Nuevos hábitos que rompen la antigua rutina en casa de doña Lucilia

cap12_022Acostumbrada desde hacía tiempo a un aislamiento diario y prolongado, en que nada venía a romper su rutina, doña Lucilia comenzó, de repente, a oír en su casa ruidos, voces, pasos que no le eran familiares. Su teléfono, antes más bien silencioso, comenzó a sonar repetidas veces a lo largo del día. Igualmente, el timbre de la puerta de entrada de ahí en adelante se hizo oír con mayor frecuencia…
Las circunstancias de la larga convalecencia del Dr. Plinio hicieron indispensable que alguien, con cierta diplomacia, se ocupase de los eventuales problemas que fuesen surgiendo. Era un verdadero sistema de relaciones públicas que doña Lucilia, por su avanzada edad, jamás podría imaginar. Por eso, se sintió en la obligación de interesarse directamente por lo que pasaba.
— ¿Quién ha tocado el timbre? —preguntaba a la empleada.
— Es un amigo del Dr. Plinio.
— Hazlo entrar.
Aquel invariable “hazlo entrar” salía de sus labios tan impregnado de serenidad y gravedad, de dulzura y dignidad, que el visitante se sentía irresistiblemente atraído.
En otras ocasiones, al ser avisada por Mirene, la empleada que entonces la servía, de que otro señor acababa de llegar para visitar a su hijo, doña Lucilia decía:
— ¿Le has explicado que el Dr. Plinio está reposando?
— No, porque otra persona le atendió en la puerta y él entró directamente en el escritorio. Parece que el Dr. Plinio ya lo estaba esperando.
— ¿Pero no sabes su nombre?
— No, pero ya lo he visto otras veces.
— Sería bueno que le fueras preparando una buena merienda para servírsela.
— Creo que la visita es rápida —decía la empleada, visiblemente deseosa de escapar de las obligaciones impuestas por las antiguas maneras vividas por doña Lucilia.
Los tiempos habían cambiado, y con ellos las normas de hospitalidad. Sin embargo, no sería la suposición de una empleada que, de manera fácil, convencería a doña Lucilia, sacándola de sus tradicionales y entrañados hábitos.

Un inolvidable convite al que siguieron otros

Lucilia027Cuando comenzó la convalecencia del Dr. Plinio, el autor de estas líneas, entonces joven, tuvo la felicidad de ser escogido para el servicio de plantón establecido en el “1º Andar”. Un día, acababa de atender una llamada telefónica cuando oyó el toque de una campanita que provenía del comedor. Poco después le llegaban los ecos de un pequeño diálogo entre doña Lucilia y la empleada:
— Sí, Señora, ¿usted me llamó?
— ¿Quién ha telefoneado?
— No lo sé, doña Lucilia. Fue un señor quien atendió la llamada.
— ¿Quién es ese señor?
— No lo sé. Parece que ha venido a visitar al Dr. Plinio.
— Ve preparando un té para ese señor y para mí, pues voy a invitarlo a que me acompañe hasta que el Dr. Plinio se despierte.
Habiéndose retirado la empleada, doña Lucilia continuó sus oraciones. Era comprensible que, al ser la dueña de la casa y estar dotada de un profundo sentido de sus responsabilidades, se sintiese en la obligación de atender a aquellos que visitaban a su hijo. Algún tiempo después volvió a sonar la campanita, y la empleada, al asomarse a la puerta, oyó de doña Lucilia:
— ¿Podrías decirle a ese señor que haga el favor de entrar?
El invitado era aquel mismo joven que, en 1956, había tenido la felicidad de encontrar a doña Lucilia a la entrada del edificio de la calle Vieira de Carvalho. En aquella ocasión, cuando supo de su ascendencia ítalo-española, ella había comentado en tono de amable broma que se trataba de una “mezcla explosiva”.
Nada más entrar, doña Lucilia lo saludó de manera acogedora, y así introdujo la conversación:
— Usted ciertamente está esperando a Plinio, ¿no es verdad? Yo quería decirle lo siguiente: él tiene unos amigos que lo estiman mucho y, a veces, lo invitan a pasar juntos algunos días en una finca, cerca de Amparo. Y, ¿sabe?, estando allí, Plinio andaba por un terreno irregular y muy pedregoso, cuando se torció el pie. Fue socorrido en seguida por sus amigos, pero los médicos que lo examinaron después le recomendaron mucho descanso…
Tras esta explicación, doña Lucilia, con su arte de dejar al visitante enteramente a gusto, prosiguió:

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¿Aceptaría tomar un té?

— Por ese motivo, Plinio todavía va a tardar un poco en atenderlo, de manera que usted va a tener que esperar más de lo que imaginaba… Pero, mientras lo espera, me va a dar el placer de su compañía. ¿Aceptaría tomar un té?
— ¡Por favor, señora, no se preocupe!
— Tal vez a usted no le guste el té y prefiera café con leche, o alguna otra cosa…
No le fue posible al joven negarse. Doña Lucilia tocó entonces la campanita y ordenó a la empleada que trajese té y bizcochos.
Esta escena —evocativa de la antigua dulzura de vivir— en adelante se repetirá todos los días. Doña Lucilia empleará, cada vez, aquel invariable y delicado modo de acoger.
Su calma al comer tenía que haber sido presenciada. Ella salía de una oración para un té, pero lo tomaba de tal manera que parecía continuar la práctica del acto religioso anterior. Era algo muy diferente que un simple alimentarse. Lo hacía con tal elevación que casi se podría afirmar que se trataba de una liturgia. El té transcurría lento, solemne y tranquilo. Si estuviese delante de una reina no procedería de otra manera.

La película de la coronación de la Reina Isabel

isa6Un domingo de marzo de 1952, doña Lucilia recibió para cenar a una de sus hermanas y a su esposo. Cuando terminaron, el Dr. Plinio convidó a todos los presentes a ir a un cine de la Plaza de la República —de ambiente aún familiar— para asistir a la película de la coronación de la Reina Isabel II de Inglaterra.
A doña Lucilia le agradó especialmente la invitación, no sólo por ser el Dr. Plinio quien lo hacía, sino también para poder apreciar nuevamente las costumbres, modos de ser y de vestir ingleses. A sus ojos, ese pueblo poseía cierta delicadeza y frescor de espíritu que, a pesar de siglos de protestantismo, habían conseguido sobrevivir. Ella sabía ver debajo de la capa de frialdad y de mercantilismo impuesta de manera artificial a ciertos sectores de la vida de aquella nación, aspectos notablemente sensibles y lúcidos del alma británica, presentes en tantas de las obras de literatura y de arte características de la cultura de este pueblo.
Aunque la monarquía inglesa estuviese en amplísima medida reducida a un papel de aparato —como afirmaría el Dr. Plinio en su magistral obra Revolución y Contra-Revolución doña Lucilia veía en la ceremonia de coronación de la Reina algunos de esos luminosos aspectos.
A lo largo de la proyección ella siguió atenta y maravillada todas aquellas escenas ricas en simbolismo y buen gusto. En efecto, el impecable protocolo y la majestuosa pompa de la corte inglesa fueron engendrados y conservados desde los más remotos tiempos históricos. La Iglesia Católica, que los inspiró y les confirió consistencia en su mayor parte, desgraciadamente ya no estaba presente con su misión tradicional.
Terminada la película, las deslumbrantes imágenes poblaron la cabeza de todos durante algún tiempo, hasta el punto de salir del cine en silencio. En el fondo, todo aquello clamaba contra la vulgaridad de una vida moderna sin brillo ni gloria.
Doña Lucilia, con el alma puesta en aquellos esplendores, tendría en breve lo que ella reputaba lo mejor de la película: la rememoración y los comentarios hechos por su hijo cuando, por la noche, se sentasen para la acostumbrada conversación. Esencialmente contemplativa, ella recordaría con saudades llenas de admiración, hasta el fin de sus días, aquella ceremonia de coronación que había podido ver gracias al desvelo de su hijo.

Un escenario ideal para el último período de vida

cap12_022En febrero de 1952, dos meses de que doña Lucilia cumpliese los 76 años, se efectuó la mudanza al espacioso, apacible y acogedor apartamento recién comprado por el Dr. Plinio.
La satisfacción por el nuevo hogar la vemos reflejada en las palabras que, poco tiempo después, doña Lucilia le escribiría al Dr. Plinio:

Con tu padre, estamos los dos abrigaditos en la “gustosa casa” que el hijo querido preparó para consuelo de nuestra vejez.

La residencia de la calle Alagoas abría una nueva etapa en la vida de doña Lucilia correspondiente a sus últimos dieciséis años de existencia.
Las cartas de doña Lucilia que hemos podido contemplar son portadoras de las suaves brisas de afecto doméstico y familiar, que no hicieron sino quintaesenciarse y perfeccionarse a lo largo de su existencia. Tan preciosos documentos constituyen una de las mejores manifestaciones del silencioso y continuo progreso de sus virtudes.
Al igual que en las cartas que escribió, doña Lucilia dejaría un testimonio imponderable de su presencia en los aposentos y salas del apartamento donde transcurriría el último período de su vida. Éste, se transformaría, así, en el marco perfecto de una elevada convivencia que alcanzaría allí su ápice, sobre todo en lo que se refiere a la relación con el “hijo querido de su corazón”. En este lugar, cada objeto tendría una historia que contar, evocaría un pasado próximo o lejano, sería portador del recuerdo de una alegría o… de una tristeza.
En todo eso meditaría doña Lucilia en sus largas horas de reflexión en las que analizaría con frecuencia los acontecimientos del pasado y del presente, sacando conclusiones y haciendo de ellos un juicio, antes de partir hacia la eternidad. Esa sería por excelencia la casa de doña Lucilia, que ella marcaría de forma indeleble, como una flor que incluso después de retirada del florero dejase la atmósfera impregnada del suave aroma generosamente exhalado por sus pétalos.
Abandonemos, pues, las turbulencias de este siglo, transpongamos los umbrales del primer piso de la calle Alagoas y hagamos una visita “en espíritu” a la nueva casa de doña Lucilia. Dejémonos envolver por la atmósfera de serenidad y distinción que marcan aquellas benditas paredes antes de entrar en el relato de sus últimos años de vida.

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