A las diez de la mañana del día 29 de junio, el Dr. Plinio embarcó en París con destino a Brasil. En ningún momento le había precisado a doña Lucilia la fecha de regreso, con el objetivo de evitarle una vez más “la angustia de la travesía”. Nada más llegar a Río de Janeiro pidió que avisasen a su madre para poder hablar con ella por teléfono. Después de casi dos meses de ausencia pudo ella tener una larga conversación con su queridão.
A la mañana siguiente, doña Lucilia no siguió la recomendación médica de descansar hasta más tarde, para dejarlo todo listo para recibir a su hijo. Había mandado preparar una gran merienda para ser servida cuando el Dr. Plinio llegase, pues ciertamente vendría cansado del viaje y necesitaría recomponer sus fuerzas. Una vez todo listo, se sentó en el hall del apartamento a su espera. Fue inmenso el júbilo que inundó su alma al verlo asomarse por la puerta. Abrazos, besos y bendiciones fueron las primeras manifestaciones de alegría. Doña Lucilia, siempre igual a sí misma, no podía dejar de aliar a los extremos de alegría una infatigable vigilancia. Después de los afectuosísimos saludos, ella se distanció un poco de su hijo y le miró atentamente con su tranquila, serena, y penetrante mirada. El Dr. Plinio no entendió cuál era la intención de su madre, pero no le dijo nada. Al cabo de algunos instantes, concluyó ella contenta:
— Hijo, gracias a Dios eres el mismo.
Esta actitud de doña Lucilia revela cómo la preocupación por la perseverancia de su hijo no solamente no disminuía con el paso de los años, sino que, por el contrario, aumentaba junto con su amor. A pesar de conocerle bastante bien y de estar plenamente segura de que era “el mejor de los hijos”, no se hacía ninguna ilusión sobre la naturaleza humana. Por eso nunca haría el siguiente raciocinio: “Plinio es muy buen hijo, católico ejemplar y, por lo tanto, ¡en Europa no corre riesgo alguno! Puedo quedarme completamente tranquila”. Su modo de ver la realidad era muy diferente y debió pensar lo contrario: “Es verdad que es un buen hijo, pero, como todo hombre, puede caer. Europa es un continente de seducción y de placeres. Él va con una cantidad razonable de dinero para gastar, llevará una vida muy diferente de la que tiene en Brasil. Irá a buenos restaurantes, se alojará en hoteles excelentes con una vida social intensa, frecuentará la sociedad. En los museos verá muchas obras de arte castas, pero otras que no lo son. ¿Qué pasará por sus ojos y por su imaginación durante el viaje? Esa vieja Europa él y yo la admiramos mucho, pero… ¿me restituirá ella a mi hijo tal cual es, o con el espíritu marcado desfavorablemente?” Estos recelos, acumulados a lo largo de los dos meses de ausencia, fueron disipados tras los primeros instantes de análisis, hecho, por cierto, mucho más con el corazón que con la vista.