En muchas de sus cartas, doña Lucilia enumera los actos de piedad que dirigía al Sagrado Corazón de Jesús y a Nuestra Señora, en favor de los hijos que la Providencia le había dado. Los practicaba con entera certeza del auxilio y protección que obtendría, a ruegos de aquella Madre por excelencia, María Santísima. Su profunda devoción infundía una confianza similar a cuantos convivían con ella. En ese sentido, no dejaba de ser expresiva la actitud de uno de sus sobrinos, conocido familiarmente como Rei, o Reiziño, el más íntimo de los amigos de Plinio.
Un año y medio más joven que su primo, Reiziño era ayudado en sus estudios por Plinio. Esto favorecía todavía más la estrecha relación entre ambos. La víspera de los exámenes, era frecuente que pasaran la noche en claro juntos, revisando la materia. Llegado el momento de ir al colegio, Plinio se dirigía al cuarto de doña Lucilia para despedirse y pedirle la bendición, lo cual, por cierto, nunca dejaba de hacer antes de partir para los exámenes. En esas ocasiones de mayor importancia, ella le hacía varias cruces en la frente mientras rezaba interiormente algunas oraciones. Cuando terminaba, su sobrino también le pedía que le bendijese de igual manera; ella accedía de buena gana.
Y así los dos salían confiantes, convencidos de que Nuestra Señora, en lo alto de los Cielos, no dejaría de atender el pedido de tan buena madre. Cuando Plinio, ya un poco mayor, viajaba más lejos, se repetía del mismo modo la escena de las crucecitas. En el vestíbulo de entrada de la casa, a la hora de la última despedida, ella, que era un poco más baja que su hijo, se ponía de puntillas y empezaba con toda compenetración el sencillo ceremonial; Plinio se inclinaba un tanto, y complacidamente recibía la bendición. Doña Lucilia era consciente de que, según la doctrina católica, la bendición de una madre atrae efectivamente la protección de Dios sobre un hijo, y era lo que ardientemente deseaba.
De ahí tal vez el hecho de hacer varias señales de la cruz sobre su frente, como forma insistente de implorar ese auxilio.
Un Vía Crucis controvertido
En el curso del año de 1928 se dio un hecho en la vida de Plinio que alegró mucho a doña Lucilia, pues, de algún modo, representaba la realización, por especial don del Sagrado Corazón de Jesús, de sus más entrañables anhelos en relación a su hijo: fue su ingreso en las Congregaciones Marianas (Un día, en septiembren de 1928, al pasar en tranvía cerca de la iglesia de San Antonio, en la Plaza del Patriarca, el joven estudiante Pliio vio en la fachada un cartel que anunciaba la realización del Primer Congreso de la Juventud Católica. Exultante, procuró inscribirse inmediatamente. Comenzaba ahí su larga trayectoria de luchas en pro de la Santa Iglesia y de la Civilización Cristiana. El paso siguiente sería su ingreso en la Congregación Mariana de Santa Cecilia). Dentro de poco se convertiría en un incontestable líder católico, y llegaría a ser elegido diputado por la Liga Electoral Católica.
Esa ascensión no se realizaría sin duros y reñidos combates, durante los cuales doña Lucilia le prestaría a su hijo un valioso auxilio con su presencia y su apoyo discreto pero cuán eficaz. La primera batalla fue contra el respeto humano. Algunas personas pueden
pensar que esa lucha no presenta mayores dificultades, pues no exige argumentos ni estudio. ¡Oh, ilusión! Es tan fuerte en el hombre el instinto de sociabilidad y la tendencia a imitar a sus semejantes que, en muchos casos, prefiere enfrentar la muerte en un combate a huir, para no ser tachado de cobarde por los compañeros y amigos.
Ahora bien, como se dijo en el capítulo anterior, en la sociedad de entonces la práctica de la religión era tenida como debilidad de espíritu, propia de mujeres y niños. Se consideraba vergonzoso que un hombre se presentase como católico practicante, razón por la cual muy pocos, principalmente en las clases altas, tenían el coraje de hacerlo.
La adhesión de Plinio al Movimiento Católico se efectuó en esa atmósfera. En cierto momento, decidió tomar en público una actitud a través de la cual se manifestara la irreversibilidad del rumbo tomado por él. Para ello escogió la Misa de diez del domingo en Santa Cecilia, iglesia frecuentada en aquel tiempo por la alta sociedad, muchos de cuyos miembros comparecían allí por mera conveniencia social.
Apenas iniciado el Santo Sacrificio, Plinio —que ya había cumplido el precepto dominical en la Misa anterior— recorrió una por una las estaciones del Vía Crucis y, terminado éste, se arrodilló en un lugar bastante visible, sacó del bolsillo un pequeño rosario azul que había comprado expresamente para la ocasión y se puso a rezar. Obviamente, entre sus conocidos los comentarios no se hicieron esperar: “¡Plinio se ha vuelto beato!” Sin embargo, nadie tuvo el valor de hacerle directa o indirectamente la más leve insinuación.
Pero quienes tenían la suficiente intimidad para ello le comentaron el hecho a doña Lucilia, tratando de convencerla de que disuadiese a su hijo del camino iniciado. A fin de cuentas, decían, esa actitud significaba darle la espalda al futuro, pues no era entre beatos que conseguiría hacer carrera.
Estaban en juego la fe y la perseverancia de su hijo, y doña Lucilia se mostró irreductible, dentro de su habitual serenidad. Por más que insistiesen, no cambió de posición. ¿Qué mal había en lo que Plinio había hecho? Estaba muy bien, así se debía ser. Y si tuviese que decirle algo a su hijo, sería únicamente para elogiarle.