Fidelidad a las verdades supereminentes

En medio a innumerables pruebas que ornaron su vida, Doña Lucilia se mantuvo siempre fiel a las verdades que orientaban y fundamentaban su existencia.

A veces acontece que entre personas destinadas a mantener una relación más intensa, profunda y elevada se establece cierta confusión, que cuanto más se intenta esclarecer, se vuelve más confusa. Lo verdadero en esa situación es no hablar, y sí esperar. Es necesario confiar.

Incomprensiones dentro de una relación

Yo tuve la experiencia de eso en algunas ocasiones en las cuales procuré ayudar a determinadas personas en asuntos de vida espiritual. A veces sucedía que yo entraba en el tema por un lado, y la sensación de la persona era que yo debería haber entrado por otro. La salida era parar, rezar y esperar pasar el tiempo. No se podía hacer nada.

Cómo eso es duro: queremos hacer el bien, pero el otro es como alguien que está con el cuerpo entero quemado. Donde se pone el dedo, él gime. ¡Realmente eso es duro!
Cuando la persona se coloca en una relación errada, se hace imposible el entendimiento. Puede suceder por culpa propia o por una prueba, pero es una dilaceración muy seria, pues la vida queda truncada en un punto fundamental. ¿Cuál es la razón por la cual Dios
permite eso?

Nuestra Señora y San José, ejemplos de fidelidad a las certezas supereminentes

Las certezas no son autónomas unas de otras. Hay algunas certezas supereminentes que garantizan el todo, aunque las “bombardas” estén explotando en las convicciones inferiores.
Un ejemplo claro de eso es la perplejidad de San José (cfr Mat 1, 19-24). Él no podía dudar de la integridad de Nuestra Señora. Él tenía respecto a Ella una certeza supereminente. El demonio debe haber actuado, haciendo de todo para perturbarlo, pero él conservó la paz de alma. Hizo el raciocinio clásico: “No lo descifro, pero cuando lo descifre, voy a ver que eso ocultaba una maravilla.” Él no desconfió porque era fiel a las certezas supereminentes.
Generalmente, cuando una persona es tentada, tiene una especie de amnesia con relación a las certezas supereminentes.
Otro ejemplo: Nuestra Señora y San José cuando perdieron al Niño Jesús (cfr. Lc 2, 43-50). ¿Cómo podían dudar con relación al Niño Jesús? Ellos veían muy bien que Nuestro Señor los quiso probar. Ese episodio fue un poco como la crucifixión para Nuestra Señora.
Anna Catalina Emmerich¹ cuenta que, antes de ese episodio, la Santísima Virgen comenzó a notar que su Divino Hijo la trataba con cierta frialdad. Por humildad, pensó que tenía la culpa. ¡Fue un tormento! Lo más curioso es el hecho de que María Santísima no preguntó nada al Niño Jesús. Hay horas en las cuales es mejor no preguntar… Eso también acontece en la vida de familia. Hay un desentendimiento entre dos personas, y para que no aumente, los familiares fingen no
notar. La vida es así.

Cuando falta esa fidelidad…

Toda especie de nerviosismo es inevitable cuando las verdades supereminentes no están bien colocadas.
Consideremos a los Apóstoles en el episodio de la tempestad en el Mar de Galilea (cfr. Mc 4, 37-40). Era una verdad supereminente que el barco donde estaba Nuestro Señor no podía hundirse. Ellos fueron hombres de poca fe.
Otro ejemplo elocuente en esa materia es el de San Pedro hundiéndose, después de haber andado sobre las olas (cfr. Mt 14, 28-31). La desconfianza es, en la mayor parte de las veces, una sensación. Cuando San Pedro sintió que las olas se movían bajo sus pies, las certezas supereminentes fracasaron.
En el sueño de los Apóstoles en el Huerto (cfr. Mt 26, 40-45), algo de las certezas supereminentes estaba toldado. Era un sueño lleno de malestar. Tres veces fueron despertados y tres veces dijeron “¡no!” Estaban en un estado de infamia moral. Si las certezas supereminentes hubiesen quedado, la cosa habría sido otra.

Pruebas que ornaron la vida de Doña Lucilia

Hay imponderables que la observación no consigue catalogar bien.
Por ejemplo, mi madre. Ella, que alcanzó a vivir en el Brasil de Don Pedro II, no llegaba a tener idea de la Causa Católica con toda la articulación existente contra ella. Sabía que había enemigos de la Iglesia, pero eran como jaurías de perros bravos que invaden un jardín y son expulsados. Por eso Doña Lucilia no comprendía el Movimiento fundado por mí. No era una incomprensión hostil. Ella poseía una noción vaga con respecto a fuerzas que actuaban contra la civilización cristiana, tenía apenas vislumbres sobre eso.
En consecuencia, ella no comprendía la distancia tomada por mí con relación a ella por causa del apostolado que yo desarrollaba junto a mis seguidores. En cierta ocasión tuve que prepararme, de una hora para otra, para un viaje a Uruguay. Por razones especiales, necesité vender algunos objetos que ella estimaba para tener dinero, y no se lo podía decir. Si le fuese a explicar las razones, crearía una situación de intranquilidad que permanecería hasta el fin de su vida. Ella no recibió la explicación, pero percibí que se había dado cuenta de la operación hecha por mí. Sin embargo, no preguntó nada. Ella debería pensar que yo lo hice porque estaba necesitado y tenía un fin honesto. ¿Qué habrá pensado ella? “Es un hijo tan bueno, tan honesto… Pero, si es honesto, ¿por qué no me cuenta? Él se dio cuenta de que vi, ¡pero no me cuenta! Debe haber alguna razón. Lo miro, y él es el mismo…” Ella creyó en las verdades supereminentes que habitaban tranquilamente en su alma, hasta el fin. Eso le fue exigido por la Providencia. ¿No es verdad que esas pruebas ornan la vida de Doña Lucilia? Que la Providencia pueda exigirnos padecimientos semejantes, ¡es una gloria! Debemos sufrir cosas de esas como una prueba.

Discernimiento, confianza y desvelo de una madre amorosa

Cuando viajé a Europa en 1952, no le revelé a mi madre mi viaje para no traumatizarla. Antes de partir le dejé una carta con una tía, con quien concerté que la misiva solo debía ser entregada cuando ella recibiese un telegrama enviado por mí desde Europa.
Cuando esa pariente mía, en posesión del telegrama, fue a avisar a mi madre, la encontró afligida, dirigiéndole la siguiente pregunta: “¿Dónde está Plinio? Porque mi corazón lo busca y no lo encuentra en ningún lugar.
¡Lo busca en Rio, en Santos, en el interior, y no lo encuentra!” Mi tía entonces le contó que yo ya había llegado a Europa, y le dio la carta. Mi madre después me escribió, agradeciendo todas las atenciones y diciendo que estaba pasando muy bien.
Cuando llegué de viaje, mi madre me abrazó y me besó. Enseguida, retrocedió un poco y, mirándome, dijo: “¡Tú eres siempre el mismo!” Después me abrazó y me besó de nuevo.
Ella poseía los elementos para discernir lo que sucedía conmigo. Eso indica bien el contexto general dentro del cual se dio la venta de los objetos a los cuales me referí, y me facilitó cuando necesité tomar esa decisión tan dura.
En las noches, cuando yo llegaba del restaurante Giordano, donde me reunía con miembros de nuestro Movimiento por razones de apostolado, a veces ella estaba rezando junto a la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Yo entraba en casa y ella no interrumpía la oración. Tenía un rito invariable: hacía cruces en el corazón de la imagen y después en su frente, pidiendo por ella y por todos por quienes rezaba. Mientras no hubiese terminado todas las cruces, no me venía a saludar.
Enseguida, siempre con aquella calma, de la cual no puede tener idea quien no la conoció, venía hasta mí y me decía: “¡Filhão!”². Entonces comenzábamos a conversar sobre las cosas más minúsculas, hasta las más grandes. Cuando le preguntaba por qué no iba a dormir más temprano, ella decía: “No voy mientras no llegas, porque contigo en casa no puede suceder nada.” En el fondo era porque yo estaba cerca de ella…

Último acto de fe con una amplia señal de la cruz

Esas verdades supereminentes no pueden ser apenas “verdades”, tienen que ser una unión, una consonancia supereminente.
En el caso de Doña Lucilia, vean cómo actuó la Providencia: dejarla llegar al otoño, al invierno de la vida para pedir el lance heroico. Cuando se ve el Quadrinho³, parece que ya pasó todo. Nadie sabe… Al final de la vida, no se sabe lo que la Providencia cobra. Cuando mi madre murió, había pasado una noche regular. Por la mañana, mientras yo leía el periódico, el médico que la asistía me llamó: “¡Venga deprisa porque ella está muriendo!” Yo estaba recuperándome de una cirugía en el pie y no estaba con las muletas en esa ocasión. Entonces fui lo más rápidamente posible, apoyado en dos escobas, a su cuarto. Cuando llegué, había fallecido… Podía ser que el demonio borrase las certezas, para que ella pasase por la tentación. En ese caso, ella tendría que hacer un acto de fe en la memoria. Si ella dudase, quizás pondría en riesgo su salvación, pues podría pensar: “Si eso es así, ¿qué es ser católico? ¿De qué vale la Iglesia?” La amplia señal de la cruz que ella hizo antes de expirar, indicaba su certeza en las verdades supereminentes.

(Extraído de conferencia de 12/8/1978)

1) Monja agustina de nacionalidad alemana, favorecida con muchas revelaciones místicas respecto a la vida de
Nuestro Señor Jesucristo.
2) En portugués, aumentativo afectuoso de hijo.
3) Cuadro a óleo que le agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos con base en las últimas fotografías de Doña Lucilia.

Fidelidad, incluso al precio del aislamiento

capIV004La admirable coherencia de doña Lucilia le costó, no obstante, un terrible tributo que ella soportó con la firme resignación propia de un alma católica: el aislamiento. A medida que la nueva mentalidad se fue difundiendo por todas partes, los que permanecían fieles a las tradiciones y al modo de ser del pasado iban siendo puestos de lado, cayendo sobre ellos la dura prueba del ostracismo. Sus conversaciones, otrora apreciadas como atrayentes, ya no interesaban más. Sus actitudes ceremoniosas no coincidían con los padrones considerados modernos, pues sólo lo gracioso, lo excitante y lo espontáneo tenían derecho de ciudadanía. Fue cuando más fuertes soplaban los vientos del cambio que doña Lucilia vio a sus hijos alcanzar la adolescencia, fase tan delicada en la vida de una persona, en la cual todo puede ganarse o perderse. Para Roseé, de doce años, existía todavía la ventaja de ser educada en el ambiente doméstico. En cuanto a Plinio, al contrario, se aproximaba inevitablemente el día en que tendría que frecuentar algún colegio. Habiendo recibido una elevada educación, era necesario que enfrentase ahora la lucha contra el respeto humano. El auxilio del Cielo nunca le faltaría, como tampoco las fervorosas oraciones de su madre. No obstante, ¡cuántas aprensiones sufrió el corazón de doña Lucilia!

Preferiría verte muerto a verte extraviado

plinio_marineroLos temores de doña Lucilia se manifestaban sobre todo en lo referente a los rumbos que tomarían sus hijos en la vida, haciendo buen o mal uso del libre albedrío. Su papel se limitaba cada vez más, a medida que iban creciendo, a estimular los lados buenos de la personalidad de cada uno, así como a suscitar en ellos el odio al mal. Por eso, algunas veces le repetía a Plinio:
— Hijo mío, los tiempos son muy malos y tú eres aún muy joven. Nadie puede hacerse una idea de lo que es capaz una persona cuando se extravía. Es bueno que sepas que yo preferiría verte muerto a verte extraviado. Palabras cargadas de gravedad, que demuestran cómo los extremos de bondad y de afecto por sus hijos eran enteramente movidos por el amor a Dios, hasta el punto de preferir el sacrificio de la vida terrena a verlos perder la eterna.

Un señorío de afecto

plinio_roseeOigamos una palabra de quien tanto se benefició de la preciosa y materna solicitud de doña Lucilia. A propósito del ejercicio de su autoridad, dice el Dr. Plinio: “Había un aspecto en mamá que yo apreciaba mucho: todo el tiempo, y hasta el fondo de su alma, ¡ella era una señora! En relación a sus hijos, guardaba una superioridad materna que me hacía sentir cuánto yo actuaría mal caso transgrediera su autoridad y cómo semejante actitud, de mi parte, le causaría tristeza por ser al mismo tiempo una brutalidad y una maldad.
“Señora ella sí que lo era, pues hacía prevalecer el buen orden en todos los ámbitos de la vida. “Su autoridad era suave. A veces mamá castigaba un poco. Pero incluso en su castigo o en su reprensión la dulzura era tan sobresaliente que confortaba a la persona.
“Con Roseé el procedimiento era análogo, aunque más delicado por tratarse de una niña. Sin embargo, la reprimenda no excluía la benevolencia, y mamá estaba siempre abierta a oír la justificación que sus hijos le quisiesen dar. “De esta manera, la bondad constituía la esencia de su señorío. O sea, era una superioridad ejercida por amor al orden jerárquico de las cosas, pero desinteresada y afectuosa en relación a aquél sobre quien se aplicaba. ”Esta rectitud de alma, que es la verdadera bondad, era cada vez menos comprendida por un mundo propenso a acabar con la incómoda distinción entre el bien y el mal. Sin embargo, doña Lucilia, fiel al espíritu de la Iglesia, continuaba formando a sus hijos en los mismos principios perennes, resistiendo el oleaje del cambio que agitaba a la sociedad.