A veces, el Dr. Plinio iba a pasear con Doña Lucilia en la Plaza Buenos Aires, en San Pablo. Teniendo un corazón materno extraordinario, ella interrumpía su caminata para agradar a los niños que allí jugaban.
Algunas veces yo paseaba con Doña Lucilia. Ella no acostumbraba mucho a salir de casa y yo tampoco tenía mucho tiempo para pasear con ella, pues mi vida era bastante ocupada. Pero a veces salíamos.
Un modo singular de pasear
Cuando ella estaba viva, el tránsito en la Avenida Angélica era mucho menor que hoy en día. Entonces atravesábamos esa vía arteria e íbamos a pasear en la Plaza Buenos Aires. Dábamos una vuelta a la manzana y después volvíamos a casa. Al final de la vida de mi madre eso se volvió imposible. Por un lado, porque al estar más anciana tenía más dificultad para caminar.
Por otro, a causa del tránsito que aumentó mucho, era una verdadera temeridad hacerla atravesar la esquina cercana a nuestro departamento. Por eso dejé de llevarla hasta la plaza.
En el tiempo en que podíamos pasear juntos, ella andaba de un modo singular. Yo me hacía a su izquierda, manteniéndome al lado de afuera de la acera, de tal forma que ella caminaba al lado del jardín de la plaza. Íbamos conversando sobre algunas cositas pero ella con frecuencia paraba y me hacía observar esta o aquella planta, tal otro follaje, o entonces, como siempre iban muchos niños que vivían en aquellos apartamentos a jugar allí, ella paraba y los agradaba. Tenía una habilidad extraordinaria o, mejor dicho, un corazón materno excepcional para agradar a los niños. Entonces ella los encantaba y las mamás y las niñeras sonreían, le hacían un pequeño saludo, y continuaba andando. De manera que era una vuelta demorada, porque había cierto número de cosas para ver. A este propósito, desconfío que si ella no supiese que yo no disponía de mucho tiempo, demoraría aún más. Pero ella percibía que mi tiempo era muy contado y entonces abreviaba un poco.
Gratitud hacia el hijo que cumplía su obligación
Generalmente, cuando ya estaba bien anciana, volvía cansada. Al llegar a la esquina de la calle de nuestra casa, si ella quería, parábamos para que respirase un poco. Después entrábamos en el edificio. Yo la acompañaba hasta arriba, abría la puerta y la hacía entrar.
Ella me besaba a ambos lados del rostro y me agradaba. A pesar de que era mi obligación acompañarla en el paseíto – la obligación más elemental de un hijo –, ella siempre me lo agradecía. Yo me despedía y me iba al trabajo.
(Extraído de conferencia del 26/8/1983)