Termina la cena en casa de los Corrêa de Oliveira, en la calle Vieira de Carvalho.
El matrimonio se levanta, reza las oraciones finales de la comida, y el marido se dirige a su cuarto a fin de rehacerse del cansancio del trabajo, mientras doña Lucilia se entrega a la oración a los pies de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús.
Después de rezar por todas sus intenciones, en especial por su hijo tan querido, besa las manos, las rodillas y los pies del Sagrado Corazón de Jesús. Finalmente, una última mirada amorosa a la figura de Aquel que es la Bondad en persona. Lentamente se aparta, se sienta en un sofá cercano, y con el pensamiento recorre las vías de su maternal corazón:
“Bien, mañana un portador va a encontrarse con mi Pimbinchen. ¡Ay! ¡qué pena que no sea yo! ¡Cuánto me gustaría hacer este viaje para poder verlo! La única forma de entrar en contacto con él es escribirle una carta”.
Se levanta, abre el escritorio, enciende la luz y, con delicada letra, casi dibujada, transpone a una hoja de papel la expresión de sus cariños y saudades.
¡Hijo tan querido!
Ignoro aún si has recibido ya mi primera carta, pues las tuyas nada dicen a este respecto; en cuanto a la segunda, escrita el veintitrés, sigue con ésta, porque pensábamos que sería más rápido y seguro enviarla en manos de [un portador amigo] que ha sido obligado a retrasar el viaje. Así que van ahora dos. Recibí anteayer una del día veintiuno y estoy ansiosa de oír tus impresiones y descripciones de España y de nuestro Portugal, que no conozco, así como de todas las otras cosas que te quedan por ver. Nada me dices de tu salud. ¿No estarás, movido por la curiosidad, abusando de tus fuerzas? Por el amor a Dios, no hagas imprudencias de gourmands e gourmets (Los golosos y aquellos que saben apreciar la buena mesa), y no te muevas excesivamente, cosa que no te ha permitido hasta aquí tu género de vida. (…)
En cuanto a las noticias que me pides del sexto piso, mejor las tendrás [por el mismo portador, nuestro amigo].
Rosée y Maria Alice han escrito, preguntando siempre por ti. En cuanto a ellas, parece que nada hay de nuevo. Lo único que dicen es que, cuanto más conocen Buenos Aires, más lo aprecian. Han salido bastante con Ernestina P. Alves e hija. Antonio ha vendido bien el café y está en la finca de donde pretende volver hacia el diez y seguir viaje después a Argentina.
¿Te has acordado de mandar celebrar la Misa en Ntra. Sra. de Begoña como te pedí? La que he mandado celebrar en tu intención el día tres de éste, en el Sagrado Corazón de Jesús, será oída con mi máxima fe y amor; y también comulgaré, pidiendo a Dios que te bendiga, te haga siempre un verdadero católico, recto, bueno y justo, para su mayor gloria y, como siempre, el mejor y más querido de los hijos, por quien doy, incluso, los pocos días que me quedan. Es muy probable que cuando vayas a Versalles, te acuerdes de las estuatas blancas; En el Trianón, de los carruajes reales, y paseando “a pie” por la avenida de los Campos Elíseos, en el “Rond Point”, te acuerdes de los pequeños teatros de marionetas ¡Cuántas saudades… Dios mío!
A esta altura —se nota por la exposición de las ideas— doña Lucilia no resiste, abandona la pluma sobre el tintero, y se ve obligada a hacer uso del pañuelo para recoger algunas lágrimas que le corren por las mejillas. Probablemente se vuelve hacia la imagen del Sagrado Corazón de Jesús y, con los ojos fijos en esa fina y piadosa representación de nuestro Redentor, pide una vez más por el filhão querido”…
Después de haber dominado su nostalgia, continúa:
Es bueno que tengas un buen y pequeño mapa de la ciudad, fácil de ser manejado, lo que te facilitará los paseos. Por lo demás, nada te recomiendo, pues sabrás mejor que yo lo que debes hacer.
Escríbeme siempre; ¿sí? No te olvides de mí en Nuestra Señora de Lourdes; ¿sí? ¿Cómo están tus amigos? ¿También les está gustando mucho? Dales a todos saludos de mi parte.
Con muchas saudades, te bendice, te abraza y te besa mucho, tu madre extremosa,
Lucilia