La admirable coherencia de doña Lucilia le costó, no obstante, un terrible tributo que ella soportó con la firme resignación propia de un alma católica: el aislamiento. A medida que la nueva mentalidad se fue difundiendo por todas partes, los que permanecían fieles a las tradiciones y al modo de ser del pasado iban siendo puestos de lado, cayendo sobre ellos la dura prueba del ostracismo. Sus conversaciones, otrora apreciadas como atrayentes, ya no interesaban más. Sus actitudes ceremoniosas no coincidían con los padrones considerados modernos, pues sólo lo gracioso, lo excitante y lo espontáneo tenían derecho de ciudadanía. Fue cuando más fuertes soplaban los vientos del cambio que doña Lucilia vio a sus hijos alcanzar la adolescencia, fase tan delicada en la vida de una persona, en la cual todo puede ganarse o perderse. Para Roseé, de doce años, existía todavía la ventaja de ser educada en el ambiente doméstico. En cuanto a Plinio, al contrario, se aproximaba inevitablemente el día en que tendría que frecuentar algún colegio. Habiendo recibido una elevada educación, era necesario que enfrentase ahora la lucha contra el respeto humano. El auxilio del Cielo nunca le faltaría, como tampoco las fervorosas oraciones de su madre. No obstante, ¡cuántas aprensiones sufrió el corazón de doña Lucilia!
Preferiría verte muerto a verte extraviado
Los temores de doña Lucilia se manifestaban sobre todo en lo referente a los rumbos que tomarían sus hijos en la vida, haciendo buen o mal uso del libre albedrío. Su papel se limitaba cada vez más, a medida que iban creciendo, a estimular los lados buenos de la personalidad de cada uno, así como a suscitar en ellos el odio al mal. Por eso, algunas veces le repetía a Plinio:
— Hijo mío, los tiempos son muy malos y tú eres aún muy joven. Nadie puede hacerse una idea de lo que es capaz una persona cuando se extravía. Es bueno que sepas que yo preferiría verte muerto a verte extraviado. Palabras cargadas de gravedad, que demuestran cómo los extremos de bondad y de afecto por sus hijos eran enteramente movidos por el amor a Dios, hasta el punto de preferir el sacrificio de la vida terrena a verlos perder la eterna.
Un señorío de afecto
Oigamos una palabra de quien tanto se benefició de la preciosa y materna solicitud de doña Lucilia. A propósito del ejercicio de su autoridad, dice el Dr. Plinio: “Había un aspecto en mamá que yo apreciaba mucho: todo el tiempo, y hasta el fondo de su alma, ¡ella era una señora! En relación a sus hijos, guardaba una superioridad materna que me hacía sentir cuánto yo actuaría mal caso transgrediera su autoridad y cómo semejante actitud, de mi parte, le causaría tristeza por ser al mismo tiempo una brutalidad y una maldad.
“Señora ella sí que lo era, pues hacía prevalecer el buen orden en todos los ámbitos de la vida. “Su autoridad era suave. A veces mamá castigaba un poco. Pero incluso en su castigo o en su reprensión la dulzura era tan sobresaliente que confortaba a la persona.
“Con Roseé el procedimiento era análogo, aunque más delicado por tratarse de una niña. Sin embargo, la reprimenda no excluía la benevolencia, y mamá estaba siempre abierta a oír la justificación que sus hijos le quisiesen dar. “De esta manera, la bondad constituía la esencia de su señorío. O sea, era una superioridad ejercida por amor al orden jerárquico de las cosas, pero desinteresada y afectuosa en relación a aquél sobre quien se aplicaba. ”Esta rectitud de alma, que es la verdadera bondad, era cada vez menos comprendida por un mundo propenso a acabar con la incómoda distinción entre el bien y el mal. Sin embargo, doña Lucilia, fiel al espíritu de la Iglesia, continuaba formando a sus hijos en los mismos principios perennes, resistiendo el oleaje del cambio que agitaba a la sociedad.