Se acordó de la devoción que su fallecido esposo le tenía a Dña. Lucilia.«Le pedí a ella que intercediera ante el Sagrado Corazón de Jesús.
Elizabete Fátima Talarico Astorino
Emocionante es también el testimonio enviado por Renilda Ferreira Bezerra Oliverio dos Santos, que fue socorrida bondadosamente por Dña. Lucilia cuando necesidades financieras la llevaron a una gran aflicción.
Renilda Ferreira con la biografía de Dña. Lucilia escrita por el fundador de los Heraldos, Mons. João Scognamiglio Clá Dias
Tras el fallecimiento de su esposo en 2019, Renilda se mudó de Recife a São Paulo, buscando una educación mejor para sus cuatro hijos. Sin embargo, en tierras paulistas la familia tuvo que enfrentar varias pruebas y desafíos. Para empeorar todavía más su difícil situación, recibió de la arrendataria de su vivienda de Recife el aviso de que ese mes no podría depositar el día convenido el importe del alquiler. Ahora bien, ese dinero era indispensable para su sustento.
En esta angustiante coyuntura, se acordó de la devoción que su fallecido esposo le tenía a Dña. Lucilia.«Le pedí a ella que intercediera ante el Sagrado Corazón de Jesús, para que a fin de mes la Providencia me enviara los recursos necesarios para la subsistencia de mi familia. Imploré, imploré sin parar».
Y el resultado de tanta súplica no se hizo esperar: le llegó de Recife una notificación bancaria de que se encontraba a su disposición una cantidad relacionada con un procedimiento judicial cuya decisión le había sido favorable.
Extremadamente consolada, Renilda se dirigió a una sucursal bancaria para retirar el dinero. «El importe fue suficiente para pagar algunas cuentas atrasadas y cubrir los gastos esenciales, lo cual sólo fue posible gracias a la bondad inmensa de Dña. Lucilia, que socorre a todos sus hijos espirituales, bastando acudir a ella con fe y devoción. Doña Lucilia realmente nunca nos desampara. Que las oraciones de sus hijos continúen siendo realizadas en agradecimiento por su benevolencia maternal, y en la intención de que sea elevada cuanto antes a la gloria de los altares entre los santos reconocidos oficialmente por la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana».
(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, agosto 2023)
El Dr. Plinio recibió de Doña Lucilia una formación de acuerdo con el estilo de la São Paulo de otrora, basado en el intercambio de influencias con las naciones extranjeras. Desarrollándose en ese ambiente y favorecido por un especial discernimiento, él desvendó aspectos peculiares del alma brasileña.
Soy brasileño por todos lados. No tengo en mis venas otra sangre además de la portuguesa, unas tres o cuatro gotas lejanas de sangre española y un poquito de indio.
El papel de barniz con relación a la madera
Consejero João Alfredo Corrêa de Oliveira
Mi padre era sobrino del Consejero João Alfredo Corrêa de Oliveira, en cuyas memorias consta que seis u ocho generaciones vivieron en Pernambuco después de que el primer portugués de la estirpe llegó a Brasil. Era, por lo tanto, brasileño en su propia raíz.
Mi madre era una auténtica brasileña. El antepasado portugués más cercano era su bisabuelo, el Alférez Joaquim Ribeiro dos Santos, primero de la familia en venir a Brasil, por línea masculina. Su ancestralidad materna estaba compuesta de paulistas, cuyo linaje se perdía en los primeros tiempos del Brasil colonia. De manera que mi madre era una paulista al pie de la letra y brasileña al cien por ciento.
Así, analizando mi propia familia, es el caso de preguntar: ¿correspondemos a la noción habitual de “brasileño”? El objetivo no es tratar de mi madre ni de su hijo, a no ser para tomar cierta idea corriente y ver hasta qué punto confiere o no con la realidad.
¿Cómo es un brasileño?
Es necesario especificar dos puntos: en primer lugar, mi madre y yo somos católicos, apostólicos y romanos. Y como todo buen brasileño o todo buen miembro de cualquier pueblo, se llega a lo más característico de su patria cuando se es enteramente católico, pues es propio a nuestra Religión el dar brillo a los caracteres nacionales, haciendo el papel de barniz en relación con la madera.
El piso de la Sala de los Alardos1, en la Sede del Reino de María, por ejemplo, se compone de maderas brasileñas, y el thau2 del león es hecho del famoso palo-brasil, que dio nombre a nuestra nación. Ahora bien, no se podría elogiar ese parquet, sin enaltecer el barniz que lo recubre, porque la madera como que solo realiza su propia fisionomía después de ser cubierta de barniz.
Barnizada queda diferente, como también el barniz cuando está en su recipiente. Nadie, al conocer solo la madera o solo el barniz, podría imaginar que la junción de ambos quedase tan bonita.
Pues bien, eso es lo que la Religión Católica hace con las varias naciones. Ella –cuyo foco de irradiación es la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana–, es hecha para ser vivida entre los hombres, los cuales, por su naturaleza, constituyen las naciones. Así, el “líquido” sagrado de la Iglesia pasado sobre el “alma” de cada nación, produce el efecto del barniz en la madera: resalta todas sus características y toda su belleza.
He aquí, por lo tanto, el primer punto para especificar: que no tratemos de Brasil visto al natural, sino de él en cuanto “barnizado”.
Viajando por diversos Estados de Brasil
La segunda especificación es la siguiente.
En cierta ocasión, durante una conferencia para cerca de doscientas cincuenta personas, pedí que levantaran el brazo aquellos que estuviesen seguros de no tener ninguna otra sangre a no ser la brasileña, por lo menos hasta el tatarabuelo. El resultado fue menos del diez por ciento del auditorio… Los demás tenían proporciones de sangre extranjera: sin embargo, todos se consideraban brasileños.
Así siendo, ¿qué es el Brasil y qué es ser brasileño? Sin duda, hay zonas de Brasil muy brasileñas: el Norte, el Nordeste, Minas Gerais, Goiás, Mato Grosso, casi no tienen inmigraciones. Por su parte, Río de Janeiro y São Paulo son muy cosmopolitas.
En el sur, a medida que nos distanciamos de São Paulo, el factor alemán va preponderando. En Río Grande del Sur encontramos una inmigración italiana considerable y un tipo de brasileño sobre cuya piel soplan los vientos de las pampas. El gaucho es ligeramente españolizado en sus maneras.
Cuántas veces, viajando por diversos Estados de Brasil, me complacía en mirar el movimiento de la calle por la ventana del hotel, analizar cómo las personas se encontraban, conversaban, mientras yo hacía comparaciones.
Por ejemplo, estando en Belo Horizonte, veía a los mineiros saludarse. Ellos tenían en vista la amistad, pero con discreción, sin llamar la atención; el encuentro era cordial, pero poco teatral, con las manos que se apretaban y el tono bajo de voz: “¿Cómo le va?” Y si tuviesen algo de política para hacer, ya salía allí mismo…
En Río Grande del Sur el tenor de alma era diferente. Los gauchos, al avistarse, ya venían de lejos conversando, con los brazos abiertos: “¡Oh, querido amigo!”, y se abrazaban haciendo resonar el tórax.
Elemento fundamental de la brasilidad: permutar influencias
Sin embargo, por encima de eso hay una característica del alma del brasileño que no he visto que sea comentada.
Se dice que el brasileño tiene la manía de la imitación y vive con los ojos puestos en lo que se hace afuera. Eso tiene su buena parcela de verdad. Pero lo que ocurre es un intercambio. Al mismo tiempo en que recibe una influencia, ejerce otra: moldea a su interlocutor, de manera que este se deje abrasilerar sin percibirlo. Tiene tanto gusto en imitar cuanto en influenciar. Y lo que él da, penetra más o con tanta profundidad en el alma cuanto aquello que recibe.
Esa prodigiosa capacidad de intercambiar, de permutar influencias, es un elemento fundamental de la brasilidad, la cual ejercemos de modo inconsciente, y corresponde, de un modo providencial, a las circunstancias de nuestro territorio: tan inmenso que la pura estirpe descendiente de Portugal no llegaría a llenarlo, a no ser a lo largo de siglos y siglos.
Era bueno, por lo tanto, que el primer pueblo que viniese a establecerse aquí fuera el organizador del lugar y diera las notas iniciales a partir de las cuales la “música” del país proseguiría. Pero, además, que todos los pueblos de la Tierra fuesen fraternalmente invitados a venir a habitar aquí, desde que continuasen en la línea iniciada. Era el compromiso de la hospitalidad: “Vengan para ser de los nuestros, no para ser heterogéneos. Traigan sus riquezas, sus características. Estamos dispuestos a recibirlos, ¡y con cuánta simpatía y buena voluntad! Sin embargo, hay una condición: nosotros también tenemos que dar. ¡Reciban!” No hay quien no piense que eso es muy equitativo.
Esas explicaciones ayudan a los brasileños a comprenderse frente a la inmigración, y a los hijos de inmigrantes a entenderse y sentirse frente a Brasil, para querer sentirse influenciados. Ayudan de igual modo los extranjeros, que para alegría nuestra viven en Brasil, a hacer esta operación, estando en este país por un tiempo indeterminado.
En todos –y eso es típico del brasileño– ya estaba eso concertado de manera subconsciente. No es propuesto como contrato a nadie, no es un pacto explícito. Es un modo de ser tan implícito que me tomó tiempo el explicitarlo por entero.
Como punto de partida de la inocencia y de la historia mental de este pueblo, tenemos esa característica que posee sus raíces en la mentalidad y en la psicología portuguesas. Todo eso nació de Portugal y nos alegramos que sea así. Miramos la Torre de Belén, por ejemplo, y encontramos allí nuestras resonancias y consonancias.
Penetración del gobierno del aceite de oliva
Menciono ahora otro trazo del brasileño. Yo considero el negro y el mestizo de negro, así como también el indio y quien de él desciende, auténticamente brasileños. Ahora bien, este pueblo, cuyas raíces nativas son tan próximas en algunas de sus estirpes, no tiene una relación grosera consigo mismo ni con otros, y cuando ve o siente un trato agresivo, queda chocado. De manera que, si quieren repeler a un brasileño, basta emplear la brutalidad.
El trato de ellos es suave, manso, cordial. Pero… ¡circulen por donde tengan la vía, no se metan en contravía, porque todo se trastorna! Escomo peinarse el cabello por el lado equivocado. ¡Tengan cuidado!
¿Cuál es la raíz portuguesa en este aspecto?
En el siglo XIX, reputaban como un verdadero imperio colonial, el británico. Inglaterra poseía bancos, iglesias protestantes, políticos y militares acantonados en todas sus colonias, en puntos estratégicos y haciendo comercio; si hubiese un problema, se formaba una pelea. Era la fuerza del “león” británico colocada para garantizar el buen correr de todo. ¿El imperio era estable? Sí, porque el “león” era sólido. Sin embargo, bastó que él abriese un tanto sus garras, que sus colonias quisieron ser independientes.
Por su lado, el colonialismo portugués no componía un imperio, era únicamente media docena de colonias, que daban la impresión de algo débil, de una nación decadente. La monarquía y, más tarde, la república portuguesa, mandaba gobernadores que, de modo patriarcal, regían las colonias y nadie ni siquiera tenía conocimiento exacto de que era lo que ellos hacían o no. Cada colonia crecía como una flor o como una coliflor.
Si no fuese por la influencia rusa3, las colonias portuguesas no se habrían vuelto independientes por esfuerzo propio, porque los colonizados amaban a sus colonizadores. ¿Cuál era la razón?
La colonización de los portugueses era hecha a la manera de la acción que Brasil ejerce sobre los no brasileños. Con los africanos, con los de la India, en Macao, por toda parte, ellos penetraban como el aceite: se pone una gota y el aceite no rasga y no dilacera la hoja de papel; solamente se vuelve transparente y se extiende en toda su capacidad de extensión.
Ese era el colonialismo de Portugal: la penetración del gobierno del aceite. En el fondo, ¿cuál fue el más fuerte? ¡No fue el del león sino el del aceite!
Alguien preguntará: “Dr. Plinio, ¿y Brasil? Si es así, ¿por qué no quedó unido a Portugal?”
Me limito a decir una cosa: mucho más de cien años después de la independencia, Brasil restableció una situación en la cual el ciudadano portugués tiene todos los derechos del brasilero, y este, todos los derechos del portugués. Es algo que los que proclamaron la independencia no entenderían.
O sea, por encima de las rivalidades propias de la independencia, prevaleció un sentido de unión tal, que da la impresión de aumentar con el paso del tiempo. Creo que no existe, en el mundo entero, una ex colonia de Portugal como Brasil. Es el don de ese intercambio, es un estilo, un modo especial de ser, de disponer.
Quien admira, asimila y lucra más
¿Cuál es el fundamento de ese intercambio?
El alma nacional es admirativa, por eso es capaz de asimilar; quien de buen grado admira lo que los otros tienen, asimila y lucra más.
Lo que más busca encontrar el brasileño son afinidades. Cuando él entra en contacto con almas con las cuales consuena para poder juntos comentar las cosas, para sentir y pensar la misma cosa; sobre todo, para admirar juntos, es lo que más le da felicidad.
Comentando sobre mi propio país lo hago con admiración, como hace poco y tantas veces he discurrido sobre otros países. Hablo como brasileño, propicio hasta a admirar lo que Dios hizo en el propio brasileño. Ese gusto en tener afinidades en la admiración y de intercambiar es el propio bienestar del brasileño. Es el punto por donde él se siente realizado.
En otros pueblos, he notado el siguiente movimiento de alma: “Tú eres diferente y yo no siento alegría por lo que eres; me voy a diferenciar de ti cuanto sea posible”.
En la pelea de gallos se ve eso. Antes de entrar en conflicto, comienzan a dar vueltas y a mirarse, desafiándose, como si se dijese uno al otro: “No quieras pasarme por delante ni ser superior a mí, ni apoderarte de lo que es mío, porque yo reacciono como una fiera. ¡Mira bien!”
Esta no es la posición brasileña de ningún modo: “Esa cualidad es mía y no tuya, y yo me alegro con eso.” No. Es lo contrario: “Mira, ¿vamos a admirar, a intercambiar? ¡Qué agradable es admirar juntos! Cómo me gusta que tengas esa cualidad. Pero yo también tengo tal otra así, ¿no te gusta? ¿También te gusta? ¡Qué bueno! Amemos a Dios que creó todo eso.”
Esto forma lo que el ambiente nacional tiene para construir con una nota brasileña, en un territorio nuevo, un mundo nuevo hecho de contribuciones de toda especie de pasados, para un futuro de síntesis. Aquí está Brasil.
Tal realidad explica cómo Doña Lucilia, siendo tan brasileña como era, recorría los horizontes de la historia del pasado a partir de los barnices franceses, que la educación dada en la São Paulo de aquel tiempo había impreso sobre su personalidad. Y que, sin la menor ilusión de ser una francesa, tenía mucho de afrancesado en su modo de ser; eso se nota inclusive en los muebles de su casa.
Mi madre me enseñó esa capacidad, esa tendencia a admirar y a ver en todo lo que hay de maravilloso, no como la actitud de un tonto que ve prodigios donde no los hay. Se trataba de la posición de saber apreciar las maravillas, alegrarse y satisfacerse con ellas, asimilando de todos lados.
Esa señora afrancesada contrató para sus hijos a una gobernanta alemana, pero quiso que aprendiesen también inglés y supiesen bien el portugués. De ahí se originó una formación no inventada por ella, sino propia al ambiente en el cual fue criada.
Ella realizaba todo eso con sonoridades, con ecos que, para mi corazón de hijo, solo ella poseía. Con todo, era un estilo general de la São Paulo naciente, que comenzaba a recibir extranjeros con un abrazo, con una sonrisa, siendo influenciado e influenciando católicamente.
Denominación de la última letra del alfabeto hebreo, que tiene forma de cruz. Basándose en el capítulo 9 de la profecía de Ezequiel, el Dr. Plinio empleaba ese término, a fin de indicar una señal marcada por Dios en las almas de las personas especialmente llamadas a rezar y actuar en favor de la Iglesia y de la implantación del Reino de María. ↩︎
El Dr. Plinio se refiere a las colonias portuguesas que, a mediados del siglo XX, sufrieron la influencia soviética. ↩︎
Por una feliz coincidencia, la convocatoria estaba prevista para el día 21 de abril, fecha de la partida de Dña. Lucilia al Cielo.
Elizabete Fátima Talarico Astorino
Tarcisio Mattos, cooperador de los Heraldos del Evangelio de Río de Janeiro, fue escuchado prontamente en un momento de dificultad por el que pasó hace cierto tiempo.
Tarcisio Mattos con la biografía de Dña. Lucilia escrita por el fundador de los Heraldos, Mons. João Scognamiglio Clá Dias
Padre de familia y desempleado, se inscribió en unas oposiciones para el cargo de ingeniero en el Ayuntamiento de San Bernardo del Campo, Brasil. Sin embargo, sabía muy bien cuán exiguas eran las posibilidades de salir vencedor en una disputa con muchos otros candidatos cualificados.
Por una feliz coincidencia, la convocatoria estaba prevista para el día 21 de abril, fecha de la partida de Dña. Lucilia al Cielo. «Entonces, antes del examen le pedí que me ayudara, ya que me encontraba en una difícil situación. Días después recibí la comunicación de que había obtenido el primer puesto entre sesenta candidatos».
Muy agradecido, añade Tarcisio: «Mi devoción a Dña. Lucilia viene de lejos, pues era yo discípulo del Dr. Plinio y tenía noción de que Dios la había puesto como madre de nuestra “familia espiritual”, de modo que estaba seguro de que ella me ayudaría, de una forma u otra. De hecho, en el Evangelio leemos que Dios siempre nos exige la fe. No tengo ninguna duda de que los efectos de su intercesión continúan en mi vida».
Tiempo después, compuso una música en honor de Dña. Lucilia en señal de agradecimiento.
(Extraído de Revista Heraldos del Evangelio, agosto 2023)
Mediante la realidad insondable que caracteriza la relación entre madre e hijo, el Dr. Plinio compone algunas metáforas, a fin de poner en palabras su profunda unión de alma con Doña Lucilia.
En un caleidoscopio hay cierta distancia entre la vista de la persona y la placa donde suceden los juegos de los vidriecillos coloridos. Este espacio intermedio está enteramente vacío, protegido por una envoltura propia a evitar que luces extrañas penetren allí y perturben la visión, la cual, a su vez, es tan inmediata, que no puede ser dividida en etapas.
Moviendo circularmente los vidriecillos, se tienen impresiones nuevas: no obstante, se trata de una visión sucesiva de cosas ya antiguas que se reagrupan de modos diversos y causan sorpresas. Así era el alma de mi madre, en la visión de su hijo.
Relaciones entre madre e hijo
Cuando un niño es pequeño, el primer “caleidoscopio” que ve, más que a su padre, es su madre: la madre inclinándose sobre él, mirándolo con aquella comprensión entre madre e hijo, madre e hija. Cada mirada penetra en la del otro, como la mirada de aquel que divisa el caleidoscopio y entra a fondo en los vidriecillos.
Podríamos imaginar algo más sorprendente: un caleidoscopio en cuyas extremidades hubiese dos personas, cada cual viendo fijamente a la otra.
Es una hipótesis que incluso no es agradable, pero se puede imaginar para efectos didácticos; mirándose continuamente y sin cesar, acaban teniendo alguna cosa que es siempre la misma, pero, por causa de lo movedizo de la mirada humana, de la influencia de las pasiones sobre la exposición del globo ocular, de los músculos que se distienden, que se tensionan, siempre habría algo para decir. Así era mi intercambio de miradas con Doña Lucilia.
Yo no me acuerdo de la primera vez que la vi y noté quién era ella; pero me acuerdo bien de un conjunto confuso de impresiones primarias a su respecto, las cuales me hacían sentir los torrentes de un afecto tan razonable, que yo percibía cuánto ella amaba el hecho de que yo fuese un niño inocente –como, a propósito, son todos los niños en esa primera edad–. Ella, sin embargo, comprendía el valor de esa inocencia y, por otro lado, tenía una percepción especial, alegre, jubilosa de lo que es ser una madre. ¿Cuál era el factor que me vinculaba a ella y ella a mí? ¿Cuál era esa relación que el orden natural de las cosas había establecido entre nosotros, madre e hijo? Ella sentía muy bien las semejanzas de temperamento y de modos de ser que poseíamos. Y de mi parte, mirándola, tenía la impresión de verme reflejado en un enorme espejo, pero en una especie de arqui-yo mismo, porque ella me miraba con una complacencia que yo no podría tener.
Como ella, ¡nadie!
Yo tenía muchos otros parientes: mi padre, mi hermana pequeñita, que ya me veía con curiosidad infantil; tenía tíos, tías, toda la familia. Pero, cuando mi madre entraba en contacto conmigo, percibía que había algo excepcional, en el sentido de que nadie me quería como ella, pero también de que las otras personas entre sí, no tenían el grado de bienquerencia que ella me dispensaba.
No quiere decir que yo no juzgase buenas a las otras personas, sino que, ¡como ella, absolutamente nadie! Esto se daba confusamente, pero la idea que me fijaba era esta: ella es única. Y tuve con relación a ella todas las formas de bienquerencia. Por ejemplo, el mismo día de mi viaje a Europa, en abril de 1950, arreglé todo para que le entregaran dos cestas de flores en horas diferentes, cada una con una carta. Y a lo largo de la vida, cien otras manifestaciones de cariño diferentes. Todo eso refleja, en el fondo, esa convicción que llevaré hasta la sepultura: para mí, ella es única. De manera que, si ella me llegase a faltar, para mí sería como si el sol se apagase. Sin embargo, aunque su bondad haya despertado en mí un afecto tan inmenso, no puedo dejar de notar que, si había algo que ella no tenía, era la idea de volverse insustituible. Por el contrario, por su presencia y acción, por el modo de relacionarse conmigo, notaba la siguiente preocupación: “¿Qué será cuando yo muera? Plinio, al casarse, estará bien, tendrá su hogar; pero si no se casa, ¿cómo será?” Mi soledad la preocupaba.
No obstante, poco a poco percibí que esa aprensión fue cediendo, porque ella comprobó que la formación religiosa que me había dado, me llevó a fundar la TFP. Y que ella, al abandonar este mundo, dejaba en torno de mí un inmenso hogar, dentro del cual me sería tan grato recordar su figura.
Profunda aflicción con el accidente de Doña Lucilia
Cuando yo era aún pequeño, tenía unos siete u ocho años, tal vez ni eso, ella sufrió un accidente. Ella había estado en la oficina de mi padre, en el centro de la ciudad, para tratar algún asunto con él y después fue al dentista, al frente, en el mismo piso del edificio. Al bajar la escalera –muy empinada– para salir, se resbaló. A fin de no rodar gradas abajo, se agarró en una de las pequeñas columnas que soportaban el pasamanos; al hacer esto, sufrió un dislocamiento muy fuerte en el brazo; creo que tuvo que ir al hospital para enyesarlo, y después volver a casa. Yo estaba en casa y percibí, en cierto momento, un corre-corre entre los más antiguos, decían cosas en voz baja para que yo no escuchase. Ahora bien, todos fuimos niños, y sabemos que, en esas circunstancias, queremos absolutamente saber qué está sucediendo. Y acabé percibiendo que le había pasado algo muy grave a mi madre; ella llegaría a casa en ambulancia. Yo tenía una idea infantil de que la ambulancia era el transporte de los agonizantes y me vino la noción de que ella podría morir. Me dio una enorme inquietud.
Me dejaron en la oficina de mi padre, un cuarto común con dos o tres puertas, una de las cuales quedaba libre. Me acuerdo que comencé a andar de un lado a otro, muy preocupado, y en ciertos momentos corría desde el fondo de la sala, saltaba y le daba un puntapié a la puerta, procediendo así un número incontable de veces. Era la reacción característica de un niño, pero indicaba muy bien el nerviosismo y la aflicción en que yo estaba.
Yo no quería que ella muriese. Me acuerdo de que, al final, me fui apaciguando y comprendí que no se trataba de un peligro de vida, era solo un accidente, y lo que ella tenía que sufrir ya lo había sufrido, las cosas volverían a la normalidad. Dormí durante la noche normalmente, pero aquella idea de que ella me pudiese faltar, me dejaba totalmente asfixiado.
Solícita en ayudar, hasta después de la muerte
Comparo esa ocasión con lo que me sucedió cuando el médico que asistía a mi madre en sus últimas horas de vida, entró en mi cuarto y me dijo: “Dr. Plinio, si Ud. quiere alcanzar a Doña Lucilia con vida, venga enseguida, porque ella se está muriendo”.
Yo había sufrido una amputación en aquellos días, y andando como podía, entré en el cuarto de mi madre. Cuando llegué, el médico anunció: “Ella ya murió”. Prorrumpí en un gran llanto… Pero, cierta paz invadió mi alma; la besé y fui a mi cuarto, a fin de hacer mi toilette.
Sentí una tranquilidad de alma que era como una ayuda que ella misma me daba. Ella, ¡solícita hasta en ese punto! Era manifiesto que era un movimiento de la gracia; fue solo aceptar, ¡somos siervos de la gracia!
De ahí en adelante, la figura de ella pasó como que viva de esta vida para mi alma. Me acuerdo de ella frecuentemente –las reflexiones que estoy haciendo muestran bien eso–, pero sin lamentos, ¡eso no! Delante de mí hay un nuevo horizonte en la punta del cual está Nuestra Señora, está la Santa Iglesia Católica. No llega a ser nuevo, pero es un horizonte en el cual fui criado y, por acción de ella, incluso antes de saber decir “papá” y “mamá”, yo sabía decir “Jesús” y “María”.
Con su ausencia causada por la muerte, ella pasó a residir en este horizonte mío, el cual debo encontrar cuando llegue mi vez, mi turno de cerrar los ojos y entrar en la eternidad.
A semejanza de una pieza de marfil
En mi madre había un aspecto difícil de describir, pero creo que mediante una metáfora se lo puede comprender bien.
Ella no era una persona normalmente descolorida, como son algunas almas que, con el impacto de un hecho relevante, extraordinario, se encienden y solo entonces muestran lo que realmente son. Es decir, mediante un gran dolor o una gran alegría, se enciende en esas almas una luz interna y lo grisáceo común de la vida de todos los días se sustituye por manifestaciones; o élans de vulgaridad, o de elevación de espíritu.
El crimen y la santidad pueden igualmente revelarse en ocasiones así. Hay, sin embargo, otras personas que no son así; podríamos juzgar erróneamente que son monótonas, pero no es verdad.
Doy como ejemplo el marfil. Tengo en mi casa una bonita pieza de marfil, la cual veo siempre que entro en casa, porque queda en una pared bien frente a la puerta; no me detengo a considerarla, pero de paso me agrada mirarla. Es siempre la misma pieza dura, pura, alba, con aquella forma específica de la punta del diente de elefante; pesada, pero con aspecto de ligera. Para mí, ella no es monótona, y sería una pérdida si dejase de verla, porque las cosas de calidad, cuando son de un solo tono, dimanan un tono bonito de muy alta categoría, el cual por nada se desea mudar.
Almas “caleidoscópicas”, almas ebúrneas
Hay, por lo tanto, una diferencia muy grande entre el caleidoscopio y una pieza de marfil: el primero es bonito, tiene unos colorcitos y moviendo la placa nos deleitamos con las sorpresas; por su parte, la pieza de marfil es permanente, con su blancura, lisura y dureza que le son peculiares.
En este sentido, hay ciertas almas caleidoscópicas y conforme la situación de cada momento es agradable analizarlas; y hay también una categoría de almas ebúrneas, de marfil.
Es lo que está contenido en las Letanías de Nuestra Señora, Turris Eburnea. ¡Cómo Nuestra Señora merece ser llamada Torre de Marfil! En un grado indeciblemente inferior al de María Santísima, se puede afirmar que el alma de Doña Lucilia era ebúrnea.
La misma siempre, del mismo modo, con la misma bondad, la misma acogida, el mismo perdón; al mismo tiempo, teniendo siempre un juicio serio y objetivo: “Esto lo hiciste bien, aquello lo hiciste mal, porque el bien es el bien y el mal es el mal”.
Recomponiendo las impresiones y sensaciones, es lo que me viene a la memoria.