Llamada a conocer y amar por connaturalidad todas las cosas, Doña Lucilia poseía una profunda riqueza de alma, por la cual su discernimiento, su inteligencia y su afecto abarcaban un campo muy vasto.
Por más modesta que sea una madre, desde que ella lo sea en toda la fuerza del término, la condición materna envuelve elementos indiscutibles de realeza. Como, a propósito, la del padre también. La realeza de un rey y de una reina son indisociables de la condición de padre y de madre.
Patrocinio y realeza sobre las almas
Dios le dio a Nuestra Señora el imperio del Cielo y de la Tierra, así como de todo el universo, pero por una razón análoga a esta, Él quiso que debajo de su poder hubiese sub-imperios y sub-reinos.
Los Ángeles de la Guarda, por ejemplo, ejercen un papel como ese en favor de cada uno de los países que gobiernan. Y esa realidad, de hecho, se opone al modo restrictivo de considerar esos embajadores divinos como meros escudos defensores contra los peligros. El ángel custodio es el modelo ideal, el arquetipo de la nación, la cual modela según él propio, pues tiene con ella una cierta connaturalidad que no tendría con otra nación quizás hasta más amada por Dios. Ese ángel amaría aquella nación, por ejemplo Luxemburgo, de un modo determinado por causa de esa connaturalidad. Como resultado, él conduce las cuestiones de Luxemburgo tomando en consideración esa connaturalidad que Dios estableció cuando lo creó, y después cuando, por el curso de la Historia, se formó Luxemburgo. Fue una formación, un juego ordenado de factores deseados por Dios. Y esto constituye una especie de parentesco espiritual, que da la idea entera del Ángel de la Guarda, como el padrino que educa, forma y orienta. Así también deberían ser determinados santos con ciertas almas, más aún cuando ellos son llamados a llenar, en el Cielo, los lugares que los bandidos de los demonios dejaron vacíos. Además, imagino que esos bienaventurados se ocupan del cuidado de las almas y de los pueblos que quedaron sin protección de los ángeles infieles, según una destinación y una distribución de los designios y de los planes de Dios eventualmente un tanto retocada.
Una serie de cosas que conocí sobre los ángeles me parece que caminan en esa dirección, y creo que el patrocinio de los santos sobre alguien es muy parecido con el papel del ángel que dirige o tiene un patronato sobre determinados pueblos. Por ejemplo, se sabe que San Miguel Arcángel es el patrono oficial de la Iglesia Católica, pero San José también lo es, a títulos diferentes. Vemos, por lo tanto, que en esa tarea caben desmembramientos armónicos que aumentan la belleza del plan de Dios.
A mi modo de ver, esto se da muy especialmente con las familias de almas de las Órdenes Religiosas, sobre cuyos miembros el Fundador, si practicó las virtudes en grado heroico, tiene un patrocinio de esa naturaleza.
¿Quién sería capaz de negar que San Benito es patrono y protector de los benedictinos? No es posible. Pues bien, lo mismo se da con los franciscanos, los dominicos, los jesuitas, y así por delante. Todos esos patrocinios se ejercen. Entonces, el Fundador junto con su ángel de la guarda y los de aquella Orden Religiosa se agrupan según ciertos designios de Dios para ampararla. Así comprendemos que exista un juego interior en las preferencias de la personalidad de una persona llamada a patrocinar una familia de almas determinada, y que esas preferencias estén en consonancia con las de esa familia de almas.
Doña Lucilia conocía y amaba por connaturalidad
Dicho esto, ¿cómo eran las preferencias de Doña Lucilia? Mi madre tenía una inteligencia y una instrucción muy comunes, propias a las señoras de sociedad de su tiempo. Sin embargo, ella tenía una riqueza de alma muy grande, procedente del amor y del conocimiento de las cosas por connaturalidad, por medio de la cual su inteligencia y afecto abarcaban un campo muy vasto. Ella discernía en las almas de los otros pueblos y naciones aquello que podía ser visto como sutil, refinado y, por eso, despertando en ella una forma de afectividad más penetrante, más sutil, que se transformaba en cariño, en deseo de sacrificarse, de ayudar y de favorecer, tendiente a ver lo mejor de las personas en aquellos lados por donde estarían especialmente expuestas a sufrir los golpes de la brutalidad, de la maldad, de la dureza y de la crueldad humana, en todos sus aspectos. Sin duda, quien tiene lados de alma tiernos, preciosos, más desarrollados y diferenciados, sufre más con los golpes que recibe y está más sujeta a brutalidades inopinadas porque, por su bondad, es normalmente desarmada y, en consecuencia, necesita de un auxilio.
Entonces, tomando como ejemplo a Francia, yo analicé mucho el alma de mi madre y las reacciones de su espíritu en lo referente a esa nación, y percibí que ella sentía, por connaturalidad, que Francia tenía y representaba–en el horizonte de ella y, bajo cierto aspecto, del mundo también– una cosa que tenía el mayor valor: era la delicadeza de sentimientos. Y al poner esos lados de la dulzura del alma humana muy en evidencia, Francia creaba una convivencia y un tipo humano que alcanzaba, bajo cierto punto de vista, su perfección. A la par de eso estaba el sentido de la medida, de la cordialidad, de la suavidad y del charme que tanto se elogian en el espíritu francés. A propósito, mi madre era muy sensible al charme, el cual ejercía un papel enorme en su vida. En lo que podía caber en una señora de noventa y dos años de edad, ella tenía mucho charme. Por ejemplo, los álbumes con fotografías de las joyas de Fabergé. Aunque Fabergé no fuese directamente francés, sino solo descendiente muy remoto de protestantes franceses asentados en Dinamarca, algo de sangre francesa quedó en él y se imprimió en su arte. Yo tengo la certeza de que, si Doña Lucilia conociese los álbumes de Fabergé, vería en ellos una expresión de algo que debería estar en todas las almas, para el bien de todos los pueblos, y en Francia vino a la luz para el bien del género humano entero y este debería hacer, frente a esa nación, lo que ella hacía: admirar, dejarse penetrar y modelar por aquello.
Escena la Primer Guerra Mundial
En ese sentido, ella interpretaba la ofensiva alemana contra Francia como la agresión de la brutalidad militarista contra el charme francés. Un poco antes de la I Guerra Mundial, mi madre conoció la Alemania de los cascos de acero, ya toda tendiente a la ofensiva contra la douce France, ¡cosa que no podía ser, era un crimen como el de matar a la humanidad! Además, algunos alemanes habían sido muy brutos con ella, de un modo inimaginable, inclusive los médicos y enfermeros que la trataron durante su convalecencia en esa nación. Como consecuencia de la operación, mi madre también quedó limitada en su desplazamiento y, durante algún tiempo, para no permanecer en el hotel, usaba la silla de ruedas y salía con la familia a contemplar el Rin, a ver esto o aquello, pues le hacía mucho bien, y las personas que pasaban por la calle paraban y se reían al verla en esa situación. ¡Es algo inimaginable!
Me acuerdo también de un hecho, comentado en otras ocasiones, de la sopa de sesos que ella fue obligada a tomar y casi se murió por la alergia que tenía. Ahora, todo eso mezclado con la noticia de que el Káiser quería invadir el territorio brasileño, e incluso otras cosas, le daban una noción de mucha dureza de alma. Fue un viaje infeliz. Aquello quedó tan radicado en su espíritu, que nunca consiguió quitarse esa idea, no hubo remedio.
Entonces, Doña Lucilia acompañó la Guerra Mundial bajo ese prisma, casi de Cruzada, a favor de la delicadeza humana contra la brutalidad. ¿Eso era un apego? ¡No! Esa era la connaturalidad de sus altas cualidades y del modo superior con que ella veía las cosas. Y creo que la Providencia la modeló para ser así. De la misma forma, mi madre tuvo mucha pena y toda especie de solidaridad por Luis XVI y María Antonieta, pero, sobre todo, ella veía en las monarquías y en las aristocracias el lado raffiné, el lado amable, bondadoso y cortés, mientras en el partido del Terror ella constataba el lado bruto, sanguinario y estúpido. Era, una vez más, la ferocidad humana naciendo bajo otro aspecto, el igualitario, más execrable aún que la mera dureza del alma alemana.
Mi madre tenía, por lo tanto, horror a aquellos que quebraron el Antiguo Régimen, en el cual ella no veía un régimen de opresión, sino, por el contrario, de la douceur de vivre, del refinamiento. ¡Y tenía toda la razón!
Diversas naciones comprendidas bajo la mirada luciliana
Ante la fuerza de España, del garbo y de la gracia española, en que ella podía ver algo de contundente, mi madre no tenía la misma reacción que frente a la brutalidad arriba mencionada. Ella sabía ver el lado heroico, batallador, garboso, y le gustaba mucho, comentaba más de una vez, le parecían interesantes las costumbres regionales españolas y cosas de ese género; sin insistencia, sin mucha rigidez, pero era francamente muy receptiva.
Por Portugal, mi madre tenía una gran propensión, pero afrancesada; es decir, destilando el labriego de pie en el suelo, del cual sonreía como de un oso grande, bueno en el fondo. Ella apreciaba la cultura portuguesa, la Torre de Belém, los aspectos dulces del alma portuguesa, sintiéndolos, por algún lado, enteramente armónicos con el alma francesa. Además, para Doña Lucilia había una riqueza de esa afectividad en el portugués que, así, nunca la vi elogiar en Francia. Yo no sé si ella sabía hacer esa distinción, pero eso afloraba especialmente en el modo de ella ser brasileña. En efecto, Portugal era una especie de tintura madre de Brasil, de donde venía todo eso como de una naciente, pero aquí terminó desarrollándose mucho más. Se entiende, entonces, el gusto y la protección de Doña Lucilia por Portugal; hasta diríamos que era una protección un poquito sonriente y compasiva, tomando en consideración el enorme modelo de Francia.
En materia de trajes, mi madre era pormenorizadísima, exigentísima. La moda francesa, por ejemplo, es muy rigurosa y exige los últimos pormenores. Mi madre tenía esa exigencia llena de bondad, sin jansenismo ni maldad, porque veía en aquel amor al primor y a la perfección un deseo de hacerse agradable. Como una dueña de casa que exige a la cocinera todo el cuidado en la elaboración de cierta receta, para recibir perfectamente bien a los huéspedes. En su desvelo hacia nosotros, cuando éramos aún pequeños, mi madre a veces nos hacía juguetes. Ella pasaba hasta las dos o tres de la mañana pintando figuritas de papel y cosas así, con esmeros y cuidados únicos. Cierta vez mandó a hacer para Rosée, donde un carpintero, una casa de muñecas toda idealizada por ella, con primores de detalles, un pequeño mobiliario comprado en casas de juguetes, cortinitas, todo con un estilo enteramente afín.
Noten cómo de toda esa exigencia manaba afecto; era hecha con dulzura, para producir dulzura. Incluso ahí entraba la douceur de vivre. ¿Cómo veía mi madre la relación entre Francia y la Iglesia? Me da la impresión de que ese problema nunca se puso para ella con esa claridad, pero la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, y todo lo entrañadamente católico en su alma, se daba porque ella sentía, por connaturalidad, el océano superlativo y trascendente de todo lo que ella amaba en Francia, del mismo modo como lo sentía en el Sagrado Corazón de Jesús y en la Iglesia Católica; de ahí su enorme afecto por la Iglesia, al punto de serle imposible imaginar cómo podía ser una vida o un alma fuera de la Santa Iglesia; ¡era algo inconcebible! Esas cosas no se ponían para ella así tan claramente, pues, en general, almas como la de mi madre no son muy explicitadoras, pero se comunican, sobre todo, por connaturalidad más que por explicitación. Por ejemplo, su modo de hablar y sus inflexiones de voz contenían definiciones que ella no sabría explicitar, pero estaban en su naturaleza, iluminada por la gracia, y todo eso era transmitido muy ordenadamente.
Bondad brasileña que imperaba en el alma
Mi madre era brasileña de la siguiente manera: el padrón del brasileño, para ella, era su padre, además de ser el padrón del hombre justo, según Nuestro Señor Jesucristo, virtuoso y bueno. Mi madre tenía para con él un encanto, una confianza y una admiración total.

D. Antonio, papá de Doña Lucilia
En su padre, Doña Lucilia realzaba ciertos aspectos muy varoniles, únicamente como moldura, pues resaltaba con más énfasis esa bondad de alma, de la cual ella contaba hechos insignes. Para mi madre, la nación brasileña entera era así, y él era, por lo tanto, el caso más característico y agudo de personas que había a borbotones en Brasil; personas como él eran desinteresadas, de vistas largas, amenas, generosas y tenían un mecanismo de interrelaciones psicológicas colosal, abierto para todos los países del mundo, más que Francia. A propósito, en ese punto, mi madre tenía cierta restricción con Francia, pues le parecía la actitud de esa nación, en relación con los demás países, un tanto mezquina y ácida, la cual se acentuó con el paso del tiempo.
Ahora bien, de un modo vago, Doña Lucilia veía un futuro medio misterioso, providencial y enorme para Brasil, que se medía igualmente por la homogeneidad de a fe, por la inmensidad del territorio, por lo misterioso de las florestas y de los ríos. Y en todo ese conjunto, ella sentía que esa forma de bondad –superlativa aquí, más que en cualquier otro país– era la gran cualidad humana e, inclusive, la gran cualidad religiosa. Ahí está la explicación de la psicología de ella. Y me da la impresión de que es enteramente conforme a la Moral y a la Doctrina Católica, vista en sus ángulos más amplios. En lo que dice respecto a mí, mi madre percibía que había una consonancia en ese punto, ya desde mi infancia, por el cariño que yo le tenía.
Yo nací muy débil, y ella hizo esfuerzos no sé de qué tamaño para hacerme robusto y darme salud. ¡Lo que ella hizo fue simplemente colosal! Y ella sentía la plenitud con que yo correspondía a eso. Inclusive, delante de mis actitudes polémicas con relación a parientes que ella estaba habituada a admirar, a ella le gustaba mucho verme defender la Religión. Con eso, me parecía que yo completaba su alma, habituándola a admirar esa combatividad. Infelizmente, a veces hay entre nosotros frialdades, reservas, emulaciones y ausencias de perdón, omisiones, etc., con las cuales nos endurecemos y nuestra convivencia se vuelve lo que no debería ser. Además, la tibieza es, en parte causa y en parte efecto de eso. No se puede negar. Ahora bien, toda la acción de Doña Lucilia sobre las almas es tratarlas con esa bondad, con el fin de que se vuelvan buenas entre sí. Además, las gracias que mi madre obtiene y el efecto de su presencia espiritual sobre nosotros van continuamente en esa dirección. No hay un minuto en que ella no transmita ese mensaje.
(Extraído de conferencia del 18/1/1986)