La belleza de la rectitud

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Doña Lucilia hacía que su hijo percibiese continuamente la belleza de la rectitud. De modo especial, ella lo manifestaba a través de la mirada. Y además de resaltar lo que existe de bello en la rectitud, ella le daba a conocer el reposo y la serenidad que el alma humana siente siendo recta. De esta manera ella alimentaba en su alma la inocencia, la suavidad, la tranquilidad y la paz.

 

Hay en el hombre concebido en el pecado original un aspecto por donde aparecen los  efectos de ese pecado que lo inclinan al mal, y otro lado de la personalidad humana que corresponde frecuentemente a la gracia y tiene una tendencia al bien.

Paz de alma y lucha contra las malas tendencias

Así se forma dentro del hombre lo que los autores espirituales, en lenguaje primoroso llaman “hombre nuevo” y “hombre viejo”. El “hombre viejo” es el que nació en su mera naturaleza, y el “hombre nuevo” es el que renació por el Bautismo. El hombre bautizado lucha contra el no bautizado, concebido en el pecado original. Ambos están en guerra continua. Entonces, cuando se habla de paz, es preciso considerar que en una persona concebida en el pecado original no hay paz entre esos “dos hombres”.
El “hombre nuevo”, o sea, el lado bueno del ser humano puede estar en
paz cuando la persona tiene su Fe firme, la conciencia tranquila porque cumple su deber, confía en la Providencia y por tanto sabe que, suceda lo que suceda, ella enfrenta los males. Es una paz interior que reina en la parte más noble, más excelente de su propia alma. Esa paz de alma puede y debe ser inmensa y muy profunda; es la paz de los justos. Pero la condición de esa paz del justo es que se mantenga en guerra contra el “hombre viejo”, de lo contrario pierde la paz, porque hace concesiones al mal y comienzan los reveses.

Un ejemplo al alcance de todos es cuando una persona mantiene integralmente la pureza, evitando cualquier mala mirada o mal pensamiento. Esa persona encuentra en la pureza una gran fuente de paz, cuya condición de subsistencia es la guerra continua contra todas las tendencias para la impureza. Si no hubiere esa guerra continua, la persona no obtiene la paz profunda proporcionada por la pureza.
Otro ejemplo es la Fe. La persona tiene una Fe íntegra, y rechaza toda tentación, todo pensamiento contra la Fe. Ella descansa en la certeza, que es recta, íntegra, coherente, lógica. Evidentemente esa es una gran fuente de paz, pero supone la guerra contra todas las tendencias que en el hombre pueden llevarlo a dudar contra la Fe.

Serenidad proporcionada por la rectitud

Doña Lucilia me hacía percibir, continuamente, la belleza de la rectitud. De modo especial, ella lo manifestaba a través de la mirada, muy expresiva en ese sentido. Y además de resaltar lo que existe de bello en la rectitud, me daba a conocer el reposo y la serenidad que el alma humana siente siendo recta. En el propio ejemplo de mamá, al
analizar sus fotografías, se puede constatar esta verdad. Incluso en aquellas en que aparece preocupada, no se nota ninguna agitación de su parte. Por el contrario, la mirada continúa transmitiendo una disposición de espíritu completamente serena. La preocupación con calma representa, además, un gran equilibrio de alma. Todo hombre, en esta tierra de exilio, pasa por preocupaciones. Una cosa, sin embargo, es quedar preocupado; otra es dejarse tomar del nerviosismo, ansiedades, etc.; actitudes que mamá procuraba y conseguía apartar de su corazón.

Una manera peculiar de percibir la paz que había en el alma de mamá era observarla mientras dormía. Con la intimidad de hijo, naturalmente, yo la vi innumerables veces en sus momentos de reposo. La veía también en la hora en que despertaba, sobre todo en mi tiempo de niño y adolescente, cuando me despedía de ella antes de ir al colegio: no hacía cumplidos, la despertaba y tenía con ella unos minutos de conversación. Después que crecí más, moderé un poco ese hábito. Pero en aquella época, luego de sacarla de su justo descanso, le preguntaba: “Mi bien, buen día. ¿Cómo estás?” Y yo notaba que, en ella, el paso del reposo al estado de vigilia era sereno, y con la primera mirada ya abierta a la realidad que la rodeaba. Se tenía la impresión de que el sueño de ella era profundo, restaurador, reparador. A tal punto que yo la miraba y me venía este pensamiento: “¡Cómo debe ser agradable dormir su sueño!” Mamá, por otra parte, acostumbraba decir que el sueño era un inmenso beneficio que Dios concede a los hombres, porque suspende sobre estos los infortunios de la vida.
Entonces yo veía un alma a la cual no le eran ahorrados los sufrimientos, pero que sabía dormir en paz. Por tanto, muy distante de ser un alma agitada y nerviosa por causa de las preocupaciones, que siempre nos aguardan a lo largo de la existencia terrena.

Plinio y Rosée

Plinio y Rosée

Jamás compararse

Una de las cosas que más agita al hombre es la envidia, y ésta nace de las comparaciones. Por eso, compararse a los otros es uno de los mayores errores que se pueda cometer. Comparándonos, comienza la envidia, el amor propio, la catarata de los vicios, en breve, la tentación de la impureza está golpeando las puertas.
La tentación contra la pureza, muchísimas veces, es hija de esta comparación que agita a la persona. Una cosa que yo nunca vi hacer a Doña Lucilia era compararse. Sólo hacía comparación en el siguiente sentido: cuando nos retaba a mi hermana o a mí, y había cerca un niño que estaba procediendo muy bien en aquel punto, mamá decía: “¡Vea a tal niño!” Pero en ese caso se trataba de una emulación a la virtud, y eso está muy bien. Fuera de eso, nunca hacer comparación con nadie.
Así ella alimentaba en mi alma la inocencia, la suavidad, la tranquilidad y la paz.
 


(Extraído de conferencia de 13/06/1982)

El inapreciable valor de una vida común sin pretensiones

Si le fuese permitido por Dios, Doña Lucilia bajaría del Cielo a consolar a los que sufren en esta tierra para que esos sufrimientos cesen o, en ciertos casos, que soporten el dolor con resignación y dignidad.

Doña Lucilia tenía horror al Infierno, mezcla de temor reverencial y de asco. Le parecía -y con mucha razón- que son personas muy repugnantes las que allá caen. Y hacía expresiones fisionómicas que expresaban ese asco de manera muy categórica.

Horror a los réprobos y compasión por las almas del Purgatorio

De manera que no debemos suponer -ni mucho menos- que ella tuviera el menor movimiento de compasión por aquellos de quien ni Dios tiene compasión: fueron condenados y mandados al Infierno, y ya está todo definido. Pero sentía mucha compasión por las almas que estaban en el Purgatorio y le gustaba rezar por ellas. Comentaba, de vez en cuando, alguna que otra cosa que había leído en libros de piedad sobre el Purgatorio. Pero su principal atención se centraba en el Cielo y el Sagrado Corazón de Jesús. Me pregunto si ella en el Cielo pediría bajar a la tierra a consolarnos. Me parece que lo pediría y tendría un gusto enorme haciendo eso. Pero con el cuidado de no hacerlo tantas veces que nos quitase méritos. Ella tenía una concepción “dura” de las cosas, es decir, que es necesario sufrir en esta tierra. Y por lo tanto, toda idea de transformar la bondad en un medio para el desaparecimiento del dolor, sería una cosa que ella no vería con buenos ojos.
Doña Lucilia sería, eso sí, muy propensa a bajar a la tierra -si le fuese permitido- y consolar a los que están sufriendo para que, en algunos casos, el sufrimiento termine; y, en otros casos, que las personas continúen padeciendo y aguanten el dolor con resignación y dignidad.

¿Cómo eran celebrados los cumpleaños de la Sra. Doña Lucilia…?

Mamá tenía certeza absoluta que yo comparecería para celebrar su cumpleaños. Vivíamos en la misma casa y, además, ella sabía bien cuánto yo la quería y que por tanto era ciertísimo que estaría presente. Ella podría tener un cierto temor de que yo, atrasado por preocupaciones de mi oficina, llegara tarde, pero no comenzaría la comida conmemorativa de su cumpleaños sin mi presencia. Los convidados ya sabían eso y no insistían, y aunque algunas veces quedase un poco preocupada, no me decía nada para no contrariarme. Lo que yo hacía de mi parte en esa ocasión era algo que parecía imposible de hacer, pero cabía en una circunstancia así: un aumento de mi cariño. Cariño mezclado con un poco de broma que yo hacía con ella acerca de un punto cualquiera y que ella sabía muy bien que eran un gracejo.

Por ejemplo, ya conté, que frecuentemente -creo que debido a esa temperatura aquí de Sao Paulo- cuando la besaba, yo sentía en mi rostro la punta de su nariz ligeramente fría y entonces le preguntaba: “¿Cómo así? ¿Esta con mucho frío en la nariz?” Son bromas que se hacen para darle un poquito de alegría a la vida familiar.

…y los del Dr. Plinio

Celebraba mucho más mi cumpleaños que el de ella, pero eso no dependía de mí. Mi cumpleaños era celebrado en el almuerzo y en la cena con un menú reforzado, mientras que en el cumpleaños de ella había solamente una cena a la que comparecían los parientes más allegados.
Para mí ella siempre mandaba a hacer torcazas, porque cuando estuvimos en Alemania, en el hotel de unos termales de aguas medicinales llamada Wiesbaden, servían pichones de torcaza con cierta frecuencia. Y cuando venían con ese plato a la mesa, yo, siempre muy interesado en asuntos gastronómicos, ya me daba cuenta desde lejos y decía aplaudiendo “¡Mamá, palomitos!”.
Doña Lucilia me hacía señal para yo no hacer ruido en un solemne comedor de hotel. Baste decir que en ese gran salón había un ambiente separado por cortinas, con una mesa ya montada para el Kaiser y personas de la Corte. Cuando él llegaba, corrían las cortinas, tocaban el himno de Alemania, aplaudían, el monarca agradecía, se sentaba y después el almuerzo seguía. Pero a pesar de que la atención de los empleados siempre estaba pendiente de que en los tiempos de vacaciones el Kaiser podía aparecer de una hora para otra, el copero quedaba muy contento cuando traía palomitos porque le gustaba ver mi reacción. Y él procuraba traducir la palabra “palomitos” por “pimbinchen”. No existe en alemán ni en portugués esa palabra; era una mezcla de sub-alemán y mal portugués… Me mostraba de lejos el plato y decía: “¡Pimbinchen!” y yo quedaba muy contento.
Entonces cuando llegaba mi cumpleaños ella mandaba comprar “pimbinchens” en el mercado y los preparaba según una receta especial quedando una cosa deliciosa. Colocaba tres o cuatro “pimbinchens” además de un postre. Todo adecuado. Y cuando llegaban los platos ella me decía: “Hijo, los pimbinchens”. Y yo algunas veces manifestaba mayor alegría para contentarla también.
Esa era nuestra vida común familiar sin pretensiones, pero que para mí tenían un valor sin nombre. En lo relacionado con el cumpleaños de ella, Rosé -mi hermana- se encargaba del regalo, porque en general eran artículos para señora de los que yo no tenía la menor idea. Acordaba con mi hermana, arreglábamos las cuentas y ella hacía la compra. De tal manera que yo a veces ni sabía lo que se le había regalado y mamá sabía que eso era así.

Evidentemente hacíamos más oraciones el uno por el otro pero no dialogando. Son cosas del modo de ser paulista antiguo. Eso no quiere decir que sea lo ideal pero tampoco me parece reprensible. Me parece un modo de proceder que podría tal vez ser mejor, pero así estaba bien.

(Extraído de conferencia de 22/4/1993)

Dos ojos que son un firmamento

El principal punto de adhesión entre el Dr. Plinio y su madre era el hecho de que ella estaba continuamente vuelta hacia una “transesfera” muy noble, elevada, dulce, serena y lúcida, desde lo alto de la cual se relacionaba con todo el mundo.
Eso, que podría parecer etéreo, se expresa muy bien en el Quadrinho (
en portugués, diminutivo de cuadro) de Doña Lucilia, especialmente en los ojos.

Doña Lucilia era una señora de familia o, como se dice hoy de una manera horrible, “de habilidades domésticas”. Vivía para el oficio de una existencia de señora dentro de su casa. No fue una señora de estudios, pues en su tiempo no era costumbre que las señoras estudiaran. Tenía las ideas generales de las señoras que vivían en un ambiente de hombres cultos. Era profundamente católica.

Estado de espíritu siempre noble, elevado y sereno

Pero yo no osaría decir que ese punto fuese el principal de la adhesión entre ella y yo. Ciertamente no habría adhesión si ella no fuese así. Eso es seguro, pero no es lo fundamental. El principal punto de adhesión era un modo de ser de su alma que me parecía estar continuamente vuelto hacia una “transesfera” (Término creado por el Dr. Plinio para significar que, por encima de las realidades visibles, existen las invisibles. Las primeras constituyen la esfera, o sea, el universo material; y las invisibles, la transesfera) el cual, aunque ella se encargase muy bien de todo, lo mejor de su atención y de su afecto estaba dirigido hacia esa “transesfera” muy noble, elevada, dulce, serena y lúcida, desde lo alto de la cual ella se relacionaba con todo el mundo, de tal manera que se percibía que su alma estaba, al mismo tiempo, en la “transesfera” y en las pequeñas cosas concretas.
Me acuerdo de que a ella le gustaba mucho una flor llamada primavera. En la hacienda del Amparo de Nuestra Señora, donde acostumbro a hospedarme, hay una enredadera
con esa flor. Sabiendo que mi madre apreciaba la primavera, los miembros de nuestro Movimiento allí residentes cortaban muchas de aquellas flores y me las daban para llevarle cada vez que yo regresaba a São Paulo.
Cuando llegaba, yo le entregaba las flores, y veía la manera como ella las miraba encantada. A veces, suave y discretamente, mi madre incluso paraba un poco la respiración y después hacía un comentario. Pero yo notaba que el comentario no era nada en comparación con lo que estaba en su espíritu a ese respecto. Sin embargo, lo que ella decía estaba relacionado con una “transesfera” de la que aquellas flores no eran sino el símbolo. Era en último análisis una relación con Dios Nuestro Señor, con Nuestra Señora y con todo lo demás que toca en el mundo sobrenatural.
De ese sentido elevadísimo en el cual Doña Lucilia habitaba procedían todos sus estados de alma, los cuales constituían mi mayor encanto por ella, y que procuré asimilar y transformar en míos tanto cuanto pude.
Este era el principal punto de atracción. Es un poco nebuloso, etéreo, pero las personas se dan cuenta de eso viendo el Quadrinho. Porque viéndolo se nota lo que eso quiere decir en concreto, aunque sea un poco inexplicable.

Historia de una obra maestra

Y a él le daba la impresión de que los ojos de ella le suplicaban que retomara la pintura…

Si quieren saber cuál es el principal punto de atracción del alma de mi madre, para la mía, vean el fondo de su mirada en el Quadrinho y comprenderán. Aquello dice mucho más que cualquier palabra o descripción. Cuando un discípulo mío pintó ese cuadro – teniendo como base una de las últimas fotografías que le tomaron – lo hizo durante un largo viaje, dentro de una furgoneta, en las condiciones más desfavorables que se puedan imaginar para un trabajo de ese tipo. El resultado fue que él terminó la pintura y no le gustó. Entonces borró todo, excepto los ojos, que le parecían haber quedado bien. Así, en el lienzo quedaron apenas los dos ojos. Y a él le daba la impresión de que los ojos de ella le suplicaban que retomara la pintura. Él entonces lo hizo y, a pesar de otras vicisitudes, salió aquella obra maestra. Pues bien, yo me conmuevo imaginando aquellos dos ojos en la tela. Sería casi lo que mi madre fue para mí: dos ojos a lo largo de la vida…
Todo el resto, una tela. ¡Pero aquellos dos ojos eran para mí un firmamento!
Me acuerdo de cuántas y cuántas veces yo miraba a sus ojos profundamente. Y mi madre tenía una cosa curiosa: cuando ella se sentía analizada, tomaba una actitud bien fija y se dejaba mirar. Yo tenía la impresión de que tocaba con la mano el fondo de su alma, de tal manera me quedaba claro quién era ella. ¡Y quedaba encantadísimo, encantadísimo!

(Extraído de conferencia de 2/2/1978)

 

El Chal lila

El chal tiene algo de superfluo que, bien usado, puede dar aires de nobleza, de dignidad. A una señora que tiene la edad del sol cuando se pone, le conviene un chal discreto, distinguido, que orne los ocasos. Y uno de los colores adecuados para Doña Lucilia era el lila, que tiene algo de reflexivo, de triste, de ordenado, de aquello que ya camina hacia el fin.

Aunque un espíritu no tiene color, pues no es de naturaleza material, se pueden relacionar estados de alma con determinados colores, procurando ver el espíritu que en ellos se refleja. Así, podríamos preguntarnos si existe un espíritu color amaretto, nacarado o dorado. El color es apenas un símbolo material de un estado de alma espiritual, inmaterial.

Color, aroma, sonido, sabor, y trazado de una línea

En un primer abordaje, la respuesta a la pregunta resulta una banalidad, porque es claro que a estados de espíritu corresponden colores. Por ejemplo, al negro le corresponde el luto. Y no es por una analogía, por una relación convencional, sino por una correspondencia natural. Un hombre muerto no ve, no siente. Él está para la vida como un ciego para lo deslumbrante de las luces, es decir, no ve. Se encuentra en una noche, en una oscuridad “eterna”, en la cual no ve nada.
Por otro lado, hay colores festivos que indican estados de alma jubilosos, triunfales, así como existen colores y tonalidades que indican el reposo. La experiencia muestra que los artistas utilizan en sus obras este o aquel color para expresar un deter
minado estado de espíritu. Luego esa reversibilidad existe. Sin embargo, podríamos ir más lejos y preguntarnos si sería posible, tratando con personas, percibir qué color corresponde a este o a aquel individuo como mentalidad, y si, por lo tanto, las personas tienen colores, en ese sentido. Evidentemente no entra en consideración aquí la etnia. Si establecemos con una persona un contacto en el cual ella no se siente forzada a representar un papel, no se empeñe en falsificarse para hacerse agradable; por lo tanto, tomada la persona en su autenticidad, y supuesta una convivencia en la que, por la continuidad, los diferentes aspectos de ella van apareciendo y completándose – lo cual no implica una convivencia necesariamente muy larga, basta que sea proporcionada al discernimiento del observador –, podríamos decir que cada persona causa una impresión dominante. A mi modo de ver, esa impresión dominante se podría reducir, simbolizar en un color.
Más aún, creo que si, como vimos, a cada persona podría corresponder un color o una tonalidad dentro de un color, de donde resultarían matices más o menos indefinidos, a cada familia también podría corresponder un color, así como un aroma, un sonido, un sabor.
Eso ocurre también con las formas, pues el modo habitual de andar en la vida, la conducta de la persona o de la familia, sería pasible de reducirse al trazado de una línea. Así, hay personas cuya conducta es simbolizada por una línea tambaleante, otras por una línea recta, y otras por una espiral.

Lo práctico y lo estético

La única persona que yo reduje a un color, muchos años después de haber cesado mi convivencia con ella, fue mi madre. Realmente el brillo de la amatista era exactamente el lumen de ella. Pude notar que mi gusto por la amatista, cuando Doña Lucilia estaba viva, correspondía a un modo de quererla bien. Mientras ella estaba viva, yo nunca hice esta reversión. A posteriori, cuando llegué a realizarla, me di cuenta de cómo todo lo que rodeaba a mi madre estaba inmerso en la luminosidad de la amatista, de un color tirando un poco a oscuro. No es, por tanto, de esas amatistas un poco blancuzcas. Es una amatista de valor, de un color fuerte, casi de cuaresma. El chal que ella usaba continuamente estaba en consonancia con eso.
En general, cuando se trata del asunto de un traje, en las épocas más o menos bien constituidas, como era
todavía el tiempo en el cual ella vivió, al menos en algunos aspectos, se ve que hay una especie de composición entre el lado práctico y el estético. Las personas se hacen una cierta idea del lado práctico y con eso vienen luego algunas ideas del lado estético. Y hacen así un total en el cual no se sabe qué predomina más: lo práctico o lo estético.
El chal es característico a ese respecto. La idea es la siguiente: en aquella época había mucho miedo a los resfriados. Y se comprende bien, porque no existían antibióticos como hoy. Y para curar un resfriado era necesario mucho cuidado, porque de lo contrario degeneraba con cierta facilidad en gripe. Y la gripe podía degenerar en neumonía, y ésta en tuberculosis. Y la tuberculosis, que es una enfermedad infecciosa, mataba un número muy grande de gente en el tiempo en que Doña Lucilia era joven. Basta decir que en las piezas de teatro, la mayor parte de los héroes y heroínas que eran presentados muriendo fallecen de tuberculosis. Tanto que esa enfermedad se volvió frecuente en aquel tiempo. Y el resfriado era el comienzo de un camino descendente que llegaba hasta la tuberculosis. Entonces las personas tomaban un cuidado enorme contra el resfriado, que hoy ya no se justifica, dada la facilidad que se
tiene para combatir las enfermedades infecciosas. La idea práctica para evitar los resfriados, y sobre todo las enfermedades del pulmón, era que las señoras protegiesen los pulmones por medio de un chal. Se ve entonces que el chal envuelve y protege esa
parte más sensible del cuerpo contra el peligro de las neumonías.

Adorno para expresar la mentalidad

De esa idea práctica se apoderó el arte. Y el chal usado por las señoras de ese tiempo fue adoptado como una especie de ornato, como expresión de su mentalidad. Entonces, el chal – que queda por encima del cuerpo y tiene más relación con el vestido, forma el busto de la persona – era muy indicativo de la mentalidad de la señora. Y en una señora con chal aparece sobre todo el busto, formado por el rostro, el cuello y el área del chal; y después viene la falda. Las faldas eran largas y llegaban en general hasta los pies; tenían, por tanto, más importancia indumentaria, en comparación con esos faldones groseros de hoy.
Por otra parte, el chal tenía algo particularmente noble, porque lo verdadero y lo bonito del chal es tener algo de superfluo. Eran paños largos que la persona no solo se ponía para cerrar como un suéter, sino que se doblaba el chal hacia un lado y después hacia el otro. Y lo superfluo bien utilizado puede dar un aire de nobleza, de dignidad. De manera que el chal fácilmente ennoblecía a la señora que supiese usarlo. Los modos de poner, doblar y arreglar el chal eran actitudes casi rituales.
Y la señora mostraba la educación, la elegancia y la inteligencia que tenía, a propósito del chal.
El chal de Doña Lucilia era semejante a los que tenían incontables señoras de aquel tiempo. Ella lo usaba de esa forma y se cuidaba con el chal con mucha compostura, suavemente. Los chales de ella tenían una mezcla de distinción y suavidad en el modo de presentarse, que realmente me encantaba.

Una señora que tiene la edad del sol cuando se pone

El color y los diseños del chal tenían relación con la situación y la edad de la señora que lo usaba. De manera que a una señora anciana no le quedaba bien, por ejemplo, un chal rojo o brillante, con lentejuelas doradas o plateadas; sería una cosa horrible. A una señora que tiene la edad del sol cuando se pone le conviene un chal discreto, distinguido, que adorne los ocasos. Y en esas condiciones, uno de los colores adecuados para mi madre era el lila, que tiene al mismo tiempo algo de azul, sin duda, pero también algo de reflexivo, de triste, de ordenado, de lo que ya camina hacia el fin. El lila le quedaba muy bien a ella. Ese chal fue traído por mi hermana de un viaje a Europa. Tengo casi certeza de que ella lo compró en París. Mi hermana tiene mucho espíritu práctico y al mismo tiempo sabe vestirse muy bien. Y era un chal que tenía tres finalidades: calienta mucho, pesa poco – es importante que pese poco sobre los hombros de una señora anciana – y adorna bien. Aunque sea normal que una persona, vistiendo ese chal, lo use sobre todo en las ocasiones en que está delante de personas extrañas, porque es un bonito ornato, a ella de tal manera le gustó que comenzó a usarlo todos los días.

(Extraído de conferencias de 6/7/1980 y 25/8/1983)