Aflicción por una caída

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Plinio en Botucatú

Después de haber concluido los exámenes del último año de Derecho, a fines de 1930, Plinio fue con dos amigos de la Congregación Mariana de Santa Cecilia a pasar unos días de descanso en la finca de uno de ellos, en Botucatú.
El cambio de aires, el sentirse lejos de los libros de estudio sin estar ya sujetos a los exigentes cuestionarios de los examinadores, un cielo azul en el cual brillaba el luminoso sol de verano, los bosques verdes, todo esto ejerció un efecto reconfortante sobre aquellos jóvenes citadinos.
Y, naturalmente, cuando quisieron, mandaron ensillar tres caballos para recorrer valles y montes. Sucedió, sin embargo, que la silla del caballo de Plinio, por estar mal ajustada, resbaló con un movimiento brusco y le hizo caer, golpeándose violentamente la espalda contra una piedra del camino. El impacto fue tan fuerte que le dejó caminando con dificultad durante dos o tres meses, obligándole a usar un bastón. Sin embargo, no le dio importancia al accidente y continuó su vida sin preocuparse por ello.
Cuando llegó a São Paulo, doña Lucilia, en un primer momento, se asustó un poco. Pero, observando su fisonomía tan saludable y oyendo sus tranquilizantes palabras, se convenció de que aquella contusión no exigía mayores cuidados, pues acabaría curándose naturalmente.
Sin embargo, un amigo de Plinio, cuyo tío era uno de los mejores clínicos de São Paulo, al pasar una noche por la casa de doña Lucilia, le transmitió un consejo que la dejó alarmadísima. Él había estado con dicho tío y le había contado la caída que su amigo había sufrido, así como su posterior dificultad para caminar.
El médico recomendó que se hiciera una radiografía de la columna vertebral, pues era posible que tuviese una lesión grave cuyas consecuencias se podían manifestar años después, aunque, por el momento, aquello pareciese banal.
Al oír esas palabras, dichas con toda la frialdad técnica de quien da un diagnóstico, doña Lucilia, asustada, le insistió dulcemente a su hijo para que siguiese la orientación médica. Plinio, sintiéndose en la plena fuerza de sus vigorosos veintiún años, al principio no quiso. Opinaba que era mejor no empezar a buscar enfermedades, pues los médicos eran capaces de encontrarlas y, en el afán de curarle, terminarían perturbando su equilibrio interno. No obstante, dada la suave insistencia de su extremosa madre, decidió por fin atenderla, apenas para calmarle la aflicción.
Resolvieron ir al día siguiente al Instituto Paulista en donde había un radiólogo de confianza. Doña Lucilia lo llamó por teléfono con antecedencia para pedir hora y asegurarse que se haría la radiografía, pues temía que si hubiese algún contratiempo su hijo desistiese de volver allí. Conociendo bien la despreocupación de Plinio por las normas médicas, quiso ir con él para cerciorarse personalmente del resultado de los exámenes.
Mientras esperaba que la radiografía estuviera lista, Plinio se fue a pasear un poco por el jardín con su amigo, quien lo había acompañado, y a visitar la capilla del hospital para adorar al Santísimo Sacramento.

“Rosée y tú fuisteis confiados a Dios antes de nacer” Imagen del Sagrado Corazón perteneciente a Doña Lucilia

Doña Lucilia aguardaba en la sala de espera, rezando el rosario. Hasta ese momento ella no había demostrado la aflicción que le producía la perspectiva de ver a su hijo inmovilizado. Sin embargo, a medida que se aproximaba la hora de saber el resultado del examen, la misma aumentó, haciéndole implorar confiante el auxilio del Sagrado Corazón de Jesús, por intercesión de la Santísima Virgen.
Cuando Plinio volvió junto a su madre, notó que había vertido copiosas lagrimas y que una oleada de aprensiones le nublaba la aterciopelada mirada. Entonces se dio cuenta de cuánto la atormentaba aquel pequeño problema de salud, y le preguntó filialmente:
— Pero, Mãezinha, ¿qué es esto?
Ella no le respondió y continuó desgranando silenciosamente las cuentas del rosario. Plinio insistió:
— Pero, explíqueme un poco.
Entonces ella le contestó:
— Estoy muy angustiada.
— Pero ¿por qué está tan angustiada? — dijo Plinio, sin entender bien cómo algo tan insignificante para él pudiese causarle a su madre tal grado de preocupación. Doña Lucilia, cada vez más seria por la aprensión que sentía, se limitó apenas a decir:
— Según lo que sea, ya verás…
No había manera de consolarla. Los minutos de espera que les quedaban, los pasaron en silencio.
Al fin apareció el médico en la puerta de la sala con la radiografía en la mano y auspiciosamente anunció:
— No tiene nada.
La manera tan simplificada con que trasmitió el resultado no tranquilizó enteramente a doña Lucilia, quien preguntó:
— Doctor, pero ¿me garantiza que no tiene nada de verdad?
Él para calmarla, le dijo:
— Doña Lucilia, si usted quiere se lo puedo mostrar. Mire, está todo perfecto…
y le dio una rápida explicación.
Ante la seguridad con que hablaba el radiólogo, las pesadas nubes de incertidumbre se disiparon en su alma, se serenó y dio internamente gracias al Sagrado Corazón de Jesús por haber protegido una vez más a Plinio.