Doña Lucilia, reflejo de la misericordia de María Santísima

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… Cuál no fue mi sorpresa cuando el cuadro me cayó en las manos y noté la semejanza, sobre todo en su mirada… una presencia de espíritu…

La muerte es solemne, la muerte es trágica, la muerte es grandiosa. ¿Habrá en la Creación algo más implacable que la muerte? Aunque la medicina, cada vez más frecuentemente, imponga retrocesos mayores o menores a la muerte, acaba esta última, en determinado momento, por presentarse sin contemporizaciones delante de su víctima para ejecutar su sentencia de forma irreversible. Parientes, amigos, propiedades, todo se acaba para quien se va de este mundo. Los que quedan lloran la pérdida del ser querido, y se consuelan, cuando tienen fe, con la esperanza de la resurrección final. Pero en poco tiempo no quedará nada de aquel que se fue, sólo un poco de polvo y, tal vez, el vago recuerdo de su memoria.
Pero con doña Lucilia hubo algo diferente. A medida que pasaban los días, después de su último persignarse, el recuerdo de su figura diáfana, maternal y acogedora se fue volviendo cada vez más viva para aquellos que tuvieron la gracia de conocerla. En medio de las aflicciones o incluso de las necesidades comunes de la vida, varios amigos y discípulos del Dr. Plinio comenzaron espontáneamente a pedir su intercesión ante los Sagrados Corazones de Jesús y de María, siendo siempre atendidos. Se estableció así, en razón de estos hechos, una creciente relación, llena de entrañable gratitud, con aquella que tan dulcemente había partido hacia la eternidad.
Movido por estos sentimientos, uno de ellos decidió en determinado momento adentrarse por una vía que hasta entonces nadie había seguido: reproducir al óleo la fisonomía de aquella tradicional dama paulista, basándose en algunas de sus últimas fotografías, para ofrecérsela como recuerdo al Dr. Plinio. La aventura duró cuatro meses. Inseguro del resultado de su esfuerzo, decidió escoger un intermediario para entregarle el cuadro al Dr. Plinio. Sin embargo, la duda sobre el buen quilate de la obra fue aún mayor por parte del elegido, y la incertidumbre hizo que olvidara el cuadro por algún tiempo entre sus cosas. Hasta que la tarde del 21 de febrero de 1977, al ser recibido por el Dr. Plinio para despachar algunos asuntos, al llegar al final de la agenda, anunció que tenía en sus manos un inusitado regalo: era el pequeño cuadro al óleo que reproducía la bella figura de doña Lucilia. Según narrará el propio el Dr. Plinio más tarde, mientras el cuadro era retirado cuidadosamente del envoltorio, pensaba consigo mismo: “Seguramente saldrá del sobre tan sólo un buen deseo, que se trata de recibir con afabilidad, por ser el resultado de un afectuoso recuerdo”. Pero no fue eso lo que sucedió… Continúa relatando el Dr. Plinio: “Cuál no fue mi sorpresa cuando el cuadro me cayó en las manos y noté la semejanza, sobre todo en su mirada… una presencia de espíritu… Casi osaría decir, una comunicación de alma que parecía, desde hace mucho, terminada y reservada sólo para el Cielo.
“Hasta el marco era perfecto. Mamá estaba allí tan bien que, si ella lo hubiese tenido que elegir, dentro de esos padrones, habría escogido aquél, pues correspondía bien a la época, al género, a su modo de ser. Por así decir, yo siempre la vi en el ambiente de aquel marco”.
A partir de entonces, esa expresiva y encantadora representación pictórica pasó a ser conocida por la afectuosa designación de “Cuadriño” (Del portugués “Quadrinho”, cuadro pequeño). En éste, doña Lucilia aparece representada en el auge de su bondad: paciente, benigna, sin la menor señal de envidia o de soberbia, distante de cualquier ambición, desprendida de sus propios intereses, pacífica, justa, ávida por encontrar los lados buenos de los demás, dispuesta a perdonar todo, así como a sufrir por todos. Tan añorado semblante, pintado de esa manera en aquel lienzo, trajo a la memoria de aquellos que la conocieron en vida muchos hechos y buenos momentos; y, al mismo tiempo, despertó en los que conocieron al Dr. Plinio después del 21 de abril de 1968 la agradable curiosidad de conocer su historia.

Mater Misericordieae, Madre de Misericoría, María

Doña Lucilia, reflejo de la Misericordia de María Santísima

En este ocaso de la civilización cristiana en que vivimos, en el que todos los valores se van desmoronando -incluso los más entrañados en el alma humana como el afecto materno- ¿qué intención tuvo la Providencia con todo esto? A partir de Nuestra Señora, las madres católicas -guardadas las insondables proporciones que separan a Una de las otras pasaron a ser llamadas a reflejar de alguna manera el amor tan excelso de la Madre de las madres: el amor al prójimo, el amor a Dios, o sea, la Caridad. Hacer relucir hoy día un reflejo del excelso amor materno de la Madre de Dios… ¿no sería éste el deseo de la Providencia al suscitar en tantas almas buenas la saludable curiosidad de conocer los hechos biográficos, los escritos, las fotografías de esa ejemplar madre católica que fue doña Lucilia? Verdaderamente, ella fue una de esas personas cuya existencia nos hace comprender mejor las inflamadas palabras de San Pablo en su primera Epístola a los Corintios: «Mas vosotros entre esos dones aspirad a los mejores.
Yo voy, pues, a mostraros un camino o don todavía más excelente. Aun cuando yo hablare todas las lenguas de los hombres y el lenguaje de los ángeles, si no tuviere caridad, vengo a ser como un metal que suena, o campana que tañe. Y aun cuando tuviera el don de profecía, y penetrase todos los misterios, y poseyese todas las ciencias y tuviera toda la fe posible, de manera que trasladase de una a otra parte los montes, no teniendo caridad, soy nada. Aun cuando yo distribuyese todos mis bienes para sustento de los pobres, y entregara mi cuerpo a las llamas, si la caridad me falta, todo lo dicho no me sirve de nada.
La caridad es sufrida, es dulce y bienhechora; la caridad no tiene envidia, no obra precipitada ni temerariamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca su interés, no se irrita, no piensa mal, no se huelga de la injusticia, complácese, sí, en la verdad: a todo se acomoda, cree todo el bien del prójimo, todo espera y lo soporta todo La caridad nunca fenece…» ( I Cor. 12, 31; 13, 1 a 8.)

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