Gravedad, levedad y distinción

Desde sus tiempos de jovencita, Doña Lucilia mantenía una idea de sublimidad de la vida, que era vista en sus aspectos religiosos por dos lados: la Iglesia y la Civilización Cristiana. Ella quería vivir católicamente en el orden temporal, forzando a ese orden vivir en osmosis con la influencia de la Iglesia.

La fotografía de Doña Lucilia, tomada en París, retrata una característica señora de buena sociedad, de finales de la Belle Époque. La Belle Époque terminó con la Primera Guerra Mundial, que estalló un año o dos después de que mi madre volviera al Brasil.

Seriedad y espíritu de oración

Hay una diferencia enorme entre el porte, el peinado, el traje que ella usaba, propios de la Belle Époque, y lo que vino después con la americanización de la moda. En esta fotografía la moda todavía es intensamente europea; ese vestido debió haber sido encargado a algún costurero francés; y el estilo, el modo de estar ella sentada, son característicos de la Belle Époque, hasta rozando un poco con el romanticismo. El vestido es distinguido, de valor elevado, pero sin ostentación de riqueza. En fin, es el orden temporal sustentando y viviendo en sana harmonía con la virtud católica.
Con una mirada muy firme, enteramente seria; de una seriedad poco común. La posición de la cabeza indica a una persona que está reflexionando con seriedad durante una solemnidad social, lo que en aquel tiempo era muy normal. Sin embargo, una vez pasada la Primera Guerra Mundial esa actitud quedaría ridícula; una persona no pensaría con esa seriedad ni estando sola, porque la época de la seriedad había terminado.
En esta fotografía trasparece un pensamiento profundo, de quien está haciendo oración, en el sentido propio de la palabra, que es
elevatio mentis in Deum. No es apenas hacer súplicas, sino también considerar las cosas a la luz de la Religión Católica.
Se nota mucho en esta fotografía todo del espíritu de aquel tiempo, pero es el espíritu de una persona que pertenece enteramente al orden temporal. Mirando hacia ella no se conseguiría decir: “¡Qué magnífica terciaria franciscana!” Porque no era una terciaria franciscana, sino una señora de sociedad participando de un acto social.

Vivir católicamente en el orden temporal

El sofá en que está sentada Doña Lucilia es un mueble que se usaba en las terrazas, jardines, etc. El fotógrafo la representa como si ella estuviera al aire libre, poniendo al fondo una mezcla entre tempestad y luz clara. Un recurso que no se usó más después de la guerra, porque esa combinación tiene cualquier cosa de grandioso, de trágico, de dramático, que explica totalmente la personalidad de ella.
A propósito, se nota que el fotógrafo era muy bueno, porque su cabeza está presentada en función de esas nubes, exactamente como debía estar. Eso debe ser un tablero movible, puesto exactamente ahí para que pareciera natural, pero en realidad era artísticamente intencional.

Se supone con todo esto, una señora profundamente católica sumergida en la esfera temporal, integrante de esa esfera, que no piensa en hacer otra cosa sino vivir católicamente en el orden temporal, forzando a ese orden a que se encuentre en osmosis con la influencia de la Iglesia.
Terminada la guerra, todo fue cambiando, comenzando por el corte de cabello de las mujeres
à la garçonne. Después, el uso de joyas ostensivamente falsas: perlas del tamaño de bolas, que ni el Sha de Persia tenía, y que ni siquiera existen en el orden natural. Cosas de ese género. Los vestidos con la falda hasta la altura de la rodilla. Y, sobre todo, después de la Primera Guerra Mundial una persona nunca se sentaría en el sofá con esa dignidad; ni tomaría ese aire pensativo y, al mismo tiempo, de grande dame, con tanta levedad. Gravedad, levedad y distinción son cualidades muy difíciles de conjugar. Entretanto, están unidas en ella.

Idea de sublimidad de la vida

Podríamos imaginar un accidente donde alguien muriera cerca, y ella portando esos trajes; inmediatamente se arrodillaría, haría algún homenaje al cadáver, sacaría su rosarito y comenzaría a rezar. Quedaría perfectamente bien.
Cuando hablé de la profundidad de espíritu que mamá manifiesta ahí, en realidad yo quería referirme a su notable elevación de alma. De ahí que ella no era la candidata propia para una conversación burlona. Pero, después de la
Belle Époque la conversación era sólo de bromas. Y si no fuera broma, no era social.
En mamá había un misterio por donde se notaba que su alma era mucho mayor que su entorno. Y que, por tanto, ella vivía una vida de alma mucho mayor que la vida social retratada en esa fotografía. Sin duda, ella vivía por completo en su medio, que la asumió también enteramente, pero que le sobraba mucho.
Y lo que sobraba era ese tal misterio, o sea, una cierta idea de sublimidad de la vida que ella conservaba desde tiempos de jovencita, cuando la existencia se veía en sus aspectos religiosos; por así decir, por dos lados: la Iglesia y la Civilización Cristiana.
La Civilización Cristiana del tiempo de su juventud era muy distinta a la de la época de esta fotografía. Ahí ya decayó mucho. Cuando ella era muchacha, mocetona, era considerado bonito que la persona fuese muy religiosa, católica, seria, recta. Era el modo de ver la vida en su tiempo. Las madres de familia, muy dedicadas; las hijas tenían locura por la madre; los hijos eran el bastón en la vejez de los padres. Por eso mamá respetaba mucho, a la manera católica, las personas de su familia a quienes atribuía esas virtudes. Aunque no siempre tuvieran dichas virtudes, ella creía que las tenían, por causa de su gusto en admirar.

(Extraído de conferencia de 20/4/1991)

La bondad de Doña Lucilia

En Doña Lucilia había una apetencia de espíritu de lo sobrenatural, porque ella quería tener su principal relación con Dios, y todos los otros afectos de ella provenían de este primer afecto. En el fondo, a quien ella más amaba era a Nuestro Señor Jesucristo. Su bondad la llevaba a considerar a las personas con mucha elevación, rodeándolas de dulzura y afecto.

Doña Lucilia fue la última simiente del árbol de la Edad Media que, al caer al suelo, hizo germinar el futuro. Ella es un alma profundamente medieval, pero no en cuanto a una síntesis del pasado. Era llamada a ser, sobre todo, un comienzo del futuro.

Una bondad que ultrapasa la medieval

Por ejemplo, en lo tocante a la bondad. No se puede decir que su bondad fuese estrictamente medieval. La Edad Media está allí adentro, pero es una bondad que ultrapasa la medieval, es un desarrollo de la que existía en aquel período histórico. La bondad de Doña Lucilia es hecha de una elevación de espíritu que multiplica la bondad por la bondad. Me cuesta concebir cómo es que existía en la Edad Media la bondad desde este punto de vista. En mamá había una tendencia, una apetencia del espíritu para un contacto con Dios, porque ella quería tener su principal relación con un Ser tan elevado, noble y sublime, y todos sus otros afectos eran provenientes de ese primer afecto. En el fondo, lo que ella amaba era a Nuestro Señor Jesucristo.
Esto conducía a que toda la bondad que ella tenía fuese constituida de un modo de considerar a los otros con una elevación muy alta, rodeando de dulzura y afecto la persona a quien ella consideraba. Este afecto descendía de esa eminencia, por así decir, casi raptando a la persona hacia una esfera sobrenatural muy elevada también.
Tomemos, por ejemplo, el cántico Anima Christi. Existe casi una diferencia entre las palabras y el tono de voz con aquello que debe ser cantado, por un lado, y la música, por el otro. Porque hay algo de arrebatado en el estilo ignaciano de este cántico. ¡Pero existe al mismo tiempo una ternura llevada a una elevación, a una cosa que es el extremo en su género! De la elevación de quien considera la sublimidad de Nuestro Señor Jesucristo y casi la debilidad de Él.

En el Anima Christi existe una especie de compasión con que es tratado Nuestro Señor, pero, de otro lado, un arrebatamiento. Hay en eso una mezcla de veneración muy profunda y respetuosa, y de ternura que, tomando en consideración la grandeza del Redentor, pero también como llagado, tiene casi recelo de expresarse, por miedo de tocarlo de un modo insuficientemente delicado. Pero en el fondo y en el centro está la evocación de la Persona de Él y de los sentimientos que esa Persona despierta. Así, ese cántico de algún modo lo describe.

El Sagrado Corazón de Jesús era la cima de su amor

Había todo eso en el modo de ser de mamá, por donde el Sagrado Corazón de Jesús era el ápice, la cima de su amor. Eso daba la marca medieval de ella. Porque, aunque la devoción al Sagrado Corazón de Jesús no hubiese nacido en la Edad Media, ella llevaba la ternura del medieval hacia Él hasta el último punto. Es bonito que Nuestro Señor haya aparecido en Paray-le-Monial, cuyos orígenes se remontan a la Orden de Cluny. La consideración de todo esto me llevaba a respetarla profundamente y, al mismo tiempo, a tener hacia ella una ternura la más delicada posible. Pero con la sensación de que todo cuanto yo hiciese no bastaba, pues ella estaba arriba de eso.
Cuando Doña Lucilia murió, sentí un doble lanzazo: de un lado, la noción de que una persona así acababa de ser, inexorablemente, “deshecha” por la justicia divina… Porque la muerte es eso. Los dos elementos constitutivos del ser humano, el alma y el cuerpo, son separados. Por tanto, en ese sentido deshecha. Por lo demás, si no fuese la resurrección, sería un absurdo. Me acordaba de una cancioncilla que se entonaba cuando las Hijas de María hacían procesión en la iglesia de Santa Cecilia: “Misteriosa justicia nos prende, sólo por hijos de la culpa de Adán; mas la ley quebrantada la anuló tu santa y feliz Concepción.” Es decir, realmente es una misteriosa justicia.
De otro lado, su irreparable ausencia. Porque encontrar otra persona así… Puede tener la linterna de Diógenes que no descubre nada…

Reveses y pruebas

Poco antes de ser acometido de diabetes (En diciembre de 1967, como consecuencia de una grave crisis de diabetes, el Dr. Plinio tuvo una gangrena en su pie derecho, siendo sometido a una cirugía en el Hospital Sirio Libanés en San Pablo, para descubrir la infección), estábamos cenando, solos ella y yo en casa. Hablábamos, pero lo mejor de la conversación era su presencia. Por tanto, yo estaba manteniendo la prosa casi por educación, pero de hecho embelesado fantásticamente con ella. Me acuerdo de haber pensado en esto: cómo sería difícil una madre y un hijo quererse tan bien en el mundo de hoy. Y me venía al espíritu la idea: “Esta salita de cenar es en el fondo, una especie de torreoncito donde Nuestra Señora aún conserva un pequeño resto, pero en mamá ¡un resto solar! ¿Será que está en los designios de la Providencia permitir que todo esto se disuelva con una anticipación relativamente grande de los acontecimientos previstos en Fátima?

Mamá fallece; de repente yo muero también, todo esto aquí es vendido, se dispersa, y es otra buena cosa más que desaparece en el mundo…”
Cuando me apareció la infección en el pie me acordé inmediatamente de lo que había pensado. Pasé los días en casa haciendo todo lo posible para que ella no percibiese la
gravedad de mi estado de salud. En cierta ocasión mamá estaba sentada junto a la mesa del comedor, yo pasé por el hall y tuve una caída sin que ella lo viese. La empleada me dijo en un tono medio atrevido y sublevado:
– Pero ¿qué es lo que tiene? ¡Cuéntele de una vez sobre el estado en que se encuentra! Yo manifesté mi disgusto y afirmé:
– ¿No está viendo que no quiero disgustarla?
– Pero así, ¿hasta ese punto?
– Hasta ese punto. Quien gradúa eso soy yo.
Entré en la sala pensando: “Lo que había previsto se está realizando. Esto que tengo aquí es una gangrena.” Mandé llamar a los médicos y entré en un túnel. Pensé: “Un vendaval me va a tomar y ella morirá por estos días…”
Quedaba transido de pena al pensar lo que podría suceder si yo muriese antes que ella. Y me ponía el siguiente problema: ¿Recomiendo que no le digan que fallecí? Porque el problema se establecía. Es decir, para que no le comunicaran que yo había muerto tenía que entrar por el camino de las mentiras. Mas ella, en el estado en que se encontraba, ¿tenía derecho a la verdad?
Pero, de otro lado, si Dios la quería probar, ¿tenía yo el derecho de ahorrarle esa prueba? Es decir… ¡una cosa tremenda!

La silla de ruedas de Doña Lucilia

Cuando me avisaron que ella estaba muriendo, yo acababa de desayunar y de leer el periódico. Me dirigí al cuarto de ella tan rápido cuanto mis condiciones físicas lo permitían y, al llegar, ella ya estaba muerta. Lloré mucho y, al fin de cuentas, fui a mi cuarto. Inexplicablemente, – creo que fue una gracia obtenida por ella – me invadió una paz, una tranquilidad que era casi una alegría.
Fui al cementerio para el entierro, pero no me atreví a ir hasta la sepultura. Al día siguiente partí a nuestra Sede, en Amparo, volviendo de allá para la Misa del séptimo día durante la cual se dio el fenómeno de un rayo de sol sobre unas orquídeas, que
tomé como siendo la señal pedida por mí a Nuestra Señora de que mamá no estaba más en el Purgatorio.

Me acuerdo, por ejemplo, de una bagatela. A mí me desagradaba mucho la silla de ruedas de ella. A mí me hubiera gustado que mamá caminase. El pasito de ella era una de las muchas cosas que me encantaban. ¡Cómo ella conseguía caminar con gravedad y con un pasito rápido! Doña Lucilia era muy grave en lo que ella hacía, pero rápida en el andar. No sé cómo ella conciliaba eso. A pesar de lo antigua y de ya no usarse más sillas de ruedas de aquel tipo, por ser más altas tenían más dignidad que las de los modelos recientes. Y yo no quería verla metida en esas sillas mucho mejores, pero menos dignas. Entonces conseguí esa misma, en la que mamá, quedaba más alta.
Cuando ella murió, mandé devolver la silla de ruedas a la Santa Casa y pagar el  alquiler. Unos cinco días después, comencé a sentir “saudades” de la silla de ruedas y ordené preguntar a la Santa Casa si podían vendérmela.
Son recuerdos que me dicen mucho. Aunque el retroceso del tiempo, en este caso, no mejore la perspectiva, ni me lleve a quererla mejor por causa de eso, por algunos lados invita a una actitud más admirativa con relación a mamá.

(Extraída de conferencia de 20/4/1991)

 

La belleza de la rectitud

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Doña Lucilia hacía que su hijo percibiese continuamente la belleza de la rectitud. De modo especial, ella lo manifestaba a través de la mirada. Y además de resaltar lo que existe de bello en la rectitud, ella le daba a conocer el reposo y la serenidad que el alma humana siente siendo recta. De esta manera ella alimentaba en su alma la inocencia, la suavidad, la tranquilidad y la paz.

 

Hay en el hombre concebido en el pecado original un aspecto por donde aparecen los  efectos de ese pecado que lo inclinan al mal, y otro lado de la personalidad humana que corresponde frecuentemente a la gracia y tiene una tendencia al bien.

Paz de alma y lucha contra las malas tendencias

Así se forma dentro del hombre lo que los autores espirituales, en lenguaje primoroso llaman “hombre nuevo” y “hombre viejo”. El “hombre viejo” es el que nació en su mera naturaleza, y el “hombre nuevo” es el que renació por el Bautismo. El hombre bautizado lucha contra el no bautizado, concebido en el pecado original. Ambos están en guerra continua. Entonces, cuando se habla de paz, es preciso considerar que en una persona concebida en el pecado original no hay paz entre esos “dos hombres”.
El “hombre nuevo”, o sea, el lado bueno del ser humano puede estar en
paz cuando la persona tiene su Fe firme, la conciencia tranquila porque cumple su deber, confía en la Providencia y por tanto sabe que, suceda lo que suceda, ella enfrenta los males. Es una paz interior que reina en la parte más noble, más excelente de su propia alma. Esa paz de alma puede y debe ser inmensa y muy profunda; es la paz de los justos. Pero la condición de esa paz del justo es que se mantenga en guerra contra el “hombre viejo”, de lo contrario pierde la paz, porque hace concesiones al mal y comienzan los reveses.

Un ejemplo al alcance de todos es cuando una persona mantiene integralmente la pureza, evitando cualquier mala mirada o mal pensamiento. Esa persona encuentra en la pureza una gran fuente de paz, cuya condición de subsistencia es la guerra continua contra todas las tendencias para la impureza. Si no hubiere esa guerra continua, la persona no obtiene la paz profunda proporcionada por la pureza.
Otro ejemplo es la Fe. La persona tiene una Fe íntegra, y rechaza toda tentación, todo pensamiento contra la Fe. Ella descansa en la certeza, que es recta, íntegra, coherente, lógica. Evidentemente esa es una gran fuente de paz, pero supone la guerra contra todas las tendencias que en el hombre pueden llevarlo a dudar contra la Fe.

Serenidad proporcionada por la rectitud

Doña Lucilia me hacía percibir, continuamente, la belleza de la rectitud. De modo especial, ella lo manifestaba a través de la mirada, muy expresiva en ese sentido. Y además de resaltar lo que existe de bello en la rectitud, me daba a conocer el reposo y la serenidad que el alma humana siente siendo recta. En el propio ejemplo de mamá, al
analizar sus fotografías, se puede constatar esta verdad. Incluso en aquellas en que aparece preocupada, no se nota ninguna agitación de su parte. Por el contrario, la mirada continúa transmitiendo una disposición de espíritu completamente serena. La preocupación con calma representa, además, un gran equilibrio de alma. Todo hombre, en esta tierra de exilio, pasa por preocupaciones. Una cosa, sin embargo, es quedar preocupado; otra es dejarse tomar del nerviosismo, ansiedades, etc.; actitudes que mamá procuraba y conseguía apartar de su corazón.

Una manera peculiar de percibir la paz que había en el alma de mamá era observarla mientras dormía. Con la intimidad de hijo, naturalmente, yo la vi innumerables veces en sus momentos de reposo. La veía también en la hora en que despertaba, sobre todo en mi tiempo de niño y adolescente, cuando me despedía de ella antes de ir al colegio: no hacía cumplidos, la despertaba y tenía con ella unos minutos de conversación. Después que crecí más, moderé un poco ese hábito. Pero en aquella época, luego de sacarla de su justo descanso, le preguntaba: “Mi bien, buen día. ¿Cómo estás?” Y yo notaba que, en ella, el paso del reposo al estado de vigilia era sereno, y con la primera mirada ya abierta a la realidad que la rodeaba. Se tenía la impresión de que el sueño de ella era profundo, restaurador, reparador. A tal punto que yo la miraba y me venía este pensamiento: “¡Cómo debe ser agradable dormir su sueño!” Mamá, por otra parte, acostumbraba decir que el sueño era un inmenso beneficio que Dios concede a los hombres, porque suspende sobre estos los infortunios de la vida.
Entonces yo veía un alma a la cual no le eran ahorrados los sufrimientos, pero que sabía dormir en paz. Por tanto, muy distante de ser un alma agitada y nerviosa por causa de las preocupaciones, que siempre nos aguardan a lo largo de la existencia terrena.

Plinio y Rosée

Plinio y Rosée

Jamás compararse

Una de las cosas que más agita al hombre es la envidia, y ésta nace de las comparaciones. Por eso, compararse a los otros es uno de los mayores errores que se pueda cometer. Comparándonos, comienza la envidia, el amor propio, la catarata de los vicios, en breve, la tentación de la impureza está golpeando las puertas.
La tentación contra la pureza, muchísimas veces, es hija de esta comparación que agita a la persona. Una cosa que yo nunca vi hacer a Doña Lucilia era compararse. Sólo hacía comparación en el siguiente sentido: cuando nos retaba a mi hermana o a mí, y había cerca un niño que estaba procediendo muy bien en aquel punto, mamá decía: “¡Vea a tal niño!” Pero en ese caso se trataba de una emulación a la virtud, y eso está muy bien. Fuera de eso, nunca hacer comparación con nadie.
Así ella alimentaba en mi alma la inocencia, la suavidad, la tranquilidad y la paz.
 


(Extraído de conferencia de 13/06/1982)

El inapreciable valor de una vida común sin pretensiones

Si le fuese permitido por Dios, Doña Lucilia bajaría del Cielo a consolar a los que sufren en esta tierra para que esos sufrimientos cesen o, en ciertos casos, que soporten el dolor con resignación y dignidad.

Doña Lucilia tenía horror al Infierno, mezcla de temor reverencial y de asco. Le parecía -y con mucha razón- que son personas muy repugnantes las que allá caen. Y hacía expresiones fisionómicas que expresaban ese asco de manera muy categórica.

Horror a los réprobos y compasión por las almas del Purgatorio

De manera que no debemos suponer -ni mucho menos- que ella tuviera el menor movimiento de compasión por aquellos de quien ni Dios tiene compasión: fueron condenados y mandados al Infierno, y ya está todo definido. Pero sentía mucha compasión por las almas que estaban en el Purgatorio y le gustaba rezar por ellas. Comentaba, de vez en cuando, alguna que otra cosa que había leído en libros de piedad sobre el Purgatorio. Pero su principal atención se centraba en el Cielo y el Sagrado Corazón de Jesús. Me pregunto si ella en el Cielo pediría bajar a la tierra a consolarnos. Me parece que lo pediría y tendría un gusto enorme haciendo eso. Pero con el cuidado de no hacerlo tantas veces que nos quitase méritos. Ella tenía una concepción “dura” de las cosas, es decir, que es necesario sufrir en esta tierra. Y por lo tanto, toda idea de transformar la bondad en un medio para el desaparecimiento del dolor, sería una cosa que ella no vería con buenos ojos.
Doña Lucilia sería, eso sí, muy propensa a bajar a la tierra -si le fuese permitido- y consolar a los que están sufriendo para que, en algunos casos, el sufrimiento termine; y, en otros casos, que las personas continúen padeciendo y aguanten el dolor con resignación y dignidad.

¿Cómo eran celebrados los cumpleaños de la Sra. Doña Lucilia…?

Mamá tenía certeza absoluta que yo comparecería para celebrar su cumpleaños. Vivíamos en la misma casa y, además, ella sabía bien cuánto yo la quería y que por tanto era ciertísimo que estaría presente. Ella podría tener un cierto temor de que yo, atrasado por preocupaciones de mi oficina, llegara tarde, pero no comenzaría la comida conmemorativa de su cumpleaños sin mi presencia. Los convidados ya sabían eso y no insistían, y aunque algunas veces quedase un poco preocupada, no me decía nada para no contrariarme. Lo que yo hacía de mi parte en esa ocasión era algo que parecía imposible de hacer, pero cabía en una circunstancia así: un aumento de mi cariño. Cariño mezclado con un poco de broma que yo hacía con ella acerca de un punto cualquiera y que ella sabía muy bien que eran un gracejo.

Por ejemplo, ya conté, que frecuentemente -creo que debido a esa temperatura aquí de Sao Paulo- cuando la besaba, yo sentía en mi rostro la punta de su nariz ligeramente fría y entonces le preguntaba: “¿Cómo así? ¿Esta con mucho frío en la nariz?” Son bromas que se hacen para darle un poquito de alegría a la vida familiar.

…y los del Dr. Plinio

Celebraba mucho más mi cumpleaños que el de ella, pero eso no dependía de mí. Mi cumpleaños era celebrado en el almuerzo y en la cena con un menú reforzado, mientras que en el cumpleaños de ella había solamente una cena a la que comparecían los parientes más allegados.
Para mí ella siempre mandaba a hacer torcazas, porque cuando estuvimos en Alemania, en el hotel de unos termales de aguas medicinales llamada Wiesbaden, servían pichones de torcaza con cierta frecuencia. Y cuando venían con ese plato a la mesa, yo, siempre muy interesado en asuntos gastronómicos, ya me daba cuenta desde lejos y decía aplaudiendo “¡Mamá, palomitos!”.
Doña Lucilia me hacía señal para yo no hacer ruido en un solemne comedor de hotel. Baste decir que en ese gran salón había un ambiente separado por cortinas, con una mesa ya montada para el Kaiser y personas de la Corte. Cuando él llegaba, corrían las cortinas, tocaban el himno de Alemania, aplaudían, el monarca agradecía, se sentaba y después el almuerzo seguía. Pero a pesar de que la atención de los empleados siempre estaba pendiente de que en los tiempos de vacaciones el Kaiser podía aparecer de una hora para otra, el copero quedaba muy contento cuando traía palomitos porque le gustaba ver mi reacción. Y él procuraba traducir la palabra “palomitos” por “pimbinchen”. No existe en alemán ni en portugués esa palabra; era una mezcla de sub-alemán y mal portugués… Me mostraba de lejos el plato y decía: “¡Pimbinchen!” y yo quedaba muy contento.
Entonces cuando llegaba mi cumpleaños ella mandaba comprar “pimbinchens” en el mercado y los preparaba según una receta especial quedando una cosa deliciosa. Colocaba tres o cuatro “pimbinchens” además de un postre. Todo adecuado. Y cuando llegaban los platos ella me decía: “Hijo, los pimbinchens”. Y yo algunas veces manifestaba mayor alegría para contentarla también.
Esa era nuestra vida común familiar sin pretensiones, pero que para mí tenían un valor sin nombre. En lo relacionado con el cumpleaños de ella, Rosé -mi hermana- se encargaba del regalo, porque en general eran artículos para señora de los que yo no tenía la menor idea. Acordaba con mi hermana, arreglábamos las cuentas y ella hacía la compra. De tal manera que yo a veces ni sabía lo que se le había regalado y mamá sabía que eso era así.

Evidentemente hacíamos más oraciones el uno por el otro pero no dialogando. Son cosas del modo de ser paulista antiguo. Eso no quiere decir que sea lo ideal pero tampoco me parece reprensible. Me parece un modo de proceder que podría tal vez ser mejor, pero así estaba bien.

(Extraído de conferencia de 22/4/1993)