Tras la boda de Olga la soledad de doña Lucilia se acentuó todavía un poco más, pues la nueva empleada que el Dr. Plinio se apresuró a contratar, por mejor que fuese, era extraña a la casa, y doña Lucilia no podía tener desde el principio el mismo trato establecido a lo largo de los años con la anterior. Para romper la monotonía de un día siempre igual al otro, el Dr. Plinio salía de vez en cuando con su madre a pasear por la acera de la calle Alagoas. Nunca la llevaba a la Plaza Buenos Aires, por miedo de cruzar con ella la transitada avenida Angélica. Tomaba, pues, en sentido opuesto a aquella plaza, una calle en aquel tiempo mucho menos frecuentada que hoy en día, donde todavía subsistían gran número de bonitas casas con jardín. Cuando el sol disminuía el rigor de sus rayos, los dos salían caminando muy lentamente, mientras conversaban un poco. A doña Lucilia le gustaba mucho apreciar la flores de los sucesivos jardines frente a los cuales pasaba, considerando siempre el aspecto superior de lo que fuese digno de admiración. Era la delicadeza de una rosa, o el color vivo de otra, o el fruncido de los pétalos de un clavel, o el suave perfume exhalado por cada una.
Si la vegetación de los jardines irrumpía a través de las rejas que los cercaban y alguna bonita florecilla se inclinaba al alcance de su mano, la miraba con agrado, aspiraba su perfume y hacía comentarios con su hijo. Éste asentía, pero encontraba mucho más bella el alma de su madre que la propia flor…
En el fondo, en sus comentarios minuciosos, coherentes, admirativos, se remitía implícitamente al Divino Creador de aquellas pequeñas maravillas.
Última visita a “su” iglesia del Sagrado Corazón de Jesús
Hacía ya mucho tiempo que doña Lucilia no visitaba la iglesia con la cual sentía una enorme consonancia, escenario de tantos coloquios con Nuestro Señor, y a la cual se refería como mi iglesia del Sagrado Corazón de Jesús. Un día, el Dr. Plinio le propuso ir allí a rezar durante el tiempo que quisiese. Ella aceptó de inmediato esa agradable invitación. La intimidad indeciblemente respetuosa de doña Lucilia con su Divino Maestro tomaba una expresión particular cuando atravesaba aquellos sagrados umbrales. De hecho, el ambiente de sacra seriedad del interior de ese templo es muy propicio a la meditación y a la reflexión, para lo cual contribuyen las agradables proporciones del bello edificio. La luz de los vitrales difunde colores matizados que lo llenan de una acogedora penumbra. Tiene algo de balsámico, de un discreto y perfumado aceite que impregna de gravedad y de afabilidad todo el ambiente, al mismo tiempo que le “susurra” al fiel: “Has sufrido, pero tendrás que sufrir todavía más. Sin embargo, aquí encontrarás un lenitivo para ti. La vida es así… Pero dentro de las paredes de este edificio encontrarás ayuda para sufrir.” Esa iglesia, en efecto, comunica también esperanzas de alivio, de ayuda, y de situaciones que justifiquen la alegría cristiana.
De la penumbra emergen imágenes de rostro serio y acogedor, cuya mirada socorre y protege. Al fondo de la nave lateral izquierda se encuentra la conmovedora imagen del Sagrado Corazón de Jesús: sacral, digna, serena, compasiva, pero triste ante la ingratitud de los hombres. En el fondo de la otra nave lateral, la albísima imagen de Nuestra Señora Auxiliadora de los Cristianos —triunfante, virginal, pura, dulce, bondadosa, también compasiva— parece desbordante de la sobrenatural armonía interior del alma excelsa de la Virgen Madre de Dios. Así, en esa iglesia, verdadero cofre de bendiciones, se diría que la gracia es como una llovizna, como una finísima neblina que se difunde, rociando las almas…
Doña Lucilia, acompañada por su hijo, recorrió en recogida peregrinación cada uno de los altares, aunque caminando penosamente. Rezó y rezó largamente. De vez en cuando se golpeaba el pecho con discreción, como quien pide perdón. Se detuvo largo tiempo a los pies de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, que simboliza todo lo que el Divino Maestro sufrió durante la pasión por causa de los pecados de los hombres. Terminado su
piadoso coloquio con Nuestro Señor, doña Lucilia se dirigió al grupo escultórico situado casi al final de la nave izquierda (del lado de la Epístola), que representa el encuentro del Niño Jesús en el Templo entre los doctores de la Ley. Hacía casi cincuenta años que ella, delante de esa imagen del Divino Infante, solía pedir con insistencia gracias abundantes para que su hijo enfrentase victoriosamente las luchas de la perseverancia y de la santificación, así como también las luchas ideológicas contra los enemigos de la Iglesia. Como ya hemos visto, sabía perfectamente que militia est vita hominis super terram (La vida del hombre es sobre la tierra una milicia (Job. 7, 1)). Después de saludar con la mirada las otras imágenes, los vitrales que coloreaban con su luz las columnas de la nave y el imponente órgano del fondo, doña Lucilia, con el alma llena, se retiró apoyada del brazo de su filhão. Fue una visita de despedida y de preparación para la eternidad. Cuando salieron, el sol estaba emitiendo sus últimos rayos dorados. Habían pasado varias horas…
Vivía en la atmósfera del Sagrado Corazón
En el fondo de la bondad luciliana, encontramos esa identidad de espíritu con el Sagrado Corazón de Jesús que le hacía manifestar a los otros la inmensidad del amor de Nuestro Señor, como si dijese: “Mira que no faltan razones para confiar en Él. Pide, porque serás atendido; las puertas de la misericordia están abiertas para ti”.
A imitación del Sagrado Corazón de Jesús perforado por la lanza de Longinos, doña Lucilia sabía, con firme y compasivo afecto, insinuar a un culpable la gravedad de su mala conducta. De los labios de la imagen parece salir esta amonestación: “¡Mira todo lo que significa el pecado! ¡Qué hacen los hombres! ¡El mar de pecados en que la humanidad está precipitándose! ¿Tú haces parte de la turba de los que me ofenden?” Se trataba de una bondad que no llevaba al relajamiento moral, sino a una suma compunción y a una perfecta compenetración. Bondad superiormente recta, virtuosa, propia del equilibrio de un alma católica, apostólica y romana.
Doña Lucilia vivía intensamente dentro de esa atmósfera del Sagrado Corazón de Jesús, traspasado de dolor por los pecados de los hombres y lleno del deseo de perdonarlos. Así como el buen discípulo se parece en algo al Maestro, innumerables veces era posible notar que ella interiormente lamentaba, deploraba, sufría y perdonaba, al unísono con el Sagrado Corazón de Jesús.
“Pobrecita, ella no tiene nada de qué acusarse”
Por habitar cerca del Sagrado Corazón de Jesús, doña Lucilia tenía sus ojos puestos también en María Santísima y en la Santa Iglesia Católica. Atraída por las infinitas perfecciones del Divino Maestro, por la inconmensurable santidad de Su Madre Virginal, por la hermosura del Cuerpo Místico de Cristo, ella los amó cuanto pudo. Como la casta esposa del Cantar de los Cantares, podía decirle a Nuestro Señor: Atraedme; y correré tras el olor de vuestros perfumes 19. De esta devoción a los Sagrados Corazones brotaba la fuente de sus cualidades morales. Así, llena de piedad, llegó a los últimos días de su existencia. No sorprenden las palabras de un prelado que, de vez en cuando, la confesaba cuando iba a celebrar Misa en su apartamento. Al pedirle que lo hiciese una vez más, respondió: — Voy a confesarla, pero, pobrecilla, ella no tiene nada de qué acusarse. Este episodio se repitió más de dos veces y fue presenciado por algunas personas.
“Si yo fuese tratada así, me gustaría vivir 400 años”
Cuanto más doña Lucilia se asemejaba al Divino Salvador menos era comprendida. En aquellos últimos años de su vida eran cada vez menos numerosas las personas que se sentían verdaderamente atraídas por el Sagrado Corazón de Jesús. En un mundo así, doña Lucilia era una exiliada.
El Dr. Plinio redoblaba su cariño como nunca, mostrándole de esa manera que su filhão la comprendía y la quería tanto cuanto podía. Además de hablar con ella, trataba de decir, por medio de la fisonomía, de las miradas y de los gestos, lo que el vocabulario humano no es capaz de expresar. Por otra parte, no le ahorraba elogios, en tono de suave broma, y literalmente la inundaba de agrados. Alguien de la familia llegó a decirle al Dr. Plinio: “Si yo fuese tratada así, me gustaría vivir 400 años…”