Doña Lucilia en Sao Paulo

Una bella y espaciosa residencia llama la atención de quien atraviesa la esquina de la Alameda Barón de Limeira con la Alameda Glete, próxima al Palacio de Gobierno. La luz que se filtra por los encajes de las cortinas sugiere una noble, serena y acogedora atmósfera interior, impresión acentuada por la suave melodía que emana de un piano impecablemente tocado. Desde la calle, una escalinata de unos quince peldaños de mármol blanco nos lleva hasta la entrada principal, en el piso superior. Al atravesar sus umbrales, nos encontramos en pleno palacete Ribeiro dos Santos.

Varias décadas más tarde, aún se oiría a doña Lucilia, ya muy próxima de su viaje hacia la eternidad, contar con atrayente sencillez los episodios que, en el tiempo de su juventud, había presenciado en aquel hogar tan perfumado por los diversos aromas de la Belle Epoque. Ella destacaba la paz, la distinción y la bienquerencia de los tiempos en que formó su mentalidad. Habituada a ese tono superior, conservaba, sin embargo, el gusto por las diversiones sencillas. Dentro de los pasatiempos caseros la encontramos ya desde muy joven inclinada hacia la música, arte en el que se reflejaba su forma de tratar a los demás, totalmente impregnada de inocencia. Además de dominar el piano, le encantaba también tocar la mandolina. Sus delicados dedos se deslizaban suavemente sobre las cuerdas y los trastes de nácar de uno de esos instrumentos que su padre le
había regalado y que ella conservó con cariño hasta sus floridos 92 años.

Sensible a la belleza de la naturaleza vegetal, a Lucilia le gustaba asimismo coger flores en los parques de la tranquila y distinguida São Paulo. Por Semana Santa, florecían las del maracujá. En ellas se apreciaba una peculiar coincidencia con el tiempo litúrgico, pues poseía algunas particularidades que recordaban los instrumentos de la Pasión, razón por la que era conocida como “Flor de la Pasión”, o pasiflora. A estas  características de la flor se añadía también la del raro y agradable sabor de la fruta, lo que las convertía a ambas en blanco de las atenciones de Lucilia, quien las cogía en uno de estos árboles existente cerca de su casa. Le gustaba mostrar la belleza que había en que la Providencia creara una flor para contener, como en un relicario, los recuerdos de los
sufrimientos de Nuestro Señor. Así, algo tan frágil le traía profundas reflexiones;
y tal vez por su simbolismo la considerase la reina de las flores, y no a la rosa, como
corrientemente imaginan los poetas.

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