En 1893 —cuatro lustros después de haberse establecido en Pirassununga—terminaba definitivamente la permanencia de los Ribeiro dos Santos en esa ciudad.
Don Antonio regresó con su familia a São Paulo conservando gratos recuerdos de quellos años que, para ellos, fueron heroicos.
Si saudades llevaron, saudades también dejaron. De ello podemos hacernos una idea por las siguientes líneas, escritas por un periodista que en su infancia los había conocido:
«Viene ahora a mi memoria otra imagen que ejercía en mi espíritu de niño una profunda y agradable impresión de simpatía y respeto; más que de simpatía, casi de veneración. ¿De dónde provenían esos sentimientos? Con certeza, del cariño con que me trataba siempre que me aproximaba a él. Abogado de envidiable cultura e inatacable honestidad,
detentaba un prestigio tan íntegro cuanto el vocablo puede significar. Socialmente, ese prestigio se traducía en la general estima de la que gozaba entre la población, que lo tenía por un precioso ornamento de su conjunto; políticamente, se destacaba la franca solidaridad que sus correligionarios le tributaban, tanto en las victorias como en las eventuales derrotas del partido que lideraba, el Liberal, todo él colmado de valerosos servicios prestados a las instituciones monárquicas, ideal que conservó intacto hasta la muerte. (…) Su despacho, una mansión buscada con confianza por los clientes, correligionarios e innumerables amigos. El interior de su casa, sagrario sagrado de su respetable familia, constituida por su virtuosa esposa, doña Gabriela y sus hijos, entonces pequeños: Lucilia, Antonio y Gabriel (…) doña Gabriela era el ángel tutelar de aquel dichoso hogar. La docilidad amorosa con que reprendía alguna inocente travesura de sus hijos, la sonrisa amable con que extendía la mano hacia los pobres que llamaban a su puerta, la entereza con que desempeñaba sus deberes de buena ama de casa y la distinción con que se portaba en la sociedad que tanto la admiraba y quería, justificaban, con sobrada razón, esta frase que oí de una niña y que nunca olvidé: “Bella y bondadosa como doña Gabriela, sólo la Virgen”.
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Después de mudarse para la capital, Lucilia pudo volver a ver varias veces la Pirassununga de sus tiempos de niña, pues no era raro que la familia pasara las
vacaciones en la finca de un amigo de su padre localizada en Santa Rita do Passa
Quatro, por entonces distrito de su tierra natal. En 1892, don Antonio vendería la hacienda de Santo Antonio das Palmeiras para, tres años después, comprar otra en São João da Boa Vista: la Jaguary. Poco tiempo después de su traslado 10, la familia se instaló en un bello palacete en el aristocrático barrio de los Campos Elíseos, que comenzaba a vivir
sus esplendores, característicos de la Belle Epoque.
La salida de Pirassununga, la mudanza para el palacete de los Campos Elíseos
y la compra de la hacienda Jaguary abren un nuevo capítulo en la vida de doña Lucilia.