de una señora anciana – y adorna bien. Aunque sea normal que una persona, vistiendo ese chal, lo use sobre todo en las ocasiones en que está delante de personas extrañas, porque es un bonito ornato, a ella de tal manera le gustó que comenzó a usarlo todos los días.

(Extraído de conferencias de 6/7/1980 y 25/8/1983)


La victoria es de los que sufren bien

A pesar de todos los sufrimientos, Doña Lucilia, la madre del Dr. Plinio, era
suave, tranquila, sin la menor señal de desesperación. Comprendía en toda su
extensión cuáles eran los dolores de la vida, segura de que en el fondo la victoria es de los que sufren, y tenía siempre sus ojos vueltos hacia el Sagrado Corazón de Jesús.

Doña Lucilia nació en un período muy diferente al nuestro, que en Europa tal vez ya había comenzado a declinar un poco, pero en Brasil todavía vivíamos plenamente el régimen del romanticismo.

Romanticismo y hollywoodismo

El romanticismo era una escuela de pensamiento mediocre, aunque tomó cuenta del mundo, y que erigía como principio que el sentido verdadero de la vida del hombre estaba en el dolor; si el hombre sufriese mucho realizaba su existencia. Exactamente lo contrario de un principio peor aún, que era “hollywoodiano”, según el cual la vida del hombre está en el placer: si gozase intensamente la vida, habría realizado su finalidad.
Ella nació en el último período del romanticismo y asistió a la salida del sol espurio del “hollywoodismo”.

Según la escuela del romanticismo, la persona debía examinar su propia vida y buscar en ella lo que era o podía ser una causa de sufrimiento. Los partidarios de esa escuela decían – y en eso tenían razón, pues el mal absoluto no existe – que todo hombre que examine bien sus condiciones de vida encuentra razones de sufrimiento, y debe estar atento a esas razones, comprendiendo que muchas veces no son removibles. Entonces, es necesario aceptar ese dolor reconociendo – otra cosa verdadera – que es un factor de valorización del alma.
En efecto, en lenguaje católico, el dolor es un factor de santificación y es necesario aceptarlo, aunque, siendo posible, podamos y hasta debamos procurar remover los padecimientos que vengan a nuestro encuentro, por permiso de la Providencia.
Por ejemplo, una enfermedad. La persona está enferma, pero tratándose bien puede curarse. El verdadero sentido común no es decir: “¡Dios mío, Vos me mandasteis una enfermedad; yo
abro mis brazos y me entrego!” ¡Bueno, tome un remedio! O una actitud todavía más dura: haga un régimen, pero no lloriquee por lo que usted puede remediar. Dios le envió la enfermedad, pero también el remedio y el dinero para comprarlo. Entonces compre el remedio, tómeselo y acabe con esa enfermedad y también con ese lloriqueo.
No obstante, hay enfermedades y sufrimientos que no se pueden remover. La persona debe aceptarlos: “La Providencia quiso que toda mi vida yo sufriese eso, voy a aceptar de frente, y no procurar cerrar los ojos al significado de mi dolor; por el contrario, voy a verlo por entero: todo lo que pierdo, todo cuanto sufro y aún sufriré por esa causa, y a preparar mi alma como un guerrero se prepara para la guerra.”
Y el enfrentar consiste muchas veces en trabar una lucha más dura que la propia enfermedad o la propia prueba. Por ejemplo, la persona tiene una enfermedad y padece por esa razón. La reacción podría ser: “¡Ay, ay, ay…! ¡Cómo estoy sufriendo!” La verdad no es esa: “¿Usted está sufriendo? Está bien, pero su vida no está hecha solo de sufrimiento, hay otras cosas buenas: pan con mantequilla, por ejemplo. ¡Coma pan y mantequilla, trabaje, luche, ponga su ideal donde debe estar, es decir, al servicio de la Santa Iglesia, para la derrota de satanás, y ponga el pecho!”

Dureza de alma en el trato

En el caso de Doña Lucilia, ella veía dos situaciones. En el tiempo de ese romanticismo, se daba una importancia muy grande a la belleza física femenina, y que la hermosura del rostro tenía una importancia mucho mayor que la del cuerpo. La mujer podía ser una “ballena”; pero si tenía un rostro fantástico, todo estaba aprobado. Pero si ella no era muy bonita de cara, pasaba al último lugar.
En cada familia, la joven querida, admirada, apreciada, era la hija bonita. Y la hija que tuviese un rostro común, por más amable, gentil y cortés que fuese, por más que tuviese buen gusto en el modo de vestirse, no siendo bonita pasaba a un segundo plano. Ahora bien, Doña Lucilia no era considerada bonita por sus contemporáneos, y por esa causa, en el plano de las jóvenes de sociedad, ella pasaba a un segundo lugar. Entonces, en los afectos, en los cariños – no diré de los padres y de los hermanos, sino
del resto de las relaciones – ella pasaba a un plano secundario, y en el primero quedaban las otras.
La estupidez de ese procedimiento, el modo agudo como eso se hacía sentir muchas veces, se mostraban en lo que para ella era el verdadero sufrimiento: la dureza de alma de los otros, y no el hecho de que ella quedase en un segundo plano.

Falsa filosofía de la vida

Voy a contar un pequeño caso ocurrido con una familia determinada, y que hace sentir el asunto vivamente.
Un abogado con una gran oficina en São Paulo ganaba muy buen dinero, y tenía una cliente que le daba muy buenas causas. Era una viuda – o una solterona, no recuerdo bien ese pormenor –, muy rica. Esa señora tenía ya unos sesenta años o más y se enfermó, y no había quien la cuidase. Entonces ese abogado se puso de acuerdo con su esposa y convidaron a esa señora a ir a tratarse en la casa de ellos. Entraba caridad y, probablemente, los negocios de la oficina también.
Mi madre frecuentaba asiduamente esa casa, y, habiendo quedado con mucha pena de esa persona enferma, la trataba con todo cuidado, siendo muy amable y gentil. En esa casa vivía una joven muy bonita que decía:
– Lucilia, tú haces el papel de boba. ¿Por qué la tratas con tanto cariño, le llevas flores, le muestras libros con grabados y tantas cosas para distraerla, cuando ella en el fondo no te quiere? Ella me quiere muy bien a mí.
– Tengo pena de ella – respondió mi madre.
La otra dio una carcajada:
– ¡Tú eres boba! La pena no existe, lo que existe es el interés. La otra tiene interés en agradarme y no en agradarte a ti. Mientras ella esté enferma, va a recibir muy bien tus caricias. Pero si estás aquí presente cuando ella se vaya, vas a ver la manera como ella me agradece a mí y ti. A mí, que una vez por día me acerco a ella, converso con ella algunos minutos y me voy, verás los besos que me va a dar. En cuanto a ti: “Lucilia, muchas gracias”.
A mi madre le pareció improbable tal actitud. En la hora de la despedida, ella estaba allá. La señora enferma le dijo a la joven bonita:
– Muchas gracias por todo lo que hiciste por mí, te estoy muy agradecida, dame un beso, y uno más; jamás me olvidaré de tus caricias.
Después le dijo a mi madre, que estaba al lado de la otra:
– Lucilia, te estoy agradecida, tú fuiste muy gentil conmigo.
¡Esa es la vida, eh! No sé si en la época dura en que estamos es necesario explicar que la vida es así, pues da la impresión de que eso no es una novedad para nadie.
Lo que estaba implícito en el modo como la joven bonita lo decía era: “Yo soy bonita y tú eres fea. Por lo tanto, a ti nadie te da importancia. Tú no consigues nada con nadie, porque bonita soy yo”.
Eso constituye una filosofía de la vida falsa y pésima. Pero, quiérase o no, es una filosofía de la vida.

Fuente de toda consolación

Fons totius consolationis

Fons totius consolationis

Por otro lado, Doña Lucilia fue comprendiendo que en la época en la cual ella vivía las relaciones ya no se movían a no ser por interés, y que el afecto desinteresado hacía parte del tiempo expirante del romanticismo. Con la modernidad había entrado la brutalidad, el interés personal, el poco caso por los otros que sufren, y el desprecio. Eso marcó una gran tristeza en su vida, por comprender que todo no era sino aislamiento, pues todo el mundo era así y ella no tendría posibilidad de encontrar quien tuviese para con ella la forma de afecto y de unión de alma que ella querría tener con tantas personas. De ahí resultaba entonces un problema axiológico: “¿Cómo es la vida? ¿Cómo debo hacer? ¿Cómo debo entender las cosas?” Donde entraba una profunda decepción y un modo muy severo, enteramente real y exacto, de ver a los otros.
Yo ya he visto personas que elogian un examen médico con estas palabras: “Tal doctor hizo un examen médico severísimo”. Evidentemente eso es un elogio, porque es para saber si se está enfermo o no. No se hace un examen flojo para que la enfermedad pase desapercibida. Si es para curar verdaderamente, el examen tiene que ser severísimo.
Antiguamente se usaba mucho esta expresión: “El médico exigió una radiografía”. Es decir, los enfermos no querían dejarse sacar la radiografía, porque la radiografía a veces da susto, y le sacaban el cuerpo, pero no podían, pues “el médico exigió”, o sea, quería decir: “no me siento seguro y no voy a cargar un diagnóstico equivocado en mi espalda; por lo tanto, hágase una radiografía, que yo la analizo y trato su problema, de lo contrario, no lo haré.” Ahora bien, Doña Lucilia hizo un examen severísimo de la vida. Con su sentido común y su rectitud moral, ella hizo una radiografía de la existencia y comprendió cómo era. De ahí resultaba una gran decepción, y también un enorme consuelo, pues se ve bien todo lo que en ella confluía hacia el Sagrado Corazón de Jesús, que es exactamente Fons totius consolationis, según una de las invocaciones de las Letanías del Sagrado Corazón de Jesús: Fuente de todas las consolaciones. Es verdad que, si en la vida encontramos solo decepciones, lo encontraremos a Él, que es la Fuente de toda consolación.

Un camino sembrado de espinas

Eso se aplica también al apostolado. Se entra a la vida de católico militante y se renuncia a una serie de bagatelas para darse enteramente al Sol de Justicia, que es Nuestro Señor Jesucristo, para que la vida transcurra bajo la dulce luz de Nuestra Señora, pulchra ut luna, electa ut sol, terribilis ut castrorum acies ordinata – bella como la luna, electa como el sol y terrible como un ejército en orden de batalla.
Se piensa: “¡Oh, qué legión de amigos magníficos me aguarda allá! Todos tan buenos, renunciaron a tantas cosas, el corazón de ellos es movido, como el mío, por la gracia de Dios y por los mismos ideales, ¡qué maravilla!”
A partir de determinado momento aparece una decepción, después otra, y se ve que todo no es una maravilla… Ora es un compañero de apostolado que está en crisis, y comienza a atormentarnos y a ejercitar nuestra paciencia; otro hace no sé qué, y comprendemos que entramos en un camino como el Víacrucis de Nuestro Señor Jesucristo: sacrosanto, lindo, pero cuyo suelo está sembrado de espinas, las cuales, a veces, nos atraviesan el cuerpo de lado a lado.
Cuando eso sucede, la persona deberá decir: “Yo conocía ese camino, no me dejaron hacerme ilusiones y no las tuve. Ahora llegó la hora.” Y paga el precio. Este es el precio del Cielo.
Quien piensa así puede estar acribillado de sufrimientos, pero su alma es como un cielo azul en un día límpido, pues ella está limpia, libre de desesperación.
Por ejemplo, en los ojos claros y serenos de Jesús moribundo no hay la menor señal de desesperación. ¡Nada! Tranquilos y certísimos del Cielo. Él le dijo al buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso.” Lo que quiere decir: “Yo voy a estar en el Paraíso, y dentro de poco.” Los dolores están aumentando, la liquidación de su cuerpo
lo tritura, Él comprende que ha llegado el fin y que Longinos ya se encuentra afilando su lanza para atravesar bárbaramente su Corazón, símbolo del amor que Él nos tiene. Jesús conoce todo eso, pero sabe también que cuanto más avanzan esos acontecimientos, más Él se aproxima del Cielo.

En la hora de la muerte, una gran señal de la Cruz

De ahí aquella palabra final, que indica todas sus esperanzas: Consummatum est. El precio fue pagado por entero, sufrí todo, ahora el Cielo está delante de mí. Eso explica también por qué un alma como la de mi madre, habiendo sufrido mucho, era suave, tranquila, sin la menor señal de desespero, de destrozo interior, sumisa al dolor, pero comprendiendo en toda su extensión cuáles eran los dolores de la vida, y segura de que en el fondo la victoria sería de los que sufren.
Nada más característico que el momento en que ella sufrió el dolor de la muerte. Ya había amanecido, por lo tanto, ella me podría mandar a llamar para asistir a sus últimos momentos, tanto más cuanto yo estaba en el cuarto del lado. Mi madre percibía su respiración cada vez más corta y sabía que tenía un problema del corazón, propio de personas con la avanzadísima edad que ella había alcanzado, y no podía tener duda de que la hora del consummatum est estaba llegando. ¡Ella ni siquiera quiso incomodarme en esa hora y por eso no me mandó a llamar! Apenas cuando llegó el momento, hizo una gran señal de la cruz, et flavit spiritum (Del latín: expiró).

(Extraído de conferencia del Dr. Plinio 8/2/1995)

 

Espíritu Ordenado

Minientrada

Doña Lucilia era una persona altamente ordenada, cuyo espíritu, aun cuando estaba vuelto hacia las cosas comunes de la vida, estaba con frecuencia orientado hacia Dios.

Una persona que cultivara tulipanes y conociera, por tanto, gran variedad de esas flores muy bonitas, y estuviese dotada de un espíritu ordenado, por lo mejor de su espíritu sería llevada a pensar en un tulipán absoluto, lindísimo, perfectísimo, que encerrase en sí todas las cualidades de su especie, de manera que aquel fuese el tulipán por excelencia.
Ese tulipán no existe. Puede haber uno lindo, el más bonito de los tulipanes que Dios creó, pero uno así, que esté para con los otros tulipanes en ese grado de absoluto, no existe, porque absoluto solo es Dios.

El tulipán perfecto y el palacio de una grandeza inexpresable

Se puede imaginar que una persona procurase hacer una fantasía de ese género de un modo meritorio, virtuosamente, para tener una idea del tulipán perfecto, por un lado, y satisfacer su propio deseo de perfección en todo.
Así, se podría pensar en una persona que tratase varios objetos muy bonitos, todos ellos a su modo perfectos, con las limitaciones propias de este valle de lágrimas. Por ejemplo, un palacio que constituya, con sus muebles, sus parques, sus jardines, sus fuentes, con todo el resto, un conjunto de una belleza inexpresable. La persona piensa qué sería lo más alto en el género palacio, una cosa inalcanzable, pero en la cual el hombre puede pensar, y piensa con mucha seriedad. De manera que el tulipán y el palacio imaginados por él serían, ante todo, aquella forma de perfección que reside principalmente en una seriedad admirable.
Este sería el punto más alto de meditación sobre cosas terrenas que un espíritu humano pudiese concebir. De ahí resultaría una idea abstracta de lo que sería la perfección absoluta, idea esta que la persona no puede reducir a una figura, pero queda en el espíritu. El anhelo de conocer esa perfección absoluta es el deseo de conocer a Dios, porque solo Él es esa perfección absoluta.
Alguien cuya elevación de espíritu lo llevase a dirigirse frecuentemente a ese altísimo páramo, y que aun cuando estuviese cuidando de las cosas comunes de la vida todavía poseyese algo de ese pensamiento dentro del espíritu, sería una persona altamente ordenada, porque el principio del orden es ese. Y el tratar de poner en el orden debido la más pequeña de las cosas, es uno de los efectos de ese principio de orden.

Bondad, dulzura y seriedad

… en aquella en que está sentada en un banco de madera pintado de blanco.

Lo que se veía en mi madre – no sé en qué grado definido, pero en un grado muy alto – era eso. Más allá de su bondad, de su afecto, se veía que estaba en una meditación puesta con mucha dulzura, y sobre todo con mucha seriedad, en este absoluto de las cosas, o sea, Dios Nuestro Señor.
Sobre todo, en las mejores fotografías de Doña Lucilia, eso sobresale mucho. Por ejemplo, en aquella en que está sentada en un banco de madera pintado de blanco. Ella viste un traje de gala, por tanto, en una actitud de quien está participando de una fiesta y se separó un poco para ser fotografiada. Se nota que, con toda naturalidad, terminado el acto de ser fotografiada, saldría del lugar y comenzaría una conversación social – no lo social de hoy, bien entendido, sino del tiempo de ella – con las personas que estuviesen allí, como acostumbra a ser en los actos sociales. Pero por encima de todo hay algo profundamente serio, un tanto doloroso y un tanto extasiado de su alma. Esto era lo mejor de su alma.
Ya en otra fotografía, donde ella está en el extremo de su ancianidad, viendo complacida unas flores, lo que hay de ordenado es diferente de aquella fotografía, en la cual ella tiene treinta y tantos años, y naturalmente aquel completo dominio sobre su propio cuerpo, propio de la edad más distante de la vejez.

Subió de modo ordenado la escalinata del dolor

En esa segunda foto mi madre aparece con el cuerpo como macerado por la vejez, pero de tal manera que no está macerado en nada. Se percibe en ella la edad extrema de casi noventa y dos años, que pocas personas alcanzan. Sin embargo, ella conservó la preocupación de que la generalidad de su cuerpo y de su cabeza conservase una línea muy definida.
Todo cuanto dije con respecto a la elevación, en esa edad Doña Lucilia ciertamente no lo sabría explicitar, pero está en su espíritu y ocupa un lugar predominante en la actitud
general de su persona.
Se nota esto, por ejemplo, por la postura de las manos y de los brazos,
colocados en una posición a la cual no le falta ninguna belleza y orden. Los brazos no están puestos de cualquier forma, como una persona que perdió el gobierno de sí, sino que tienen cierta línea propia de quien sabe que está siendo fotografiada y, por tanto, necesita presentarse de manera decorosa. Por otro lado, ella quiso ser fotografiada prestando atención en las flores, para ser amable con la persona que se las dio – eso era muy de ella –, y el modo de ser amable era ver las flores con la expresión fisonómica de quien está complacida, dando así a entender, discretamente, que el regalo le había agradado, y así contentar a quien quiso agradarla.
Es lo que le era posible hacer en ese extremo de ancianidad. Pero en eso mismo se ve que el deseo del orden la llevó a resistir contra el defecto natural de la edad, e imprimir un
tonus general en la fotografía. ¿No podría alguien – viendo esa fotografía –, preguntar: “¿Quién es esa viejita?”? Esa pregunta no cabe, por causa del cuidado de ella con su propia ordenación.
Por lo que me fue dado ver, ella subió la escalinata del dolor normalmente, escalón por escalón, de manera que, con el paso del tiempo, las decepciones, los sufrimientos se fueron sumando. Pero esa suma se constituía de escalones y en tiempos iguales, de manera que daba la impresión de una ascensión homogénea. Por otro lado, incluso en la avanzada edad de mi madre en esa foto, por ejemplo, la acogida que ella daba a una persona que llegaba era naturalmente graduada conforme a sus disposiciones con relación a esa persona, pues Doña Lucilia no era igualitaria, y quería a unos más, a otros menos. Pero siempre con una abertura, una bonhomía, una acogida, que podían ser comparadas, según el caso, a la luz de un día soleado muy bonito o a una luz más discreta, más dulce, de una linda noche de luna.
Ella tenía así disposiciones de espíritu con relación a esa o aquella persona, conforme los casos y las situaciones de entusiasmo, o de un afecto estable, tranquilo, hasta envejecido, pero que no muda nunca. Ella era muy constante en sus amistades.

Entusiasmo materno delante del afecto filial

A propósito, un caso que me sorprendió un poco, en el cual ese entusiasmo se reveló, fue el día en que se inauguró la Constituyente, siendo yo diputado.
Entré en el recinto de la Cámara, fui hasta la representación paulista –dispuesta ya en la primera fila – y saludé a mis compañeros de representación, como era mi obligación. Enseguida, como no conocía a ningún otro diputado – todos eran nuevos para mí, no tenía obligación de saludar a nadie más –, comencé a mirar las tribunas para saber si ella había encontrado lugar. Porque si no tuviese yo subiría, hacía cualquier cosa y le conseguía un lugar. Por el afecto que le tenía a ella, me parecía natural actuar así, y, por lo tanto, no calculé el efecto de lo que hacía.
Por una circunstancia cualquiera me costó verla. De repente noté a las dos – mi madre y mi hermana –, que estaban sonriendo. Cada una había sacado el pañuelo de la cartera y estaban agitándolo porque, percibiendo que yo no las estaba viendo, quisieron así, con ese gesto, facilitar la búsqueda. Cuando la vi, quedé muy contento e hice una señal con la mano, de saludo, y volví a mi lugar. Terminada la sesión, la asamblea se disolvió y fui a buscarlas a la salida del lugar donde ellas se encontraban con mi padre, para tomar un automóvil y volver al hotel donde estábamos hospedados.
Se trataba del Hotel Gloria, que queda en una posición muy bonita en la playa de Flamengo. Yo había conseguido para ella una habitación excelente, con vista directa al mar. Allí no hay playa, pues la urbanización hizo que la tierra diese directamente a un acantilado con piedras puntiagudas. La coloqué en aquella habitación porque sé que a ella le gustaban mucho los panoramas, y allí el panorama es muy bonito.
Cuando llegué, la encontré sentada en una especie de silla mecedora, viendo el mar que, de hecho, estaba soberbio aquella noche. La luna estaba literalmente dorada y muy bonita. Después, a corta distancia, plantada en una posición por así decir muy fotográfica, había una palmera alta. En Río hay palmeras muy bonitas, altas, grandes. Doña Lucilia estaba disfrutando el reflejo de la luna dorada en el mar y de toda la belleza del panorama.
Entré, me acerqué a ella, la besé, en fin, como era de costumbre. La mecedora era muy baja, de manera que me arrodillé para quedar así a su alcance y decirle alguna cosa; son esas conversaciones comunes.
Ella me dijo:
– Hijo mío, no sabes qué alegría diste hoy a tu madre.
– Pero, ¿cómo así, mi bien?
– ¡Es una de las alegrías más grandes que me has dado en la vida!
Ahí ella hablaba con énfasis. Yo le pregunté:
– Y, ¿por qué?
– Todavía conservo en la retina tu expresión fisonómica en la Cámara, allá abajo,  buscándome y después diciéndome adiós; la expresión de fisionomía alegre y tranquilizada que tomaste cuando viste que yo había encontrado un lugar.
Yo no estaba angustiado, ni era para tanto, sino atento; quería que ella estuviese a gusto.
Al oír eso “caí de las nubes” y dije:
– Pero, mi bien, eso no tiene nada de especial.
– No es verdad – respondió ella –, en ese momento en que podías estar pensando solo en ti y todo lleno de vanidad, pensaste así en tu madre; eso quiere decir mucho. Y hasta ahora estoy llena de alegría por haber recibido de tu parte esa manifestación de afecto filial.
La besé varias veces, jugué un poquito con ella y salí.
Yo no la vi en ningún momento manifestar tanto entusiasmo por alguna actitud mía como en esa ocasión.

(Extraído de conferencia de 26/2/1993)