En ausencia del “filhão”¹

Doña Lucilia conservó hasta su extrema vejez un orden en todas las cosas que hacía. No dejaba nada para el día siguiente, ni adelantaba algo sin necesidad. A pesar de que siempre ocupaba bien su tiempo, sentía un gran aislamiento cuando no tenía la compañía de su hijo.

Cuando me ausentaba de casa con ocasión de algún viaje, yo notaba que el día de Doña Lucilia continuaba siempre el mismo. Aunque en la antigua São Paulo fuese un hábito levantarse muy temprano, en su familia siempre fue costumbre despertarse y acostarse tarde. Además, contribuía a ese hábito el hecho de que ella padecía de una enfermedad del hígado, y le hacía muy bien permanecer en reposo.

Todo muy ordenado, sin ningún capricho

cap12_041Al levantarse, ella pasaba a una toilette hecha sin ninguna lentitud excesiva y sin prisa. En su vida de ama de casa no tenía ninguna razón para apresurarse. Mi madre era del tiempo en que las cosas solo se hacían deprisa cuando había una razón que obligase a eso. La regla era la lentitud, y la prisa era un castigo que las circunstancias imponían. Todo lo que hacía era muy ordenado, no tenía caprichos.

Por ejemplo, ella me contó que todas las partes de su toilette –ella tenía cabello largo–, a la hora de lavar la cabeza, peinar el cabello, vestirse, eran ejecutadas según una misma secuencia. No variaba ni interrumpía nunca. Enseguida, Doña Lucilia rezaba un poco e iba a almorzar. Después del almuerzo se dirigía al comedor. Era una costumbre en su familia –que vigoraba en la antigua São Paulo– hacer la sala de estar en el comedor. Las casas de hoy son diferentes. El comedor es una sala, la sala de estar es otra. En su tiempo, los comedores eran siempre un poco más grandes que lo necesario para la mesa y algunos muebles, y las personas se quedaban allí después de la comida, prosiguiendo cómodamente las conversaciones. Cuando estaba sola, mi madre continuaba sentada allí.

Las tardes de Doña Lucilia

imageMás o menos a la hora en que yo acostumbraba a salir, ella se levantaba e iba a mi sala de trabajo. Todo eso variaba, porque necesitaba entrar en las salas, ver una y otra cosa, etc. La residencia era grande, con empleadas en cantidad suficiente, no daba mucho trabajo, pero a Doña Lucilia le gustaba todo muy bien arreglado. Nunca dejaba para otro día una tarea propia de aquel día, pero también nunca adelantaba

una cosa que pudiese ser dejada para el día siguiente. Todas las tareas eran ejecutadas a su hora, hasta el momento de la merienda en el comedor, entre las cinco y cinco y media de la tarde. Habitualmente, a esa hora entraba allí una luz del sol muy bonita. Mi madre se quedaba tomando aquel sol y contemplando los árboles de la Plaza Buenos Aires, que también tenía una vegetación muy hermosa, frondosa, bien cuidada; hoy está menguando con la polución. Más tarde, hacía nuevas oraciones hasta la hora de la cena, tomada en silencio. Ella se las arreglaba para

tener el tiempo lleno, rezar bastante, conservar todo en orden y no sentir melancolía. Ese era el modo en que ella vivía.

Alegría por el regreso del hijo

plinio_facultad_derechoEn el período en que fui diputado[2], yo pasaba los días de semana en Río de Janeiro. Como no había aviones en ese tiempo, el viernes en la noche tomaba un tren para São Paulo y llegaba el sábado temprano. Comulgaba, después iba a casa y me quedaba con mi madre hasta el domingo en la noche, cuando viajaba de nuevo a Río. Cuando terminó mi mandato, ordené que preparasen cajas con los objetos que yo había llevado a Rio, y todo fue traído de vuelta a São Paulo. Las cajas llegaron antes que yo, porque deseé ver salir todo de Río, a fin de evitar que alguna cosa se quedase

atrás y desapareciesen libros, papeles, ropas, una serie de cosas que no podía perder. Al entrar en casa, mi madre me hizo mucha fiesta, con todas las formas de agrado posibles. Y conversando conmigo, dijo: “Filhão, quedé tan contenta al ver las primeras cajas que llegaron, que yo, ya anciana –ella tenía unos 60 años–, hice una cosa infantil. Cuando la empresa de transporte las dejó en casa, como no tenía fuerza para moverlas, besé cada una de ellas con alegría, porque sentí que eras tú que estabas comenzando a volver.” Percibí, en su alegría, el aislamiento en que ella estaba.

Ese era el sistema de vida de Doña Lucilia hasta su muerte, ocurrida cuando tenía 92 años. En su extrema vejez había el mismo orden en todas las cosas que hacía.

 (Extraído de conferencia del 19/1/1983)

1 En portugués, aumentativo afectuoso de hijo, con el cual Doña Lucilia llamaba al Dr. Plinio.

2 Durante la Asamblea Nacional Constituyente de 1934 en Brasil.

 

Dios no abandona a quien en Él cree

Para Doña Lucilia y sus hermanas, su padre, el Dr. Antonio, era considerado como un verdadero patriarca. Hechos de su vida fueron narrados por ellas diversas veces, mostrando siempre que su dignidad venía de la confianza que depositaba en Dios.

El Dr. Antonio, mi abuelo, tenía tres hijas¹ muy parecidas, pero muy diferentes entre sí, como es común que suceda entre hermanos.

Cada una, a su modo, tenía una veneración única por su fallecido padre, un amor y unas saudades sin límites.

Padre y patriarca

d.antonio

Última fotografía de D. Antonio

Cuando eran jóvenes, su padre era el confidente con el cual ellas se abrían en todas las ocasiones; él comprendía bien sus almas y encontraba una salida para todas las dificultades que les apareciesen. Cuando el caso no tenía solución, él las consolaba, indicándoles la postura de alma serena, la compostura que se debería tener frente a las ocasiones difíciles de la vida.

Las tres contaban hechos sobre la vida de su padre y lo tenían como un patriarca. Cualquiera de los casos contados aisladamente no agotaba lo que ellas querían decir.

La más expansiva de las tres hermanas, en cierto sentido, era Doña Yayá. Una que otra vez yo la visité cuando ya se encontraba en edad avanzada –ella murió más anciana que Doña Lucilia–, estaba enteramente lúcida, pero con cierta distancia de la realidad.

Sabiendo que yo escribía –que tenía libros publicados, artículos–, en una conversación me hacía dos o tres insinuaciones de que yo debería escribir sobre la vida de su padre, porque era una vida admirable, y que, si yo quisiese, ella podía contarme todo, yo tomaba nota y después escribía ese libro.

Veo, de hecho, que es una cosa que, si la hubiese hecho, ¡habría dejado a Doña Lucilia con una alegría indecible! Necesité de razones muy serias para no hacerlo. De lo contrario, solo para dar a Doña Lucilia ese contento y atender al respeto filial de las hijas de él, etc., yo habría hecho alguna cosa.

No daba para hacer una gran biografía, pero habría hecho algo.

El fin del día en la pequeña Pirassununga

Voy a escoger un hecho que ellas no presenciaron, porque no habían nacido, pero les gustaba mucho contar. La madre de ellas, Doña Gabriela, esposa del Dr. Antonio, contaba que ellos vivían en Pirassununga cuando él era abogado recién graduado. Era costumbre en las ciudades del interior del antiguo Brasil que las casas fuesen abalconadas, o sea, tenían una especie de sótano habitable abajo, y el piso de arriba, que era mejor, constituía un balcón en relación con la calle.

Las familias cenaban muy temprano, aún a la luz del día, y después iban a las ventanas de la casa a ver pasar a la gente y saludarse. Era la gran novedad del lugar.

No piensen en una calle muy movida. Pirassununga era minúscula en aquel tiempo y uno que otro pasaba de vez en cuando. Mi madre decía que se avistaba a la persona que llegaba a lo lejos, a lo lejos, a lo lejos…

Y después de su partida, se podía aún acompañar con la mirada. Cuando el transeúnte se aproximaba, si era conocido, él se quitaba el sombrero y se saludaban. A veces paraban, intercambiaban unas palabras… Después seguían adelante.

Admiración de los familiares por la confianza en la Providencia

Dña. Gabriela y Dr. Antonio, padres de Doña Lucilia

Cierto día, el Dr. Antonio estaba conversando con mi abuela, solos, junto a la ventana. Sus hijos todavía eran poco numerosos. Él le dijo a mi abuela a cierta altura de la conversación:

Sinhara², ¿nuestra despensa está bien llena?

Ella dijo:

– ¡Sí, está!

– ¿Tiene bastantes alimentos?

– ¡Sí, los tiene! La vida era baratísima. Entonces

él dijo:

– Por lo menos eso. Porque, mira, yo solo tengo esta moneda… los clientes están muy raros, no he recibido dinero. Y necesitamos tener bien la despensa, porque si falta dinero y comida, yo no tengo. Ve haciendo multiplicar la comida como puedas.

En ese momento se ve venir arrastrándose un mendigo hacia ellos,

que dice:

– ¡Soy tuberculoso!

Y realmente tenía un aspecto muy enfermo y pobre. Con el sombrero en la mano, dijo:

– ¡Soy tuberculoso! Necesito comprar un remedio muy caro. No tengo dinero. ¡Si Uds. me quieren dar algo para comprar ese remedio, yo, de buen grado, les agradecería mucho! Mi abuelo sacó la moneda y la lanzó en el sombrero del mendigo. Mi abuela quedó pasmada, pero al mismo tiempo tomada de admiración por la confianza en Dios que él revelaba.

Cuando el mendigo partió, mi abuela dijo:

– Pero, Totó – así era su sobrenombre –, ¿qué hiciste?

Él dijo:

– Confié en Dios. Vas a ver que el dinero no tarda en llegar.

De hecho, cuando anocheció, aquel mismo día, un hombre tocó el timbre. Era un cliente, que quería confiarle una causa que sería muy rentable para mi abuelo. El Dr. Antonio, entonces, pidió una parte de los honorarios por adelantado y, por gozar de muy buena fama como abogado, el cliente le concedió el pedido. Cuando el hombre se retiró, él entró en la sala de estar de la casa, mostró el

valor a mi abuela y dijo:

Sinhara, ¡mira, para quien cree en Dios!

Y él elaboró, no en esa ocasión, sino más tarde, un versículo así… cuatro estrofas de las cuales no me acuerdo bien, tal vez en un momento me venga completo a la memoria… Era algo así:

“Quien tiene a Dios vuelto su corazón, nada debe temer. Porque Dios no abandona a la criatura que sabe en Él creer.”

Era la idea de la confianza en Dios, en quien se debería creer. Esto, que es un hecho interesante, ¡a ellas les parecía fenomenal!

(Extraído de conferencia del 11/1/1986)

1) Lucilia, Eponina (Yayá) y Brasilina (Zili).

2) En el Brasil antiguo, trato dado por los esclavos a su señora. El Dr. Antonio lo utilizaba para, de un modo afectuoso, dirigirse a su esposa, Doña Gabriela.

Discernimiento luciliano por connaturalidad

Llamada a conocer y amar por connaturalidad todas las cosas, Doña Lucilia poseía una profunda riqueza de alma, por la cual su discernimiento, su inteligencia y su afecto abarcaban un campo muy vasto.

Por más modesta que sea una madre, desde que ella lo sea en toda la fuerza del término, la condición materna envuelve elementos indiscutibles de realeza. Como, a propósito, la del padre también. La realeza de un rey y de una reina son indisociables de la condición de padre y de madre.

Patrocinio y realeza sobre las almas

imageDios le dio a Nuestra Señora el imperio del Cielo y de la Tierra, así como de todo el universo, pero por una razón análoga a esta, Él quiso que debajo de su poder hubiese sub-imperios y sub-reinos.

Los Ángeles de la Guarda, por ejemplo, ejercen un papel como ese en favor de cada uno de los países que gobiernan. Y esa realidad, de hecho, se opone al modo restrictivo de considerar esos embajadores divinos como meros escudos defensores contra los peligros. El ángel custodio es el modelo ideal, el arquetipo de la nación, la cual modela según él propio, pues tiene con ella una cierta connaturalidad que no tendría con otra nación quizás hasta más amada por Dios. Ese ángel amaría aquella nación, por ejemplo Luxemburgo, de un modo determinado por causa de esa connaturalidad. Como resultado, él conduce las cuestiones de Luxemburgo tomando en consideración esa connaturalidad que Dios estableció cuando lo creó, y después cuando, por el curso de la Historia, se formó Luxemburgo. Fue una formación, un juego ordenado de factores deseados por Dios. Y esto constituye una especie de parentesco espiritual, que da la idea entera del Ángel de la Guarda, como el padrino que educa, forma y orienta. Así también deberían ser determinados santos con ciertas almas, más aún cuando ellos son llamados a llenar, en el Cielo, los lugares que los bandidos de los demonios dejaron vacíos. Además, imagino que esos bienaventurados se ocupan del cuidado de las almas y de los pueblos que quedaron sin protección de los ángeles infieles, según una destinación y una distribución de los designios y de los planes de Dios eventualmente un tanto retocada.

La imagen tiene un atributo ALT vacío; su nombre de archivo es image-7.pngUna serie de cosas que conocí sobre los ángeles me parece que caminan en esa dirección, y creo que el patrocinio de los santos sobre alguien es muy parecido con el papel del ángel que dirige o tiene un patronato sobre determinados pueblos. Por ejemplo, se sabe que San Miguel Arcángel es el patrono oficial de la Iglesia Católica, pero San José también lo es, a títulos diferentes. Vemos, por lo tanto, que en esa tarea caben desmembramientos armónicos que aumentan la belleza del plan de Dios.

A mi modo de ver, esto se da muy especialmente con las familias de almas de las Órdenes Religiosas, sobre cuyos miembros el Fundador, si practicó las virtudes en grado heroico, tiene un patrocinio de esa naturaleza.

¿Quién sería capaz de negar que San Benito es patrono y protector de los benedictinos? No es posible. Pues bien, lo mismo se da con los franciscanos, los dominicos, los jesuitas, y así por delante. Todos esos patrocinios se ejercen. Entonces, el Fundador junto con su ángel de la guarda y los de aquella Orden Religiosa se agrupan según ciertos designios de Dios para ampararla. Así comprendemos que exista un juego interior en las preferencias de la personalidad de una persona llamada a patrocinar una familia de almas determinada, y que esas preferencias estén en consonancia con las de esa familia de almas.

Doña Lucilia conocía y amaba por connaturalidad

imageDicho esto, ¿cómo eran las preferencias de Doña Lucilia? Mi madre tenía una inteligencia y una instrucción muy comunes, propias a las señoras de sociedad de su tiempo. Sin embargo, ella tenía una riqueza de alma muy grande, procedente del amor y del conocimiento de las cosas por connaturalidad, por medio de la cual su inteligencia y afecto abarcaban un campo muy vasto. Ella discernía en las almas de los otros pueblos y naciones aquello que podía ser visto como sutil, refinado y, por eso, despertando en ella una forma de afectividad más penetrante, más sutil, que se transformaba en cariño, en deseo de sacrificarse, de ayudar y de favorecer, tendiente a ver lo mejor de las personas en aquellos lados por donde estarían especialmente expuestas a sufrir los golpes de la brutalidad, de la maldad, de la dureza y de la crueldad humana, en todos sus aspectos. Sin duda, quien tiene lados de alma tiernos, preciosos, más desarrollados y diferenciados, sufre más con los golpes que recibe y está más sujeta a brutalidades inopinadas porque, por su bondad, es normalmente desarmada y, en consecuencia, necesita de un auxilio.

Entonces, tomando como ejemplo a Francia, yo analicé mucho el alma de mi madre y las reacciones de su espíritu en lo referente a esa nación, y percibí que ella sentía, por connaturalidad, que Francia tenía y representaba–en el horizonte de ella y, bajo cierto aspecto, del mundo también– una cosa que tenía el mayor valor: era la delicadeza de sentimientos. Y al poner esos lados de la dulzura del alma humana muy en evidencia, Francia creaba una convivencia y un tipo humano que alcanzaba, bajo cierto punto de vista, su perfección. A la par de eso estaba el sentido de la medida, de la cordialidad, de la suavidad y del charme que tanto se elogian en el espíritu francés. A propósito, mi madre era muy sensible al charme, el cual ejercía un papel enorme en su vida. En lo que podía caber en una señora de noventa y dos años de edad, ella tenía mucho charme. Por ejemplo, los álbumes con fotografías de las joyas de Fabergé. Aunque Fabergé no fuese directamente francés, sino solo descendiente muy remoto de protestantes franceses asentados en Dinamarca, algo de sangre francesa quedó en él y se imprimió en su arte. Yo tengo la certeza de que, si Doña Lucilia conociese los álbumes de Fabergé, vería en ellos una expresión de algo que debería estar en todas las almas, para el bien de todos los pueblos, y en Francia vino a la luz para el bien del género humano entero y este debería hacer, frente a esa nación, lo que ella hacía: admirar, dejarse penetrar y modelar por aquello.

En ese sentido, ella interpretaba la ofensiva alemana contra Francia como la agresión de la brutalidad militarista contra el charme francés. Un poco antes de la I Guerra Mundial, mi madre conoció la Alemania de los cascos de acero, ya toda tendiente a la ofensiva contra la douce France, ¡cosa que no podía ser, era un crimen como el de matar a la humanidad! Además, algunos alemanes habían sido muy brutos con ella, de un modo inimaginable, inclusive los médicos y enfermeros que la trataron durante su convalecencia en esa nación. Como consecuencia de la operación, mi madre también quedó limitada en su desplazamiento y, durante algún tiempo, para no permanecer en el hotel, usaba la silla de ruedas y salía con la familia a contemplar el Rin, a ver esto o aquello, pues le hacía mucho bien, y las personas que pasaban por la calle paraban y se reían al verla en esa situación. ¡Es algo inimaginable!

Me acuerdo también de un hecho, comentado en otras ocasiones, de la sopa de sesos que ella fue obligada a tomar y casi se murió por la alergia que tenía. Ahora, todo eso mezclado con la noticia de que el Káiser quería invadir el territorio brasileño, e incluso otras cosas, le daban una noción de mucha dureza de alma. Fue un viaje infeliz. Aquello quedó tan radicado en su espíritu, que nunca consiguió quitarse esa idea, no hubo remedio.

Entonces, Doña Lucilia acompañó la Guerra Mundial bajo ese prisma, casi de Cruzada, a favor de la delicadeza humana contra la brutalidad. ¿Eso era un apego? ¡No! Esa era la connaturalidad de sus altas cualidades y del modo superior con que ella veía las cosas. Y creo que la Providencia la modeló para ser así. De la misma forma, mi madre tuvo mucha pena y toda especie de solidaridad por Luis XVI y María Antonieta, pero, sobre todo, ella veía en las monarquías y en las aristocracias el lado raffiné, el lado amable, bondadoso y cortés, mientras en el partido del Terror ella constataba el lado bruto, sanguinario y estúpido. Era, una vez más, la ferocidad humana naciendo bajo otro aspecto, el igualitario, más execrable aún que la mera dureza del alma alemana.

Mi madre tenía, por lo tanto, horror a aquellos que quebraron el Antiguo Régimen, en el cual ella no veía un régimen de opresión, sino, por el contrario, de la douceur de vivre, del refinamiento. ¡Y tenía toda la razón!

Diversas naciones comprendidas bajo la mirada luciliana

WhatsApp Image 2024-09-11 at 12.16.34Ante la fuerza de España, del garbo y de la gracia española, en que ella podía ver algo de contundente, mi madre no tenía la misma reacción que frente a la brutalidad arriba mencionada. Ella sabía ver el lado heroico, batallador, garboso, y le gustaba mucho, comentaba más de una vez, le parecían interesantes las costumbres regionales españolas y cosas de ese género; sin insistencia, sin mucha rigidez, pero era francamente muy receptiva.

Por Portugal, mi madre tenía una gran propensión, pero afrancesada; es decir, destilando el labriego de pie en el suelo, del cual sonreía como de un oso grande, bueno en el fondo. Ella apreciaba la cultura portuguesa, la Torre de Belém, los aspectos dulces del alma portuguesa, sintiéndolos, por algún lado, enteramente armónicos con el alma francesa. Además, para Doña Lucilia había una riqueza de esa afectividad en el portugués que, así, nunca la vi elogiar en Francia. Yo no sé si ella sabía hacer esa distinción, pero eso afloraba especialmente en el modo de ella ser brasileña. En efecto, Portugal era una especie de tintura madre de Brasil, de donde venía todo eso como de una naciente, pero aquí terminó desarrollándose mucho más. Se entiende, entonces, el gusto y la protección de Doña Lucilia por Portugal; hasta diríamos que era una protección un poquito sonriente y compasiva, tomando en consideración el enorme modelo de Francia.

cropped-sdl-pe-d.jpgEn materia de trajes, mi madre era pormenorizadísima, exigentísima. La moda francesa, por ejemplo, es muy rigurosa y exige los últimos pormenores. Mi madre tenía esa exigencia llena de bondad, sin jansenismo ni maldad, porque veía en aquel amor al primor y a la perfección un deseo de hacerse agradable. Como una dueña de casa que exige a la cocinera todo el cuidado en la elaboración de cierta receta, para recibir perfectamente bien a los huéspedes. En su desvelo hacia nosotros, cuando éramos aún pequeños, mi madre a veces nos hacía juguetes. Ella pasaba hasta las dos o tres de la mañana pintando figuritas de papel y cosas así, con esmeros y cuidados únicos. Cierta vez mandó a hacer para Rosée, donde un carpintero, una casa de muñecas toda idealizada por ella, con primores de detalles, un pequeño mobiliario comprado en casas de juguetes, cortinitas, todo con un estilo enteramente afín.

Noten cómo de toda esa exigencia manaba afecto; era hecha con dulzura, para producir dulzura. Incluso ahí entraba la douceur de vivre. ¿Cómo veía mi madre la relación entre Francia y la Iglesia? Me da la impresión de que ese problema nunca se puso para ella con esa claridad, pero la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, y todo lo entrañadamente católico en su alma, se daba porque ella sentía, por connaturalidad, el océano superlativo y trascendente de todo lo que ella amaba en Francia, del mismo modo como lo sentía en el Sagrado Corazón de Jesús y en la Iglesia Católica; de ahí su enorme afecto por la Iglesia, al punto de serle imposible imaginar cómo podía ser una vida o un alma fuera de la Santa Iglesia; ¡era algo inconcebible! Esas cosas no se ponían para ella así tan claramente, pues, en general, almas como la de mi madre no son muy explicitadoras, pero se comunican, sobre todo, por connaturalidad más que por explicitación. Por ejemplo, su modo de hablar y sus inflexiones de voz contenían definiciones que ella no sabría explicitar, pero estaban en su naturaleza, iluminada por la gracia, y todo eso era transmitido muy ordenadamente.

Bondad brasileña que imperaba en el alma

Mi madre era brasileña de la siguiente manera: el padrón del brasileño, para ella, era su padre, además de ser el padrón del hombre justo, según Nuestro Señor Jesucristo, virtuoso y bueno. Mi madre tenía para con él un encanto, una confianza y una admiración total.

D_Antonio

D. Antonio, papá de Doña Lucilia

En su padre, Doña Lucilia realzaba ciertos aspectos muy varoniles, únicamente como moldura, pues resaltaba con más énfasis esa bondad de alma, de la cual ella contaba hechos insignes. Para mi madre, la nación brasileña entera era así, y él era, por lo tanto, el caso más característico y agudo de personas que había a borbotones en Brasil; personas como él eran desinteresadas, de vistas largas, amenas, generosas y tenían un mecanismo de interrelaciones psicológicas colosal, abierto para todos los países del mundo, más que Francia. A propósito, en ese punto, mi madre tenía cierta restricción con Francia, pues le parecía la actitud de esa nación, en relación con los demás países, un tanto mezquina y ácida, la cual se acentuó con el paso del tiempo.

Ahora bien, de un modo vago, Doña Lucilia veía un futuro medio misterioso, providencial y enorme para Brasil, que se medía igualmente por la homogeneidad de  a fe, por la inmensidad del territorio, por lo misterioso de las florestas y de los ríos. Y en todo ese conjunto, ella sentía que esa forma de bondad –superlativa aquí, más que en cualquier otro país– era la gran cualidad humana e, inclusive, la gran cualidad religiosa. Ahí está la explicación de la psicología de ella. Y me da la impresión de que es enteramente conforme a la Moral y a la Doctrina Católica, vista en sus ángulos más amplios. En lo que dice respecto a mí, mi madre percibía que había una consonancia en ese punto, ya desde mi infancia, por el cariño que yo le tenía.

Yo nací muy débil, y ella hizo esfuerzos no sé de qué tamaño para hacerme robusto y darme salud. ¡Lo que ella hizo fue simplemente colosal! Y ella sentía la plenitud con que yo correspondía a eso. Inclusive, delante de mis actitudes polémicas con relación a parientes que ella estaba habituada a admirar, a ella le gustaba mucho verme defender la Religión. Con eso, me parecía que yo completaba su alma, habituándola a admirar esa combatividad. Infelizmente, a veces hay entre nosotros frialdades, reservas, emulaciones y ausencias de perdón, omisiones, etc., con las cuales nos endurecemos y nuestra convivencia se vuelve lo que no debería ser. Además, la tibieza es, en parte causa y en parte efecto de eso. No se puede negar. Ahora bien, toda la acción de Doña Lucilia sobre las almas es tratarlas con esa bondad, con el fin de que se vuelvan buenas entre sí. Además, las gracias que mi madre obtiene y el efecto de su presencia espiritual sobre nosotros van continuamente en esa dirección. No hay un minuto en que ella no transmita ese mensaje.

(Extraído de conferencia del 18/1/1986)

Profunda afinidad católica y contrarrevolucionaria

Entre Doña Lucilia y yo se daba lo siguiente: me era de gran consuelo y aliento acordarme de que la linda alma de ella estaba siempre en mi presencia. O sea, ella hacía parte del conjunto de personas con las cuales yo convivía íntimamente, y a quien yo podía, por lo tanto, apreciar, conocer y admirar de cerca, y eso me daba mucha alegría, mucha satisfacción. A la par de eso, dentro del aislamiento en que yo vivía, me confortaba su bondad y su amor materno, que era mucho más que el amor materno corriente –sentimiento naturalmente muy respetable y digno de consideración–, pero entre nosotros había algo muy particular.

Todo eso, sin embargo, era poco en relación con la convicción de su posición de alma contrarrevolucionaria. Mi madre era muy buena, la convivencia con ella era muy agradable, pero si ella fuese “hollywoodiana”, todo eso se desvanecería completamente, dejaría de existir. Ante la transformación inherente a la Revolución Industrial por la cual São Paulo pasaba, para mí lo importante fue que mi madre, por ejemplo, vivía de tal manera dentro de casa y con poco conocimiento de los acontecimientos generales, que ni siquiera sé si ella se hacía una idea exacta del tamaño de la industrialización, y de hasta qué punto ese lobo iba devorando la ciudad donde ella vivía.
Lo cierto es que todas las transformaciones que el cine y la Revolución Industrial traían consigo, la golpeaban como el sol puede incidir sobre un escudo de metal. O sea, no producían ningún efecto. Lo que ella percibía y no le gustaba, lo rechazaba.
Eso producía una afinidad conmigo, una interpenetración de almas que era lo mejor de esa relación. Había en el tope de todo eso una catolicidad muy entrañada, y un conocimiento mutuo de la catolicidad del otro, sus grados y sus alcances. Eso, del uno y del otro, formaba una relación como la de espejos paralelos, por donde no se sabe cuál fue el primer espejo que se reflejó en el otro, formando un reflejo de imágenes hasta el infinito. Así éramos nosotros. Cada uno reflejando al otro hasta el infinito, en ese amor filial de mi parte, materno de ella, creando un afecto y una afinidad de la cual difícilmente se puede tener una idea.

El ambiente de la casa de mi abuela tenía una nota contrarrevolucionaria. Sin embargo, muchos allí adhirieron a la Revolución completamente, saliendo, así, discusiones amables y corteses que, a pesar de que terminaban siempre con gentilezas, era encendidas.
Versaban respecto de República y Monarquía, de Religión Católica y ateísmo, entre otros temas. Yo oía esas discusiones y percibía que mi alma se volvía hacia el lado de la Religión y de la Monarquía. Percibía que entre ellas había cierta relación: quien era católico seriamente, tendía a ser monárquico y viceversa; y quien era republicano era ateo, y viceversa. Yo no sabía explicar por qué, pero sentía que así se debía ser. Entonces, allí comencé a ver las grandes divisiones ideológicas dentro del mundo. ¿Cuál era la actitud de Doña Lucilia en esos momentos? Sumamente amable, a mi madre le gustaba ser delicada, gentil y cortés con todo el mundo, sin ninguna excepción. Ella era de una calma excepcional, muy ponderada y reflexiva. Todo lo que decía era muy meditado y tenía una razón a dar con respecto a todo lo que hacía. Además, tenía un timbre de voz suave, pero muy expresivo, modelando la voz de manera a traducir con exactitud su pensamiento, su estado de espíritu y su disposición temperamental en el momento. Esa disposición era siempre de una fidelidad completa al estado de espíritu ideal, del buen católico, devoto del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María, traspareciendo a los ojos de los otros aquella serenidad y seriedad, y también aquella bondad y paciencia inquebrantables. Sin embargo, una persona así toda hecha de dulzura, por algunos lados era de acero. Lo que ella pensaba, lo pensaba; sus convicciones eran aquellas y no otras; las declaraba cuando era necesario y discutía de un modo muy suave, pero firme, cuando era preciso también. A veces, Doña Lucilia discutía con parientes hombres que tenían mucha más cultura histórica que ella –en aquel tiempo, las señoras leían libros de literatura y no de Historia–, y esos parientes daban argumentos que ella no sabía responder. Pero mi
madre no se perturbaba absolutamente con eso. Aquel argumento se topaba con las puertas inviolables de su fe. ¡Si aquello era contra la fe, no servía y se acabó! ¿Por qué es contra la fe? Porque la Iglesia enseña otra cosa. ¡No adelanta querer conversar! Y así ella me educó.

Dr. Plinio en abril 1995

En la intimidad, Doña Lucilia era igual. Mi padre era abogado y tenía su propia oficina de abogacía. Él acostumbraba a contarle a mi madre, más o menos, los negocios que hacía, los cálculos, etc., como todo marido, en casa, cuenta algo de sus actividades profesionales a la familia. Mi madre opinaba, ora sobre una cosa, ora sobre otra, pero poco, porque esos asuntos de abogacía son muy técnicos, y él no los explicaba enteros, es evidente, no tendría propósito. Mi madre emitía una opinión, sobre todo con respecto a las personas, porque de vez en cuando algún socio o cliente de la oficina iba a casa a despachar con mi padre. Yo percibía cómo ella les prestaba atención, porque su acogida era siempre cortés, pero, conforme el caso, bien más amable. Me acuerdo de dos señoras que, remotísimamente, estaban emparentadas con ella y fueron allá a hacer alguna consulta. Mi madre fue amable, conversó un poquito y después salió de la sala, pues ellas iban a tratar de negocios. De esa forma, mi madre conoció a otras personas. Y yo percibía que, dentro de la amabilidad, ella era interrogativa, recogía datos y después comentaba las personas con mi padre. Generalmente, por lo menos en el Brasil de aquel tiempo, donde no había aún feminismo, los hombres se caracterizaban por el vigor de la voluntad y las señoras por la delicadeza. Pero la defensa de ellas estaba en la sensibilidad, percibiendo las cosas. De manera que, cuando las esposas estaban solas con los esposos, ellas les daban consejos. No delante de los demás, porque teóricamente el marido es quien manda, la mujer influencia.
Doña Lucilia entonces daba su opinión, nunca con aires de quien quisiese mandar, pero por ahí yo percibía cómo ella cogía las cosas, percibía los matices del fondo de alma, y después le decía a mi padre: “Fulano, cuando estuvo aquí dijo tal cosa, hizo tal cara. Ten cuidado, porque tal cosa a él no le gusta; él está contento contigo más de lo que tú piensas”, o entonces: “Él no está contento contigo”. Estoy seguro de que ella tenía razón.


(“Extraído de conferencias de 29/6/1981, 25/8/1994 y 3/4/1995)