La piedad de doña Lucilia, de la cual ella casi no hablaba, era poco bulliciosa, pero podía notarse en todo. Se parecía mucho a su modo de ser comunicativo, afable, pero muy discreto. Tal como su tono de voz, dulce, suave, semejante a los diversos registros de un órgano que tocase bajito y armoniosamente en una pequeña capilla, su devoción ardiente permanecía siempre envuelta en un velo de discreción.
Así era su fervor hacia la Madre de Dios, del que se podría decir que empezó en el momento en que las aguas del Bautismo fueron derramadas sobre su frente. Una de las prácticas que más la hizo crecer en esta devoción fue, evidentemente, el rezo del Santo Rosario, al que se había acostumbrado desde su remota juventud. Durante mucho tiempo usó un bonito rosario de cristal, hasta el día en que el Dr. Plinio le trajo otro del Santuario de Aparecida. Ella, ciertamente, no olvidó nunca las palabras de su hijo al entregarle aquel modesto pero cuán significativo regalo:
— Mi bien, mire usted, es un rosario de poco valor. Se lo traigo sólo para que se acuerde de que, estando en Aparecida, recé por usted.
Aunque muy simple, doña Lucilia pasó a usarlo, pues se relacionaba con un recuerdo: “Mi hijo, estando en Aparecida, junto a Nuestra Señora, se acordó de mí con especial afecto.”
Entre las invocaciones de la Santísima Virgen había una que tocaba más especialmente el alma maternal de doña Lucilia, siempre dispuesta a atender las necesidades de sus hijos, antes incluso de que se lo pidiesen: la de Nuestra Señora de las Gracias.
En la pequeña imagen francesa que tenía en su cuarto, la Santísima Virgen se presenta con los brazos abiertos, como compadeciéndose de las flaquezas humanas, y deseosa de distribuir los tesoros de sus gracias a aquellos que se colocan bajo su manto protector.
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El espíritu humano es modelado por el objeto de su admiración. Nuestras almas son como espejos. Si damos culto a Nuestra Señora, un poco de su excelsitud se refleja en nosotros. Sin duda, algo de eso sucedió con doña Lucilia. Los episodios cotidianos de los últimos años de su vida dejaban traslucir de modo especial esa elevación de alma que perfumaba todos sus gestos.
Un pacto para la eternidad
Un día estaban doña Lucilia y su esposo en el comedor, contemplando las bellezas del atardecer, que en la ciudad de São Paulo se reviste con frecuencia de bonitas tonalidades. Pero ella no se limitaba a apreciar desde el punto de vista natural la cambiante vivacidad de los colores ígneos con los que el sol, en su declive lento y majestuoso, iba pintando los rizos de las nubes, aparentemente diseminados en el cielo por manos invisibles. Su espíritu rápidamente se elevaba a consideraciones de orden sobrenatural. Y esta escena le trajo a la mente cuán próximos estaban, ella y su esposo, del ocaso de la vida terrena y de la aurora de la eternidad. Le hizo entonces la siguiente propuesta:
— João Paulo, ¿vamos a hacer un pacto?… Ya estamos con muchos años y no sabemos quién de nosotros se va a quedar solo. Aquel que se quede reza por el otro un Ave María todas las tardes delante de la puesta de sol. Don João Paulo consintió. Sería él el gran beneficiado de ese acuerdo, pues en breve terminaría sus días, y ella cumpliría fielmente la promesa hasta el fin de su vida.
“Hijo, mamá ha comprado esto para ti”
Aunque la felicidad eterna de los suyos fuese la principal preocupación de doña Lucilia, continuaba observando las pequeñas obligaciones provenientes de la mutua relación familiar, en las cuales el afecto era la primera regla. Por eso, al aproximarse el final del año, o el cumpleaños de alguien, doña Lucilia iba pensando ya en los regalos.
La elección era hecha según la medida del afecto, y nunca en función del valor de los recuerdos anteriormente recibidos. Ella nunca condescendería a rebajar una amistad a una relación casi comercial.
Para doña Lucilia, las festividades de fin de año comenzaban siempre unos días antes, o sea, a partir del cumpleaños del Dr. Plinio, el 13 de diciembre. Con mucha antelación iba separando el dinero necesario para los gastos y —con su manera peculiar— lo envolvía en un papel en el que escribía la finalidad, formando pequeños rollos. Lo cual estaba muy acorde con la minuciosidad y perfección con que hacía las menores cosas.
A su hijo siempre le regalaba corbatas. Desde hace mucho tiempo ella no las compraba personalmente, y lo dejaba a cargo de don João Paulo. Como éste, desde joven, se vestía con muy buen gusto, doña Lucilia confiaba siempre en su elección. ¿Por qué? Porque “João Paulo se viste bien”. Era para ella un paradigma.
Para el Dr. Plinio lo que le daba verdadero valor al regalo eran las palabras —envueltas en tanto cariño que llenaban el alma de dulzura— escritas por su madre, no en una tarjeta, sino en el papel de seda de la propia caja de la corbata. Ese pormenor, un tanto inusitado, daba especial sabor a su gesto, pues dejaba traslucir un trazo de su personalidad. Doña Lucilia, al entregar a su hijo el regalo, con afecto decía:
— Filhão, mamá ha comprado esto para ti.