La película de la coronación de la Reina Isabel

isa6Un domingo de marzo de 1952, doña Lucilia recibió para cenar a una de sus hermanas y a su esposo. Cuando terminaron, el Dr. Plinio convidó a todos los presentes a ir a un cine de la Plaza de la República —de ambiente aún familiar— para asistir a la película de la coronación de la Reina Isabel II de Inglaterra.
A doña Lucilia le agradó especialmente la invitación, no sólo por ser el Dr. Plinio quien lo hacía, sino también para poder apreciar nuevamente las costumbres, modos de ser y de vestir ingleses. A sus ojos, ese pueblo poseía cierta delicadeza y frescor de espíritu que, a pesar de siglos de protestantismo, habían conseguido sobrevivir. Ella sabía ver debajo de la capa de frialdad y de mercantilismo impuesta de manera artificial a ciertos sectores de la vida de aquella nación, aspectos notablemente sensibles y lúcidos del alma británica, presentes en tantas de las obras de literatura y de arte características de la cultura de este pueblo.
Aunque la monarquía inglesa estuviese en amplísima medida reducida a un papel de aparato —como afirmaría el Dr. Plinio en su magistral obra Revolución y Contra-Revolución doña Lucilia veía en la ceremonia de coronación de la Reina algunos de esos luminosos aspectos.
A lo largo de la proyección ella siguió atenta y maravillada todas aquellas escenas ricas en simbolismo y buen gusto. En efecto, el impecable protocolo y la majestuosa pompa de la corte inglesa fueron engendrados y conservados desde los más remotos tiempos históricos. La Iglesia Católica, que los inspiró y les confirió consistencia en su mayor parte, desgraciadamente ya no estaba presente con su misión tradicional.
Terminada la película, las deslumbrantes imágenes poblaron la cabeza de todos durante algún tiempo, hasta el punto de salir del cine en silencio. En el fondo, todo aquello clamaba contra la vulgaridad de una vida moderna sin brillo ni gloria.
Doña Lucilia, con el alma puesta en aquellos esplendores, tendría en breve lo que ella reputaba lo mejor de la película: la rememoración y los comentarios hechos por su hijo cuando, por la noche, se sentasen para la acostumbrada conversación. Esencialmente contemplativa, ella recordaría con saudades llenas de admiración, hasta el fin de sus días, aquella ceremonia de coronación que había podido ver gracias al desvelo de su hijo.

Un escenario ideal para el último período de vida

cap12_022En febrero de 1952, dos meses de que doña Lucilia cumpliese los 76 años, se efectuó la mudanza al espacioso, apacible y acogedor apartamento recién comprado por el Dr. Plinio.
La satisfacción por el nuevo hogar la vemos reflejada en las palabras que, poco tiempo después, doña Lucilia le escribiría al Dr. Plinio:

Con tu padre, estamos los dos abrigaditos en la “gustosa casa” que el hijo querido preparó para consuelo de nuestra vejez.

La residencia de la calle Alagoas abría una nueva etapa en la vida de doña Lucilia correspondiente a sus últimos dieciséis años de existencia.
Las cartas de doña Lucilia que hemos podido contemplar son portadoras de las suaves brisas de afecto doméstico y familiar, que no hicieron sino quintaesenciarse y perfeccionarse a lo largo de su existencia. Tan preciosos documentos constituyen una de las mejores manifestaciones del silencioso y continuo progreso de sus virtudes.
Al igual que en las cartas que escribió, doña Lucilia dejaría un testimonio imponderable de su presencia en los aposentos y salas del apartamento donde transcurriría el último período de su vida. Éste, se transformaría, así, en el marco perfecto de una elevada convivencia que alcanzaría allí su ápice, sobre todo en lo que se refiere a la relación con el “hijo querido de su corazón”. En este lugar, cada objeto tendría una historia que contar, evocaría un pasado próximo o lejano, sería portador del recuerdo de una alegría o… de una tristeza.
En todo eso meditaría doña Lucilia en sus largas horas de reflexión en las que analizaría con frecuencia los acontecimientos del pasado y del presente, sacando conclusiones y haciendo de ellos un juicio, antes de partir hacia la eternidad. Esa sería por excelencia la casa de doña Lucilia, que ella marcaría de forma indeleble, como una flor que incluso después de retirada del florero dejase la atmósfera impregnada del suave aroma generosamente exhalado por sus pétalos.
Abandonemos, pues, las turbulencias de este siglo, transpongamos los umbrales del primer piso de la calle Alagoas y hagamos una visita “en espíritu” a la nueva casa de doña Lucilia. Dejémonos envolver por la atmósfera de serenidad y distinción que marcan aquellas benditas paredes antes de entrar en el relato de sus últimos años de vida.

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