Una luz se apaga en el tiempo, para brillar en la eternidad

El 21 de abril de 1968, Doña Lucilia entregaba su alma a Dios, terminando su peregrinación terrena. La serena acción de presencia que la caracterizaba continuaría, no obstante, a hacerse sentir junto al Dr. Plinio, abriéndole una nueva perspectiva de aquel horizonte en el cual ya lo había inserido desde la tierna infancia, cuando le enseñó a decir los nombres de Jesús y María, aún antes de saber decir papá y mamá.

Durante su vida, Doña Lucilia tuvo todas las formas de ternura posibles. Sin embargo, cuando ella se hizo muy anciana, noté que su afectividad se expandía más moderadamente. No podía ni siquiera imaginar un poco que fuese por quererme menos, pero pensé que se trataba de la falta de vitalidad propia de la vejez.

Delicadeza de alma llevada al extremo

Lucilia_correade_oliveira_017Sin embargo, algún tiempo después de su fallecimiento supe de un hecho encantador, que la expresa por entero. Ella le contó a alguien que había programado comenzar a agradarme menos algunos años antes de morir, para que yo no sintiese tanto su falta cuando eso sucediese. Es decir, hasta allá llegó su previdencia.

Es una delicadeza de alma llevada hasta el extremo. Porque el egoísmo llevaría la persona a pensar: “Cuando yo me muera, ¿qué falta él va a sentir de mí?” Me contaron de un señor a quien sus hijos no lo respetaban como debían, y los censuraba diciendo: “Cuando yo me muera, ustedes van a sentir mi falta.” Ella nunca dijo una cosa de esas, nunca, nunca, nunca…
Creo que solo la oí hablar de su propia muerte una vez, con mi padre. En cierta época del año había puestas de sol muy bonitas sobre la Plaza Buenos Aires (1), que se podían ver desde nuestro comedor. Los dos estaban contemplando el atardecer, cuando mi madre se acercó a él y apoyó la mano sobre su hombro. Yo me quedé asistiendo a la escena, interesado naturalmente en la acción de ella. Entonces ella dijo: “João Paulo, ¿hacemos un acuerdo? Aquel de nosotros que muera después del otro, cuando venga aquí a la ventana a ver esa puesta del sol, reza un Avemaría por el que ya falleció.” Con toda certeza ella rezó muchas Avemarías, pues murió casi diez años después de mi padre.

En medio del sufrimiento, contemplando el Cielo que se acercaba

Dr._plinioLa muerte de mi madre sucedió del siguiente modo. Yo todavía me encontraba en camino de completar la recuperación de la crisis de diabetes que había tenido, y cenábamos a solas en casa. Con 92 años, mi madre ya no estaba enteramente lúcida, y por esa razón yo hablaba muy lentamente, para que ella pudiese entender y participar de la conversación. Parecía muy entretenida, mirándome fijamente y procurando acompañar lo que yo decía.
Mientras estábamos así, en la tranquilidad de nuestra casa, la muerte se presentó. Ella comenzó a decir que sentía como unos algodones alrededor del cuello, que le quitaban el aire y la incomodaban mucho. No había algodón alguno, ella estaba en condiciones normales. Entonces percibí que se trataba de algo grave. Aunque el médico recientemente la había examinado y le pareciera que su corazón estaba normal para esa edad, inmediatamente mandé a llamarlo. Con la ayuda de la empleada que la auxiliaba, la llevé al cuarto y ella se acostó. Había llegado el fin de su vida: era una crisis cardíaca fortísima, acompañada de asfixia. Después de examinarla, el médico me dijo bajito: “El corazón está en pésimas condiciones, de repente… Ella llegó al fin de su vida. Ud. debe prepararse.”
Naturalmente, pasé el 20 de abril entero junto a su cama, conversando y procurando consolarla. En medio de la falta de aire, ella se mantenía en una calma que me dejaba pasmado. Y con resolución, mirando siempre al frente. Yo notaba que ella tenía conciencia de que estaba muriendo; veía llegar la muerte, ¡pero veía también el Cielo acercarse! Estando aún muy debilitado, al final del día me fui a descansar.

Mientras las vastedades de la Tierra parecían quedar desguarnecidas…

lucilia004A la mañana siguiente, me desperté y pregunté por ella a un médico amigo que la había asistido durante la noche. Desayuné y leí un poco el periódico, con la intención de ir enseguida a verla, cuando me vinieron a avisar que ella estaba in extremis: “Dr. Plinio, si Ud. quiere alcanzar a ver a Doña Lucilia con vida, venga ya, porque ella se está muriendo.”
Yo había sufrido una amputación en el pie derecho y aún estaba con dificultad de locomoción. Me levanté como pude y fui a su cuarto, contiguo al mío. Cuando llegué, el médico dijo: “Ella murió”.
El médico contó que de repente su corazón falló, y mi madre sintió que se acercaba la muerte. Percibiendo que yo aún estaba convaleciente, tuvo la delicadeza de no llamarme. Antes de morir hizo una gran señal de la Cruz, así, resoluto, desde lo alto de la cabeza hasta el pecho, y con esa gloriosa señal de la Cruz expiró. Yo entré en el cuarto… ¿qué podía hacer? No sé cuántas décadas hacía que no lloraba. En esa ocasión lloré copiosamente, caudalosamente…
Inmediatamente, lo que más pensé fue que aquel firmamento de belleza moral –que su alma era para mí–, se iba a apartar de mi vista. Y esa idea era muy dolorosa.
Por otro lado, tenía la sensación de la destrucción y de la catástrofe propias de la muerte. A pesar de creer en la vida eterna, yo sabía que la muerte es un castigo por el pecado original, y la desintegración de uno de los elementos constitutivos del ser humano. Ahora bien, allí estaba aquella que me había dado la vida. Aquel cuerpo que yo veneraba tanto iba a ser consumido por los gusanos, reducido a polvo, y hasta el último día, cuando la trompeta del ángel sonara, ella estaría físicamente en la inanidad de la sepultura. Claro que eso también me causaba dolor. Pero lo que me causaba una especie de asfixia –y constituía el dolor más profundo–, era pensar que un alma tan noble, tan venerable, a la cual yo quería tanto, se alejaba del mundo de los vivos, que quedaba cada vez más desproveído de grandes almas. Y algo de la estética del universo visible se resentía. En el tremendo apagar de luces prenuncio de una terrible crisis en la Santa Iglesia, un alma de esas se iba al Cielo y dejaba las vastedades de la Tierra desguarnecidas. Como hijo de la Iglesia Militante eso me dolía, aunque hubiese mil pensamientos para consolarme, como el de que ella iba a pertenecer a la Iglesia Gloriosa.
Esas eran las consideraciones que me venían al espíritu, mezcladas con mil recuerdos difusos de su vida.

…un horizonte se abría en la eternidad

Después me fui al cuarto y me preparé para velar su cuerpo durante su permanencia en casa, y acompañarlo hasta el cementerio. Mientras me alistaba, de repente la tristeza desapareció de mi alma, y a pesar del dolor sentí una serenidad extraordinaria, era como una ayuda de ella, solícita hasta en ese punto. Me dirigí a la sala de la casa donde su cuerpo estaba expuesto, y comenzaron a llegar los familiares y conocidos. Más tarde fui hasta el cementerio en que sería enterrada, pero no bajé a acompañar el cuerpo, porque mis condiciones no lo permitían. Volví entonces a casa. Era la primera vez que allí entraba sin que su dueña estuviese presente… ¿Qué podía hacer? Rezar, acostarme, dormir. Y la vida continuó…
De ahí en adelante, la figura de Doña Lucilia como que pasó de esta vida a mi alma. Me acuerdo de ella frecuentemente –las reflexiones que estoy haciendo muestran mucho eso–, pero sin lamentaciones. Delante de mí se abrió un nuevo horizonte, en el extremo del cual estaba Nuestra Se ñora y la Santa Iglesia Católica. No se trataba propiamente de un horizonte nuevo, sino de un horizonte en el cual, por la acción de Doña Lucilia, aun antes de saber decir papá y mamá, yo sabía decir Jesús y María.
En esas condiciones, su ausencia apenas ampliaba mi perspectiva: mi madre pasaba a residir en el horizonte que yo debo encontrar, cuando llegue mi turno de cerrar los ojos y entrar en la eternidad.

Imaginando el reencuentro anhelado

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¿Cómo se dará ese reencuentro? ¡No puedo pensar en eso! Por increíble que parezca, yo medito con respecto al Cielo con cierto cuidado. Porque la vida es tan dura y el Cielo es tan atrayente, que existe el peligro de que el hombre se quiera ir ya para el Cielo y dejar la lucha. Ahora, por ejemplo, puedo caer muerto –eso sucede con tantos hombres de mi edad–, ser juzgado y entrar al Cielo. ¡Se trataría de un tal provecho, que no oso pensar en el Cielo! Cuando al fin entremos en el Cielo, tendremos desde el primer instante la visión beatífica. Veremos a Dios en toda su infinitud, gloria y perfección, de tal forma que quedaremos completamente invadidos por ese conocimiento personal de Él. Al mismo tiempo, contemplaremos la humanidad santísima de Nuestro Señor Jesucristo, después a Nuestra Señora, y a seguir, a todos los Ángeles y santos. Para comprender qué significará eso, basta considerar que los Ángeles, incluso los de los coros inferiores, son de tal naturaleza, que cuando aparecen a los hombres con frecuencia los dejan asustados. En el Cielo no cabe ese temor, sino admiración. Y tales maravillas conoceremos en la luz de Dios.
Vamos también a reencontrar a las personas que amamos en la Tierra, pero de un modo diferente del que las conocemos, porque estarán revestidas de la gloria del Cielo. Y nosotros mismos estaremos cambiados, pues la misma gloria nos revestirá. Será un encuentro indecible, con respecto al cual vale la pena meditar, aunque reconociendo que la palabra humana es incapaz de transmitir esa realidad.
Pero yo tengo la certeza de una cosa: es la de que, cuando yo reencuentre a mi madre, nosotros, por así decir, nos abrazaremos y nos besaremos –como lo hacíamos en vida– después de un muy largo viaje. Y así como ella, en la noche solo quedaba tranquila cuando yo volvía a casa, tengo la impresión –y es una mera impresión– de que Doña Lucilia tendrá una alegría especial viendo que, ¡por fin, llegué al Cielo!
Sin embargo, por lo que conozco de ella, esa alegría no sería tan completa si yo encontrase una forma de ir al Cielo antes de la hora. Mi madre sería propensa –para hablar en los términos de esta Tierra– a preguntar: “Filhão (2), ¿por qué cesaste la lucha antes de la hora?” Y ella podría aconsejarme, en un tono de afectuoso reproche: “Yo aguanté hasta los 92 años. ¿Tú no quisiste aguantar hasta el fin?”

“Toma un pequeño sorbo de mi felicidad”

Muchos años después del fallecimiento de Doña Lucilia, cierto día tuve un sueño con ella. Vi una figura vaga, con apariencia entre una persona real y una fotografía, en la cual me pareció ver a mi madre como ella está en la última fotografía que se tomó en vida. Miré con más atención. Entonces me conmoví mucho y exclamé: “¡Madre!” Ella asintió confirmando, pero sin dejar enteramente el aspecto, por así decir, fotográfico. Le dije a ella una serie de cosas, cómo la quería mucho, y lloré –para mí, bastante, porque no soy dado a llorar–. Ella se complacía mucho en notar cómo yo sentía su falta y me emocionaba al verla. Sonreía como una persona muy feliz, y en el fondo, levemente daba a entender que percibía Sobre todo, guardé las expresiones de su fisionomía, las más afectuosas que se puedan imaginar. Pero al mismo tiempo, mi madre parecía deseosa de hacerme comprender cómo ella era feliz y eso debería dejarme alegre. Se trataba como de una enseñanza: “Hijo mío, ve, yo estoy en el Cielo y soy tan sensible a tu sufrimiento. Sin embargo, eso no perturba mi alegría, porque veo que la vida terrena es un instante y que, si fueres fiel, todo se resolverá. Viéndome así, toma un pequeño sorbo de mi felicidad.” Cuando me desperté, percibí que se trataba de un sueño, pero la sensación de la cercanía de ella era tan viva, que me impresionó mucho.

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(Extraído de conferencias de 1982, 1983, 1984, 1986 y 1994)

1) Localizada en el Barrio Higienópolis, en São Paulo, cercana al apartamento en que el Dr. Plinio residía con sus
padres.
2) En portugués, aumentativo afectuoso de hijo, con el cual Doña Lucilia trataba al Dr. Plinio.

Persistencia, delicadeza y desafío

Decidida a vivir de acuerdo con lo que la fe le indicaba, Doña Lucilia levantaba una oposición suave pero infranqueable a los que deseaban lo contrario, incluso si era necesario pagando el precio del aislamiento. Sin embargo, en los últimos meses de su existencia terrena la Providencia quiso confirmar su fidelidad, envolviéndola en el cántico de admiración de algunas almas justas.

Para comprender la manera en que Doña Lucilia actuaba cuando yo era niño, al protegerme de quien quisiese perderme, es necesario haber conocido aquellos tiempos y visto los modos, las costumbres y las reglas de delicadeza entonces vigentes.

Ella era una persona muy bondadosa, pero al mismo tiempo muy seria. Cuando no quería una cosa determinada, levantaba una barrera infranqueable: ¡eso no era así, no podía ser y no sería! Todos comprendían que habría una oposición sin nada de furibundo ni de problemático, pero tan segura, que no servía de nada insistir.

Negativa que desanimaba cualquier ataque

sdlEsa actitud comenzaba por verificarse en lo que se refería a la forma como yo practicaba la religión. A algunos de mis parientes les hubiese gustado que yo fuera un niño más o menos sin religión, como los otros de mi familia formados por ellos. Sin embargo, no osaban proponerle a Doña Lucilia nada a ese respecto; o, si le propusieron, ella acabó la cuestión, de tal modo que ninguno de ellos osó decirme una palabra en el sentido de estimularme a no ser religioso, a no ser puro, etc.

Ellos sabían que, si algo así llegase hasta mi madre, la respuesta vendría con una negativa: “Mi hijo es mío y no tuyo, quien dispone de él soy yo, no tú; y por mi intermedio, quien dispone de él es Dios. De manera que voy a educarlo según Dios quiere, y no te metas. Cuida a tus hijos, si quieres; ¡al mío, no! ¡A él lo cuido yo!”

Conmigo ni trataba del asunto, en una actitud de quien no consideraba posible que alguien se entrometiese en el caso. Lo que ella hizo fue rezar mucho y decir un “no” preventivo. Fin del asunto.

«Vas a sufrir mucho con el aislamiento»

Cuando explotó en 1932 la Revolución Constitucionalista en São Paulo, mi abuela Doña Gabriela decidió comprar una radio para acompañar las noticias. Algún tiempo después, ella le dijo a mi madre, quien me contó el hecho sin hacer comentarios:

—“Cuando yo muera, Lucilia, quiero que ese radio sea para ti”– era todavía un objeto de cierto valor en aquella época–, “porque tú vas a sufrir mucho con la soledad, y al menos la radio sirve para que tengas compañía.”

Se comprende todo lo que eso quería decir…

Además, la salud de mi madre no era buena. Mejoró mucho después de que mi abuela falleció y pasó a vivir sola conmigo. Doña Gabriela era muy generosa, y bajo ese aspecto no había ningún problema, pero mantener las riendas de la casa, cuidar de la servidumbre, atender a los que entraban y salían, constituía un peso difícil de sustentar.

Doña Lucilia tenía paciencias enormes, por ejemplo, con un sobrino sordomudo que presentaba crisis nerviosas horribles. Los padres de este sobrino no aguantaban esas crisis mientras que ella sí. Se encerraba con el niño en una sala, y al cabo de una o dos horas de conversación, él salía más sosegado, tranquilo. Era una manifestación de su generosidad, pero eso la desgastaba.

Por esa causa, durante el período en que vivió en casa de mi abuela, su salud estaba muy decaída. Padecía dolencias del hígado. Sentía indisposiciones horribles, pasaba la noche en vela y por mañana quedaba exhausta, con la fisionomía deshecha.

En el tiempo en que mi hermana y yo éramos muy pequeños, mi madre tenía miedo de morir a cualquier momento, y a veces nos decía eso para prepararnos. ¡Nosotros quedábamos asustadísimos!

Todas esas circunstancias hicieron de Doña Lucilia una persona que medía bien cuál era el padrón de la felicidad, y sentía y cargaba el peso de los sufrimientos hasta el fin.

Cargando la cruz rumbo al ápice

3p200En ese sentido, de las fotografías tomadas a mi madre, ninguna me agrada tanto cuanto una en que ella está bien anciana, con setenta y cinco o setenta y seis años, moviéndose sin necesidad de apoyo, apenas con una deficiencia auditiva que esos aparatos modernos suplían.

Yo la conocía tan bien que, al ver esa fotografía, percibo una cosa curiosa: ella está muy ansiosa. Se nota allí cómo era su adaptabilidad: ella trata de hacer una fisionomía que, dentro de sus principios, sabía que a los presentes les gustaría. ¡Pobrecita! Yo sé muy bien que estaba cargando su cruz rumbo al ápice.

En su fisionomía trasparece tal conjunto de virtudes, viviendo a la manera de un enjambre en su alma –un enjambre santo, no caótico–, que es difícil decir todo lo que veo ahí. Es un equilibrio extraordinario de virtudes, todo un inmenso teclado puesto en orden.

La nota que aparece mucho en esa fotografía es el orden que mi madre se impuso a sí misma, porque estaba de acuerdo con lo que el intelecto y la fe le indicaban de cómo se debería ser. Hay una resolución de vivir dentro y para ese orden que, con toda su actividad, revela un trazo heroico: se debe ser de determinada forma y está acabado. Se percibe una persistencia, con delicadeza, y cierta mirada de desafío, como quien dice: “Yo sé que ustedes no están de acuerdo, pero así es.” ¡Con ella no se jugaba!

La confirmación de la fidelidad

La vida de Doña Lucilia fue una enorme espera, que tuvo un desenlace enteramente inesperado: en los últimos meses de su existencia en esta Tierra, por causa de mi enfermedad (1), hubo un flujo torrencial de gente en mi casa y, sobre todo por la insistencia de João (2) en hacer que ella se notase, Doña Lucilia murió envuelta en un cántico de admiración de los que me visitaban.

De hecho, mi madre esperaba que toda su bondad y todo el ambiente por ella creado reconstituyesen en torno de sí un tiempo pasado, que iba siendo devorado por el americanismo.

Entonces mi madre recibió una confirmación de que no se había engañado y de que todo cuanto ella era, era notorio para quien quisiese ver. Fue una especie de confirmación de su fidelidad.

Extraído de conferencias del 14/9/1985 y 6/11/1993

Notas

1) Se trataba de la grave crisis de diabetes que acometió al Dr. Plinio en diciembre de 1967, obligándolo a permanecer en reposo en su apartamento por algunos meses.

2) El Dr. Plinio se refiere a Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, su fiel discípulo y secretario personal durante más de cuatro décadas, que en la época de los hechos aquí mencionados todavía era laico y contaba con veintiocho años.