Con verdadera complacencia comentaba doña Lucilia que a su padre, en sus idas y venidas nocturnas a la finca, o en viajes de negocios por las adustas y peligrosas
florestas del sertão, siempre acompañado por dos o tres hombres, le gustaba cantar la Salve Regina.
Una vez, decía ella, el Barón de Araraquara cabalgaba por las cercanías de Pirassununga, donde iba a encontrarse con don Antonio, cuando distinguió en la
lejanía una sonora voz que entonaba dicho himno. Volviéndose hacia el capataz
que le seguía comentó:
— Sólo puede ser Totó (así se lo llamaba familiarmente a D. Antonio). ¡No hay otro hombre en esta región que cante de
noche, en un lugar como éste, la Salve en latín!
La muerte del corderito
Sería un error imaginar que la admiración de la joven Lucilia por los lados enérgicos de su padre, incluso cuando eran aplicados a su propia educación, era menor que la tributada por ella a otras cualidades. Así, narraba, hasta avanzada edad, lo que ocurrió después de recibir como regalo de su padre un hermoso corderito.
Lo lavó, lo secó y lo adornó con unos lindos lazos. Lo trató con todo cariño, hasta el día en que un respetuoso esclavo le hace una confidencia:
— Sinhá (señora) pequeña, quería decirle una cosa para que se prepare. Sinhó su padre va a mandar matar el corderito mañana. Sólo quería avisarle.
Ella dijo entonces:
— ¡No es posible! Me estás mintiendo. ¡Papá no haría una barbaridad de ésas!
Sonriendo el esclavo, le respondió:
— Sinhá pequeña, es lo que va a suceder.
Sin perder un minuto, ella sale corriendo hacia el despacho de su padre, y le dice bañada en lágrimas:
— ¡Papá!, ¿vas a mandar matar el corderito? ¿Es verdad que ya has dado la orden? ¿Será posible?
— Hija mía, es verdad.
— Pero, ¿por qué? Es tan bueno, tan bonito, lo quiero tanto…
— Lucilia, deja de ser ingenua. Hay que enfrentar las cosas como son. Te hará bien, para que pierdas ese sentimentalismo. Sentimiento, sí; sentimentalismo, no.
Fue irreductible. Y, al día siguiente, el corderito hizo parte del menú.
Doña Lucilia siempre mencionará el hecho como una prueba de la bondad de su padre, quien usó un remedio duro, venciendo su propio afecto paterno, a fin de curar la incipiente tendencia hacia el sentimentalismo de una niña de aquellos tiempos románticos.